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Cuando tenía cuarenta y un años, tenía un hijo de ocho años de ojos color avellana y cabello castaño que amaba el azul, seguía a Felix por todos lados y de grande quería ser un principe; un hijo de siete años de ojos marrones y cabello negro que curiosamente sólo quería usar negro y gris, que me preguntaba a diario cuanto faltaba para que creciera y pudiera ponerse las cosas que habían en mi armario, y que prefería mil veces un partido de fútbol a jugar a rescatar princesas con su hermano; y una bebé de tres años que amaba a Barbie con todo su pequeño corazón.
También tenía al esposo más hermoso de todo el mundo.
Era plenamente felíz.
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