
6: Wrecking ball
[Nota de la Axa del 2025. Cuando escribí este libro no había salido Un mechón de pelo de Tini, pero ahora que ya existe no puedo dejar de vincular en especial esta canción (Me voy) con los sentimientos que atravesaba Sinaí en esta etapa de su historia].
Ellos
María estaba acostada en la misma cama en la que llevaba al menos tres días, sin levantarse más que para cumplir con sus necesidades fisiológicas. Le habría gustado no estar tan viva en ese momento. Le habría encantado que su sueño no tuviera por qué interrumpirse, o al menos que al estar cubierta con el edredón por completo, desapareciera todo.
Pero la realidad siempre volvía a tocar a su puerta. Y la realidad de ese día fue su hermana, Génesis, quien abrió luego de dos golpes para decirle:
—María, tienes visita.
—No quiero visitas —gruñó la rubia debajo de la sábana—. Dile que se vaya. Y preferiblemente a la mierda.
—Tarde —contestó Soto entrando detrás de Génesis y lanzándose a la cama de María—. Vengo de allá.
La hermana de la rubia salió del cuarto, no sin antes cerrar la puerta. Cuando los amigos quedaron solos, Soto intentó desenterrar a su amiga de debajo del edredón. Ella luchaba, pero terminó por perder, así que se tapó la cara con la almohada para ahogar un grito de «odio todo».
—Te dije que no vinieras —espetó a su amigo, que se quitaba los zapatos para arroparse bajo la sábana con ella—. ¡¿Qué haces?!
—Soy un buen huésped y me quito los zapatos antes de subirme a tu cama.
—¡Soto, hueles a pata, baja tus sucios pies de mi colchón!
El muchacho la miró en respuesta de arriba abajo con el ceño fruncido.
—Por la pinta que tienes, mis pies son lo más sucio que le ha pasado a tu colchón en meses. ¿Qué pasa? ¿Estás yendo a la iglesia?
—Será al infierno —gruñó María, señalándose—. Me estoy muriendo, ¿no me ves la cara?
Su amigo chasqueó los dedos en comprensión.
—Así que por eso no has ido a clases. Pensé que te habías lanzado una de las de Sinaí.
—Nada que ver. Solo los cerebritos pueden darse el lujo de faltar tres meses y aun así pasar el año. Yo pierdo una evaluación y no me salvan ni las oraciones de mi abuela.
Soto se acostó junto a María, sintiendo el calor febril de su amiga resfriada, y la abrazó a pesar de sus empujones.
—Soto, coño, deja ser tan pegajoso que seguramente ni te has bañado.
—Mira quién lo dice, la que huele a muerto. ¿Qué tienes tú? ¿Falpismo? Ya sabes, falta de pinga en el organismo.
María le pellizcó el brazo, por lo que Soto se alejó de ella chillando.
—Dale gracias a Dios que no fue una bola. Te voy a clavar una cucharilla lentamente por el culo para que sigas hablando paja. No tengo ningún falpismo. Ni sé qué tengo. Mis padres me van a llevar al médico en unos días.
—¿Cuando te mueras?
—Cuando no se me pase con fe y rezos. —María tosió y expulsó una flema en el pañuelo que tenía entre las manos—. Te dije que no vinieras, no sabes lo incómodo que es estar así contigo al lado.
—Y yo que te iba a pedir quedarme a dormir.
—¿Estás loco?
—Sí, pero ese no es el punto. ¿Puedo o no?
—¡Claro que no! Anda a dormirte en tu Monte, que por andar pegado del culo de ella me abandonaste. Ni un mensajito.
María se volvió para mirar a su amigo y se dio cuenta del cambio en su expresión, el disgusto, el sabor amargo que habían dejado sus palabras.
—¿Qué?
Él no dijo nada, seguía serio. Sus ojos habían enrojecido como si fuese él quien tuviese fiebre. Los músculos de su mandíbula sufrían espasmos por la tensión, y María empezó a preocuparse.
—¿Dije algo malo?
Soto negó con la cabeza y se dejó caer sobre el colchón, tapándose el rostro con las manos.
María se le lanzó encima para quitarle las manos de la cara, a tiempo para ver el gesto descompuesto de su amigo. Le estaba gritando desde dentro con la máscara agrietada.
Jamás lo había visto así.
—Jesús Alejandro, hazme el favor y explícame qué carajos te pasa.
—La cagamos.
Su garganta estaba tan agrietada y adolorida que la voz salió herida, apagándose al final de la frase, y en sus ojos apareció la tan indeseada humedad que causa la pena.
—¿Qué cagamos? —insistió María sin entender—. ¿Qué hice?
Soto carraspeó y se sentó.
—Tú no hiciste nada, pendeja.
—¿Entonces?
—Sinaí.
Las pupilas de María se dilataron al oír su nombre. Aunque no entendía nada, no necesitaba mucho para aborrecer cualquier cosa que hubiese convertido a su mejor amigo en aquel despojo herido.
—¿Qué hizo? ¿Qué pasó?
Soto se mordió los labios, sabiendo el regaño que iba a llevarse cuando soltara la primera parte del chisme.
—Terminamos.
—Ah. —María se cruzó de brazos, conteniendo las ganas de saltarle encima a su amigo con una correa—. Vamos, cuéntame por qué no aguantas la risa. Ya sabes lo que te voy a decir, así que dilo tú.
—Me vas a matar, ¿verdad?
—¿Sabes el palo con el que medio mataste a Lucas? Tengo muchas ganas de buscarlo en este momento y metértelo por el...
—Yo sé, yo sé —Soto se llevó las manos a la cabeza, agarrándose el cabello—. Tenía que haberte dicho apenas empezamos la relación.
—¡Tenías que haberme hablado antes sobre tu deseo estúpido de empezar una con ella! ¡Me dijiste que no te gustaba!
Y en eso Soto no había mentido, al menos.
—¿Yo te digo a ti que me preguntes cada vez que te vas a coger un tipo? —argumentó el muchacho.
—No seas cínico, Jesús Alejandro. Yo siempre te hablo claro de todo lo que hago, de los tipos con los que estoy cuadrando, de todo. ¿Por qué no pudiste confiar en mí?
—¿Me habrías dejado seguir detrás de ella?
—¡Por supuesto que no! Te habría sacado de ahí por los pelos. Esa chama está partida por otro y tú lo sabes. Eres demasiado bueno para ella, eres demasiado bueno para cualquiera, Soto, eres un ser humano increíble, pero... a veces no se trata de lo bueno que seas. El corazón quiere lo que le da la puta gana de querer, y tú no podías cambiar eso.
—Gracias por hacerme sentir mejor, eh.
—¿Eso te hizo sentir mal? Pues espera, porque se viene peor el regaño. Pero necesito contexto primero. —María agarró a su amigo por la camisa, atrayéndolo de manera amenazante—. ¿Qué te hizo?
—Me engañó, ¿qué más?
—Esa maldita puta...
—Dijo la reina de la putería.
María se volvió hacia Soto con una mirada que le cerró hasta la boca del culo.
—La voy a matar —sentenció María.
—No, ni se te ocurra. No le dirás nada. Nada de lo que te conté ni de lo que sabes. ¡Nada! No es su culpa...
—¿Que no qué? ¡Claro que es su culpa! Esa vaina se la puedes hacer a un desconocido, pero no a alguien que fue tu amigo. Jamás. Si sabes que te gusta otro, no te haces novia de alguien que aprecias para luego serle infiel. Te juro que la mato.
—María, que no. ¿Okay? Ella no tiene la culpa de que yo no sea lo que ella quería.
—Tiene toda la la maldita culpa de no haberte dicho eso a la cara. Tiene culpa de hacer que te ilusionaras con que había una posibilidad. ¡Deja de ser tan pendejo!
—¡No quiero más drama! Más bien agradezco que no tengamos que verla más en el liceo. Solo quiero alejarme de ella para toda la puta vida y olvidar lo que pasó. Y necesito a mi amiga.
María recordó el ánimo con el que Sinaí le escribió para decirle que había estado con Axer. Recordó que esa misma tarde se vieron en casa de Soto para jugar Stop. Recordó que, cuando ella llegó, Soto y Sinaí ya estaban juntos. Recordó que Soto hizo lo imposible para obstinarla hasta que se fue y los dejó solos. Porque ya eran novios, obviamente. Y Sinaí tan tranquila le confesó su infidelidad, aprovechándose de que su relación seguía siendo un secreto.
«Maldita zorra».
María sufrió con la grieta en el corazón de su amigo, tan profunda que podía verla sangrar incluso a través de la ropa. Ese chico lleno de complejos, el mismo que por años no había intentado nada con una chica por no sentirse suficiente, por miedo al rechazo. Y ahora que al fin se arriesgaba con una, una que fue su amiga, la muy puta le estrujaba el corazón con las manos sucias.
—Prométeme que no dirás nada, María Betania.
—No voy a...
—Prométemelo.
—La puta madre, Soto. Sí. No voy a decirle nada. Pero ¿qué pretendes que haga?
—Te pediría un abrazo, pero en serio hueles a culo, anda a bañarte.
María puso los ojos en blanco y se levantó de la cama, buscando sus zapatillas.
—¿Adónde vas?
—Al baño. —María agarró su teléfono para revisar Instagram mientras estaba en el baño—. Si te quedas no quiero berrinches, porque me voy a pasar toda la noche tosiendo.
—Tranquila, hasta te hago una sopa si quieres.
—Si metes la mano en la cocina mi mamá te la corta.
Cuando María llegó al baño recibió una llamada.
No quería contestar. No debió haberlo hecho. Pero la rabia la consumía, y tenía que aliviarla de algún modo.
—¿Qué quieres? —espetó con frialdad a Sinaí al otro lado de la línea.
—María, necesito...
Sonaba tan, pero tan, mal... María empezaba a entender cómo Soto había caído en sus redes, si era tan buena manipuladora.
—¿Qué necesitas?
—Hablar. Salir. Correr. Lo que sea, eres mi única amiga justo ahora y...
—Era.
—¿Perdón?
—¿Para qué llamaste? ¿Para hacerte la víctima conmigo? ¿Para contarme una versión modificada de tu crimen y ponerme de tu lado? La cagaste y lo sabes. Y te lo advertí, te advertí que no te convenía hacer esto. He pasado media vida con Soto, e incluso así decidiste ponerme a elegir. Estúpida. No sé en qué pensabas, pero ya que insistes, aquí está mi elección: él. Siempre será él.
—María, pero yo...
—No vuelvas a llamar.
Sinaí, al otro lado de la línea, estrelló el teléfono contra la pared. No es como si tuviera a alguien a quién escribirle después de eso. No es como si existiera un amigo al otro lado de la línea esperando a escucharla.
El teléfono era lo que menos le dolía perder.
El teléfono quedó menos destrozado que ella.
Entró en el cuarto de su madre, llorando como en el peor de los lutos, sintiéndose la perra que le hicieron creer que era, odiando todo de sí porque no podía cambiarse.
Su madre estaba en una llamada, pero la culminó apenas la vio, sentándose en la cama con cara de preocupación.
Corrió a abrazarla, pero las piernas de Sinaí cedieron y finalmente cayó al suelo, arrastrando a su madre con ella.
—¿Qué te hicieron, mi niña? —preguntó la madre. Contenía a su hija mientras temblaba de espasmos por el llanto, acariciaba su cabello empapado de lágrimas y mocos.
—Nada —musitó su hija sin voz, luchando contra los sollozos—. Me vi en un espejo y odié lo que vi. Quiero... —La voz le temblaba de odio y dolor—. Quiero destruirlo.
—Creo que me he visto en el mismo espejo que tú antes, hija. A ojos de otras personas siempre vamos a ser aborrecibles. Siempre seremos unas perras.
—Lo odio, mamá. Me arde el pecho. Estoy... —Sinaí no podía ni hablar de tanto sollozar—. ¿Qué puedo hacer para cambiar eso?
—Nada. Lamentablemente esa es una huella que ni yo puedo borrar por ti. Pero algo sí puedes hacer.
—¿Qué? —La joven subió el rostro esperanzado, buscando en los ojos de su madre cualquier cosa que le quitara el dolor—. ¿Qué hago?
—Darles la razón. Cuando asumas quién eres y te aceptes, nunca te volverá a doler que te llamen perra, porque tú ya sabrás que lo eres.
—Pero suena tan... solitario.
—El amor propio es así, hija. Es solitario. Porque ya nunca necesitarás a nadie. Porque lo que te ofrecían para que te aferres a ellos ya no será suficiente. Porque pocos tendrán el coraje para arriesgarse a cumplir tus expectativas. Y nunca estarás sola, no del todo. Seremos perras juntas.
—Eres mi única amiga, mamá.
—Lamento mucho que tuvieras que darte cuenta de esta forma.
••••
No sé qué decirles.
Estoy destrozada.
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