1: Vestido rojo, saco azul.
—¿Mamá?
La descubrí aplicándose lápiz labial frente al espejo del baño cuando me disponía a tomar una ducha antes de mi primer día en el nuevo colegio.
Se había cortado el cabello al raz de la cabeza y teñido de rubio con mechones platino. Un vestido rojo ajustado le delineaba su figura, no como a las mujeres de las revistas que ella coleccionaba, sino como una mujer real, casada, separada, pasada por una cesárea y diesisiete años de depresión. A pesar de la celulitis en sus muslos y la resequedad en sus pantorrillas, jamás la había visto lucir tan inalcanzable.
No me preocuparía verla vestida así para cualquier otra ocasión. Pero no para el funeral del abuelo.
—¿Humm? —inquirió mientras movía sus labios para esparcir el labial.
—¿Ya no vas al funeral?
Dejó lo que hacía y me miró a los ojos a través del espejo.
—¿Y perderme la oportunidad de escupir la tumba de tu abuelo? Ni hablar. Voy a ser la primera en llegar.
—Pero... no has visto ni hablado con tu familia en años... ¿No te parece inapropiado que su reencuentro sea contigo vestida así?
—Pff. Esos bastardos quieren verme llegar arrastrándome, harapienta y ojerosa; suplicando el perdón de todos y reconociendo que sin ellos no puedo ni limpiarme el culo. —Sacó el dedo del medio con una pasión exagerada.
Todavía se me hacía difícil acostumbrarme a gestos tan vulgares viniendo de la mujer que solía pegarme en la boca si decía "estúpido"; y más me impactaba escuchar cómo dejaba salir sus pensamientos con tal crudeza y libertad, teniendo en cuenta que era la misma que en la iglesia no comentaba ni las predicaciones porque había crecido bajo la instrucción de que la mujer debe guardar silencio durante el culto.
—¿Se me nota la faja bajo el vestido? —preguntó poniéndose de lado para mirarse desde otro ángulo.
—No se nota. En realidad te ves muy bien, pero no creo que tu padre vaya a salir de la tumba para decírtelo. ¿De verdad no quieres ir con algo más discreto?
—¿Alguna vez te hablé de la clase de padre que era el abuelo?
—Nunca. Ni lo mencionaste.
Me puso una mano sobre el hombro.
—Te salvé de un largo popurrí de pesadillas.
—Tengo las mías propias, descuida.
Y ahí murió todo. Yo tenía una inusual habilidad para cometer cagadas monumentales. Mi madre por primera vez en mucho tiempo parecía dispuesta a ir más allá de lo superficial conmigo, a abrirse a su forma ¿y cómo procedí? Haciendo alusión a mi padre.
Ella recogió su maquillaje a toda prisa en su bolso y se marchó con la mandíbula apretada y sin siquiera mirarme. Solo antes de cerrar la puerta del baño se detuvo un segundo para decirme:
—Muévete, no quiero que llegues tarde en tu primer día.
•☆•🎲•☆•
Los nuevos colegios no eran una novedad para mí. Cambiar de escuela para muchos es un shock, para mí era un alivio. Cada año escolar que se acababa era como sentir aflorar los dedos de una mano que me había estado asfixiando por meses. La llegada de las vacaciones era arrancarme de una vez de la presión sobre mi cuello y respirar con ímpetu al fin. Y los primeros días del regreso a clases... eran como un brazo despiadado contra mi tráquea y una voz que me decía "Esta vez no te librarás. No volverás a probar oxígeno".
Cinco. En cinco escuelas distintas había estado, y de todas huí por el mismo motivo: mis compañeros. Eran los boggarts a los que nunca aprendí a lanzarles el encantamiento ridickulus.
En las películas llaman a lo que yo sufrí "bullying", pero en Venezuela está mal visto usar esa palabra. Aquí todo es "chalequeo", y si lloras al ser chalequeado eres un débil aguafiestas poco preparado para "el mundo real". El problema es que yo nunca supe cómo no llorar, cómo hacer que no me importara.
Debo reconocerle a mi madre el ser tan abierta al respecto de cambiar de colegio con regularidad, aunque he de admitir que siempre me perseguían sus palabras, aquellas que me decía cada vez que le rogaba llorando que me cambiara a otra escuela de inmediato, que no aguantaba más.
«A donde vayas habrá personas que se aprovecharán de tu vulnerabilidad. Puedes cambiar de colegio, de estado, de país y de nombre, pero hasta que no cambies cómo te ves a ti misma las personas te van a seguir destrozando por dentro hasta que les creas todo lo que te dicen».
En fin, ese año no solo me cambiaba de colegio sino que nos habíamos mudado. Nos metimos en el pueblo más chico y alejado que conseguimos buscando la paz en un cambio de ambiente más drástico.
Cuando salí de casa estaba consciente de que mi cara decía "golpéame". Mi cabello estaba deshidratado, sin brillo, sin forma, sin personalidad. Intenté peinarlo pero solo explotó creando una esponja desagradable de mirar. Mis lentes ovalados y pequeños eran la razón por la que todo el mundo asumía que yo era una cerebrito, como si la miopía (y en mi caso también astigmatismo) fuera aval de un alto coeficiente intelectual.
Los lentes por sí solos eran un caos, pero mis frenillos no ayudaban a nada más que perpetuar mi casi oficial segundo nombre: nerd.
Yo nunca fui la más inteligente en ningún salón, sacaba buenas notas porque tenía buenísima memoria y me ponía a estudiar afuera del salón cinco minutos antes de entrar a clases, metía labias trifásicas en los análisis escritos con solo haber leído el tema una vez, e improvisaba en las exposiciones hasta casi dormir a mis compañeros y hacer aplaudir a los profesores. Pero nunca fui la mejor, solo la peor arreglada y la que no tenía vida social, lo que implicaba que la nerd era yo.
El tema de la excasa vida social también influyó en que me interesara en temas frikis y datos inútiles que me hacían parecer intelectual, pero yo en definitiva no era el futuro de ninguna nación, y extrañamente las que sí cumplían con el perfil de sabelotodos sobresalientes eran en general muy bonitas.
Llegué a clases y esperé en el patio escolar a que asignaran las secciones de cada año. El lugar estaba abarrotado de chicos enanos con camisa azul que correteaban de un lado a otro.
Los mayores estaban sentados en los pasillos en grupos separados, algunos formando cola en la cantina para comprar el desayuno y otros alrededor de la mata de mangos esperando a estar fuera de la vista de los profesores para empezar el ataque a las frutas inocentes.
No me sentía apta para acercarme a ningún lado. Ni a los de bolsos con calaveras y prendedores emos, ni a las bonitas sentadas con las piernas cruzadas sobre los suéteres de sus galanes, ni a los chicos que lanzaban piropos a las de primer año y piedrecitas a los más mocosos.
Me aferré más al poste del que estaba recostada y entrelacé las manos a mi espalda. De forma inconsciente me comencé a rascar el interior de mis muñecas, mientras más gente contaba a mi alrededor más rasgaba con mis uñas mi tierna piel. Ya debía estar muy enrojecida, pronto empezaría a romperse, pero era lo único que me distraía de mis pensamientos.
Demasiada gente. Todos inaccesibles. Yo no encajaba con ninguno.
Empecé a pensar en las estadísticas de muerte por aglomeraciones.
«16 de enero del 2011. Tres jóvenes murieron asfixiados por una avalancha humana en una discoteca de Budapest (Hungría)», me empecé a rascar con más fuerza. Mientras más lo hacía, más me picaba y más necesitaba seguir haciéndolo.
«1 julio del 2000. Nueve muertos en una estampida humana en el Festival de Rock de Roskilde, Dinamarca».
Y seguí así mientras iba en aumento mi preocupación porque de pronto sonara la campana del colegio y yo quedara asfixiandome debajo de una avalancha de estudiantes.
Preferí cambiar de tema mental a cómo iban arreglados los demás.
En el uniforme del liceo las camisas eran beiges de botones para los de cuarto y último año como yo, algunas mujeres usaban faldas, pero solo las más delicadas, pero en general todas usaban pantalones mandados a retocar con alguna costurera para que les quedara casi adherido a las piernas y les resaltará los glúteos.
Yo era de las pocas que usaban el pantalón con las medidas originales del uniforme. Era como tener una bolsa negra en cada pierna.
Mientras pensaba en eso un par de personas se acercaron a donde yo estaba.
Era un chico con la camisa por fuera y
el cuello mal acomodado, el cabello castaño lo tenía hecho un desastre. No como el mío, el suyo era un desastre agradable de ver. Era como un mensaje «Así soy yo. Mírame». Tenía los brazos llenos de tatuajes pero al detenerse a mi lado se puso un suéter azul marino mientras insultaba la descendencia entera de una profesora a la que todavía no había conocido. Supuse que, ya que no podían pegarle una plancha para quitarle los tatuajes, lo obligaban a cubrirlos mientras estaba en clases.
La chica a su lado sería llamada gorda en cualquier red social, pero en el mundo real y sabiendo cómo eran las mujeres promedio, a mí solo me parecía que estaba buenísima. La camisa le apretaba tanto en la zona del pecho que quedaban algunos espacios entre los botones por donde se podía ver su camiseta blanca. La chica tenía un largo cabello ondulado de ese rubio tan sutil que puede pasar por castaño claro. Y lo más cautivante, unos ojos enormes color miel enmarcados por unas pestañas larguísimas y voluminosas.
Ninguno parecía haber notado mi presencia. Él sacó un cigarro de una cajetilla y se lo puso entre los labios mientras ella lo encendía con la llama de su encendedor.
Como dije, tenían una caja de cigarros, pero compartían el mismo pasandolo por intervalos entre los cuales hacían toda clase de acrobacias con el humo y reían.
Me sentía como una invasora estando ahí presente, pero no recordé a tiempo cómo decirle a mis pies que se movieran a otra parte. Además, dudaba encontrar otro punto del patio desalojado.
—¿Y esta quién es? —preguntó el chico mientras escupía el humo en aros.
—Ni puta idea —contestó la chica.
—¿No hablas? ¿O eres sorda?
Me tomó más tiempo del racional comprender que se dirigía a mí.
—Sí hablo —dije al fin.
—Pues estás parada ahí sin decir nada como una enferma.
—¿Y qué querías que les dijera? ¿Buen provecho?
La rubia se rió.
—Eres cristiana, ¿verdad?
El chico era demasiado confianzudo y directo, me ponía incómoda.
—¿Por qué asumes eso? —inquirí.
—Porque tienes el cabello como si te fuesen a pegar si te lo planchas y el pantalón como una falda.
—¿Y eso me hace cristiana? ¿Qué tienes en contra de los que creen en Dios?
—Nada, si hasta yo mismo creo en Dios todas las mañanas antes de un examen. —Soltó una carcajada, luego se tapó la boca y continuó—. Solo estoy en contra de que los religiosos solo por creer en Dios se crean con el poder para decidir quién se va a quemar en el infierno. Veo en tus ojos que temes por nuestras almas.
—No temo por sus almas, pero ustedes sí deberían temer por sus pulmones. El cigarro es a nivel mundial una de las mayores amenazas a la salud pública. Ocho millones de personas mueren al año, de las cuales más de 7 millones son consumidores directos y alrededor de 1,2 millones son no fumadores expuestos al humo ajeno.
El chico volvió a abrir la boca pero su acompañante se la cerró con una mano.
—Ya déjala en paz. —Luego lo soltó y me miró a mí—. Él es Jesús Soto. Nadie lo llama Jesús, así que...
—Así que debiste haber omitido esa parte —culminó el chico.
—Ay, no jodas. Lo sabrá cuando pasen lista.
—¿Tú cómo te llamas? —me atreví a preguntarle a la chica.
—María Betania, pero dime Tania porque María es nombre de puta.
—Te queda perfecto, por cierto —añadió su acompañante.
—Y a ti te va a quedar perfecto mi puño en la cara si me vuelves a llamar puta.
—Te llamo puta todos los días, no te hagas.
—¿No vas a dejar que la chica me conozca primero?
—Adelante. Se dará cuenta cuando te venga a buscar el de la Silverado blanca.
María le dio un golpe a su amigo con la mano abierta en la nuca.
—Estúpido, el de la Silverado es el turco. Ya se acabó con él, te lo dije. El que viene ahora es el del Corolla.
—¿Acabas de salir de una ruptura? —pregunté sin saber cómo reaccionar al respecto—. Lo siento.
El chico apellidado Soto se rió.
—No hay nada qué lamentar, a María no le duele nada. Más me dolió a mí, el turco era dueño de una pizzería y nos financiaba el almuerzo siempre.
—Siempre no, no exageres. —María rodó los ojos y de nuevo se dirigió a mí—. ¿Tú cómo te llamas?
—Ahhh... —Era la primera vez en mi vida académica que daba mi nombre antes que la profesora al pasar lista—. Sinaí.
—Nombre bíblico —señaló Soto—. Te dije. Es cristiana.
—María y Jesús son nombres bíblicos también —objeté con una ceja alzada.
—Sí, pero están tan puteados que todos los Jesús son Jesús porque sus padres y abuelos eran Jesús, y las Marías son Marías porque están destinadas a la pute...
—Te voy a arrancar los ojos, Soto.
El chico alzó las manos y prosiguió.
—Lo que decía es que es que es más probable que cualquier persona se llame María a que le pongan el nombre del monte Sinaí.
—Déjala en paz, Soto. Además, no todos los cristianos son tan prejuiciosos. Yo amo cuando me abuela ora en voz alta. Recuerdo que cuando robaron a la prostituta de mi calle, mi abuela dijo: «Dios, haz justicia, mira que todo lo que ella tenía se lo ganó con sudor. El sudor de su cuka, sí, pero sudor al fin y al cabo». Me reí todo el día cada vez que me acordaba de e... Mierda, sí lo inscribieron aquí después de todo.
Volteé de inmediato a ver a qué se refería María.
Un chico atravesaba el patio de la escuela como si tuviera todo un equipo cinematográfico al frente grabando en cámara lenta su entrada al colegio. No hacía contacto visual con nadie, miraba al frente sin mirar nada a la vez, con la espalda erguida, los ojos entornados y un andar pausado y en extremo seguro.
—¿Quién es? —pregunté con timidez—. Parece de esos actores de más de veinte años que ponen a interpretar a adolescentes en las series.
—Es que imagino que en Rusia los gimnasios son mejores que aquí.
—María, déjate de pendejadas —intervino Soto—, el carajito los años que pasó en Rusia no sabía ni limpiarse el culo solo, menos iba a ir a un gimnasio.
—Bueno, rectifico: los gimnasios de Canadá deben ser celestiales.
El chico recién llegado se recostó de la estatua central del patio revisando su teléfono. Por un momento levantó la vista y pasó la mano por sus largos mechones de cabello echándolos hacia atrás mientras el sol le arrancaba destellos dorados. Era el único pendejo con un saco azul de gala en todo el colegio, con el logo de la institución grabado a un lado. Lo más increíble era la manera en que sus hombros bien formados resaltaban a través de la tela.
Aunque desde la distancia no alcanzaba a distinguir sus facciones, se veía a leguas que su mentón parecía perfilado a mano, como los modelos de los fanfics que leía en Wattbook.
—¿Es ruso? —pregunté sin dejar de mirarlo.
—Nació en Rusia, pero su familia se mudó a Canadá a mitad de su infancia.
—¿Qué coño hace aquí?
—¿No lo sabes?
El tono que María usó para decir esto me sacudió, como si me estuviera perdiendo de una obviedad universal.
—No, ¿quién es?
—Es el segundo de los Frey. Se mudaron aquí hace un mes cuando hicieron el cambio de dirección la empresa hidroeléctrica del país. Su padre es el nuevo ministro de Corpoelec. Ese que ves ahí es tal vez el adolescente más importante del país. Y está aquí. En nuestra cochina escuela.
—¿Có-cómo se llama?
—Axer. Axer Frey.
🎲🎲🎲
Nota de autora: ¿qué les pareció el comienzo? ¿Qué piensan de los personajes? De la protagonista, la mamá, Soto, María y el chico nuevo del final 👀
Si quieren más capítulos ya saben qué hacer. ¡Comenten mucho!
Un dato curioso es que la situación de la protagonista mudándose de escuela cada año está inspirada en mi propia experiencia. Soto y María fueron mis únicos amigos de 5to año y me salvaron de lanzarme de un puente xD (broma, no había puentes). Así que este capítulo va dedicado a ellos, donde quiera que estén ahora ♡
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