Capítulo 2
Al día siguiente todo parecía un sueño. No uno malo, tampoco bueno; solo una más entre aquellas difusas imágenes vividas durante una madrugada, difíciles de asimilar al amanecer.
Cuando me detuve a verme en el espejo, me sentí asqueada de la extraña que me miraba. Y a la vez, hacía tiempo que no me encontraba con una imagen tan auténtica de la persona que había detrás del monstruo, de la chica que Poison asesinó.
Sin el maquillaje, mis ojeras eran tan profundas como mi cansancio. Delataban el desastre en mis horas de sueño, el insomnio que atravesé mientras estaba encerrada. Además, mis mejillas estaban tan demacradas que no me hacía falta contour para definir mi rostro.
No solo estaba inconforme con mi aspecto, estaba sumamente avergonzada. No soportaba que las personas tuvieran que verme así.
Mis caderas estaban huesudas, mis clavículas se notaban más que nunca, y aunque eso podía soportarlo, aunque pudiera incluso parecer sensual, la mayor parte de mi culo había desaparecido. El atributo que más seguridad me confería, se había ido.
Me costaba aceptar que el cuerpo femenino fuese tan cambiante. Habría sido más sencillo si los estándares sociales mutaran a la vez que mi silueta, si no estuviese tan segura de que esas eran las oportunidades que aprovecharían las alimañas para señalar en qué aspecto era menos atractiva que antes.
En un intento de dejar de despreciarme a mí misma, me vestí para comer como si me hubiesen invitado a un espectáculo de alfombra roja.
El guardarropas y el tocador que dispusieron para mí era tan amplio como variado, casi parecía un camerino para todo el elenco de una obra de teatro, con distintos vestuarios para todos los estilos.
Cubrí mis piernas con un pantalón negro, ideal para disimular cualquier imperfección, y en la otra mitad de mi cuerpo me armé con una camisa dorada con mucha escarcha que refulgía a cada movimiento. Se ataba con una tira detrás del cuello y otra alrededor de mi cintura, dejando un escote profundo y mi espalda descubierta, exhibiendo mis tatuajes.
Tenía uno en toda la espalda, justo encima de mi espina dorsal. Eran los eslabones de una cadena, algunos sólidos e inquebrantables, otros agrietados, o deshaciéndose como humo sobre mi piel, pero todos enroscados alrededor de un tallo de rosa firme y espinoso. Iba desde mi cadera hasta la base de mi cuello, donde algunos pétalos renacían y otros se marchitaban.
No había contexto, no necesitaba explicar por qué mi piel me pidió aquella historia en tinta para representarla.
Solo tenía otros dos tatuajes. En el lado izquierdo de mis costillas tenía tres pequeñas criaturas aladas que simulaban la transformación que pasaba un diminuto pajarito: a mitad de su cuerpo se desintegraba para dar forma a un cuervo rapaz, una de las alas de este también daba la impresión de estar desdibujándose, y de sus cenizas nacía un ave monstruosa con cuernos y vértebras puntiagudas.
El último era a un extremo de mis clavículas, en números romanos me grabé la fecha en la que me vendí a Dain, al igual que la llevaba prendida en fuego en el pecho.
Casi todas estas historias eran visibles con la camisa que escogí, pero no me importó.
Me maquillé, primero para cubrir todas las huellas de mi humanidad, luego para compensar el hecho de que me sintiera imperfecta.
Usé sombras plateadas con mucho glitter y delineé mis ojos con pedrería. Resalté mis labios con un color tierra y utilicé iluminador en mis pómulos como si quisiera leer mi futuro en ellos.
Cuando salí, fue porque me llegó un mensaje de Azrel, mi jefe provisional, al teléfono exclusivo que me entregó para contactarnos.
Quería que nos viéramos en la sala, me avisaba que la comida estaba lista y servida. Sin embargo, al llegar a la mesa, no lo vi ahí.
Luego de esperarlo unos minutos, decidí deambular por todo el lugar en su búsqueda, cuidando de no abrir ninguna puerta que me pudiese meter en un lío innecesario.
Salí al patio, solo para probar suerte, y, misteriosamente, la hallé.
Azrel estaba sumergido en las profundidades de un agua tan cristalina, que parecía fragmentar la luz del sol en sus ondas como lo haría un diamante.
Su cuerpo estaba desnudo casi en su totalidad, exhibiendo sin tabú la inmensidad del tatuaje de su espalda. Se trataba de una enredadera de tallos, rosas y espinas que nacía en la base de su zona lumbar y reptaba por sus músculos trabajados hasta alcanzar, apenas en un roce, parte de su cuello. Era como si él fuese una criatura de fantasía, maldita a transitar la vida humana a mitad de su transformación.
Me encantaba, y aborrecía que así fuera. Lo hacía todo más complicado.
Estaba acostumbrada al cuerpo masculino, a torsos desnudos, músculos trabajados y brazos fuertes; no debió haber sido especialmente impactante conseguirme con mi jefe en ese estado. Y, pese a ello, no pude apartar la vista, no pude escapar del hipnótico magnetismo de aquella visión, porque iba más allá de su cuerpo. Era lo temerario, imperioso y atractivo que me resultaba la imagen de él, con su peculiar tatuaje, nadando en su piscina junto a una monstruosa serpiente que se enrollaba a su antojo alrededor de su cuerpo.
Él nunca intentó zafarse, recibía a la bestia como a una amiga de confianza. Jamás gritó y, pese a que sus labios tampoco se curvaron, sus ojos sonreían por ellos.
Verlo en comodidad junto a aquella criatura salvaje, gigantesca, de colores tan llamativos como alarmantes, me hizo temerle a ese hombre como no podría haber sucedido ni aunque lo viera asesinando delante de mí.
—¿Te gusta el espectáculo? —inquirió Azrel de espalda a mí, acariciando la serpiente mientras esta se enroscaba desde su pierna hasta posar parte de sí alrededor de sus hombros.
Me quité los tacones justo donde estaba, sin responder, sin demostrar sobresalto al descubrir que él ya había notado mi presencia, y me acerqué a la piscina, sentándome en el borde para sumergir mis pies.
—No tanto. He visto más interesantes.
Cuando Azrel volteó a verme, en su mirada había una especie de regaño claro y fuerte que no comprendí al momento. Pasó un momento sin decir nada más, solo considerando sus ideas lejanas a mi alcance, y al final se decidió a decirme:
—Tienes muchas lecciones por aprender. Ya me encargaré de enseñarte luego.
Aquellas palabras fueron pronunciadas con tal autoridad que me hacían querer combatirlas solo por el placer de ver el orgullo, el dominio, el poder, del hombre frente a mí... quebrantado.
—¿Me darás una pista de la lección que me quieres enseñar?
—No —zanjó—. ¿No te dije que fueras a comer?
—Sí, pero hay otro plato servido. No sabía si debía esperar a alguien más y no me contestas el teléfono. Por eso vine a buscarte.
—Ahora que lo mencionas, sí. Hay alguien a quien debes esperar.
—¿Puedo saber a quién?
—A mí.
—Ehhh... de acuerdo —dije, no muy convencida—. Me pudiste haber avisado, pero está bien.
—No tenía que avisarte nada, yo llegaría en cualquier momento.
Asentí, e hice ademán de levantarme, pero se me ocurrió una mejor idea: complacer mi curiosidad.
—¿Por qué te bañas con una serpiente?
Una de las comisuras de los labios de Azrel tembló, como si quisiera elevarse en una sonrisa, y a pesar de que parecía contenerse, en sus ojos grises brillaba una satisfacción indomable.
—¿Te preocupa?
—Mientras no me invites a bañarme contigo, no veo por qué tendría que preocuparme.
—Si te invitara a un baño, sería junto a los tiburones, no con ella. —Se encogió de hombros mientras la serpiente volvía a zambullirse debajo de sus pies—. Parecen más tu tipo.
Arqueé una de mis cejas. No terminaba de decidir si me estaba amenazando, o coqueteando. Lo peor es que no me importaba, era más interesante así.
—Solía tenerles miedo —explicó al fin, con tranquilidad.
Eso me preocupó. No hay una cosa más peligrosa que un hombre que no le teme a admitir sus debilidades.
—Por eso me rodeo de ellas —continuó—. La idea de permitir que algo tenga más control que yo me es inconcebible. Además... —Extendió la mano al agua, acariciando a su mascota—. Es posible que me haya vuelto adicto a comprobar que no hay ninguna bestia que yo no pueda domesticar.
Aunque al final de sus palabras me miró a los ojos, no le concedí ningún tipo de reacción de mi parte, sin importar cuál fuera la que estuviera esperando.
Pero, en mi fuero interno, sus palabras sí hicieron efecto: me desafiaron.
—Ve a sentarte y espérame allá. Yo iré luego.
Entonces sí me levanté, volviendo para buscar mis tacones.
—¿Hay un motivo detrás de esta repentina preferencia con respecto a que comamos juntos? —pregunté antes de irme.
—Conocernos.
Asentí, e hice exactamente lo que me pedía.
🗡⚔•☆•⚔🗡
Cuando ambos estuvimos en la mesa, pasó un tiempo durante el cual nos quedamos callados, solo comiendo. Me lastimaba la ansiedad, la anticipación a sus palabras, pero más me dolía la idea de demostrárselo.
Él, como era inevitable, terminó hablando al final.
—¿Recuerdas la regla de no mentiras?
—La llevo grabada en la frente —ironicé sin mirarlo, metiendo un trozo de carne a mi boca.
—Necesito que te la tatúes.
—Tatuada está.
—Literalmente.
—¿Qué? —Terminé de tragar a duras penas—. Es decir... ¿qué es exactamente lo que quieres que me tatúe?
—Apallagméno apó psémata. Libre de mentiras.
—¿Eso es...?
—Griego.
—¿Mi dueño es griego?
—Yo lo soy.
Asentí.
—De acuerdo, me lo tatuaré, pero tienes que escribírmelo, no entiendo su alfabeto.
—¿Tienes espacio en las costillas?
La idea de tatuarme las otras costillas era lo que menos me preocupaba de todo el camino que faltaba por recorrer.
—Sí —admití.
—Ahí será, entonces.
—¿Algún tatuador que me recomiendes?
—Yo.
—No sé si deberíamos...
—Luego hablamos del tatuaje.
Me cortó en seco con esa frase, y no quise desafiar su autoridad, así que solo callé.
Por un rato.
—¿Puedo saber qué necesidad hay en que almorcemos juntos? No es que me desagrade, pero en este recorrido rápidamente se aprende que nadie hace nada por nada. Imagino que tienes algo qué decir.
Detuvo sus cubiertos y me miró con seriedad.
—Ya te lo dije. ¿Es que tomaste mis palabras como un engaño? Estás aquí porque necesito conocerte.
—Sí, pero...
Me sentía frustrada, como si mis pensamientos y mi lengua estuvieran sujetos por cadenas. Con Dain, a los años llegamos a un punto en nuestra relación en el que yo podía gritarle, cuestionarlo e imponerme. Estaba muriendo por alcanzar eso con Azrel y decirle sin filtro lo que me pasaba por la mente.
—Imagino que ya sabes suficientes cosas sobre mí —proseguí— y las que no sabes, dudo mucho que realmente te importen.
—Te equivocas. Se te paga para que representes un papel, y si todo sale bien, tal vez luego escojas personificar otro. He hecho énfasis en lo imperativo de tu honestidad para conmigo; te he recordado, con la seriedad que lo amerita, que cualquier mentira, hasta la más minúscula, en la que seas descubierta... implicará tu muerte inmediata. Pero, ¿cómo pretendo descubrir los matices de tus verdades, los celajes de tus mentiras, si no sé nada de lo que hay detrás del personaje?
—Entonces... Quieres conocerme.
—Hablaremos, e incluso aquí, tus reglas siguen aplicando. Me serás honesta aunque mi pregunta sea al respecto de tus preferencias. Si dices azul cuando la respuesta sea rojo, habrás perdido el juego. Te dispararé antes de que la mentira termine de asentarse entre nosotros, bañando el banquete con la sangre de tu cráneo.
Debí haberme sobresaltado, tal vez temblado de los nervios ante su perversa promesa... Sin duda, debí haber estado asustada.
Pero la reacción de mi cuerpo iba mucho más allá de toda lógica, elevando su temperatura, enrojeciendo desde mi cuello hasta mis mejillas, resecando mis labios, obligándome a lamerlos delante de la dura mirada del hombre que me daba órdenes y amenazaba orquestado por los deseos de mi dueño anónimo.
—¿Preparada? —inquirió.
Me sentí atada por sus órdenes, como si fuesen más que palabras, como si se tratara de un hechizo que me obligaba a doblegarme ante lo que pedía.
Él podía ya saber todo de mí en ese momento, o nada en lo absoluto. Pudo haber hecho una investigación exhaustiva de mi historial, o ahorrarse la tarea. Tomar el riesgo de ponerlo a prueba podría costarme la cabeza.
Incluso así, aunque sentía la ira y la impotencia reververar en mi estómago, también sentí algo más. Adrenalina. El pulso golpeando fuerte contra mi garganta, mi respiración cobrando intensidad a pesar de que todo de mí la mantenía domada con maestría.
A mí no podía engañarme, el peligro era la más sana de mis adicciones.
¿Qué sería lo primero que preguntaría? ¿Cómo caí en el poder de Dain? ¿Qué hice para merecer su exilio? ¿A cuántas personas había traicionado antes de él?
—¿Te gusta la comida?
Anonadada y aliviada, me reí por impulso.
—Mierda, ¡sí! —contesté todavía riendo.
—¿Te alimentaban durante tu castigo?
—¿Lo habrían hecho ustedes?
Mi evasiva no contaba como mentira, pero me había arriesgado demasiado al cambiar de dirección el interrogatorio. Él no tenía que responder, y definitivamente yo no tenía que haber preguntado.
—Nosotros no castigamos —dijo de todos modos— hacemos ejecuciones.
No tragues. Manténte serena. Solo no mientas.
—¿Por qué no estás muerta?
Me tomé mi tiempo para contestar, mentiendo otro bocado de mi almuerzo a mi boca, masticando y bajando todo con un trago de mi jugo.
—No estoy segura de qué es lo que estás preguntando con exactitud.
—No me interesa el por qué Dain quiso matarte —explicó—, quiero saber por qué no lo hizo.
—Yo...
Esa era una pregunta tan buena como inesperada, la última que habría previsto. Que me tomara por sorpresa me aceleró el pulso. No había tenido una conversación como aquella en mucho tiempo, que me sometiera y doblegara hasta el punto de hacerme airar. El problema conmigo era que, cuando pasara todo y estuviera sola en mi habitación, extrañaría el éxtasis de esa ira.
Tenía que tener mucho cuidado con ese hombre. Por el bien de mi voluntad.
—No lo sé.
No era una mentira. No del todo.
—Conjetura para mí —insistió, llenando su vaso con una botella de alcohol que tenía a su alcance.
—¿Quieres que adivine?
—Quiero que lo intentes. Con honestidad.
Tragué en seco, intentando domar todos mis impulsos, drogar todas mis resistencias. Tenía que hacerlo, aunque no quisiera, aunque me odiara por ello.
—No quiso hacerlo.
—¿Porque eres especial?
Él tenía toda su atención en su vaso, mezclando el licor recién añadido, pero yo sí lo veía, emanando un desprecio abrasivo que estaba segura de que él pudo sentir.
—Porque soy buena. Porque incluso cuando dejas de ser humano y pasas a ser mercancía, a las personas les cuesta deshacerse de ti cuando has demostrado ser valioso.
—Eres buena.
—Impecable.
—Pero él te descubrió.
Esa estocada dolió, como si me hubiese abofeteado con la espada en lugar de clavarla. Pero tenía razón.
—A veces bajo la guardia, sí.
—¿Cuándo?
—Cuando empiezo a sentir comodidad.
—¿Dain te hacía sentir cómoda?
Prefería que me matara a tener que contestar eso.
—Dengus, mi brigada, mi equipo, era mi familia. Una cuerda de traidores, mentirosos, manipuladores y despiadados. Nos habríamos apuñalado unos a otros si hubiésemos tenido motivo. Pero así son las familias, y, a veces, es imposible no sentir comodidad en medio de lo disfuncional.
—Ya veo...
Sus dedos empezaron a impactar contra la mesa, marcando un compás lento, continúo, hipnótico, mientras bebía un trago largo de su vaso.
—¿Sabes amar, Poison? —preguntó al fin, bajando el vaso.
—Sé fingirlo bastante bien.
—¿Cómo finges algo que no conoces? ¿Lo has experimentado?
Quería pegarle tan fuerte, que preferí mantener las manos lejos de los cubiertos. Él lo sabía, estaba consciente de la tortura que infligía sobre mí al obligarme a responder, al empujarme a aceptar que soy tan vulnerable como cualquiera.
Una vez amé, claro que sí. Aquel amor me destruyó. Me hizo pedazos, y de mis pedazos, creó cenizas. Jamás me expondría a una tortura similar otra vez.
—Una vez amé.
—¿Y qué pasó luego?
—Le amé con tanta fuerza, que he agotado la reserva de ese sentimiento.
—Tal vez solo te falta práctica.
—Práctico es fingir.
—¿Y puedes hacerlo?
—Sigues preguntando eso —reí, exasperada—, ¿dudas de mis referencias? ¡Miento como respiro, coño!
Él sonrió, complacido por mi alteración, y mordiendo su labio, dijo:
—Muéstrame.
—Has dicho que no quieres que...
—No mientas, finge. Finge para mí, hazme creerte.
—¿Qué quieres que finja? —pregunté, al fin alentada.
—Que me deseas.
Y ahí acabó mi repentino humor, sustituido por frialdad en mi estómago, y un apremiante calor tras mis orejas.
—¿Qué has dicho?
Tenía que haberlo oído mal. No podía haber dicho eso.
—Finge que me deseas. Hazme creerlo, hazme dudar. Envuélveme en tu engaño, o vete. No me sirves si no eres capaz.
Tragué grueso, dejando mis labios entreabiertos a mitad de una respiración y aparté mis ojos de los suyos, signo visible de mis ganas de escapar de la opresión de sus ojos grises.
—¿Capaz de qué? —pregunté al fin, voviendo a mirarlo.
—De lo que prometes.
—¿Pretendes probarme con eso? ¿Quieres probar mis mentiras obligándome a manifestar una verdad?
—Te dije que... ¿Qué?
No respondí, no al momento, me fijé en sus ojos, y dejé que él penetrara los míos, asfixiándome con su sed de control. Pero no flaqueé.
Mantuvo el contacto visual. Parecía un borrego acorralado por un león, pero esta presa rogaba con sus actos ser devorada.
—No tengo absolutamente nada qué fingir —admito, y entonces sus ojos se abren en comprensión.
—¿Desde qué momento?
—¿A caso importa eso?
—Por supuesto que sí. Es una orden.
Con el rostro contraído por la ira, respondí a su voz de mando.
—Desde que amenazaste con dispararme.
Intenta domar una sonrisa en su rostro, pero yo la detecto. Está ahí, en el brillo felino de sus ojos, y en la repentina inclinación de la comisura de sus labios. No lo va a admitir, pero lo inusual de mi deseo, como mínimo, lo ha intrigado.
—Si te pido que me beses, ¿lo harías?
—Si me lo ordenas, tendré que hacerlo.
—No te lo estoy ordenando. Pero, ¿qué pasaría si te lo pido?
—¿Quieres que adivine?
—Has un intento para mí —continuó, bebiendo el licor de su vaso. Ni siquiera detrás del vidrio podía disimular la malicia que le teñía el rostro.
—Pídemelo. Así no te daría una respuesta que podría variar dependiendo de las circunstancias. Pídemelo, y te lo demostraré.
Cuando me miró a los ojos después de mis persuasivas y anhelantes palabras, sentí que con solo esa mirada podía embestirme contra la pared, el suelo y la mesa si hacía falta.
—Bésame, Poison —pidió, aunque cualquier cosa que salía de sus labios parecía una orden.
Me acerqué a él, rodeando la mesa. Sus manos me instaron a sentarme en su regazo, y así lo hice, dejando mis largas piernas colgar a un lado de su cuerpo.
No podía creer que lo tenía así, tan cerca que podía mezclar su aroma corporal con el mío, tan cerca que el magnetismo podría haberme quemado, tan cerca que debería ser un delito.
—Bésame —repitió, aferrando su mano a mi barbilla, elevando mi rostro para que no pudiera perderme del poderío que ostentaba su mirar—. Bésame hasta que te sacies.
—En ese caso... —comencé a decir, cerrando mis dedos alrededor de su muñeca—. Ni siquiera tengo que empezar.
Su entrecejo se frunció apenas lo suficiente para que su expresión cambiara a una confusión repentina.
—No necesito besarte para saciarme de ti, Azrel. —Me levanté de su regazo—. Me has pedido que finja desearte. ¿También quieres que finja que me puedo hartar de ese deseo?
Entonces cayó en cuenta, sus pupilas se dilataron como producto de la comprensión, su rostro se enrojeció por el bochorno y la ira de comprender que había estado jugando con él. Jugando al juego que él mismo propuso.
—Eres un excelente jefe, firme e implacable a la hora de dar órdenes, jamás he dudado de eso —empecé a decir, mi voz cargada de desprecio—. Ten la decencia de pagarme de igual forma, no pongas en duda el rol que he nacido para desempeñar.
Por primera vez en toda la noche, fue él quien apartó la mirada de mí. Su ira parecía a punto de consumirnos a ambos.
Pero mi satisfacción no tenía límites, porque, por mucho que él me odiara en ese instante, no tenía justificaciones para castigarme, porque con quien estaba molesto era consigo mismo.
—Puedes irte —concedió en un tono que demostraba que no le quedaba mucho aguante a su autocontrol.
—Como usted ordene.
Al cerrar la puerta de la habitación que me asignaron, empecé a jadear como si hubiese corrido kilómetros en picada. Pasé las manos por mi cabello y sostuve mi pecho, preocupada de que mi desbocado corazón pudiera gritar nuestras confidencias a cualquier testigo cercano.
A veces, la mejor manera de mentir es creyendo tus engaños.
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Nota:
¿Qué tal el capítulo?
¿Ya le rezan a Poison?
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