Capítulo 1
Una gota de cianuro en el té que había desayunado, una daga en cada muslo, cubiertas por la falda de mi vestido beige, y un húmedo sedante color vino pigmentando mis voluminosos labios.
Así empezaba mi nueva vida, con mi mano sobre el picaporte de una imperiosa mansión blanca, en los suburbios de una ciudad de la que desconocía hasta el nombre.
La primera impresión siempre ha sido crucial, y en ese caso no fue la excepción. Quería lucir bien, como si estuviese a bordo de una negociación importante, y no de un cambio de de generencia en lo respectivo a mi propietario.
Por ello, me fijé en que mi piel morena lucía brillante bañada por la luz del sol del amanecer que me acediaba, mis botines negros multiplicaban mi altura y estilizaban mis largas piernas. Mi extensa cabellera castaña iba recogida en un moño alto; y lentes oscuros ayudaban a disimular mis rapaces ojos verdes, siempre estudiando mi entorno, como si lo necesitara para saber que al menos unos cuatro tiburones de Dain estarían al acecho, asegurándose de que no escapara a mi destino.
Estaba lista para conocer hasta al diablo si era necesario: atractiva en apariencia, letal en el interior. Como un frasco de veneno.
Esperaba que una mujer me abriera la puerta, alguien del servicio. Una construcción de aquella magnitud no podía mantenerse sola, y no esperaba que el dueño estuviese sentado junto a la entrada esperando las visitas para conducirlas al salón. Sin embargo, me equivoqué en mis suposiciones.
Quien me abrió era un hombre, y no cualquiera. Era el tipo de hombre que, en definitiva, me costaría tener como jefe.
Tenía la camisa arremangada hasta los codos y entreabierta arriba, dejando a la vista parte de un gran tatuaje que escalaba desde su espalda a su cuello y clavículas. El diseño estaba hecho en tinta negra, parecían ramas espinosas.
Noté que sus manos estaban húmedas y llenas de jabón, y que las secaba con un pañito de cocina.
Pasé más tiempo del prudente asimilando todo su torso, intentando adivinar lo que la tela ocultaba, fijándome en la musculatura de sus brazos de piel tostada, rogando a deidades en las que no creía que aquel no fuese el hombre que había pagado por mi servicio.
Cuando hicimos contacto visual por primera vez, sentí que sus ojos grises perforaban mis pulmones y me despojaban de todo aliento.
—Perdona —musitó, haciendo gestos hacia sus manos—. Lavaba los platos.
Jamás pensé que un hombre lavando platos podría verse tan interesante. Quizá porque nunca había conocido a uno en esa situación.
Me hizo espacio para que me adentrara, y así lo hice, quitándome los lentes de sol para adaptarme mejor a la luz blanca de las lámparas del lugar.
—Sin equipaje —señaló.
A pesar de la manera informal en la que acabábamos de conocernos, su voz tenía un cariz profundo y sus palabras un timbre imponente que doblegaría a cualquiera. Era un hombre acostumbrado a mandar, no tenía duda de ello.
—Sí traigo, pero no en maletas —contesté.
Arqueó una de sus cejas en un gesto inquisitivo, y yo respondí en consecuencia con una honestidad espontánea a la que no tuve miedo.
—Llevo el historial de mi trabajo grabado en cicatrices.
Él asintió sin inmutarse, apenas entornando los ojos, como si empezara a descifrarme desde ese instante.
—Puedo enviarte a que te instales, o podemos empezar el diálogo que nos concierne de una vez.
—La incertidumbre no es de mis mejores aliadas —dije por toda respuesta con una sonrisa tranquila.
—Entonces toma asiento —concedió él, señalando un mueble de cuero blanco cercano a mí.
Agradecí que él no tomara asiento en el mismo lugar que yo, que se sentara en el sofá individual a juego, frente a mí, con distancia suficiente para recuperar el profesionalismo que había perdido en cuanto me abrió la puerta.
—Tu precio fue excesivamente caro. ¿Lo vales?
Sus palabras no me ofendieron, ni abrumaron, solo despertaron mi curiosidad. Me pregunté cuánto habría recibido Dain por mí, y si él habría acordado el precio o aceptado la oferta inicial. Y pese a mi desconocimiento, y a que mi nuevo dueño podría haber canjeado la fortuna más grande existente, sabía que nada se asemejaría a lo que Dain pagó por mí en el pasado.
Cuando respondí, lo hice con el ceño fruncido, la espalda erguida pegada al respaldo del sofá y las piernas cruzadas, con un aire de seguridad inquebrantable.
—No necesitas mi valoración de mí misma, solo confiar en Dain, ¿no? Confiar en que no cría tiburones sin colmillos.
—Exacto. ¿Cómo puedo confiar en que no vas a morderme mientras esté durmiendo...? —Frunció el ceño, cayendo en cuenta de que no tenía cómo referirse a mí—. ¿Tu nombre?
—Eso depende.
—¿Cómo te llamaba él?
—Poison —reconocí, dispuesta a seguir llevando aquel nombre—. Así me reconocían todos en la brigada.
—Bien, Poison. ¿Cómo puedo confiar en que no voy a amanecer con uno de tus colmillos clavados en la yugular? ¿Cómo puedo confiar, sin más? Es un dilema importante, dada la delicadeza de nuestra situación, ¿no?
Así que sí, él era mi dueño. Qué avaro de su parte suponer que solo podría atacarlo mientras estuviese dormido. Por supuesto, me contuve de mencionar nada similar como respuesta.
Actuar como ofendida, como si no esperara sus palabras, habría sido una falta de respeto, una basta grosería —dada la situación de la que acababa de salir—, así que preferí ser mucho más práctica que eso.
—Tú dímelo. Imagino que habrás pensado en eso con antelación e, incluso así, aquí estoy. No se compra a una mentirosa sin estar preparado para sus falsedades.
Él apoyó el codo del reposabrazos y ladeó su rostro más cerca de este, lo suficiente para que sus dedos jugaran sobre sus labios mientras sus ojos me examinaban con una profundidad que me tuvo conteniendo la respiración.
—Sé exactamente cómo vamos a ganarnos la confianza que necesitamos construir para que esto funcione.
—¿Cómo?
—Todo a su tiempo. A mí tiempo. —Volvió a recostarse del espaldar—. Te diría que es un placer conocerte, pero yo, a diferencia de ti, soy honesto en cada una de mis palabras. Honesto, y directo. Lo que no digo, es porque no quiero hacerlo. Y tu presencia no es grata para mí. De hecho, me preocupa. Me preocupa todavía más porque eres mi problema, mi trabajo.
Me mordí la lengua para no soltar todo cuanto estaba pensando.
—Sé cómo engañar, no por ello respiro mentiras. Puedo decir tranquilamente lo que pienso si esto no va a perjudicarme. No es necesario que dudes de cada una de mis palabras. —Aunque debería, pero eso no lo digo—. Te lo explico para devolverte la bienvenida: tú, independientemente del trabajo que me hayas preparado, y muy aparte de tu trato con Dain, no eres precisamente mi persona favorita en este momento.
—No he hecho ninguno trato con Dain. De hecho, ni siquiera hemos hablado.
Eso me descolocó tanto que debí reflejar sin duda la confusión en mi rostro.
—Yo no soy tu dueño, pero sí tu jefe.
—¿Quién me compró a Dain?
—Eso no te compete, ¿o sí? Por ahora, y si tienes suerte, solo hablarás conmigo. Solo responderás ante mí. De mi boca saldrán las únicas órdenes que debes obedecer, y serán mis manos las que te concedan cada castigo que llegues a merecer en tu estancia bajo mi cargo.
No tragues en seco. No contengas la respiración. Que tu cuerpo no se tense. Responde con naturalidad, Poison.
—Entiendo. ¿Sabré tu nombre, al menos?
—Azrel.
Por desgracia, su nombre, y la pronunciación del mismo explicada con su voz, me parecía, como mínimo, exótico e interesante.
—Azrel. ¿Qué misión tienen para mí?
—Te mudarás, no muy lejos de aquí. Tu nuevo hogar será con una anciana y su nieta, ambas miembros activas de la congregación de la localidad. Es un hogar conservador, y pretendemos que tu papel cumpla con sus costumbres.
—Es decir que a partir de ahora soy una chica religiosa.
Tuve que reprimir una sonrisa mientras decía aquello.
—Eres una pariente que vuelve de un retiro espiritual para vivir con su abuela luego de que tus padres murieran en un trágico accidente. Eres devota a tu fe, recatada y has mantenido un bajo perfil toda tu vida.
Nada más lejos de mi realidad.
Azrel frunció el ceño, como si recién recordara un dato importante.
—¿Qué edad tienes?
—La que tú quieras que tenga.
Sonrió, complacido con mi respuesta.
—Tienes veintiuno a partir de ahora.
—Me gusta —acepté con una sonrisa sugerente. Era edad suficiente para tomarme algunas licencias legales y creativas—. ¿Y mi nuevo nombre?
—Mailyn.
Buena elección para representar a una niña decente. Debe ser por ese motivo que lo odié con solo escucharlo.
—¿Y qué debo hacer?
—Absolutamente todo lo que yo te ordene.
No tuerzas los ojos, es tu jefe.
—Eso está claro, sí, ¿pero cuándo pretendes empezar a darme órdenes? Dudo hacer un buen trabajo sin las instrucciones necesarias.
—En tu habitación hay un expediente con las fotos de tu nueva familia que consta, principalmente de dos integrantes importantes: Celina, tu abuela, y Aysel, tu prima. También está todo lo que debes saber al respecto de tu vida pasada y situación familiar. De tu objetivo no te he dejado ningún archivo, y es porque eso te corresponde a ti.
—¿Qué cosa exactamente?
—Su nombre es Sama'el, Sama'el Jesper. Su nombre es sinónimo de muchas palabras con las que presumes estar familiarizada, como «peligro». Tu deber es descubrir qué tan cierta es su reputación, y en base a qué la ha formado.
—¿Eso es todo? —Fruncí el ceño.
—Tu deber es averiguar todo de él, desde la mano con la que escribe, hasta el desayuno favorito de sus progenitores. E informarme, sin falta, sin omisiones, de cada parpadeo suyo, de cada ademán de sus manos, de cada palabra que le escuches susurrar.
—¿Y ese hombre quién es? ¿Dónde lo consigo?
—¿Pretendes que yo te diga cómo hacer tu trabajo?
—Asumí que, dado que estamos en el mismo equipo, querrías facilitarme algunos detalles en pro de que no pierda nada de tiempo.
—Asumes mal.
No me dio más explicaciones.
—Entonces... —proseguí al afrontar que no obtendría más de él—. ¿Solo quieren que lo investigue e informe de todo lo que llegue a descubrir?
—Quiero que te inyectes en su entorno, quiero que te escabullas en su sombra hasta que puedas adivinar sus pensamientos, quiero que, si es posible, te ganes su confianza. Y, por supuesto, quiero que seas su perdición. Que lo destruyas, pero no con tus manos. Debes darme a mí el arma para hacerlo.
Ahora las cosas tenían mucho más sentido.
—Me queda claro.
—Pero hay reglas, por supuesto. Tres pequeños mandamientos para ti. Y consecuencias, implacables e ineludibles, si se te ocurre saltarte alguno de estos.
Asentí.
—Ponte de pie —ordenó.
Aunque su orden llegó sin contexto ni justificaciones, obedecí al instante. Descrucé mis piernas y me levanté del sofá, apoyando todo el peso de mi cuerpo sobre la plataforma de mis botines.
—Acércate.
Igual que antes, hice como ordenó, aproximándome hasta quedar con la tela de mi vestido casi rozando sus rodillas sobresalientes del sillón. Lo miré desde arriba mientras él, sentado como un monarca, me estudiaba como si dentro de sí se debatieran múltiples opciones para doblegarme, para que cada aspecto de mí, y mi verdadera identidad, se quebrara ante su dominio.
Me avergonzaba tener dos versiones de mí misma tan distintas compitiendo en mi razón: la que quería resistirse por completo a su autoridad —misma que quería voltear la ruleta hasta que él quedara apuntándose con su propia arma—, contra esa ilógica porción de mí que moría por descubrir cuáles eran los métodos que reservaba para intentar vencerme.
—Ya estoy aquí —señalé con firmeza.
Él se levantó. Estaba tan cerca que su rostro quedó a un suspiro del mío, irguiéndose por encima de mí por su altura superior. Sus ojos grises se clavaron en los míos como un puñal que intentaba amedrentarme. Y ahí, mientras se desangraban mis intenciones delante de él, me sentí pequeña y vulnerable.
Por suerte, sabía cómo evitar que mi rostro me delatara.
—¿Es necesario que te señale que debes deshacerte de cualquier cosa que pueda ser usada como un arma mientras estés en mi presencia?
Estábamos tan cerca, que sus palabras me acariciaron el rostro antes de atravesar mis oídos.
—No sé, dímelo tú. —Me encongí de hombros—. Solo te advierto que, si recibiera esa orden, es probable que a partir de entonces tenga que pasearme por la mansión sin ningún tipo de tela que me cubra.
Lo estudié con atención, esperaba encontrar algún tipo de reacción de su parte: ira, vergüenza... Me habría conformado con cualquier manifestación de deseo, aunque se tratara de una pequeña chispa dentro de sus iris casi carentes de color. Pero no hallé nada, solo un silencio sepulcral que me asfixiaba mientras sus manos seguían sin moverse, tan próximas a mí.
—¿Sabes dónde te estás metiendo? ¿A caso tienes una mínima idea?
—¿Lo dudas?
—Y con motivos suficientes —espetó en respuesta—. Has lastimado antes, y probablemente conozcas el calor del fuego. Espero, por tu bien y el mío, que no tengas que conocer la corrosión de estas llamas. Pero es mucho pedir, es la más ambiciosa de las avaricias.
Su mano subió a mi cuello, cerrándose alrededor de él un dedo a la vez. No estaba haciendo ningún tipo de presión, apenas me rozaba.
No era una agresión, era el símbolo de una promesa.
—Vas a quemarte, Poison, lo veo en el brillo aceituna de tus ojos. Sé que no conoces de límites, ni de sensatez. El miedo solo es una variación de adrenalina para ti.
—¿Y no es eso bueno? ¿No es el motivo por el que estoy aquí? ¿Porque necesitan a alguien dispuesto a nadar en el infierno sin temor a las brasas?
—En parte.
La presión de sus dedos fue en aumento. Lo hizo con tal lentitud, que al principio casi no lo percibía. Al comienzo, pensaba que eran sus ojos lo que me estaban robando la respiración.
—El problema de los venenos con frascos como el tuyo... es que resisten a cualquier presión, a cualquier temperatura. Es que atraen, y engañan. Puedes usarlos todo lo que quieras, porque son útiles, efectivos... Pero nada te garantiza que, a mitad de un descuido, no aparezcan un par de gotas de su contenido en tu desayuno.
A ese punto, su agarre era firme y letal. Me tenía bajo su poder, decidiendo cuánto oxígeno iba a concederme, observándome como si quisiera que lo convenciera de que era digna de su piedad.
—El problema, Poison, es que no confío en ti. Tu vida... —Entonces, su mano se cerró sobre mi tráquea con la presión más intensa hasta ese momento—... el aire que llega a tus pulmones, depende de que eso cambie.
Solo entonces me soltó. Nuestra distancia creció un par de pasos mientras tosía y jadeaba para recuperar el aliento perdido.
—Un mínimo desliz, y caemos todos. ¿Entiendes el peso de la responsabilidad que recae sobre ti?
Asentí mientras me erguía y arreglaba mi moño, buscando recuperar la compostura. Mi rostro ardía, no quería imaginar lo rojo habría de estar.
—¿Hace cuánto que vives de mentiras, Poison? ¿Hace cuánto que tu vida depende de clavar puñales a traición?
—Diez años —admití, pero en mi rostro no había una pizca de cooperación. Mis ojos le estaban obsequiando la más cruda de mis amenazas.
—Diez años al servicio de un hombre que, siendo consciente de tu patología, bajó la guardia en tu presencia. —Negaba con la cabeza lentamente—. Y tú, que conocías todos los riesgos, no desperdiciaste la oportunidad para darle a probar el suero con el que te habías estado envenenando por una década.
Me preguntaba si Azrel sabría lo que le había hecho a Dain. Supuse que no. Muchos especulaban, pero la verdad de mi crimen quedarían sepultada entre víctima y perpetrador. Dain no rebajaría su orgullo ni siquiera por contribuir a mi infamia.
—Traicionaste al hombre al que serviste por diez años. ¿Qué quedará para nosotros?
No respondí, su tono me dejó claro que él no esperaba que lo hiciera.
—Tres mandamientos estipuló tu dueño para ti, y yo me encargaré de que los cumplas. De igual forma, si incumples con alguno, seré el verdugo designado a destruirte.
—Hay algo en tu voz... —dije, despacio, con cautela—. Intuyo en la manera en que dices estas palabras, en cómo me miras cuando salen de ti, que casi desearías que te desobedeciera.
La sonrisa que se formó en sus labios fue un latigazo de miedo a mis murallas.
—No tienes ni idea. Permíteme enfatizar en esto, Poison, como un obsequio de bienvenida: no quieres desobedecerme.
No demuestres debilidad.
—Tu primer mandamiento: no te involucrarás sexualmente con tus presas.
—¿Quiénes cuentan como presas en este caso? —indagué confundida—. ¿Y eso a qué viene?
—Nuestros enemigos son tus presas. Cualquier Jesper es tu presa. Pero, sobretodo, no te acuestes con Sama'el. Hablo en serio, Poison. Si caes en su cama, te habremos perdido, y si te perdemos estarás malditamente muerta. Eso dalo por hecho.
—¿Me estás hablando en serio?
—Completamente. No hay excepciones aquí. Queremos tu mente serena y centrada.
—Las tensiones no ayudan mucho a un trabajo sereno y centrado —comenté con una sonrisa sugerente. No esperaba el curso que tomaría la conversación, pero me estaba divirtiendo bastante.
—En ese caso tendrás que usar tu ingenio. Pero, te repito, si incumples esta regla, yo mismo me encargaré de que lo pagues.
—De acuerdo, entendí que no es un tema abierto al diálogo. ¿Cuál es el siguiente mandamiento?
—Conseguirás el arma para destruir a Sama'el Jesper, pero no la usarás.
—¿Por qué querría...?
—Porque la vida da muchas vueltas, y las nuestras más. Tal vez, a mitad de camino seas tú quien muera por verlo caer. E incluso entonces, sin importar tus motivos, vas a ceder la venganza. Es tu dueño quien lo destruirá, no tú.
—Pues... de acuerdo. ¿Qué sigue?
—Mentirás a todos, pero jamás engañarás a tu dueño o a mí. Nunca. Bajo ninguna circunstancia. Esta es la regla más importante, la definitiva, de la que depende todo lo demás. Si te descubro en una mentira... Mueres. No hay espacio para errores o segundas oportunidades. Tu ejecución será inminente.
—¿Qué clase de mentiras aplican?
—Todas. Ya profundizaremos más en el tema mañana. Hay un último tema que quiero tratar contigo antes de volver a mis asuntos.
—¿De qué se trata?
—Tu paga.
No era algo que diera por hecho, pero sí había estado preguntándome si habría algún tipo de remuneración de por medio. Cuando Dain no nos enviaba a misiones como castigo, nos pagaba bastante bien por cada victoria que llevábamos a dengus.
—¿De cuánto estamos hablando? —pregunté sin disimular mi interés. Un buen incentivo nunca estaba de más.
—Tu libertad.
Por un momento consideré la posibilidad de haber oído mal. Cuando descarté la idea, comencé a plantearme la idea de que fuese una broma. Pero el rostro de Azrel seguía serio e imperturbable, no lo imaginaba bromeando con un tema así.
—¿Es en serio? —pregunté al fin.
—Totalmente. Si puedes con esto sin incumplir ninguna de las reglas que se te han dictado, no dudes que al terminar serás por completo libre. No habrá nadie más ante el que tengas que responder, sino a ti misma.
Silencio. En situaciones comunes, cuando un trato sonaba demasiado bueno, había un truco de por medio.
Solo entonces empecé a considerar de verdad la dificultad de lo que tendría que hacer.
—Esto no será sencillo —conjeturé—. ¿No?
—Puedes ir a instalarte, Poison. Ya hablaremos luego.
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Nota:
Comenten aquí qué piensan de este comienzo, Azrel y su interacción con Poison.
¿Qué creen que va a pasar? 👀
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