Capítulo 3: Marcha
Mía
Hace ya quince minutos que Dante se fue con mis hijos. Sigo afuera del hospital, en el estacionamiento, observando en el último punto en que visualicé el auto donde iban mis amores. Por un momento veo por sobre el hombro a Tobías, que habla por teléfono con su esposa pidiéndole que vaya con su madre y aguarde noticias, lo miro una vez cuelga, se frota los ojos nervioso, le ofrezco mi agradecimiento y él suspira agotado. Es entonces que noto dos autos viniendo en nuestra dirección. Reconozco perfectamente uno de los BMW negro donde sea. Se detiene sin importar que esté en cuatro lugares, un hombre trajeado con lentes y comunicador abre la puerta trasera de donde baja Walter, que acomodando su saco negro camina sin prisa hasta mí, dándome una bofetada en cuanto queda enfrente, seguido arremolina agresivo el puño en mi cabello.
—Ve por tus bastardos y entra al maldito auto —me empuja para volver, pero mis palabras lo detienen.
—No es necesario —digo con la cara en alto—. Ellos no están aquí, y no volverán. Se han ido.
—¿Cómo que ido? —encamina sus pasos de nuevo a mí— ¿Adónde? ¡¿Con quién?! —su mano me rodea el cuello, apretando firme sin llegar a asfixiarme por completo.
—No importa —respondo sin ser desafiante, pero mirándolo a los ojos—, ellos ya no son un problema para ti.
Su respiración acelerada y su rostro colorado de la ira es un indicador nada bueno. Mira a Tobías, me suelta yendo a golpearlo en el estómago y el rostro. Le suplico que se detenga, objeto a favor del empleado, inventando que me aproveché de su buena fe y servicio pidiéndole algo de comer, y así hacer que mis hijos escaparan. Funciona, pues para de martirizarlo.
—¡Vamos a la mansión ya! —me jala del brazo metiéndome al vehículo mientras que los compañeros de Tobías lo ayudan llevándolo en el otro auto.
Walter y yo estamos cada uno en una ventana, él furioso, claro; y yo feliz, porque mis hijos están afuera, con el mejor hombre que van a tener.
Dante
Mi pierna se mueve inquieta, la niña llora lo más callada posible, pero el niño es como si hipara. Me rompe el corazón verlos así, y estoy roto recriminando si pude hacer más por Mía, repensando si hubiera hecho tal y cual cosa. Caigo en cuenta de la manera en que el chico solloza cuando su hermana le pide que respire con calma, lo miro asustado recordando su problema respiratorio.
—Tu inhalador —digo nervioso volteándome para alcanzarlo y ayudarlo, pero la pequeña manotea mi mano.
—¡No lo toques! —brama desconfiada y ella misma saca el medicamento y se lo aplica, también da caricias a la espalda de su hermano.
Parece una pequeña adulta. Lo abraza de una forma celosa y protectora, como si fuera una leona o una pantera, viéndome mal. No digo más manteniéndome dentro de mi cabeza hasta que llegamos a casa de mi madre, de la que sale ella con Oliver, que ya vive aquí. Yo suelo quedarme en varias ocasiones. Junto a ellos también están Nicolás, Lisa y por supuesto, Austin. Salgo del auto mientras que los presentes bajan las escaleras de la entrada de la casa y yo voy a abrir la puerta del vehículo, pero soy atacado. Recibo una patada en mi partes blandas obligándome a caer de rodillas, seguido obtengo un feroz ataque de puños en mi brazo y espalda, pues la pequeña se ha subido atrás de mí, jalando mis cabellos en grito de guerra.
—¡Dae, corre! —vocifera furibunda.
—Pero mami dijo que nos quedamos con él —menciona el pequeño asustado, estando a la orilla de la puerta.
—¡No dijo eso! ¡Corre!
—Le dijo cómo cuidarnos…
—¡Hay que irnos! —trato de quitarla sin lastimarla, aunque ella me está lastimando al jalar mi cabello y clavar sus uñas en mi frente.
—Está bien —el niño trata de bajar, pero Max, mi perro que ya está bastante viejito, se acerca rodeando el auto, moviendo la cola y haciendo un bajo ladrido de emoción, pues le encantan los niños, y lo ha demostrado al querer demasiado a la hija de Lisa y al hijo de Austin.
El pequeño, apenas ve al perro entra en pánico y regresa adentro del vehículo, refundiéndose en al fondo. Como puedo intento apartar a Max, que quiere meterse con él, teniendo todavía a la niña sobre mí. Los demás se acercan desconcertados por la escena. La pequeña deja de interesarse en mí y va a jalar la correa de Max, claramente sin tener mucho éxito.
—¡Lárgate! ¡Aléjate, estúpido perro! ¡Vete! —agarro a Max de la correa, y también a la niña la rodeo de la cintura con un brazo, pero sigue agrediendo a mi persona.
—Hijo —menciona mi madre incrédula—, ¿quiénes son estos niños? ¿Dónde está Mía?
—Sus hijos —suelto de repente, después de todo no les dije el detalle de que Mía tenía hijos, y no pude avisar que ella decidió quedarse al final.
—¿Hijos de quién? —menciona Austin, confuso, evidentemente buscando a Mía.
—Son los hijos de Mía.
La sorpresa es más que bienvenida a la situación, también la confusión y el desorden de los pensamientos, todos experimentan el difícil procesamiento de mis palabras que los han paralizado, dejándome que siga forcejeando con una pequeña fiera que jura me va a ir mal si no la dejo a ella y a su hermano en paz.
Mía
—¡Ya para! —le ruego al desgraciado de Walter.
Los sonidos de sus puños impactando la anatomía de Tobías son espantosos, se ensaña contra el estómago y el rostro, que ya lo tiene malherido, tan hinchado que no se reconoce, en el ojo izquierdo ni siquiera se le ven las pestañas al estar la carne básicamente amontonada como una masa, la sangre escurre de la nariz, la boca y las heridas, los moretones un horror, y sus quejidos apenas son audibles por el desfallecimiento. Walter no termina con la tortura, se ha quitado la camisa para tener mejor libertad de dar los acometidos. Ni siquiera deja hablar a él ni a mí sobre las razones, porque él no es alguien razonable, no es alguien con quien se pueda mediar ni mucho menos conversar, le recalco que mis hijos ya no le son una molestia de la cual preocuparse, que es libre de toda supuesta responsabilidad, pero ni así deja en paz a Tobías.
—No cabe duda que las mujeres se vuelven más estúpidas con los hijos —dice sin expresión facial, pero una notable ira en sus ojos. Golpea otras veces más al pobre hombre antes de ordenar a otros dos que lo sujeten para que se mantenga de rodillas—. ¿Quién se los llevó? —le pregunta a él, sin embargo no puede hablar al instante y solo repite lo mismo desde la primera vez que recibió la pregunta.
—No lo sé, se lo juro, no vi bien —no creo que mienta, es su vida y le preocupa su familia, nadie se arriesgaría por otro de esa manera.
Walter le da otra paliza. Me obliga a ver sin poder intervenir. Me pregunta a mí también a quién le di mis niños, pero no hablo. No puedo. Se me sale el alma cuando pide el arma de uno de los trabajadores, que se lo da sin rechistar. Imploro piedad para Tobías, que lo deje libre.
—¿Quién los tiene? —el seguro de la pistola suena. Mis labios se mantienen sellados, miró entre lágrimas a Tobías, que me ruega con lo poco que se deja ver su ojo derecho, a que diga la verdad.
Dispara. Doy un respingo, el vacío surge de inmediato al ver la cabeza de Tobías abierta y sus sesos esparcidos por el suelo, la imagen de su mirada y su cuerpo es algo que me va a perseguir de por vida, y también voy a repetirlo en cuanto caiga dormida.
—Es solo mi culpa —digo entrecortada. Walter toma mi cabello por la nuca y me da unas cuantas bofetadas, de esas que se hacen para espabilarse.
—Sí, lo es, y estas son unas de las consecuencias —me jala y empuja sin soltarme, me obliga a ver el cadáver de Tobías—. Tú lo mataste —no contesto, en parte es cierto—. Tenía dos hijos, y su esposa está en su octavo mes. No quiero imaginar lo que ocurrirá cuando le den las noticias —se ríe sin abrir la boca, como una gracia cualquiera—. Todo lo que pasa y pase, es tu responsabilidad, querida esposa mía.
Me suelta, me dice que me espera en nuestra habitación matrimonial y me deja ahí, sola con el cadáver de Tobías al que me arrodillo una vez que nadie me ve, llorando y pidiéndole perdón. No quise que esto pasara, no quise que nadie saliera lastimado y no quiero que nadie más lo haga.
Dios, por favor, cuida a mis hijos, cuida a Dante.
Dante
El sol ha salido desde hace un par de horas. No pude conciliar el sueño y creo que casi nadie más. Dejé mi habitación para los hijos de Mía, pero ellos se fueron a acurrucar juntos en una esquina con una almohada. Durante la noche traté de taparlos al verlos dormir en el suelo, pero solo el niño lo hacía, la niña en cambio, estaba alerta porque se levantó en cuanto presintió mi acercamiento, atacándome con los ojos. Me arrebató la manta para cubrir a su hermano y siguió vigilando todo, como una loba. Finalmente el sueño la venció y la pude cubrir también.
—Deberías descansar —me dice Austin, entrando cauteloso a mi cuarto.
—¿Pudiste hacerlo tú? —suspira con media sonrisa.
—No, ni un poco —se ve claramente incómodo, no puede dejar de ver a esos niños indefensos—. Sus hijos —dice en un susurro.
—Sí, sus hijos —repito, inquieto. Se nota que tiene la pregunta en la lengua, pero decirla es difícil, y el que yo tenga que responder no es fácil tampoco—. Mía no sabe si son míos o de él.
—Es más probable que sean de tu padre —los nervios se me encrespan, pero mantengo la compostura a la forma tan despreciable con la que mencionó mi parentesco.
En parte tiene razón. Solo hice el amor con ella una vez, en cambio el maldito la ha abusado por años. Me enfrasco en ese pensamiento, en esas suposiciones sin tanta duda de ser hechos, y la inquietud del origen de esos niños. Podría hacerles una prueba de ADN y conocer la verdad, sabría si son mis hijos o hermanos, pero me aterra que sea la segunda opción.
—Dante —el rubio me sorprende sentándose en la esquina de la cama. Yo estoy en una silla—. Sé que no tienes la culpa de ser su hijo, pero no puedo evitar que una parte de mí te desprecie por eso.
Sonrío irónico. —El sentimiento es mutuo.
Suspira cansado, frunce el ceño al observar la pantalla de su móvil, y finalmente lo guarda y se levanta. —Hoy en la noche necesito que tú, Nicolás y Oliver vengan conmigo. Y tendrás que prestarme alguno de tus autos para llevarlos.
—¿Llevarnos adónde? —arrugo el entrecejo, claramente confuso e irritado ante su imposición en esta situación y momento, en que hay dos hijos de la mujer más importante en mi vida y la que lo fue para él.
—Tendrán que confiar en mí, solo puedo decir que esto es esencial para salvar a Mía.
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