Capítulo 1: Cenizas
Esos labios puede sentirlos como si aún estuvieran consigo, permitiéndole que robe su alma en cada suspiro, los había esperado tanto que el día que se le fueron entregados, al paraíso mismo fue elevado, y recibió más de lo que pidió, pues su cuerpo era el manjar más exquisito y celestial que tuvo la dicha de tener. Sus manos recorriendo todo en ella todavía piensan que la sienten, el aroma a vainilla de su cabello, el sabor a fresa de sus labios, el estremecimiento al estar dentro, su voz clamando su nombre, es su gloria y su condenada…
Se levanta abrupto con el sudor frío recorriendo la frente, la respiración agitada lo obliga a mantener las manos aferradas a la orilla de la mesa en la que dormía, y el temblar del cuerpo se siente por todo su sistema. Tarda unos segundos en espabilarme para saber en dónde está, lo recuerda cuando las risas infantiles le hacen girar la vista para verlos entretenidos dibujando sobre la alfombra. La ubicación en la oficina, oficialmente suya desde hace un año en que su madre, Elizabeth Grand, le cedió el puesto para dedicarse a su nueva vida con Oliver, que están en proceso de casarse, muy felices y emocionados, harán una gran fiesta solo para amigos íntimos, todos han confirmado, pero la madre espera a que una invitación en especial sea contestada, no es la único, Dante más que nadie desea que lo haga, que aparezca.
Una mano pequeña toca su pierna, dirije la vista al lado y abajo para ver a esa niña de cinco años, pelirroja de ojos verdes, tomada de la mano de un niño de tres años y medio, rubio de ojos azules. Ella va vestida con un mono por encima de una camiseta blanca, el cabello en una coleta con dos mechones enmarcando el rostro. Él en cambio porta el cabello largo debajo de las orejas, tiene un oso de peluche abrazado por el torso de tela.
—¿Te sientes mal? —pregunta preocupada agarrando el teléfono de teclas que cuelga de su cuello, aparato que le dieron sus padres para estar en contacto con ella por si acaso— ¿Llamo a mami?
—¡Mami! ¡Mami! —pero es el pequeño quien con emoción se suelta de la mano de su amiga para correr por la habitación.
Pronto no tarda en entrar la secretaria, esa de cabello chocolate y liso hasta la cintura, pero que ahora lo tiene amarrado en una cebolla alta, es Gabriela Bernal.
—¿Qué pasa? —menciona cargando en brazos a su hijo que se aferra entre risas— Señor Grand, ¿qué es lo que le ha ocurrido? —ella baja al menor, diciéndole a la niña que lo cuide un momento, yendo a acercarse al hombre que cree enfermo.
—Estoy bien —sonríe ladino recostándose en la silla—. Es solo que, ya sabes.
La castaña se entristece entendiendo, para ella la desaparición de Mía tampoco ha sido fácil, es una de las que más reza y hace lo que puede para ayudar a encontrarla.
—Mamá dice que ya viene —la voz de la pelirroja les atrae la atención.
El pelinegro fuerza su sonrisa porque la menor ha llamado a su madre, Lisa Garza, la mejor amiga de Mía. Ella le advirtió que debía cuidarse bien, dormir mejor, comer saludable y todo eso. Dante sabe que le va a gritonear como a un hijo en cuanto llegue. Todo esto le causa gracia a la secretaria, que da su pésame por lo que pasará en cuanto Lisa ponga un pie en el lugar en el que esté.
Todo ha cambiado mucho. Un mes después de que Mía desapareciera, Lisa y Nicolás supieron que la pelirroja tenía tres meses de embarazo, y se enteraron porque la joven estaba muy cansada y se sentía mal repetidas veces, al principio pensaron que era el estrés de la constante búsqueda de su amiga, pero un desmayo que la hizo hacer una visita al hospital revelaron la verdadera razón de los malestares que daba la pequeña a la nombraron Mine. Se mudaron de la ciudad siendo Nicolás el que pidió un traslado a la que residen hoy, y rentaron la casa de Mía para recibir noticias de ella. En cuanto al hijo de Gabriela, el padre es Austin Vera. Ellos dos se pasaban buscándola tanto tiempo que los sentimientos comenzaron a surgir, aunque para el rubio eso no fue fácil. Culpó a Dante en cuanto supo que su padre era ese desgraciado que le ha arruinado la vida a todos, a Mía. Dante mismo se lo creyó
Elizabeth y Oliver no son la excepción en su búsqueda, más que nadie usan sus recursos para hallarla, y Dante, él por todos los cielos no deja de pensar en ella y pone toda su energía en recuperarla. Siente que se ha hundido en lo más profundo del abismo, desesperado y aterrado de lo que el malnacido haya y haga con ella a su merced, al que jura darle el descontrol cuando lo tenga enfrente. Ya le arruinó la existencia muchas veces a él y a su madre, les arrancó una gran parte de sus vidas con lo que pasó con su hermana. Está seguro que un maldito enfermo que ha cambiado. Sí, cambió para peor.
Por otra parte, no son solo los deseos de matarlo lo que lo embarga, también están aquellos que hacen otro tipo de estragos en su interior. Uno que en la soledad de su habitación, deja que se apodere de él a través de sus memorias, que lo hacen estremecer y añorar, sacar de su imagen a la diosa que lo esclavizó, recreando escenarios vividos y otros fantasiosos, rezando porque pueda hacerlo de nuevo.
Mientras que a la lejanía, siguiendo algún camino que lleva a esa mansión fortificada siendo casi una exacta recreación de la anterior en la que esa mujer pasó su días más oscuros de niña, está aquella mujer de cabello castaño, liso y de estilo que esta corto llegando a la barbilla y se va acortando hasta llegar a la nuca. Corté de cabello que no le agrada porque no lo escogió ella, y eso le molesta cada que se ve al espejo, como ahora, que se cubre con la bata de dibujos de plantas y amarra las tiras, mientras observa al hombre acostado con las sábanas cubriendo poco más arriba de la cadena, que la mira morboso y sugerente de lo que acaban de hacer y quiere repetir. Podría obligarla, tomarla a la fuerza como lo hizo la primera vez, y la segunda y tercera, pero al no poder darle una cicatriz nueva cada vez en la cara, y en una ocasión casi dejarls sin vista del ojo izquierdo, así como el accidente en el que poco su mujer pierde la vida, lo obligaron a tener que conformarse con tres noches a la semana por dos horas, que ella permite ser tocada.
—Estuviste maravillosa —ante el comentario, ella no se inmuta, se lo dice cada que está a punto de irse y espera que se quede para darle un poco más—. Vuelve a la cama.
La mujer, ya lista mira al reloj, son casi las nueve, luego posa los ojos marrones oscurecidos por el desprecio a ese hombre cincuentón, con rastros de canas en sus hebras negras de barba y cabello.
—Es la hora de dormir —responde sin más, sin emoción ni sentimiento positivo.
—Mía —la voz torva la hace detenerse antes de que su mano toque el pomo de la puerta.
Ella retira el alcance, se da la vuelta mostrando lo mismo que no cambia. —¿Sí, señor?
El enfado marca el ceño, mas no agrega otra cosa, le dice que se largue y eso ella hace. Camina sin apreciar el detalle excepcional del barandal de madera de la escalera, o las esculturas creadas y pinturas bien pinceladas, todo igual le parece horrible y de mal gusto, sólo le importa llegar a una puerta, la que está frente a la suya, que toca y se asoma con una enorme sonrisa de alegría.
¿Qué puede hacer que tenga ese gesto tan auténtico en medio del infierno en el que está? Cuando es obligada a dar su cuerpo, sintiendo asco del único que la goza, teniendo que actuar a merced de lo que quiere otro, ella tiene su soporte, esos quiso salvar, pero que no le permitieron entregar a nadie más.
Con burla y diversión entra a esa habitación, cierra la puerta con sigilo y camina fingiendo seriedad en su cara bromista.
—¿Quiénes serán? ¿Dónde estarán? Esos diamantes tan especiales —dice con entonación sentándose en un pequeño banquito, con las piernas juntas, de la lado y con las manos una sobre otra en la rodilla—. Uno es azul, que inunda el mar y va al cielo siguiendo a saltar —unas risillas se oyeron en cada cama al frente—. Otra es rosa, que puntual es para pintar el amanecer y el atardecer.
Las sábanas son lanzadas en un santiamén, los pequeños cuerpecitos se levantan bajando de la cama arrastrándose de los colchones, corren con prisa a rodear con amor con sus cortos brazos a lo que pueden acaparar de la adulta amorosa, que los atrapa emulando rugidos graciosos para darle besos y apapachos. Se queda quita aferrándose a esos niños pelinegros de ojos oscuros, gemelos de cinco años a quienes ve como la viva imagen de ese hombre que la marcó.
—Daenerys —se separa tomando el rostro de la niña, una valiente que no teme ser atrevida—, ¿qué te pasó?
La pequeña se queja cuando el grácil tacto toca en la mejilla. —¡Ese idiota es lo que pasa! —brama enfurecida apretando la mandíbula y los infantiles puños —Dae sólo jugaba a hacer pasteles de lodo, y ese anciano le gritó.
La madre enardecía en su interior, el fuego de su ira la guarda para mantenerse serena, ve cómo el gemelo menor por unos segundos baja la mirada asustado, Mía toma de su mentón con delicadeza para cruzar las miradas dándole una sonrisa gentil.
—Perdón, mamá —a la mujer se le parte el corazón por esa palabra.
Es un niño al que le llama la atención la cocina, no tendría por qué dar disculpas por jugar. Abraza con fuerza a sus hijos y es ella la que les pide perdón, porque no los puede sacar de ahí, lo ha intentado antes, ellos mismos lo recuerdan aún con sus cortas edades. Los tres lloran, pues no pueden salir juntos, cuando el Señor quiere alardear de su bella dama, la lleva a sus fiestas de gala como compañera. El día de hoy, en cambio, estuvo fuera de casa casi todo el día con el chófer y una mujer cuya ocupación es ser algo más que secretaria, ambos de suma confianza de él.
Mía arropa a sus pequeños en una sola cama, les cuenta un cuento sobre una princesa encerrada por el castillo custodiado por un horrible dragón, y de dos caballeros, uno que la rescató y en su viaje tuvieron que separarse, y otro que la encontró del cual se enamoró. Ambos amaban esa historia, sin saber que era una vivencia.
—Y esa noche, rodeados de las estrellas, el amor se juraron —siempre terminaba en con esa frase verdadera.
—Mami —la niña se aferra a las telas de su madre al igual que su hermano—, ¿cuándo nos vamos?
El pequeño comenzó a sollozar, después de todo es con él con quien el mayor parece más resentido, constantemente es regañado o mandado a callar incluso si no ha hecho algo en realidad. Mía afianza el abrazo, les besa la cabeza y repite las palabras que sabe son una mentira, pero que en su corazón reza poder hacer verdad, tiene que ser más cuidadosa, ya no es solo su vida en riesgo, ahora tiene un tesoro, dos diamantes de los cuales cuidar. Por eso dice «Pronto, hay que esperar» como respuesta cada que su pequeña bestia lo pregunta. Con eso los infantes quedan dormidos, lo que aprovecha la castaña para levantarse, besar sus cabezas arropándolos una vez más, y jurar que los va a proteger. Al salir del dormitorio sabe que está por dar la medianoche, pero eso no le importa ni preocupa para volver iracunda a la habitación anterior, encontrando en el plácido sueño al dueño, pero ni eso la detuvo para llegar con los puños.
—¡¿Qué demonios?! —ladra de incertidumbre por el despertar abrupto, mas la lluvia de maldiciones y golpes no cesan, ni lo harán, incluso la madre intenta usar una lámpara para amedrentar.
—¡No toques a mis hijos! ¡¿Cómo te atreviste a poner una mano encima a mi hija y a maltratar a mi hijo?!
—¡Ya basta! —el hombre logra apartarla de un empujón procediendo a salir de la cama sin ir más allá de poner un pie en el suelo, pues Mía se abalanzó a seguir la agresión.
La furia es fuerte, hace que el otro tenga oportunidad mínima o nula para contraatacar, pero no dura mucho cuando él se logra levantar deteniendo las manos que le han dejado varias marcas de uñas en dónde sea que llegó. La jalonea con brusquedad e ira, hace golpear la espalda femenina contra la pared y la voltea sujetando las muñecas con una mano por detrás, aprieta el cabello de Mía con la libre, obligándola a que tenga la cara pegada al tapiz amarillo de figuras lineales que forman rombos verdes. Teniéndola sometida se pega a ella, la olfatea y restriega la cara en la fémina.
—Da gracias que te dejé conservarlos —escupe antes de voltearla con agresividad para tocarla y besarla a la fuerza mientras ella forcejea—. Pude hacer que los perdieras —agrega con sorna apresándole el rostro con una mano, obligándola a verlo con su ira burlona—. Aún puedo hacerlo. ¡No olvides quién manda aquí!
Con una bofetada gira su cabeza, una fina línea roja recorre la comisura de su boca, sin embargo eso no fue suficiente para él, que le divierte la forma de verla fiera, altiva y retadora. No niega que tener siempre el control hasta la sumisión es lo que le caracteriza, pero pelear por domar a esa mujer no le desagrada, después de todo le facilita el castigarla.
—Querida, que mal te has portado —le rodea su cuerpo forcejeando por llevarla a la cama, en donde la arroja con brusquedad a ponerse encima.
Mía pelea, se esfuerza en dar patadas, puñetazos, o simplemente maldecir su nombre, el asco le recorre desde la boca del estómago hasta la garganta, el odio es combustible del brío por sus intentos de zafarse del dolor y la maldad de un ser inhumano que, no deja de verla como un simple objeto. Y reza, una y otra vez con devoción en cada momento, antes, durante y después del abuso, cada que ve a sus hijos, cada que los dulces recuerdos de sus amores y amigos vienen a la mente, pero no pide por ella, pide por ellos, por una puerta para que salgan sus hijos.
—Todo está bien, Dae —la hija no es diferente, es aguerrida y testaruda, protectora de su hermano más dócil—. Mamá estará bien.
—No quiero que el Señor se enoje con ella —ambos se aferran en su fraternal abrazo debajo de las sábanas—. Quiero irme de aquí.
—Mamá prometió que pronto nos iríamos. Eso haremos.
—¡No vuelvas a tocar a mis hijos nunca más! —escuchan la voz de su madre como si estuvieran a la lejanía. Algo raro, pues por lo general los ruidos deben ser altos para traspasar las paredes.
Los niños no son tontos, se dan cuenta de las cosas, saben que la situación en la que están no es normal, jamás han visto a otros niños a parte de ellos mismo, tampoco pasa desapercibido el desdén con que su mamá mira al Señor, y a pesar del miedo, confían en su madre, que amorosa y guerrera siempre se muestra, les cuida y protege.
Ellos esperan también, esperanzados de ser ayudados.
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La mañana es algo sombría, como si leyera el estado de ánimo de la madre y los hijos los acompaña pintando de gris el día. Mía está vestida de tacón corto, falda tubular y una camisa blanca con holanes que cubre los botones, está sentada a la orilla de la cama vacía, observa a sus niños abrazados y dormidos, sonríe porque le dan calor en su mundo helado, y eso a la vez la entristece, la hace llevar las manos a ocultar su rostro y ahogar su llanto.
—Como me haces falta, Dante —susurra conteniendo el chillido del dolor emocional que duele más que los moretones que oculta su ropa.
—Mami —la voz adormitada de la niña la alertó para secar sus lágrimas y verla sentada frotando sus ojitos.
—Buenos días, princesa —la saluda con la sonrisa materna, nota lo afligida de su semblante.
—Lo odio.
Esas palabras y sentimientos no deberían habitar en una pequeña, sea de quien se trate por más justificación que haya, piensa Mía, pero también es consciente de que eso es afortunado, por alguna manera de verlo, para que sepan que no se deben fiar de ese lobo. Es una situación amarga de constante desconfianza, una pesadilla en pocas palabras.
—¡Mami! —el desconcierto saca a Mía del ensimismamiento por el grito asustado de su hija, pronto se le anexa el temor— ¡Mami! ¡Es Dae! —se levanta con rapidez a tomar al niño que su hermana zangoloteaba.
—Daemon, cariño —lo acaricia del rostro notando su respiración pesada—. Daenerys, ponte los zapatos y vístete.
La niña obedece, baja de la cama a ponerse un vestido, a sacar un suéter y usar zapatos negros de pega/despega, mientras que Mía sacaba de uno de los cajones entre las camas, un tubo cuyo contenido en spray aplicó por la boca de su hijo. Espera unos momentos para ver si se calma y es una falsa alarma, pero no es así, el niño no puede respirar bien.
—Tranquilo, cariño, todo estará bien —da calma enrollándolo en una manta y cargándolo en brazos—. Hija, rápido.
Bajan las escaleras lo más deprisa y cuidadoso que la urgencia se los permite. Llama vociferando ayuda a alguno de los empleados a quien le ordena llevarla al hospital, pues al pequeño le ataca el asma.
—No podemos salir —interpela el guardia preocupado al ver la lucha del menor por llevar aire a sus adentros, y a la madre alterada aplicando el inhalador para ganar tiempo—. Llamemos al doctor Dixon.
—¡Él no está en la ciudad! Por favor, yo hablaré con Walter, te aseguro no tendrás problemas —el hombre duda, y ver a los demás ajenos o agradecidos de no ser el que esté en su lugar no le ayuda en nada—. ¡Es mi hijo! —Mía se rompe con cada segundo desperdiciado.
—¡Está bien! ¡Vamos! —dice alarmado por la situación, le aterra lo que su jefe sea capaz de hacerle, pero siendo padre también, comprende a la mujer desesperada.
Subieron deprisa al vehículo que no tardó en moverse rumbo al hospital más cercano, la niña aferrada a su madre callando el llanto por su hermano, y Mía abraza y sigue aplicando el medicamento a su hijo. Van en camino sin imaginar que el destino los lleva a cruzar caminos, pues en la parte trasera de otro auto, una joven de cabello castaño cobrizo va acunando la mano de un hombre, ejerce presión en los trapos ensangrentados.
—¡Dios! ¿Por qué fuiste tan imprudente? —le regaña asombrada y enojada por la hazaña ocurrida.
—Estoy bien —Dante sonríe por la joven de veinte años con atuendo de oficina.
Va rumbo al hospital a tratar la cortada hecha en su mano al ver que un idiota, dejó a un niño que no pasa los dos años dentro de un automóvil con las ventanas cerradas. Rompió el cristal con su casco, pero un pedazo de vidrio se le enterró al recargarse para tomar al pequeño.
Él es así, siente la enorme necesidad de ayudar a cada infante que vea, algo en su interior le incita a hacerlo, como si eso fuera un llamado que no puede ignorar, sintiendo que busca algo.
Notas del autor:
Buenas. El primer cap ha sido un poco largo.
Dejen sus opiniones, impresiones y teorías. ✨
Nos leemos pronto.
(。•̀ᴗ-)✧
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