Epílogo
Después de mucho pensarlo, se reiteró a sí mismo que no. No merecía la pena y, sin embargo, sus dedos se deslizaban con presteza por la pantalla del teléfono móvil que le había robado la noche anterior a su cuñado.
Escrutó en la extensa lista de contactos de Michele hasta que el nombre "Gina" apareció frente a él. Por un momento se vio seducido a borrarlo con la vaga esperanza de que aquel acto se extendiese más allá de la memoria del aparato y acabase borrando también la existencia de esa harpía de forma permanente. Sacudió la cabeza, borrando esa idea infantil de su cabeza, y pulsó el botón de llamada.
El teléfono comunicó un par de veces antes de que la aguda voz de la italiana retumbase al otro lado de la línea.
—¿Mickey? —preguntó desconcertada, pero dejando translucir un deje de desprecio—. No creía que te atreverías a llamarme, no después de todo lo que ha pasado.
—Y no lo hará.
Silencio. Casi pudo imaginar cómo la cara de aquella recatada mujer se arrugaba con una expresión incrédula.
—Te conozco —anunció lo obvio—. Eres ese niño que vino con el anormal que ha trastornado a nuestro Mickey. Pero él... ¡Oh!
Eso fue todo cuanto necesitó oír para tornar su expresión de sempiterna impasibilidad en una mueca maliciosa, muy cercana a una sonrisa. Disfrutaba sabiendo la oscura mancha que su ardid debía de haber dejado en su orgullo, y ser consciente de que estaba disfrutando con semejante tontería le sobrecogió.
Desdibujó esa sonrisa, sustituyéndola por un rictus que pretendía proporcionarle algo de serenidad.
—Tú, maldito mentiroso, ¿para qué me llamas? —inquirió Gina, malhumorada.
—Tengo el anillo de tu marido —respondió concisamente tras plantearse si lo más producente sería colgar el teléfono y desviar su atención a un libro cualquiera o seguir con su plan. Aunque, siendo honestos, no tenía ningún plan y mucho menos unas pautas a las que ceñirse, lo cual le irritaba—. Él me lo ha dado —mintió.
—¿Y por qué él te daría algo así? Apuesto a que se lo has robado.
—Porque ya no lo necesita, él ya no te necesita. Ahora me tiene a mí, eso es todo.
La respiración acompasada que se superponía al silencio al otro lado de la línea se cortó momentáneamente para después volver a resonar aceleradamente, como si sus palabras hubiesen adoptado forma física y la estuviesen ahorcando, privándole del aire para respirar. Por un momento todo lo que la mujer fue capaz de articular fue una risilla nerviosa que se fue mermando hasta quedar reducida a un quejido quedo de pura angustia.
—No te creo, él jamás haría algo así —susurró con una voz quebrada que le dificultó entenderla—. ¡Es imposible! Simplemente imposible, ¿me escuchas, maldito demonio? Aléjate de mi familia.
A pesar de lo que afirmaba, esas no eran más que excusas, mentiras que trataban de oscurecer una realidad tan clara como dolorosa. Ella ya lo sabía, quizás por ese don innato en las mujeres, esa perspicacia de la que más de una se jactaba y que en ciertos momentos se retorcía hasta convertirse en una maldición.
Pero en el corazón de Janik no había espacio para la culpabilidad e, incapaz de compungirse por el llanto que se adivinaba entre jadeos compulsivos, trató de enardecer un poco más esa pena.
—¿O sino qué? —cuestionó, desafiante.
—Nada —claudicó desmayadamente, y la rapidez con la que contestó le sorprendió, así como el cese inmediato de sus gimoteos—. Romperás una pantomima llevada a cabo durante demasiados años como para poder sentirme orgullosa de ella. Ese idiota siempre ha sido así...
—No me interesa —le interrumpió, previniendo un discurso innecesario.
—Lo hace todo por su cuenta, como si la vida no fuese cosa de dos. Algún día se dará cuenta, mi pobre ingenuo, de que la vida no es tal y como él la imagina, sino algo...
Y colgó, resuelto a no escuchar nada más.
Incluso después de haber mantenido esa conversación seguía sin encontrar beneficio alguno en ella. Simplemente era incapaz de concebir la idea de que esa llamada hubiese causado aflicción en Gina, mucho menos la suficiente como para haberse abandonado al llanto a mitad de ésta. Esos sentimientos tan triviales, rotundamente prohibidos para él, se escapaban entre sus dedos sin tener oportunidad de ser estudiados.
Compuso una efímera mueca de disgusto antes de salir de su habitación, seducido por el olor a Bramboráky que serpenteaba desde el piso inferior de la casa. Seguro que John había intentado sorprender a su yerno con la comida tradicional checa y no le cabía duda alguna de que lo había conseguido.
º^º
El timbre interrumpió una de las frecuentes siestas de Janik.
Quedó sumido en la plenitud del silencio, tratando de distinguir la respiración que había al otro lado de la puerta. Aún podía fingir que no estaba allí, que había abandonado la casa junto a sus padres para animar a su hermano y a cuñado en la competición de patinaje, pero la precipitada velocidad a la que se sucedían las respiraciones de aquel sujeto —por ahora inidentificado— le inducían a la nefasta conjetura de que su mutismo no sería suficiente para hacerle marchar.
Se aventuró con los más sutiles movimientos a atisbar más allá de la puerta a través de su mirilla, y la figura que aguardaba al otro lado le heló la sangre. Mario había cambiado mucho a lo largo del mes que habían estado separados y, sin embargo, su mirada denotaba la misma ferocidad que él había odiado en un primer contacto. Quizá fue ese leve cambio en su aspecto, ese matiz distorsionado en su porte, el que prendió la olvidada llama de la curiosidad y le incitó a abrir la puerta lentamente.
Marcó una sutil barrera de protección al asegurarse de dejar abierta sólo una mínima rendija delimitada por su pie, y por ella asomó su ojo izquierdo, indicando que estaba dispuesto a escuchar pero cerrado a cualquier tipo de contacto o acercamiento.
Y cuál fue su sorpresa cuando esa pequeña rendija se expandió de un abrupto empellón, haciendo así que su cuerpo chocase contra el suelo de una forma tan violenta que creyó oír el crujir de sus huesos al estamparse contra la superficie. Dolió, aunque no fue el dolor el que nubló temporalmente su visión, sino la confusión y la incapacidad de procesar lo que acababa de pasar.
Cuando quiso reincorporarse torpemente, lo primero que encontró fueron las manos de su visitante, que lo atenazaron con la furia de un incendio y lo empotraron contra la pared más cercana. Nuevamente sus huesos parecieron gemir ante el mal trato recibido.
Mientras su corazón luchaba por sosegarse, se volcó en la tarea de analizar qué era aquello que había cambiado en el rostro de Mario. No necesitó demasiado tiempo, ya que la purpúrea mancha informe que circundaba su ojo derecho era demasiado llamativa como para no reparar en ella. El detalle que cualquier otra persona hubiese notado al instante y que se escondió de su visión durante unos eternos minutos —dado, por supuesto, a su escasa capacidad de comprender ciertos sentimientos— fue el cansancio y el reproche que subyacía en la aparente ira con la que le zarandeaba como si se tratase de un muñeco de trapo.
Su único consuelo durante esos momentos de confusión fue la certeza de saber que si su madre hubiera estado en casa ese hombre ahora no sería más que un sanguinolento saco de boxeo. La imagen se dibujó en su mente como un anhelo lejano, trayendo consigo un sentimiento contradictorio de satisfacción y pena.
—Deje de mirarme así —ordenó Mario, aumentando la fuerza con la que presionaba al pequeño cuerpo contra la pared—. Pare de una vez, ¿no lo comprende? No puede... Simplemente no puede quedarse así, impertérrito. Míreme con pena, golpéeme, ¡reaccione!
Cuántas veces habría ya escuchado un discurso similar y cuántas otras veces lo había ignorado. Ante las agresiones —que durante un plazo de tiempo peligrosamente largo hubieron adoptado el carácter de rutina en su instituto— solía permanecer ajeno a todo cuanto acontecía, con la mirada fija en su agresor, cuestionándole en silencio qué sentido veía él a recurrir a ese acto tan primitivo sin razón ni justificación. Normalmente ese gesto únicamente conseguía una nueva tanda de golpes, aún más fuertes que los anteriores, y un sinfín de moretones repartidos por su pálida piel. Jamás había sentido la necesidad de recurrir a su familia, pues bastaba con que alguno de esos desdichados violase su hora del almuerzo para no volver a cruzar miradas con él nunca más.
Podían insultarle, humillarle e incluso apalearle; pero una vez flanqueada la línea de la gula no había forma de volver atrás.
Extendió una de sus manos, trémulas, hasta rozar el contorno del moratón del rostro ajeno. Éste se contrajo con un quejido en una fugaz mueca de dolor y, como si eso le hubiese despertado de una larga ensoñación y la realidad, la consciencia de lo que estaba haciendo, se hubiese manifestado de repente ante él, le soltó y retrocedió un par de pasos. Parecía confundido, azorado por su propia actitud.
—Señorito yo... Ni siquiera... —las palabras se atascaban en su garganta, de ella no salían más que atropelladas frases carentes de sentido—. Lo siento —claudicó en sus intentos de armar una excusa elaborada.
Janik asintió levemente, como si de verdad lo entendiera, a pesar de no hacerlo.
—Si me permite explicarme, he reservado una mesa en un restaurante cercano —comentó, no muy convencido de ello. Captó la negativa sin necesidad de escucharla y suspiró largo y tendido, resignado—. Claro que también tengo algo de comida en el coche.
Apuntó su rostro hacia el sofá, indicándole que le esperaría ahí.
En la ausencia de Mario, el pequeño Wade había salido de su escondite en la cocina alertado por la corriente de aire que se filtraba por la puerta entreabierta. El pinsher miniatura saltó sobre las piernas de su amo y se quedó allí, alerta, hasta que Mario hizo su aparición en la casa. Sólo en ese momento se lanzó a la acción, tardando lo que dura un pestañeo en recorrer el largo del sofá hasta hincarse en el extremo más cercano a la puerta y, desde allí, estallar en ladridos de alerta que evolucionaron hasta convertirse en gruñidos a cada paso que daba el desconocido.
Wade odiaba a los extraños. Con su complejo de perro guardián había ahuyentado a todo tipo de desconocidos, llegando incluso a evitar un robo a costa de que una de sus patitas resultase lesionada en el proceso. Se había mostrado extrañamente complacido al conocer a los mellizos Crispino, seguramente por la energía positiva que desprendían y la actitud resuelta que mostraba el hermano de su humano —porque no era su dueño, sino su humano— en su presencia. Sin embargo, su instinto le clamaba desde lo más profundo de su naturaleza hostil que debía alejar a toda costa a ese nuevo hombre de su amado humano.
Ni siquiera el trozo de comida que le lanzó el extraño le persuadió en su afán de protección, mas sí lo hizo el tono severo con el que Janik le mandó callar. Receloso y aprensivo, tomó el alimento y volvió a su escondite en la cocina con el rabo entre las piernas.
Maravillado ante la diversidad de dulces que contenía la cajita que Mario le había entregado antes de sentarse a una distancia prudente de él, se propuso mantener una equitativa atención entre las palabras del adulto y el placentero sabor del chocolate derretido en su boca.
—Verá, en primer lugar, le pido paciencia. Debo suponer que usted, como yo, aborrece los diálogos largos y, sin embargo, éste será uno de ellos —explicó Mario, buscando una confirmación visual que llegó después de que su receptor contase los dulces que había en la caja y verificase que tendría suficiente alimento para aguantar todo el relato—. Sé por boca de mi mujer, ahora ex cónyuge, que usted tuvo el descaro de llamar para confesar nuestra "aventura", añadiendo que yo le di mi alianza, lo cual es una mentira categórica. Desde ahí ya podrá deducir la causa de mi moretón. Esa mujer tiene demasiado carácter, aunque no la culpo por ello.
»Debería estar bien con el desenlace, ¿cierto? Pues, lo crea o no, me irritó. Quizá no fuera irritación, sino más bien ira con un leve deje de tristeza. Supongo que cuando lo fingido se vuelve rutinario acaba por acoplarse tanto a uno mismo que acaba siendo parte de él. Con esto no insinúo que ame a esa mujer, no, sólo digo que es difícil, más aun teniendo una niña de por medio. Claro que yo no tengo ni la más ínfima intención de solicitar la custodia, ni ella de revelar que le fui infiel. Preferiría ir al infierno antes de reconocer públicamente que ella no fue suficiente para alguien, yo en este caso.
»Por otro lado, mi hermano mayor me tiene sulfurado. Se alegró como un infante de mi divorcio y no dejó de repetir expresiones a cada cual más indeseables como "te lo dije" o "ya era hora, ¡vámonos a celebrarlo!". Se bebió, literalmente, dos botellas de champán.
»Súmale a todo ello el hecho de que usted, señorito, no ha contestado ni una sola de mis llamadas durante todo el mes e inclusive se ha dado el privilegio de bloquear mi número. ¿Planeas a conciencia mi separación para, posteriormente, desentenderse? He venido aquí, entre otras cosas, para exigirle que cargue con parte de su responsabilidad. Estoy confundido por su actitud y parcialmente sobrepasado por la situación, de ahí viene mi actitud, lamentablemente pierdo los nervios muy fácilmente. Le ruego disculpas y, una vez más, que atienda a mis exigencias.
Janik aún no alcanza a entender el evidente problema que había expuesto su invitado y menos aún en qué se veía él implicado en ese argumento aborrecible. De haberlo hecho hubiese achacado toda la culpa a no haber prestado la suficiente atención, pero por una vez en su vida se forzó a escuchar y analizar un problema ajeno con una minuciosidad similar a la que empleaba al clasificar y ordenar sus pastelitos por tamaño, forma y sabor.
Sabía bien que las magdalenas de chocolate iban siempre después de las gominolas de osito, mientras que los caramelos se dejaban para lo último junto a los chicles; eran puras nimiedades las que le enfrascaban en una dura tarea de reflexión mientras que las relaciones interpersonales quedaban en un plano aparte, infranqueable para un ser apático como lo era él. En ocasiones se frustraba por ello, otras simplemente lo asimilaba y buscaba algo mejor que hacer.
¿Trataría él de visualizar más allá de sí mismo, de su mundo egoísta, por Mario? La respuesta no tardó en llegar, clara como el agua de un manantial: no.
—Yo no tengo nada que ver con todo eso —admitió, indolente—. No es de mi incumbencia.
—No diga eso, de no serlo no me habría recibido en su casa.
—Lo siento —murmuró, siendo consciente de lo poco habitual que era esa expresión en su vocabulario y lo poco que verdaderamente la entendía—, pero no me importas.
De todos los efectos posibles que podrían haber desembocado de esa respuesta, el más improbable fue el elegido por el destino. Mario frunció los labios mientras su mirada, hasta entonces fija en el menor, buscó por la habitación las palabras invisibles que pudiera usar para encauzar la conversación a su favor.
Por lo visto su búsqueda no fue en vano, porque sonrió levemente y redirigió su mirada a Janik, esta vez con la determinación renovada. Para la sorpresa del pelirrojo, Mario ya no parecía aquel cansado desconocido que le zarandeaba agresivamente contra la pared, sino el mismo que le había invitado a desayunar en Navidad y el que le había robado su primer beso.
—Salga conmigo —propuso Mario, de repente.
—Me niego —respondió sin apenas pensarlo, retrocediendo instintivamente al percatarse de la distancia que les separaba había sido reducida considerablemente—. Ahí está la puerta, sal tú solo.
La distancia se acortó unos centímetros más.
—No se haga de rogar, señorito, podrá tener todo cuanto desee. No piense sólo a corto plazo, imagine cuánta comida podrá obtener como beneficio. Y, a cambio, sólo será besado y mimado unos días al mes.
—¿Me estás comprando?
—Sí, se podría decir que sí —respondió con sencillez, encogiéndose de hombros para restarle importancia a la magnitud de sus palabras.
En un lugar indeterminado de la barrera del no entendimiento se abrió una pequeña brecha, siendo la tenue luz del otro lado la que le permitió ver la situación desde una perspectiva que él si pudo comprender. Ya no se trataba de sentimientos ni de amor, sino de dinero e interés.
Bajo esa capa de superficialidad se escondían pequeños matices sentimentales, como la inédita comodidad de la compañía de Mario o el hormigueo que a veces le recorría la barriga cuando su presencia corrompía su espacio personal. Cualquier otra persona lo hubiese identificado, ¡es amor! A diferencia del resto, él enterraba esas sensaciones en lo más profundo de su subconsciente con la esperanza de que el tiempo las borrase eventualmente.
—Vale —se limitó a decir, creyendo haberlo entendido.
Inmediatamente después de su respuesta, los brazos de su pareja —odió, odiaba y odiaría esa realidad— le rodearon afectuosos. Se limitó a suspirar y seguir mordisqueando una generosa porción de chocolate blanco.
—Podría acostumbrarme a esto —comentó distraídamente—, en un par de siglos, tal vez.
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¡Uah! ¡Lo siento por el retraso y por el cambio de horario! Estas dos semanas he estado a rebosar de exámenes y quería actualizar el domingo, pero no creo que pueda hacerlo.
No sé qué decir, la verdad. Quiero decir... Ha sido largo e intenso, al menos así lo he sentido yo. Dar un final a este proyecto puede parecer algo de lo más trivial, pero para alguien tan poco constante como yo es todo un logro haber tenido la dedicación suficiente como para terminar lo que empecé. Es reconfortante.
Quiero agradecer especialmente a mi kohai por las portadas y el tiempo que dedica a conversar conmigo de mis fanfics, no sé ni cómo me aguanta la maldita. También a todos los que han leído desde principio hasta el final, los que han votado cual buenas estrellitas —no tengo ni la más remota idea de lo que eso significa— y, cómo no, a los que comentan, ya que eso me anima muchísimo.
Hasta aquí hemos llegado, probablemente no sacaré un nuevo fanfic hasta dentro de unas semanitas, pero volveré. Como curiosidad diré que la apariencia de John está basada en Kenneth Branagh, aunque muchas de sus expresiones son típicas de Janik xD
¡Hasta el próximo fanfic! :D
PD: Esta historia tendrá una posible continuación. Tan tan taaan~
PD2: Editaré el fic en unos días, para corregir faltas ortografías y todo eso. Lo comento por si alguien lo quiere releer, qué sé yo, y para futuros lectores.
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