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CAPITULO XXVI

—Eres una inútil,  fuiste un error, no eres ni la sombra de lo que es tu hermano, rebelde y buena para nada— oía decir en su mente a su madre.
Parecía que su mundo hubiera acabado al oír a su vecino llamarla asesina. Asesina. ¿Ella había matado a su familia?  ¿Pero por qué estaba libre? ¿Cómo los había matado? ¿Que había hecho? No podía más con aquella carga. Le desesperaba el hecho de saber que hizo algo tan macabro y no poder recordarlo. Sus lágrimas se volvieron incontenibles. Sus piernas se paralizaban poco a poco y ni siquiera sabía dónde estaba. ¿Qué haría? Sola, sin nadie en quien apoyarse o descansar, sólo quería morir, es lo que los monstruos como ella merecen ¿no? Morir sin piedad alguna. Una asesina debía morir así. La idea giraba en su cabeza mientras deambulaba entre las calles aún desiertas de la madrugada. Debía recordar. Necesitaba recordar.
—¡Búscalos donde tú los enviaste! ¡Asesina!— Recordó lo dicho por su vecino.
Se detuvo bruscamente y comenzó a ver a su alrededor.
—¿Dónde los envié? ¡Si ni siquiera sé dónde estoy!— Gritó desesperada. —Debí haber muerto aquella vez. Debí haber saltado. ¡Ni siquiera debí nacer! ¿Por qué? ¿Por qué?—
—No debiste morir, ni debiste saltar y perteneces a este lugar, recuerda esto, no eres un monstruo, eres el producto de un monstruo mayor que te ha convertido en esto— dijo Saito abrazándola.
—¡Saito!— Susurró colapsando al instante en sus brazos.
—Mía. ¡Mía!— Dijo él tratando de despertarla sin lograr nada.
La cargó en sus brazos y la llevó hasta su coche. Como le había dicho Jonás a Eric. Su padre cuidaría de ella. No dejaría que nada malo le pasara. Tanto para Eric como para su padre ambos veían en Mía a Akira. Sentían que debían protegerla de todo incluso de ella misma. El momento se acercaba innegablemente, aquel del que tan celosamente la alejaban todo el tiempo, aquel que debía olvidar para siempre.
—¡Mía! ¿dónde vas?— dijo Eric.
—A casa, debo verla al menos una vez más, quiero entender, necesito entender cuál es el motivo de su enojo, qué fue lo tan malo que le hice, por qué no me quiere ni me acepta, ¿por qué?— decía ella caminando más rápido, evitando que lo alcanzara.
—¡Qué no entiendes! ¿Para que te sigues lastimando así? ¿Qué pretendes lograr? si en veinte años no te reconoció como hija, ¿qué te hace pensar que lo hará ahora? ¡Mía! ¡Oye! ¡Espera!— dijo tomándola de la mano.
—¡Qué sabes tú de cómo me siento! tu madre siempre te quiso y lucho por verte sano y fuerte, tu hermana te adoraba y tu padre igual, qué sabes tú entonces lo que es sentirte rechazada todo el tiempo viendo que por más que te esfuerces nunca ¡nada es suficiente!— gritó entre sollozos. —Qué sabes tú de estudiar, trabajar, limpiar y hacer todo para escuchar al menos una palabra de aliento y al final del día lo único que oyes es —Deja de escuchar esa música depresiva, si quieres matarte hazlo, no lo anuncies tanto— qué sabes tú cuando tu madre murió buscando una cura para poder verte feliz— decía llorando y golpeando el pecho de Eric.
—No sé, no lo sé ni lo puedo entender, como alguien que fue capaz de engendrarte puede ser así, pero sé que estando a mi lado eso no va a pasarte más, siempre estaré contigo, siempre te...—
—Mentira, nadie es lo suficientemente bueno como para permanecer al lado de un monstruo como yo, me voy— dijo interrumpiendo a Eric y reanudando su marcha.
Si yo finalizo la relación primero no dolerá mañana. No puedo ser feliz. Nadie va amarme. Era lo que se repetía en su mente camino a su casa. Su hermano la había llamado, su madre había empeorado de su enfermedad que afectaba al corazón y estaba muy mal, pero a su vez él sólo llamaba para avisarle ya que su madre no quería verla. —Si viene moriré más pronto— eso dijo su hermano que había dicho su madre.
—Mierda, tan poca cosa soy, un hijo es un hijo. Ah, si tan poco valgo para ella ¿por qué me trajo aquí?— pensaba Mía sin rendirse camino a su casa. —Me lo dirá, tendrá que explicarlo, ya no lo soporto, no quiero odiarlos, son mi familia, pero son los que más daño me han causado, todo este resentimiento, ese asesinato, la violación, los odio, los odio, los odio— repetía en su mente.
Cuando se dio cuenta estaba frente a la puerta del departamento de su madre. Golpeó la puerta e hizo sonar el timbre varias veces, obviamente nadie la atendería, si valía más la presencia de un fantasma que la de ella.
—Vete— dijo su hermano desde el interior. —Tu presencia empeora las cosas, vete—
—¡Quiero verla! ¡es mi mamá!— gritó ella desde afuera.
—¡Que molestia!— dijo el vecino saliendo a regañar a Mía. —¡Vete ingrata mujerzuela! ¡Que no es suficiente lo que hiciste sufrir a tu madre ya! ¡Quiero dormir! ¡Deja de gritar!—
—¿Qué demonios sabe usted si soy una mujerzuela o no? ¿Quién demonios se cree para ir tan seguro de lo que dice insultando a la gente solo porque sí?— dijo acercándose a su vecino dejándose llevar por la rabia que le causaron sus comentarios.
—Ya Mía, tranquila— dijo Eric.
—¿Qué haces aquí? te dije que me dejes, que estoy bien sola, aléjate o voy a lastimarte, ya me conoces, aléjate— le advirtió con tono serio.
En ese momento se abrió la puerta del departamento, su madre totalmente demacrada salió a ver que tanto era el alboroto que había armado Mía.
—Cállate y lárgate inútil. Si no harás nada para que mejore ni aparezcas. Es más, no quiero verte, ya tienes un nuevo hombre ¿no? Eso era lo que querías, ¡prostituta!— dijo viendo a los ojos a su hija.
—Cállate, mamá, por favor— susurraba Mía con los ojos llenos de lágrimas. —¿Por qué no me quieres, que hice para que me odies tanto?—
—Mía, vamos, por favor, ya déjalo— insistió Eric.
—No, es mi madre y tiene que amarme, si tú me trajiste ¡tienes que amarme!— gritó.
—¿Amarte? No te traje porque quise, esa noche tu padre me forzó a hacerlo, ya no quería nada que me ate a ese hombre y cuando casi tenía todo solucionado viniste tú a continuar con mi desgracia, ¿cómo se supone que ame a alguien que ni siquiera deseé?— siguió diciendo.
—Cállate mamá— susurraba ella.
—Y vete de aquí que me das asco, si ya tienes un hombre ¡al menos sácale provecho! o qué ¿acaso él saca provecho de ti? ah... ya entiendo, tu eres la prostituta y él junta el dinero ¿no?—
—Por favor mamá cállate— decía ella.
—Fue lo que siempre quisiste, ya de niña eras promiscua, ¿qué te violó? lo dudo mucho, de seguro algo hiciste que reaccionó así o no, ah, no le habías...—
—¡Cállate!— gritó saltando sobre su madre y tomándola del cuello. —¡Tú qué sabes eh! tú estabas tan preocupada por ti y por tu hijo bueno para nada que ni siquiera viste lo que me pasaba, nadie vio ni hizo nada por mí, todos siguieron su vida sin preocuparse por lo que me había pasado—
—Mía, basta, déjala Mía— decía Eric tratando de que suelte a su madre. —¡Está quedando sin aire, Mía, la vas a matar!— decía sin lograr que ella la soltara.
—Qué sabes cuándo te empeñaste en hablar mal de mi persona, negándome y poniéndome en evidencia como una maldita prostituta cuando aún ni siquiera tuve mi primera vez ¡quién te crees!— gritó apretando con tanta fuerza que ni se había percatado que su madre había dejado de respirar. —Te amo y siempre te amé y te cuidé sólo quería que me notaras un poco, solo un poco, ¡por qué! ma... má...— dijo soltando a su madre. —¿Mamá? ¿que hice? no! Mamá, mamá...—
—¿La mataste? ¡Asesina!— dijo su hermano saltando sobre ella.
—Ma.. má..— repetía Mía mientras su hermano la golpeaba.
—¡Déjala imbécil!— dijo Eric sacándolo de encima y comenzando a pelear con él.
Mía seguida tendida en el suelo del departamento, giró su rostro y vio a su madre muerta por sus propias manos. Mientras su hermano y Eric peleaban ella subió a la azotea de su edificio, no pensaba en nada, sólo quería saltar y terminar con todo.
—Suéltame ¡maldito!— dijo su hermano logrando separarse de Eric. —¡Ven acá maldita asesina!— gritaba enajenado subiendo tras ella.
—¡Ya déjala!— dijo Eric subiendo tras él.
Mía se hallaba al borde de la cornisa, su cabello al viento, su pálido rostro y sus ojos llorosos eran lo más triste y patético que se podría imaginar en una escena así, aunque respiraba estaba muerta, no sentía nada, y sólo lo hizo. Dio el paso hacia la nada.

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