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CAPITULO XVI

Sentados en la oscuridad, sin decir palabra alguna, sólo el humo de los cigarrillos acompañaba a aquellos dos autodenominados monstruos, solitarias almas que ni siquiera saben cómo han llegado a ese punto de la historia. La noche estaba calmada, oscura, más deprimente que cualquier noche que recordaran. La calle desierta, el frío intenso que cortaba el aire, ningún alma más que ellos sentados en la puerta del garaje del edificio. Las cosas de Mía en el mismo lugar que las había tirado su madre. Ni siquiera se había inmutado ante la escena que había tras ella.

—Ah... entonces— Dijo Eric levantándose y estirándose luego de un largo bostezo. —Hace mucho frío, es tarde y mi cama me espera—
Mía continuó sin mirarlo siquiera, muda, con la mirada fija en el suelo, Eric quedó esperando alguna respuesta de lo que había hecho, en el fondo seguía muy preocupado de lo que podría pasar a aquella chica.

—Está bien, solo prométeme que no te meterás en más problemas y cuídate ¿sí?— Dijo Eric sujetando la barbilla de Mía quedando petrificado al contemplarla.

Parecía una marioneta, sin vida, sin alma, sin sentimientos, sus ojos seguían fijos mirando a la nada, sin fuerza alguna para levantarlos y mirarlo a él. Estaba fría, sus manos congeladas y su rostro sólo marcado por las lágrimas secas por el aire frío que la rodeaba. Como pudo se soltó de Eric quien seguía estático esperando alguna reacción.

—¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más me puede pasar? Creo que ya lo he perdido todo ¿no?— Dijo mirando a Eric con una sonrisa en los labios. —¿No? A ver, ¿que no tenías todas las respuestas? Acaso no eres autosuficiente y andas tan confiado con tu saco y tu cigarrillo como dando aires de adultez y superioridad ¡Dime!— Dijo golpeando el suelo con las manos y llorando sin parar de hablar.

Eric no sabía qué hacer, en sus veinticinco años jamás había visto nada parecido, una paradoja entre el llanto y la risa, como podía hacer ambas cosas, quien era esa chica que lo había paralizado de tal manera, que podía decir ante alguien destrozado en cuerpo y alma por su propia sangre, su propia madre.

—No lo sé, no lo sé, así como no sé tu nombre, ni tu edad, ni que fue lo que te ha dejado de esta manera tan destrozada, no sé cómo ayudarte, ni cómo hacerte fuerte, no sé qué diablos decir en este momento, perdón.— Dijo Eric mientras se arrodillaba frente a Mía.

—¿Perdón?— Susurró ella levantando levemente la mirada hacia Eric. —Los monstruos no piden perdón, ni permiso, tan sólo dañan y se condenan a sí mismos a la soledad y la tristeza, tú no eres un monstruo, te lo dije hoy más temprano, que te habías equivocado, que no debías salvarme, ¿por qué lo hiciste?— Reclamaba golpeando el pecho de él. —¡Vete! ¡Déjame sola! Siempre lo estuve y siempre lo estaré es mi destino— Dijo mientras se levantaba y se perdía en el medio de la noche corriendo sin rumbo alguno. Olvidando sus cosas, como si con eso tratara de borrar todo lo que había pasado en ese día.

—Nada más puede pasarme, nada más puedo perder, sólo quiero el coraje y el valor, ¡necesito coraje y valor!— pensaba mientras iba corriendo hacia su lugar en el mundo. Aquel edificio abandonado, solitario, olvidado igual que ella.

Mientras seguía corriendo por la calle, las luces y las bocinas de los autos parecían ser el Réquiem de Mía, su despedida de todo lo que no sabía si amaba u odiaba, su soledad, su dolor, sólo quería llegar a aquel lugar y así lo hizo. Allí estaba frente a ella, un edificio abandonado, quince pisos, escalones esperando por ella y su historia, al final del camino sólo quedaba la nada, una oscura y fría condena sin final por un pecado que ella no había cometido y cuyo precio estaba pagando con creces.

—Coraje, valor, determinación— se repetía en su mente todo el tiempo mientras se acercaba al final de su camino. Sólo eso, un paso más, nada más y todo habría terminado, dolor, tristeza, soledad, todo habría concluido —No lo pienses, no recuerdes— decía mientras borraba la imagen de Alejandra y de aquel extraño que había conocido ese día.

—Mira nada más lo que encuentro aquí, no creí tener tanta suerte hoy, una bella suicida para alegrarme la noche.— Dijo una voz ronca tras ella.

—¿Quién es? ¿Qué quiere?— contestó Mía asustada alejándose de la orilla.

—Nada, jugar un rato, divertirme, si tanto quieres morir, no te molestará satisfacer un deseo antes de hacerlo— Dijo sonriendo maléficamente el vagabundo mientras la tomaba a la fuerza.

—Detente, por favor ¡no!— decía entre dientes Mía, no podía gritar ni moverse, aquel extraño sobre ella, forzándola, tocándola, ultrajándola, eso no podía ser peor. —Basta ¡por favor!— suplicaba ella mientras eso parecía excitar aún más a su victimario.

—Eso es, ¡ruega por tu vida! que acaso no querías quitártela, déjame ver eso— decía mientras rompía las ropas de Mía y la despojaba de lo poco de vida que le quedaba.

Sin fuerzas para luchar o gritar, creyendo que es su destino, sufrir y pagar por estar viva, dejó que todo eso sucediera, sintiéndose aún más sucia y asquerosa de lo que ya se sentía y creía, sentía aquel hombre tocarla, besarla, lamer sus partes, sus dedos ásperos y sucios recorriendo su cuerpo, sólo se preguntaba en que momento iba a terminar aquello.

—¡Eso es! Aprende a vivir, golpéate y hazte fuerte ¡huir es de cobardes!— dijo mientras la escupía en la cara mientras se alejaba de ella y la dejaba casi inconsciente en aquel lugar.

—Cobarde ¿yo? Cobarde tú que violas porque no te atreves a conquistar y hacer que alguien pueda amarte, cobarde tú que no buscas como luchar y salir de la miseria en que vives, cobarde tú ¡Maldita escoria!— Gritó mirando fijamente a aquel vagabundo.

—Ahora eres fuerte o ¿qué? te quedaste con ganas de más de lo que ya te di— Dijo volviéndose hacia Mía.

—Tú ¡maldito!— Dijo ella tomándolo de los brazos y sin notar la fuerza que el odio y rencor y dolor que sentía le había dado—¡Muere!— Dijo arrojándolo de la azotea abandonada.

Aún con aquella adrenalina dada por el odio que sentía hacia todo lo que existía, seguía con la idea de saltar tras el vagabundo que había arrojado segundos antes.

—¡Ah! MONSTRUO MONSTRUO— Se decía a sí misma golpeando la cabeza contra el piso. –Ah, maldita seas Mía ¡Ya salta!— Dijo poniéndose de pie y corriendo hacia la orilla.

Mía se despedía de todo cuando de pronto sintió que alguien tomaba su mano.

—Saltemos.— Dijo mirando exaltado a Mía. –Anda, vamos saltemos juntos— repitió.

—¿Qué haces? Ya déjame ¡Suéltame!— Dijo soltándose de Eric —¿No piensas dejarme en paz?—

La mirada de Mía parecía fuego, estaba convertida realmente en un monstruo, sus palabras le dolían, respirar le dolía, vivir le dolía y aquel extraño quién demonios se creía para meterse así en su vida.

—¿Qué? Quieres que te mate a ti también ¿Qué? ¿Crees que no me animo?— Dijo Mía amenazando a Eric tomándolo del cuello del largo tapado.

—Miedo tenerte a ti ¿Ya te viste?— Dijo Eric señalando el cuerpo casi desnudo y las ropas rotas de Mía. —Déjate de tonterías, anda vamos, te ayudaré a cambiarte— Dijo tendiendo la mano a Mía.

—No te necesito. Vete, déjame en paz ¡ya vete!— Dijo ella. —No te necesito, ni a ti ni a nada ni nadie, donde voy no necesitaré nada. ¡Vete! Déjame en paz yo no—

—Ya cállate.— Dijo Eric besando a Mía en los labios y abrazándola tan fuerte como si fuera la última vez que la tenía en sus brazos.

—Idiota, te dije que te alejaras, solo traigo desgracia y tristeza ¿no lo ves?— Susurró Mía escondiendo su rostro en el pecho de Eric.

—No me conoces. No sabes quién soy ni que secretos tengo. No me subestimes.— Contestó mientras besaba la frente de Mía.

—Soy una asesina. ¿No lo ves? ¡Acabo de matar a una persona!— Dijo tomando sus cabellos.

—Un vagabundo. Un violador. Una escoria que merecía pagar por lo que te hizo.— Contestó Eric tomando el rostro de Mía en sus manos y secando sus lágrimas intentó consolarla y convencerla de que lo siga. –Vamos, Antes de que alguien más aparezca y se den cuenta de lo que pasó, rápido, ¡reacciona!— Dijo mientras corría como si el mismísimo Diablo los siguiera.

Con Mía de la mano. Bajando aquellos pisos tan rápido intentando borrar cualquier rastro de lo que acababa de pasar.

Mía no sabía qué hacía, como fue que todo terminó así. Cuando fue que su día de cumpleaños se transformó en el día más trágico de su existencia.
Se metieron entre unos pasillos oscuros en la zona más baja de la ciudad. El refugio de los menos favorecidos por la sociedad. Mía se sentía en casa. Parecía el lugar perfecto para los monstruos huyendo.

—Pasa. Rápido. ¡No te quedes allí!— Dijo metiendo a Mía en su casa —Lo siento. Está desordenada.— Reía mientras acomodaba unas ropas tiradas en el sofá. —Siéntate. Te prepararé algo para beber y te traeré unas ropas—

Salió de la sala yendo hacia el dormitorio dejando nuevamente a Mía absorta en sus pensamientos. Se levantó y comenzó a recorrer y observar la habitación. El color oscuro de las paredes contrastaba con lo blanco de los cuadros que pendían de ellas. Imágenes de dragones, duendes, elfos y bosques infinitos llenos de misterio. Discos de grupos extranjeros, extraños nunca vistos por ella antes. En verdad era rara esa persona. Y a todo esto. Ni siquiera el nombre de él sabía. Y si era otro más que sólo quería violarla y maltratarla. ¿Qué haría? ¿Cómo escaparía esta vez?

—Aquí está. Ten. Es un poco de leche caliente. Me imagino que no habrás comido mucho hoy así que. Hasta que prepare algo para cenar puedes tomar eso. El sanitario está por allí. Aquí te dejo la ropa. Tómate tu tiempo y cámbiate.— Dijo abandonando la sala.

—No es malo o ¿sí? Mamá también me cuidaba y aquí estoy— se decía a sí misma en su mente.

Fue en busca del sanitario. Estaba limpio y ordenado. Para ser un chico. Se acercó a la tina y abriendo el agua caliente se metió y se sentó en una esquina. El ruido del agua cayendo y el vapor la inundaron en sus pensamientos, haciéndola recordar todo lo que había sucedido en el día.

—Casi arrollada por un automóvil, salvada por un extraño, echada de su casa por su madre, violada por un vagabundo, asesinó al vagabundo y termino en la tina de la casa de un completo extraño quien me salvó tres veces en el día— Pensaba mientras se sumergía en la espuma. —¿Qué hago ahora? ¿Cómo voy a verlo a los ojos? ¿Qué haré más adelante? ¿Y la preparatoria? ¿Y Alejandra? Ay ¡Dios!— Dijo enmudecida bajo la espuma. —¿Dios? No merezco ni siquiera pensar en él. No merezco ni vivir— Pensó saliendo de la tina.

Un golpe en la puerta la sustrajo de sus pensamientos.

—Si quieres comer algo te espero en la cocina. ¿Estás bien?— Preguntó Eric del otro lado de la puerta.

—Oh. Sí. Lo siento. No me di cuenta del tiempo—

—No hay problema. Te mereces el descanso. Ha sido un día muy tenso. Tómate el tiempo que quieras. Estaré en la cocina.— Y se alejó de la puerta.

Él es bueno. Tú lo corromperás. Como todo lo que tocas. Lo vuelves malo. Lo ensucias. Eres mala. ¡No mereces vivir!— Oía decir Mía a la figura en el espejo.

Era ella o lo que quedaba de ella en su interior. Su lado oscuro quizás

—Vete, déjame en paz, si sólo quiero vivir en paz, que es lo que sabes tú de mí. Nada de nada. Quieres ser yo pero ¡no! Soy Mía y soy lo que soy porque la vida me hizo así ¿Con qué derecho te apareces a decirme que no soy digna de vivir?— Gritó al espejo mientras caía al suelo, se tomaba las rodillas y como si así fuera a esconderse del mundo se colocó en posición fetal.

—Mía. ¿Estás bien? ¡Contéstame! ¡Mía!— Gritaba Eric del otro lado de la puerta. —Voy a entrar— Dijo abriendo la puerta de un golpe.

Asustado al verla en el suelo la tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio. La bajó en la cama y la cubrió con las sábanas. Se dedicó a observar a la pobre chica. Su rostro con gesto de tristeza y dolor. Las lágrimas secas en su mejilla, quitó los cabellos de su rostro y la acarició suavemente tratando de no despertarla y la besó en los labios apenas rozando los labios. La arropó y se alejaba lentamente cuando sintió las manos de Mía en su espalda. Deteniendo su marcha sólo la oyo decir en voz baja.

—¿Eres tú? No me dejes, tengo mucho miedo—

—No lo haré, estoy aquí.— Dijo abrazándola fuerte ybesando su frente.

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