
CAPITULO V
Atravesando uno de los pasillos, llegó hasta la biblioteca en la que había estado el día anterior, era mucho más acogedora a la luz del día, con libros que cubrían las paredes casi en su totalidad, una chimenea rodeada de sillones y una puerta cubierta por una cortina azul que apenas permitía el paso de unos destellos solares. Tras correr aquellas viejas cortinas, se encontró con una puerta que daba paso a un inmenso jardín, con flores y grandes árboles. Sin más que pensar, abrió la puerta y se aventuró a descubrir el exterior de la casa.
Un sendero de cerezos florecidos adornaban el paisaje, una vereda de piedras parecía llamarle a seguirla, haciendo que se adentrara cada vez más y más en el bosque, ya casi fuera del territorio de la mansión García. La intrépida aventurera siguió camino, curiosa por una melodía, que no podía distinguir si era un sonido que recordaba en ese momento o era una melodía real siendo ejecutada en ese momento. Era una melodía triste, como el lamento de una madre sin su hijo, o un niño extraviado en la oscura noche.
Atraída cada vez más por aquella poderosa música, sin darse cuenta se hallaba extraviada en el bosque.
El dulce sonido del violín la llamaba, y como hipnotizada avanzaba entre los árboles.
—¿Quién eres?— preguntó al ver una silueta perderse entre los árboles.
—No te vayas, ¡Espera!— dijo siguiéndolo.
—¿Qué quieres extraña? ¿Qué quieres de mí? ¡Déjanos en paz!— dijo una voz dulce y tenebrosa al mismo tiempo.
—No quiero hacerte daño, no soy una amenaza, ven sólo quiero alguien con quien hablar, anda ven— insistió Amaya.
—¡Qué no entiendes que te quiero fuera de aquí! ¡VETE!— gritó aquella voz, al tiempo que Amaya sintió un fuerte viento que la hizo temblar hasta caer sin fuerzas al suelo.
—¿Qué fue eso?— se dijo a sí misma asustada.
Sintiendo cada vez más temor, y dándose cuenta que estaba perdida, nerviosa y comenzó a correr como si alguien la persiguiera.
—¡VETE! ¡LARGATE! ¡DEJANOS EN PAZ O LA PASARAS MAL, TE LO ASEGURO MUJER, NO ERES BIENVENIDA AQUÍ, ¡YA VETE!—
—¿Qué es esto?—
Se preguntó corriendo mirando hacia los lados para tratar de divisar quien hablaba, no lo podía entender, si era realidad o su imaginación y los nervios le estarían jugando una mala pasada.
Una pisada en falso hizo caer la aterrorizada fugitiva, dejándola vulnerable y sin fuerzas. Se sentía sola, Samael no estaba, Rafael ni siquiera sabía que había salido de la casa, no había modo que la hallara, que haría, tenía que pensar, pero el miedo le impedía hilar un pensamiento que la llevara a una solución.
Luego de encontrar a duras penas las fuerzas para levantarse y volver a caminar un fuerte tirón de su brazo la hizo gritar e intentar soltarse de aquello que la sostenía.
—¡Ya basta por favor!— gritó con fuerza.
Aquel raro sentimiento de saberse a salvo se mezclaba con el miedo que sentía, fue entonces que al levantar la mirada encontró a Samael, solo que había algo en él que antes no había notado, sus ojos no eran los mismos, se había vuelto loca o habían cambiado de color, se preguntó.
—¿Samael?— inquirió.
Lentamente se apartó de ella y clavó aquellos fríos ojos en los de Amaya y sin quererlo se estremeció por completo, la frialdad que despedían era demasiada, su abrazo a pesar de la fuerza que tenía no era cálido para nada.
Samael siguió viéndola y sin mediar palabra simplemente la tomó de la mano casi obligándola a caminar junto a él.
—Estaba tan asustada, sin saber me adentré en el bosque y me perdí— comenzó a contar Amaya ante el silencio extremo de Samael.
En su mente ella trataba de encontrar el punto en el que tanto había cambiado Samael, no entendía que pudo pasar para que se volviera aquel témpano de hielo que la llevaba de la mano con prisa.
—Oí una voz— dijo agitada por las prisas.
—Decía que me largara, que me vaya, hasta amenazó con que la iba a pasar mal si me quedaba— seguía diciendo casi sin aire.
Contaba ella esperando alguna reacción o palabra de Samael pero el silencio reinaba y lograba hacerla temer por su vida. Al llegar al claro él frenó la caminata tempestivamente y de un momento a otro se desapareció de su lado.
Sola nuevamente Amaya y con mucho más miedo y confusión que antes comenzó a caminar por la vereda hasta divisar a lo lejos la mansión García y saberse de cierto modo a salvo. El ruido de unas pisadas tras ella la hizo apurar el paso pero el miedo le impedía girar a ver quién se aproximaba.
—No sabía si entenderías o creerías lo que mi hermano te había dicho, por eso estoy aquí— dijo una voz familiar para Amaya.
Sin dudarlo detuvo sus pasos casi al tiempo que su corazón al oírlo, solamente Samael podía lograr que su cuerpo reaccionara de aquella manera pero lo que no esperaba era ver una figura casi idéntica a él pero ella sabía bien que no era su ángel, no, era Gabriel quien estaba a su lado. Horrorizada por la imagen frente a ella, Samael con la mirada completamente ida y lo que había dicho aquel hombre hizo que intentara levantarse pero le fue imposible, algo la amarraba al suelo sin darle espacio a movimiento alguno.
—¿Por qué haces esto? ¿Qué te he hecho?— cuestionó Amaya.
—Siempre me quitó lo que quería desde mis fuerzas, mi salud, hasta la atención de los que amaba, todo, hasta mi vida me fue arrebatada creyendo era la suya, ¿Por qué preguntas? ¿Qué es lo que has hecho tú?— dijo la aparición frente a ella.
—Él nunca te quitó nada, al contrario, tus padres estaban al pendiente de ti, que más esperabas, ¿Que más querías?—
—El mejor alumno, Samael García, el mejor hijo, el mejor atleta, siempre primero en todo, Samael García, siempre él— reprochaba Gabriel.
—Tu hermano te amaba, aún hasta hoy lo hace, ¿Por qué no lo dejas también seguir adelante y ser feliz?— replicaba ella entre sollozos.
—Ya te lo he dicho, me cobraré en muerte lo que no pude en vida, es una deuda la que tiene conmigo, me debe su vida, su felicidad, todo, incluso su amor, y aquella persona que él ama— sentenció Gabriel.
—Amaya, Amaya, escúchame— la lejana voz de Samael la llamaba.
Ella aun no era capaz de responder pero en su confusa mente rogaba que realmente aquella voz trajera a su dueño y la salvara de esa pesadilla.
—La próxima vez que nos veamos ya no seré tan condescendiente contigo Señorita Amaya— añadió irónico y burlón— Por lo que por tu bien vuelvo a repetir, aléjate de él si no quieres continuar con tu sufrimiento y perpetuar el del mismo Samael, recuerda esto— dijo desapareciendo Gabriel.
—Amaya, despierta, soy yo, Samael, despierta por favor!— llamaba asustado el joven.
Aún sin reaccionar, la toma en brazos llevándola a la mansión, preocupado por lo que podía haberle pasado a la pequeña mujer que llevaba en brazos, débil, pálida y sin fuerzas.
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