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capítulo | 11

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naranjito | franca

JOAQUÍN LLEGÓ A SU casa riendo a carcajadas. No contó exactamente todo cuanto sucedió. Sólo dijo que la familia de Naranjito por poco se vuelve loca de alegría.

—¿Nos vamos, señores?

—Sí, Joaquín, enseguida —dijo Diego. Los tres amigos comenzaron a caminar en dirección a la casa de doña Regla. Después que caminaron un poco, un campesino que venía detrás de ellos, montado en un caballo negro con la cara manchada de blanco y llevando otro amarrado con una soga, el que llevaba en el lomo una enjalma vacía, les preguntó:

—Con el permiso de ustedes, caballeros, ¿ha pasado algo malo en el pueblo? Todas las casas están cerradas; y las calles sin gente, como si por ella hayan arrastrao muertos.

—Hubo una alarma falsa y casi sin motivo. Eso es todo —e dijo Diego por salir pronto del tiempo que podría hacerles perder el curioso preguntón.

—Y además por la epidemia —dijo Pepe.

—¿Epidemia? —preguntó el campesino— ¿es acaso de viruela brava?

—Peor que viruela, amigo. —dijo Pepe— La que hay ahora es epidemia de cólera.

—Hágame el favor, caballero —dijo el jinete— ¿Esa enfermedad es la de la cagalera hasta morirse?

—¡La misma!

—¡Sola vaya! —exclamó el asustado e impaciente hombre— ¡Arranca, arranca ya, Careto!

Pero el viejo caballo, Careto, en vez de salir corriendo al galope, se fue con una marchita lenta.

Los tres amigos siguieron caminando.

—Aquella —dijo Diego, señalando una casa— es la de Regla.

La casa era un caidizo de tabla y tejas de barro, cuyo techo iba bajando hasta la cocina o el corredorcito del patio y, por eso le decían a este tipo de casa: caidizo. Doña Regla había arrastrado un balancito costurero en la sala y había colocado cerca a la puerta de la calle con la intención de aprovechar la poca claridad que quedaba ya en la tarde. Casi moribunda y con aguja en mano, ensartada con hilo blanco, remendar una chambra y dos camisones viejos.

Los tres amigos se detuvieron silenciosos ante la puerta.

—Buena tardes —saludó Diego.

La viejita dio un salto en el asiento.

—¡Caramba, que susto me han dado!

—Sentimos mucho haberla asustado, señora.

—Ustedes comprenderán que con todas las cosas malas que han pasado en este fatal día de hoy tendremos que tener de punta los nervios.

—Sí, comprendemos eso —dijo Diego y ella, mirando a los tres preguntó:

—¿Querían algo?

—Sí, señora, queremos hablar con Franca.

—¿Con mi hija? Va a ser difícil. Ella, la pobre, esta derrumbada en un taburete que hay en el corredorcito del patio. La infeliz no es más sollozos, lágrimas y moco. Está tan nerviosa que, si se cae una cuchara, da un brinco sentada y pregunta: "¿Qué fue eso, mamá?" Si pongo un vaso en la mesa: "Mamá ¿qué ruido fue ese?" La pobrecita está a punto de volverse loca. Pero bueno, señores, vamos a ver qué se puede hacer. Miren el piso de la casa, es de tabla, tendrán que caminar en puntillas para que no suene con los taconeos. Otra cosa, los cuatro callados hasta que hable primero yo.

Prendió su aguja en la chambra, puso la ropa en el balancito y dijo:

—¡Vamos! Pasito a pasito y callados.

Cuando estuvieron a cuatro pasos de distancia la vieron sentada e inclinada hacia el suelo secándose las lágrimas y sonándose la nariz con el falso de su vestido.

—Franca, hija, tenemos visita.

Entonces se enderezó sentada en el taburete y enfrentó su cara a su madre y a los tres visitantes. Tenía hinchados y enrojecidos la boca, la nariz y lo ojos. Su cara empapada por las lágrimas, y amarillenta, desencajada y triste, le daban el aspecto de persona convaleciente o enferma.

—Si ustedes han venido —dijo— a proponerle a mi madre que les venda esta casa, les diré que no se vende ¿Verdad, mamá?

—Es verdad, hijita querida ¡no la venderemos, en ella viviremos tú y to toda la vida!

—Bueno, señores, ya lo saben —dijo Franca.

—Nosotros, estimada amiga Franca, no hemos venido a eso —dijo Diego.

—¡Ah! ¿No? y entonces ¿a qué?

—A traerte una buena, muy buena noticia, Franca.

—Para mí, don Diego, después de todo lo que ha sucedido hoy, no puede haber ninguna noticia buena.

—Pues si la hay. Nosotros tres hemos hablado con Naranjito —dijo Diego. Pepe y Joaquín miraban y callaban.

—¿Cuándo hablaron con él? ¿ayer? ¿anteayer? O ¿hace días?

—No, Franca, nosotros hemos hablado con Naranjito hace un momento, ahorita mismo.

Franca, de salto se paró del taburete y se puso detrás de doña Regla y, poniendo su cara junto a la de la madre, le dijo, bajito, bien bajito:

—Mamá, dígales que se vayan ¡que se vayan, mamá!

—Espera un momento, hija. Díganme, señores, si se puede saber ¿qué hablaron con él?

—Empezaré por decirle que Naranjito no murió. Está tan vivo como ustedes y nosotros. Parece que tuvo un ataque y que creyeron que había muerto, lo llevaban a enterrar, pero cuando llegaron con él en la caja a la calle de Camposanto sintieron que se movía y pusieron el ataúd en el suelo. En cuanto le quitaron la tapa el salió del macabro cajón y se fue caminando a su casa. Él nos contó que cuando Franca lo vio huyo horrorizada creyendo que él era una visión, un fantasma. Naranjito nos dijo: "Díganle a mi adorada Franca que aquí tiene su hogar y a su marido. Que se deje de boberías y que venga."

—¡Nunca, jamás, nunca más! —chilló ella— Les agradezco a ustedes que hayan venido y consolarme y a tranquilizarme. Pero la verdad, la verdad verdadera yo la sé muy bien. Naranjito no regresó de su trabajo como siempre por la tarde, sino que se me apareció a la una del día y to le dije: "Naranjito y eso ¿Cómo vienes ahora? ¿te dejaron fuera del trabajo?"

—No, Franca, es algo peor —me dijo— Parece, chica, que tengo el cólera, porque he corrido hoy por la manan siete veces al escusado. El Jefe de mi trabajo me dijo: "Naranjito, si lo que tú tienes es el cólera mejor ve a morirte a tu casa. Porque si te mueres aquí, nadie va a entrar nunca más a esta Tenería." "No te asustes —le dije— yo sé hacer un cocimiento con hojas de Reina Luisa, yerba buena y yerba santa y zumo de limón, que cura cualquier descomposición de la barriga. Enseguida te voy a hacer el cocimiento. Acuéstate y estate tranquilito." Cuando se lo hice y se lo llevé ¡ya estaba muerto! ¡Ay Dios, Dios mío! Empecé a llorar y gritar como loca y enseguida fueron para mi casa Ana, tu mujer, Joaquín y tú mismo también. Después llego el médico, lo reconoció y dijo:

—Su esposo ha muerto del cólera y hay que enterarlo dentro de tres horas. Lo metieron en una caja, se lo llevaron para el cementerio y allá enterrado. ¡Lo que yo vie fue su espíritu! Ustedes comprenderán, señores, que yo no puedo acostarme con un muerto ni vivir en la misma casa con un fantasma.

—Pero mira, Franca, nosotros...

—Nada de mira Franca, don Diego. Naranjito está muerto y enterrado. ¿Volver yo para mi casa? ¡Nunca, nunca, jamás!

Los tres amigos se miraron mutuamente, también miraron a doña Regla y Diego dijo:

—Usted es la madre, sería conveniente que fuese a convencerse personalmente de cuanto le hemos dicho para tranquilidad de Franca y de Naranjito. Eso, doña Regla sería la felicidad, no solamente de ellos dos, sino también de la familia de todos sus amigos, que somos bastante.

—Comprendo, don Diego, pero hay que comprender también que, en el estado nervioso en que se encuentra mi pobre hija, no es prudente, ni atrevo, a dejarla sola ni un minuto; la pobrecita está a punto de perder el juicio. Más adelante, cuando pase algún tiempo, veremos que se puede hacer. Hágame el favor, don Diego que no se le ocurra a Naranjito venir acá ¡eso sería terrible para ella!

Los tres amigos salieron de la casa decepcionados y tristes por la negatividad de Franca. Su, "!Nunca, nunca más!" les parecía que era como un "¡No!" rotundo. Después de caminar un poco, Diego señalando con el índice diestro una casa vieja, de madera y tejas ancha y debajo puntal, dijo:

—Allí, en esa herraría, tengo otro amigo.

—¿Quién? ¿es Liberio? —preguntó Joaquín.

—Sí, el mismo.

—Entonces ese negro viejo y ex-esclavo debe de ser gran cosa cuando usted, Diego, lo conceptúa como amigo.

—A Liberio hay que conocerlo, amigos míos, para estimarlo como se merece. ¡Que corazón tan noble y que inteligencia tan lucida y bien intencionada la de Liberio!

• • •

La caja de muerto que abandonó Naranjito en el cruce de las calles de Camposanto y de la de La Palma Real, estuvo tirada allí en el suelo hasta mucho más de nueve de la noche con el consiguiente asombro, susto, miedo o espanto de cuantas personas tuvieron que pasarles cerca al macaron cajón. Los gritos, exclamaciones de terror y las carreras precipitadas de algunos miedosos, ya tenían más que bravos a los cercanos vecinos del espantable espectáculo que producía el ataúd dejado allí. Puestos de acuerdo unos cuantos de ellos, mandaron recado escrito a don Eustaquio, el dueño y administrador de la funeraria La Siempre Viva para que retirase de allí y enseguida lo que alarmaba con escandalo a la gente, con la rotunda advertencia de que si no se llevaban pronto el ataúd, ellos mismos lo quemarían en ese lugar.

Como a las nueve y media de la noche llego a buscarlo al lugar del susto el "Carretón de Mal Agüero," con su viejo conductor sentado en una barra del vehículo. Dentro del carretón puso la tapa y después aquello largo, gris y feo, motivo de tanta bulla alarmante. El carretonero, sentado otra vez en la barra del carro se puso a pensar seriamente en lo que faltaba por hacer. ‹‹Eso de ir ahora y entrar en la casa de Naranjito tiene cosa. Si fuese por mi voluntad ni por un par de botas nuevas para botar mis alpargatas, lo haría. A saber, si el fantasma del muerto anda o no anda desandando por ahí y apareciéndose a la gente. Pero ¡bueno! el trabajo es el trabajo y ¡qué remedio queda! Tengo que llevarme de esa espantable casa los candelabros y lo demás. ¡Jesús, María y José! ¡Encomiándome también a Santiago Apóstol, Patrón de mi pueblo allá en España!››.

Lo que no sabía el pobre viejo carretonero y miedoso es que toda la familia de Naranjito acompañada por amigas y amigos, se fueron para su casa escandalizando con risas y carcajadas y con comentarios chistosos por la falsa muerte de Pepito. Así fueron todos con su estruendosa alegría por las calles, provocando la indignada censura de muchos que los vieron y oyeron.

Una mujer asomada a la ventana de su casa dijo:

—¡Vivir para ver y ver para creer! ¿Quién me habría dicho a mí que la familia de doña Eduviges, con la fama que tiene de ser decente y de buenos sentimientos, se pondría a celebrar con una fiesta escandalosa la muerte de Naranjito? ¡Tan bueno como era el infeliz!

Un hombre parado en la acera de su casa, exclamó:

—¡Pero bueno! ¡Pero cómo! ¡No! ¡Increíble, pero cierto! La familia de Naranjito se alegra de su muerte y hace fiesta.

Una mujer parada junto a él dijo:

—Observe usted la manera de caminar de Aurora y de las otras mujeres; hasta la de Fidelina con la barriga crecida ya que tiene. Van moviéndose indecentemente y caminando con paso de conga o de rumba. ¡Y crea usted en sentimientos de familia!

Diego, Joaquín y Pepe, hicieron un aparte con Naranjito en el patio de la casa de éste y le contaron todo lo hablado entre ellos y Franca y la negatividad suya a volver para la casa.

—Comprendo —dijo Naranjito— Ella siempre, desde pequeña, ha tenido terror a que se le aparezca el espíritu de un muerto. Pienso, Diego, que eso será cosa del tiempo para que mi querida Franca cambie la manera de pensar y vuelva para acá.

—Otra cosa, Naranjito —dijo Diego— doña Regla te ruega que no vayas a ir a su casa, porque tal vez si eso sería fatal para su hija.

La casa de Naranjito estaba llena de gente, de alegría, de bulla y de velas encendidas. El carretonero siguió con su carro, pensativo y preocupado, pero al enfrentarse a la casa de Naranjito y ver en ella luz y varias personas, su alegría lo hizo sonreír. ‹‹Vaya, vaya, parece que la cosa no va a ser tan peliaguda›› pensó.

—¡Oiga, joven! —dijo desde el carretón al que estaba parado ante la puerta— ¿Hay ahí alguien responsable a quien pueda yo hablarle?

—Si señor ¡cómo no! Hable usted conmigo mismo —le dijo Andrés, el hermano de Naranjito.

—El caso es, mi señor, que yo soy de La Siempre Viva y he venido para llevarme los candelabros y lo demás ¿sabe?

—Está bien. Venga, pero dé unos pasos a la derecha de usted y suba por los escaloncitos que hay allí, mire, delante de la tercera puerta; a su edad, señor, usted no podrá subir por aquí —le dijo Andrés.

Cuando el gallego estuvo ante Andrés, boina en mano y muy cortes, le dijo:

—Muy buenas noches tenga usted, señor, y perdone lo tardío del saludo.

—Eso no tiene importancia. ¡Buenas noches! En el primer aposento —le dijo Andrés, con una sonrisa amable— está lo que usted ha venido a buscar.

El viejo se rascó la cabeza con la mano de la boina y con la otra y dijo:

—Mejor acompáñeme usted. Bueno, digo, si no tienes inconveniente ¿eh?

—Ninguna, vamos lo acompañaré.

Lo primero que hizo el empleado funerario fue quitarle los cirios apagados a los candelabros y amarrarlos con una tira sucia de trapo viejo y, con las velas en la mano, se puso dos de los pesados candelabros apretados debajo de cada brazo. Después le dijo al atento Andrés:

—Enseguida volveré para llevarme eso.

—Déjeme —dijo Andrés— yo lo ayudaré. Cargo con los dos banquitos, los puso en el carretón y esperó al pobre viejo que casi no podía con los pesados candelabros, se acercó a él y quitándole dos, le dijo:

—Déjame ayudarle.

—¡Muchas gracias, joven! Los años son una impedimenta y una calamidad.

Después se fue con el carretón e iba pensando en voz alta: A mí y a este carro siempre nos gritan: ¡Sola vaya, sola vaya! Que caray. Ahora me toca a mí —y grito con toda su fuerza: "¡Sola vaya Naranjito! ¡Sola vaya Naranjito!"

Muchísimas gracias por tomar parte en esta historia. Si les gusto, por favor, voten por cada capítulo y escriban comentarios—los leo todos y trato de responderlos—se que a mi bisabuelo le encantaría oír sus opiniones.

La segunda parte de esta historia se va a publicar en el verano del 2018. Para estar notificada/o en cuando publique esta nueva historia, síganme o pongan esta historia en su libraría. La historia se va a llamar:

Diego y Liberio.

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