capítulo | 07
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naranjito | franca
DESDE HACÍA AÑOS CUANDO en Manzanillo se enfermaba alguien pobre o rico, y estaba a punto de morir, el cura párroco organizaba la Santa Majestad, compuesta por el sacerdote, quien iba debajo de un palio sostenido por cuatro parales de madera que llevaban agarrados por cuatro hombres con el rostro adaptado al serio ceremonial. Junto al cura iba el monaguillo con una campanillita en la mano diestra y que sacudía haciéndola sonar. Siguiéndolos a ellos, mujeres y muchachas, hombres viejos y hombres jóvenes y todos y cada uno con una vela encendida en una mano, aunque aún no hubiera oscurecido.
Por todas las calles por donde pasaba la Santa Majestad, la gente que no iba en ella se arrodillaban, si eran mujeres, muchachas o niños; y los hombres descubrían su cabeza quitándose el sombrero. Pero también, después que pasaba la piadosa comitiva, de casi todas las casa tiraban para la calle agua de jarras, vasos, jarros o jigüeras dando el grito tradicional de: "!Sola vaya!" Porque la Santa Majestad iba a oficiar aplicando los santos óleos y a confesar al moribundo para darle la absolución de sus pecados y que pudiese ir derechito hasta la gloria celestial.
La muchachada, por no haber en el pueblo más diversión que las retratas, las fiestas de Navidad y Año Nuevo, los velorios y los entierros y las fiestas religiosas carnavalescas de una semana de duración que comenzaba el día del Patrón o la marcha lenta de la Santa Majestad y a todo entierro de algún don Fulano o de alguna doña Mengana o Menganita, en el que interviniera la lujosa Pompa Fúnebre, las gentes importantes del pueblo y la Banda de Música Militar ejecutando la inmortal marcha fúnebre de Chapín con sus frases musicales que suenan como gemidos, lamentos y sollozos.
Veamos ahora, uno de esos lujosos entierros de algún importante personaje. La carroza fúnebre, un carro negro de cuatro ruedas, con los lados cubiertos de transparente cristal, para que la gente pudiese valorar el costoso precio del ataúd. Sobre el techo rectangular, uno en cada esquina, cuatro angelitos pintados negros, arrodillados con las manos unidas a la altura del pecho apuntando con los dedos juntos al cielo. Detrás hombres y mujeres enlutados y llorosos y, por último, la muchachada sonriente y de fiesta.
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