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Epílogo: Perseguida


Después de tres semanas, Noah logró llegar a la frontera. Tuvo que deshacerse de la primera moto en Puebla tras ser reconocida por un par de agentes en su día libre, y tras comprar un boleto en la central de autobuses, llegó a Tampico al día siguiente. Compró una moto de segunda mano, con efectivo en mano, y se dedicó a perder a sus perseguidores durante una semana.

Se detuvo en Ciudad Juárez un par de veces, pero decidió seguir de largo hacia Mexicali, después Tijuana, y al final, Ensenada. Ahí, cambió su vehículo por un arma, y bajó a La Paz, para volver después en un barco pesquero a Guaymas, Sonora. A partir de ahí, decidió no conseguirse otro medio de transporte: viajando de incógnito, vestida de chico, apenas bañándose y atravesando primero Hermosillo, luego Chihuahua, y al final, Ciudad Juárez de nuevo.

Ahora estaba a apenas un par de cuadras de uno de esos enormes puentes que conectaban Ciudad Juárez con El Paso. Y se le encogió el corazón cuando vio ahí, apostados en cada posible entrada, a un par de agentes de Alba Dorada.

"Claro", pensó Noah. "Lo lógico es que estuvieran esperando aquí y en cada posible salida por si me aparezco". No había considerado aquella opción. Aún estaba a tiempo para volver atrás y repensar su estrategia. Tenía algunos miles de pesos en el bolsillo, y otros tantos en la tarjeta, pero no se confiaba de los polleros. Si llegaban a enterarse quién era ella, cualquiera la vendería a los dorados sin pensarlo.

Dio media vuelta disimuladamente, como si su intención nunca hubiera sido acercarse a los carros que hacían fila para cruzar la frontera. Su ansia se incrementó espantosamente cuando vio, frente a ella, caminando desde el lado opuesto de la calle, a un par de hombres con chaquetas rojas. Si bien, no tenían ningún distintivo visible que los identificase como miembros de la Armada Carmesí, Noah supo enseguida que se trataba de ellos, y que no estaban ahí por casualidad.

Había sido demasiado estúpida para vigilar que nadie la siguiera esa mañana en Ciudad Juárez. Nerviosa, empezó a caminar hacia una calle paralela, rezando porque los dorados reconocieran a aquél par como carmesíes. Sin embargo, antes de poder doblar en la siguiente calle, divisó a otros dos carmesíes, con el cabello estilo mohicano, perforaciones en las orejas, y lo más importante, una navaja cada uno. Le habían puesto un cuatro y ella, tan emocionada como estaba por haber llegado a la línea de meta, ni siquiera se había dado cuenta.

Asustada, comenzó a avanzar más deprisa, y los carmesíes a sus espaldas también. Antes de darse cuenta, estaba corriendo, y ellos también. Un dorado apostado en un puesto de vigilancia cercano se percató primero de los carmesíes, y después de a quién seguían, y sin poder creérselo, tomó el walkie-talkie que traía abrochado al cinturón y gritó: "¡Malasangres y Noah Nakamura!".

Noah corrió como si no hubiera un mañana. Algunos dorados salieron de quién sabe dónde y, cuando Noah sintió que empezaban a fallarle las piernas, una camioneta negra derrapó justo frente a ella, y la puerta de pasajeros se abrió frente a ella. Al interior, un joven de no más de veinticinco, de tez blanca y rasgos mediterráneos, lentes oscuros y traje azul celeste le habló desde el interior, extendiendo una mano hacia ella.

"No puede ser peor que quedarme aquí", pensó Noah, y dio un brinco hacia el interior del carro. Ni terminó de entrar y el conductor aceleró. El chico de traje azul tiró de ella mientras Noah cerraba la puerta de golpe. Se escucharon disparos detrás.

— ¿Quiénes son? -preguntó ella, sacando su arma del interior de su sudadera-.

— Yo bajaría eso si fuera tú -le sugirió un robusto hombre moreno, con lentes oscuros y una pistola con silenciador en la mano, asomándose desde el asiento del copiloto.

— No hay necesidad de ponernos violentos -aseguró el chico del traje azul-. Nakamura, ¿no? Mi nombre es Ángel Moon.

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