4. La Voz
Noah subió a un jeep junto a Arze, y en la parte de adelante, dos de sus hombres se encargaron de manejar. Sobre ellos, un quinto miembro iba manejando una ametralladora, aunque ni siquiera tenía las manos en los gatillos. Salieron de la base y diez minutos después, a una velocidad bastante baja, llegaron a su destino: había una especie de anfiteatro por ahí, y mucha gente se encontraba ya reunida, muchos de ellos campesinos, casi todos con camionetas o animales de carga cerca de ellos.
La muchedumbre empezó a tomar asiento, dejando a sus burros, caballos y camionetas en la parte de afuera del recinto al aire libre. Ahí, en medio del escenario, había un pequeño estrado, y varios hombres carmesíes, que ya estaban de pie ahí desde antes que Arze llegase, guardaban el recinto, con sus manos sobre armas largas, en posición de descanso, pero alertas.
Noah caminó junto a Arze, dudando de si debería tomar asiento en las gradas, o seguir al lado suyo. Al final, optó por no alejarse de él. Arze tomó asiento en el estrado, y mandó traer un banquito para que Noah pudiese sentarse a su lado.
— Tenemos que mandarte a arreglar ese cabello -sugirió Arze-. Hoy no hubo tiempo, pero debes lucir mejor si vas a salir en público, y tendrás que hacerlo.
Noah no dijo nada. Poco a poco, los espacios restantes en las gradas terminaron de llenarse, y entonces avanzaron un par de carmesíes con un hombre sujeto de ambos brazos. Lo arrojaron a los pies de Arze, y una señora salió de entre el gentío para señalarlo con el dedo.
— ¡Asesino! -gritó la mujer-. ¡Señor Voz, este hombre golpeó a mi hijo!
— ¿Lo conoce? -preguntó Arze, inclinándose hacia el frente. Vestía un elegante traje blanco, y sombrero de ala ancha, del mismo color.
Noah prestó atención a la historia de la suplicante: tenía un hijo, que actualmente estaba herido, en un hospital cercano, porque el hombre que estaba en el suelo le había atravesado una mano con un cincel como castigo por jugar con una pelota con sus amigos. La pelota había caído en su patio y el hombre, al ver que el niño cruzó a su patio, decidió atravesarle la mano y acusarlo de ratero.
Arze reflexionó un rato.
— Bueno, el daño ya está hecho, pero el niño no estaba robando nada. La pelota no era de este hombre, ¿verdad?
— Era mía -respondió un niño entre el gentío. No debía de pasar de los ocho años-. Anselmo se metió a buscar mi pelota porque me daba miedo.
Las tripas se le revolvieron a Noah. Entonces, Arze habló.
— Es normal tenerle miedo a los monstruos -consoló Arze al niño que habló-. Y eres muy valiente por decir esto. ¿Es verdad, señora?
La madre de Anselmo asintió con la cabeza.
— ¿Es verdad, señor? -le preguntó Arze al hombre, que seguía tirado en el suelo, frente al estrado-. ¿Por qué lo han golpeado? Se supone que el castigo se imparte después del juicio, no antes.
— Se resistió a acompañarnos, Voz -le informó uno de los dos carmesíes que lo trajeron a rastras-. Dijo que no iba a permitir que lo enjuiciaran por defender lo suyo.
— Creo que el balón no era suyo. Pero no importa. Se quedará el balón... pero pásenme el cincel.
El otro guardia le tendió con una mano la estaca de metal con la que aquél hombre perforó la mano de Anselmo. Entonces, entre dos, lo sujetaron, y obligaron a extender la mano mientras el hombre gritaba. Otro soldado carmesí le puso la mano sobre un bloque de cemento, y colocó el cincel sobre la mano del señor. Noah cerró los ojos mientras golpeaban con un mazo la cabeza del cincel. El hombre aulló de dolor, e intentó soltarse, pero un carmesí lo pateó un par de veces, y el hombre dejó de resistirse.
— El que sigue -ordenó Arze, mientras dos carmesíes se llevaban al hombre, con el cincel bien clavado en el bloque de cemento, atravesándole la mano.
A continuación, pasaron otros dos escoltas, esta vez postrando ante él a un hombre que aún vestía el uniforme de un policía. Uno de los escoltas fue quien habló esta vez:
— Extorsionando en la carretera. Quiso detener a una camioneta de un comerciante y pedirle mil pesos para no detenerlo.
— No hay nada más que discutir, entonces. Amigo, elige, ¿tus dos pulgares, o la mano derecha completa?
El policía intentó zafarse, pero uno de los carmesíes le dio un golpe en la corva, y lo obligó a caer de rodillas frente a Arze.
— Yo no estaba pidiendo mordida, ellos me tienen envidia porque...
Entonces, un tercer carmesí sacó su móvil y puso un video en la pantalla, a todo volumen. Se escuchaba al mismo oficial pidiendo ver "cómo se arreglaban".
— ¿No eres tú?
El policía se quedó callado de repente. Noah pudo verlo sudar, nervioso.
— Bueno, por mentir, cortamos la lengua. Además, creo que has perdido el derecho a escoger tu castigo. Córtenle también ambos pulgares y después el resto de la mano derecha.
— ¡No! ¡Por favor puedo compensarlo! ¿Cuánto quiere? Tengo más de cuatrocientos, puedo... ¡por favor!
— Averiguen dónde los tiene -aceptó Arze, interrumpiendo a sus verdugos.
— Gracias señor. Vivo en la única casa verde del poblado. Se lo agradezco mucho, yo... me uniré a los carmesíes. Hoy mismo si hace falta. Yo solo...
— Claro. Falta gente que trabaje en los molinos. Sin embargo, también habría que añadir un nuevo delito -consideró Arze-. Ha intentado sobornar a un juez. Eso merece una multa adicional, ¿no cree? Creo que esos cincuenta mil bastarán.
Las pupilas del policía se encogieron al instante: acto seguido, comenzó a rogar, pero lo primero que le cortaron fue la lengua. Le golpearon el estómago y taparon la nariz para obligarlo a abrir la boca y después, le pusieron una traba en la boca para que no la cerrara. Con una especie de cortauñas enorme, le cogieron la lengua y la pusieron en medio. El corte fue limpio.
Mientras preparaban un cuchillo de carnicero para cercenarle los pulgares, Arze buscó entre el público, hasta que apuntó a un hombre que había llegado en una camioneta algo desvencijada.
— ¿Don Héctor, no?
El hombre, ya entrado en años, se quitó el sombrero al ver a Arze.
— Mande usted, Voz.
— ¿Tendrá un par de reses que acepte vendernos? Creo que la aportación de este corrupto servirá para ofrecer carnes asadas gratuitas a todo el pueblo el día de mañana. Pagaré veinte por cada una.
— ¡Señor! No podría. Es más del doble de lo que valen.
— Y la armada aún así se quedará con nueve veces más que eso. Acéptelo por favor, don Héctor.
El hombre parecía al borde de las lágrimas. Dijo que sí mientras le cercenaban la mano al policía, y acto seguido, Arze ordenó que lo llevaran a trabajos forzados en alguno de los molinos.
El tercer caso conmovió a Noah: un hombre había echado a un perrito a un cazo lleno de aceite porque se acercó a su negocio, motivado por el olor de la carne. El perrito era de unos niños del barrio, y había muerto tras ser cocinado vivo con el aceite hirviendo. Arze no se lo pensó mucho.
— ¿Recuerdan qué le hacemos a los violadores? -preguntó Arze-.
Un par de muchachas de la primera fila gritaron: "¡cortarles el miembro!". Arze asintió.
— ¿Qué deberíamos hacer con él?
Una señora gritó que ella traía consigo una enorme olla llena de comida, y que si la ayudaban a mover los tamales de envase, ella prestaba su utensilio. Un hombre carmesí se encargó de verter aceite dentro de la olla una vez que tres hombres se encargaron de vaciarla. El taquero, como los dos anteriores, empezó a rogar por su vida. Entonces, Arze dijo:
— Pero amigo, ¿usted cree que el perro no chillaba pidiendo clemencia?
El hombre prometió de todo: su dinero, su terreno, su negocio. Claro, Arze dijo que lo aceptarían de buena gana, y que dos adolescentes en edad de trabajar podrían encargarse del negocio después, pero que lo que él había hecho, era monstruoso. Cuando los carmesíes prepararon el fuego enfrente del estrado, Noah sintió cómo se le cerraba el estómago.
— ¿Has tenido mascotas alguna vez? -le preguntó Arze.
Ella asintió con la cabeza.
— Entonces comprenderás. Imagina si alguien le prendiera fuego a tu perro solo porque tenía hambre. Querrías hacerle lo mismo, ¿verdad?
Noah guardó silencio.
— Quiero ayudar -se decidió al final.
— ¿Segura? -preguntó él. Arze le hizo una seña a sus hombres para que se acercaran y supieran del pequeño cambio de planes.
Tras calentar más de dos litros de aceite, y hacerlo hervir en un fuego aparte de la enorme olla, un par de carmesíes decidieron echar dentro al hombre, y, una vez amarrado con las manos a la espalda, le dijeron a Noah que ya podía agarrar el traste con aceite.
La chica tenía en sus manos el trasto, y lo agarraba con trapos para no quemarse ella. Llegó el momento de la verdad, y el hombre la miró a los ojos, suplicándole. Consideró echarle el aceite encima a Arze, pero supo al instante que estaba rodeada de gente que sería su escudo sin dudarlo. "Lo aman", pensó ella. "Lo que me harían será diez veces peor que lo que me atreva a hacerle a él".
"Yo también tenía un perrito".
Y se precipitó hacia aquél hombre, y le vació varios litros de aceite hirviendo encima.
Gritó aún peor que los dos anteriores. Peor, Noah pudo ver en primera fila cómo la piel del sujeto empezaba a achicharrarse, cómo podía verse la epidermis, y se llenaba de ronchas y erupciones, y pronto, empezó a oler a chicharrón recién hecho.
Noah vio cómo otros dos carmesíes se acercaban a coger la olla, y la ponían sobre el fuego, y seguían arrojando el contenido de otras cazuelas dentro, todas con aceite hirviendo, y pronto el olor inundó el anfiteatro e invadió las gradas. Noah sintió hambre, e inmediatamente después, asco, pero no podía evitarlo. Sus tripas le rugían, haciéndole saber que se les antojaba algo de carne.
Finalmente, el hombre dejó de gritar, y los carmesíes se llevaron su cuerpo del anfiteatro. Sorpresivamente, aquél no fue el acto final. Un prisionero más avanzó al estrado, encadenado y con múltiples moretones.
— ¿Saben qué tienen enfrente? -preguntó Arze-. No tuve corazón para decirle a los padres que lo entregaran ileso. No después de lo que hizo. ¿Saben cuáles fueron sus crímenes?
El público guardó silencio, expectante.
— Tuvimos que verificar la veracidad de sus crímenes. Es algo tan grave que no podíamos culpar a un inocente. Este hombre se aprovechó de la confianza de su hermana y su cuñado para hacer lo que quiso con inocentes. Con sus sobrinos.
Noah quería vomitar. Observó atentamente al hombre frente al estrado: le faltaban mechones de cabello, tenía moretones en todo el cuerpo, pero más en la cara. Un labio estaba roto, y se le veían marcas de cinturón en la espalda. También lucía golpes alrededor del cuello, y posiblemente, tenía las muñecas rotas.
— ¿Qué castigo merecen los que tocan a los niños? -gritó Arze a la multitud-. ¿Qué castigo merecen los que destruyen la inocencia? -vociferó-. ¿Qué castigo merecen los que profanan con su enfermedad a su propia familia, a la sangre de su sangre? ¿Qué es apropiado para bestias como esta?
— ¡Hoguera! -gritó uno-. ¡Que sangre! -gritó alguien más-. ¡Desmiémbrenlo! ¡Que arda! ¡Rómpanlo! ¡Que sufra lo mismo! -vociferaba la multitud, y por salvajes que parecieran aquellas sugerencias, a Noah le costaba no estar de acuerdo con ellos-.
— ¡Córtensela! -chillaron algunas chicas. Noah sintió cómo el aura del público, y del propio Arze, la invadían. Antes de darse cuenta, ella también estaba gritando.
— ¡Que se la corten! ¡Machete al machote! ¡Al asador el abusador! -gritó Noah, y a su lado, Arze empezó a sonreír. El sol empezaba a caer, a lo lejos. El cielo empezó a teñirse de anaranjado. Entonces, La Voz del Progreso habló.
— Es un cáncer que no podemos dejar existir. Que su castigo sea ejemplar.
Una chica vestida con chaqueta carmesí avanzó, y con ella traía un filo muy largo y muy delgado, pero cuya punta incluso brillaba a la luz del ocaso. Ni siquiera se molestó en desvestirlo. Mientras varios carmesíes lo sujetaban, la ejecutora apuntó a la entrepierna del sujeto, y la atravesó no una, ni dos veces. Noah ni siquiera las contó. Después, otra chica en el público gritó que trajeran una estaca. Otras la secundaron. Exigían empalamiento.
— ¿Debe vivir? -preguntó Arze. Nadie habló. Entonces, Arze volvió a preguntar-. ¿Debe morir?
Un estruendo resonó alrededor del anfiteatro. Vítores. Gritos de aprobación.
— ¿Empalado?
De nuevo, gritaron, apoyándolo. Entonces. Noah decidió añadir algo más.
— ¡Que su castigo sea ejemplar!
El pederasta ni siquiera tenía fuerzas para oponerse cuando lo arrastraron hacia la estaca de madera que lo habría de atravesar, afiladísima. Gritó cuando la punta lo atravesó, y gritó de nuevo cuando enderezaron el poste, verticalmente. Lo clavaron en la tierra cerca del anfiteatro y, mientras jadeaba, todavía con vida, algunos empezaron a apedrearlo.
— Que los zopilotes limpien su carne -ordenó Arze, cuando lo supo muerto-.
Los tamales fueron repartidos y después de comer con la gente y hablar con algunos suplicantes que venían a pedirle apoyo, o empleo, Arze decidió que era hora de volver a la base. Noah lo siguió sin necesidad de que él le ordenara a nadie que la hiciera subir al jeep. Cuando tomó asiento junto a él, Arze volteó a verla.
— Veo que ahora entiendes mejor nuestra causa.
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