[27] Estar sola
Prometida.
Comienzo a odiar esa palabra aburrida que significa un montón de asuntos tontos para quienes lo oyen o pronuncian y para mí, lo único que tiene de vital, es que me casaré. Lo demás no me interesa.
Sin embargo, a Dulce, a mi madrina, a María y a mis amigos, incluso a Beth sí que les importaba lo que conlleva casarse. Unos lo ven como un paso lindo, como un peldaño al éxito que no todos necesitan, pocos lo aceptan de verdad con lo que trae consigo, el enorme bolso que llevas en un viaje aventurero de mochilero incierto, y una minoría se abastece con la idea de que el matrimonio es una pérdida de tiempo. Que es bueno tener esa opción de vivir juntos antes, para ver si funciona. Y está bien que cada quien tenga su opinión, pero no creo en ninguna de sus especiales formas de hacerme o no entrar en razón. Porque no sé lo que hago. No sé dónde ni con quién me meto. ¡Naim podría ser un ex convicto o haber estado en la cárcel para menores! ¿qué dirán mis hijos? ¿Mis hijos tendrán una vida? Bah.
Naim y yo hemos tenido, el mismo tiempo en que la gente habla, para hacernos ciertas pruebas que consideramos elementales. Quien crea que el amor puede con lo que sea, es un tanto iluso y aún no estoy en una nube, bailando en el viento, dejándome llevar para olvidar que pueden haber ocasiones en las que nos querremos arrancar la cabeza, pero si sabemos desde antes que era probable, no nos juzgaremos. O lo intentaremos.
Ya saben lo que dicen: peor es la lucha que no se hace y, si bien el compromiso con otra persona no debe ser una lucha en un ring de boxeo, quién dice que no.
Las primeras semanas de ser prometida estaban bien. Después de un mes, no puedo decir lo mismo.
Los acontecimientos continuos es lo que me ha mantenido en una pieza respecto a preparativos. Tener un trabajo que te ocupa es mi excusa y la uso con frecuencia, sobretodo en la mira de un viaje al que Beth ha insistido en que vaya, tanto, para canalizar mi frustración en él. Un viaje que parece de placer y que no tiene que ver con el disfrute.
—Llegamos.
No me moví, aunque tenía qué. Froté la punta de mi nariz. Por alguna razón, el auto tiene un hedor que pica pero no en el interior sino en la punta, con insistencia. Me miré en el espejo de mano que llevaba en el bolso. Por suerte no está roja pero sigue picando.
—Gracias —dije, no sintiéndolo.
El mediodía en el muelle privado era espectacular. Con mi cabeza sintiendo el sol y siendo abrazada por la brisa marina, entendía que bien el lujo valía por las vistas y el ambiente. Detrás del auto que me trajo venían otros, que estacionaban, bajaban sus pasajeros y se dirigían a la planicie que conducía desde el final del muelle al yate Juliana, una adquisición reciente de Humberto Rivas, el anfitrión del próximo viaje. Por la pintas me aseguro de que venir emperifollada tiene algún sentido.
Sentí el suelo de madera bajo mis zapatos de tacón. Sentí el roce entre piernas al caminar. Sentí la brisa colarse en el escote que proporcionaba el vestido blanco y la chaqueta azul clara tipo saco con hombreras. Sentí el apretar de mi bolso tipo sobre y el relamer de la sal en mis labios, tan rojos como pudo haber estado mi nariz. Y sentí una mirada, pero no como la que me dirigía quien verifica a los invitados. Esa era evaluadora y duró lo que dura una presentación informal sin ánimos de charla. Aquella mirada pretende que esté ansiosa por buscarla, pero nada me atrae menos.
Di mi nombre y fui recibida con gracia, con una frase pegajosa para quien la oye poco: ''Señorita Limale, estamos encantados de tenerla con nosotros. Por favor, siéntase como si todo, fuese suyo''. Eran personales cada palabra, según Rivas. Sonreí porque lo ideara para satisfacer ese mórbido sentir de alagar a cualquier mujer, necesario para él.
Fui conducida a un lateral para subir unas escaleras en forma de caracol bastante justa, solo podía subir una persona a la vez. En lo que toqué la cubierta me dije que Humberto tiene buen gusto en cuanto a encandilar se refiere. Pero lo que se dice buen gusto, no mucho.
La proliferación de mujeres me confundió y casi tengo arcadas. Aunque somos minoría, lo somos y algunas como esposas están aquí en calidad de invitadas, así que el que hallan mas mujeres que hombres dice mucho de sus propósitos. El área en sí se constituye por dos barras traslucidas verticales atravesadas y sus bartenders en medio, unixes, moviéndose de arriba hacia abajo bajo tiendas azules con guirnaldas colgadas en sus estructuras cruzadas, que la sujetan al suelo. En al barandal se sitúan las personas y comparten sombrillas y bebidas. La música no ensordece, lo que viene bien para conversar.
Me abaniqué el rostro y tomé asiento en el primer asiento libre en la barra izquierda.
—Buenas tardes —me saludó la bartender—. ¿Qué le sirvo?
—¿Sabe si el anfitrión hará una presentación o se mezclará?
—Es probable que lo segundo.
Era de suponerse. Pedí cualquier cosa que me refrescara la garganta y no llevara un gran índice de alcohol. Para conservar la lucidez es como agua de mayo.
Voy a mi segundo sorbo cuando hablan a mi lado.
—No creí verte en esta salsa, Limale.
—Mentirosa.
Ríe entre dientes y coloca sus manos, con una manicura francesa bonita, cerca de mi vaso.
—Tienes razón.
Me giré a su cara con mis cejas arqueadas.
—¿Me estás dando la razón, Burgeos?
—Sí. Porque la tienes: soy una mentirosa.
Mi actitud defensiva fue sustituida de forma insólita por el exotismo que produce el que Miramar hable como pocas veces la he oído, hacia mí al menos.
—Ya te he ofrecido disculpas, pero te las reitero. Tú no tienes culpa de mis propios temores, Limale.
—Tal vez sí —murmuro, porque hay muchos oídos cerca—. Pero no he creado mi reputación.
—Lo sé —sonríe y pude haber sufrido un colapso. Miramar sonriendo en inusual, en cualquier lugar.
—¿De verdad quieres que acepte tus disculpas? No te quiero ofender, pero tienes maneras extrañas de expresarte.
—Mira quién fue a hablar.
Encogí mis hombros.
—Las acepto. Yo no soy mejor que tú —establezco y veo sus cejas surgir de su estado natural—. ¿Estamos de acuerdo en eso, no? Jamás he tratado de socavarte.
—Estamos de acuerdo.
Le correspondí su sonrisa y mostré sus uñas.
—Bonitas —elogié.
—Gracias. Las tuyas son algo oscuras para mi gusto. ¿Vienes por lo que creo?
—Sí. ¿Tú?
—Hacer entrar en razón. Lo típico.
—¿Lo típico? —subí el vaso y di un trago para decir apenas moviendo los labios—. Me están observando.
—Con esa vestimenta, ¿quién sería tan idiota para perdérsela?
—¿Escanearías por mí?
Pido un segundo vaso, una copa mas bien de cóctel de arándanos con fresa. Miramar tarda, pero vuelve a sentarse a mi lado.
—Hay un hombre guapo; rubio, ojos oscuros, alto y vestido como si no hiciera el calor infernal que hace. Es discreto pero me miró al pasar frente a él y pude sentirlo. —Se queda pegada, pero incide—. No sé cómo explicarlo...
—Comprendo perfectamente. ¿Te invito?
—Es barra libre, Limale —dice en tono bromista.
—Tu finge que te invito, por favor.
Pasó una hora en la que Burgeos y yo estuvimos hablando de cómo conoció a Naim. Ellos se hicieron amigos en la preparatoria, compartiendo una clase juntos. Naim era de las personas que acumulan amigos por como los introduce en su bolsillo y Miramar fue presa de ese encanto. Vivió con él su graduación, el tiempo en que se estancó trabajando, cuando tuvo suficiente para pagar un año de universidad y así sucesivamente. Escuchándola pude ponerme en sus tacones corridos estilo romanos. Si tienes un amigo como Naim no esperas a que le hagan daño, tú lo haces primero.
—Su cara se me hace familiar.
—¿La de quién?
—La de ese hombre. —Permanecí concentrada en mi bebida, que ya va por la quinta—. Tiene una pinta de ruso que no se la quitan ni dándole escobazos.
—Es ruso —confirmo.
Miramar y sus ojos whisky recorren el camino, donde supongo está el sujeto del que soy objeto de su atención, a mí.
—¿Quién es?
Con todo mi desprecio bien sujetado, respondo:
—Dedil Ferres.
Tal vez soy yo, pero parece haber jadeado. No de emoción, mas bien de conmoción.
—¿Cómo? ¿Por qué...? Limale —asevera con desconfianza—. Va a agujerearte el cerebro.
—Que haga lo que quiera —dije sin pensar.
—Se está moviendo... Yo voy dando bandazos. Te deseo mala suerte.
Le hice un gesto de despedida. Si va a huir que lo haga rápidamente.
Me pongo derecha y cambio de bebida por una mas fuerte. La muchacha que me ha servido sonríe con expresión entretenida y señala con sus ojos a mis espaldas. Pero, oh, no es necesario.
—Que desagradable es verte acechando, Ferres.
Un viento cálido agita mi coleta y veo encima de mi hombro. Aunque zarpamos hace mas de una hora no estoy habituada al movimiento. Leve, constante, queriendo hacer que vomite. Por eso me mantengo entretenida.
—También es agradable verla, Adara —pronunció con ese acento ruso marcado que ensombrecía mi idioma natal.
Absorbí su aroma y me atraganté con la bebida, por lo que tuve que dar otro trago y permanecer impasible, determinando qué tanto tiempo me tomará deshacerme de él. Primero la suavidad de su chaqueta sobre mi brazo izquierdo y segundo lo tuve a mi lado, donde estuvo Miramar, con los codos en la barra y pidiendo un insulso ron con cola. Reí de lo absurdo.
—Te ríes.
—¿Ron con cola?
—Quise ser modesto.
—Oh, modesto —dije sardónica, elevando uno de mis hombros con zanganada—. ¿Dónde está Salomón?
—En un lugar donde tú no llegarás.
—¿Bajo tierra?
Se arriesga a reír, aun estando en inferioridad de condiciones geográficas y terrenales.
—Bajo este barco.
—Yate —corrijo.
—¿A esto le llaman un yate? —bufa, logrando que sus labios llenos temblaran—. Tengo un par que...
—Gracias por tu colaboración.
Me puse en pie y le agradecí a la chica que me atendió, oyendo a medias que Ferres me llama. Giré en mis plantas e hice el recorrido por un camino diferente al que tomé al llegar. No iba a escapar de Ferres, pero él es la última de mis preocupaciones este día y con tantas personas a las que le somos reconocibles no es fácil que me embauque, aunque en su momento Jair no lo creyó así.
Escurrí mi vista por los distintos compartimientos que componen un salón, un cuarto, un cuarto de suministros, una cocina y mientras me adentraba y preguntaba y, por encima de todo, era conducida a la persona adecuada, mas nerviosa me ponía estar en límite de condiciones favorables para una mujer a la que no tiene en quién apoyarse si pasan cosas desagradables.
Doy con una puerta, apuntada por un muchacho que dijo que ahí está Salomón, esperándome.
La toco y espero que mi palabrería sea suficiente.
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¡Sorpresa!
Nos vemos el próximo fin de semana
Liana
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