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El Globo 2

Madison, Estados Unidos. Miércoles 13 de julio de 2005.

Sexo.

La mente de ese hombre pervertido solo piensa en sexo cuando la camarera se acerca a su mesa y se acoda el uniforme para tomarle el pedido. A él no le importa cuánto dinero pueda gastar en ese bar con tal de ver esos pechos un rato más.

Ella le indica que sus ojos están veinte centímetros más arriba, pero no se tapa el escote en ningún momento. Quizá solo es una provocación deliberada o quizá le gustan las miradas de los hombres calentones. Quién sabe.

—¿Cómo te llamas? —pregunta ella por fin con un tono seductor.

—Brian —repone él, aún con los ojos clavados en las curvas de la muchacha.

—Brian —saboreó ella—, bonito nombre.

La camarera se le acerca y le coloca el dedo bajo la barbilla. Luego le desliza la mano por la mandíbula para después enrollar el cabello de él alrededor de su dedo índice. Son caricias suaves y provocativas, con algunos tirones ocasionales que, lejos de molestar a Brian, lo enloquecen.

Él concentra todo su rudimentario cerebro en ese contacto de piel contra piel, y algo despierta en su interior. Un mecanismo oxidado que él solo pone en funcionamiento de vez en cuando, aunque solo, siempre solo.

—Dime, Brianbonitonombre. ¿Qué quieres?

—Dos tragos, por favor.

—¿Dos?

La rubia hace hincapié en el número y mira al hombre a los ojos para estudiar su situación. Si ese tal Brian está comprometido, entonces más le vale alejarse para evitar conflictos con una esposa celosa. Ya ha tenido un par de enfrentamientos con mujeres embravecidas y conoce las consecuencias.

—Uno para ti y otro para mí. ¿Acaso no quieres?

—Tu cerebro de primate funciona muy bien. Pasaste de australopiteco a neandertal en medio segundo.

El tipo sonríe embobado, aunque sus escasos conocimientos sobre biología le impiden comprender el chiste. Lo único que quiere entender en ese momento es la anatomía de la rubia. Sin embargo, ella no se dejará vencer tan fácil.

—Lo siento, Brianbonitonombre, pero estoy en horas de trabajo. Tal vez después…

—Te pago doble el tiempo perdido —la interrumpe él, cada vez más hipnotizado por sus atributos.

—Me despedirán y no tendré…

—Si te quedas conmigo, no necesitarás mover un dedo nunca más en tu vida. Solo las caderas.

Él le guiña el ojo y espera una respuesta. La rubia comienza a tentarse con la oferta monetaria, pero falta mucho más para que dé ese anhelado «sí».

—¿Eres narco?

No es una pregunta sutil, pero sí necesaria. El tal Brian se echa hacia atrás en la silla y comienza a reír en voz alta. Ella se cubre el escote un momento mientras espera la respuesta.

—Mejor aún: soy joyero.

—Interesante… —murmura ella.

—Y puedo darte todas las joyas que quieras si te sientas a hablar un rato.

Su chantaje da resultados. La camarera se pone de pie y su pollerita corta se levanta, preparada para provocar a un nuevo calentón. Brian la sigue con la vista mientras se recorre los labios con la lengua.

—Entonces, ¿qué va pedir, señor?

—Dos sex on the beach, por favor.

—No es la especialidad de la casa, pero sí la mía —responde la rubia, sugerente.

Lo que ocurrió después es demasiado indecoroso como para comentarlo por aquí. Solo diré que ambos le hicieron honor al trago sobre la arena de la playa de Racine North Beach. Al resto, ya se lo imaginarán.

▂▂▂▂▂

—Tenemos que hablar.

Brian se arrepiente de haber pronunciado esas palabras, aunque cree que debe sincerarse con su hermano. El otro, un tal Oliver que está acostumbrado a navegar en las aguas de la cotidianidad, no sabe lo que le dirá, pero tiene un mal presentimiento. Abre la boca y formula la tan esperada pregunta:

—¿Qué ocurre?

—He roto el pacto.

La presión de la mano hace que el teléfono se deshaga en mil pedazos, acompañado de un enérgico chasquido. Tampoco es un mérito menor: nadie antes que Oliver ha logrado destruir un Nokia 1100 con semejante facilidad, ni siquiera esos raros que rompen los Guinness más impresentables. Ahora el cadáver del celular yace en el suelo, y a ninguno de los dos le importa.

—Carajo, Brian, carajo. ¿Se puede saber qué has hecho?

—Me acosté con una muchacha y ahora…

Brian deja el enunciado en suspenso durante unos segundos que a Oliver le parecen una eternidad. Esos segundos se llenan de hipótesis y de teorías, cada una más trágica que la anterior. Es Brian quien rompe el espiral de los malos pensamientos.

—Y ahora es mi novia.

Silencio. Oliver desliza la silla hacia atrás unos centímetros, sin nunca abandonar el salvaje contacto visual. En los ojos de Brian ve lascivia, lujuria y deseo. Y eso le asusta.

—Sabes que tienes que cortar con ella.

No es una pregunta, nunca lo fue. Es una afirmación, una afirmación categórica que pone a su hermano entre la espada y la pared.

Brian no responde. Tiene la cabeza gacha y acaricia con delicadeza el anillo dorado que corona su dedo anular. Las alarmas de Oliver estallan, pero pronto la alarma da paso a la furia y la cólera comienza a cantar.

—El pacto es muy claro con respecto a nuestras relaciones sociales —sentencia Oliver—: nada de novias, nada de sexo, nada que pueda esparcir nuestro apellido.

—Lo sé, lo sé, pero...

—«Pero» las pelotas. Juramos que seríamos los últimos nazis de la familia. ¿Olvidas por qué firmamos este pacto? Exacto, porque papá y Marine se suicidaron. Sí, se-sui-ci-da-ron. ¡¿Acaso tú también quieres volarte los sesos o cortarte las venas?! ¡¡Contéstame, mierda!!

—No, no quiero matarme, gracias por tu preocupación —repone Brian con una calma impostada que incita a la pelea.

Oliver suspira con fuerza para liberarse del estrés y golpea la mesa varias veces mientras imagina que es la cara de su hermano. Brian aprovecha para dar unos pasos atrás y avanzar hacia la puerta de la cocina. Pero su hermano frustra todos sus intentos de escapar con una nueva pregunta.

—¿Ella lo sabe?

—¿Si sabe qué cosa? —repone Brian mientras da media vuelta para mirarlo a los ojos.

—No te hagas el imbécil. Entiendes a lo que me refiero.

—¡¡Claro que no lo sabe!! —estalla Brian—. Yo solo quiero tener una vida normal. Quiero que, por una puta vez, el apellido no me detenga.

Tensión. Cada uno de los miembros de Brian se hinchan para defenderse de un posible ataque. La cocina ya cuenta con dos cadáveres —el Nokia 1100 y la mesa agujereada—, y él no quiere ser el tercero. Delante de él, su hermano ruge como Cerbero, el perro de Hades.

—¡¡Vida normal y qué mierda!! —responde Oliver, aún más fuerte—. ¡No puedes tener una vida normal si eres un nazi!

Esta vez, el pie de Oliver se topa con una silla y la arroja hacia atrás con un impulso violento. Brian la esquiva con un movimiento sutil mientras se pregunta cuánto dinero costará la furia de su hermano. Cuánto dinero y cuántas vidas.

Está inmerso en sus pensamientos cuando Oliver pronuncia la sentencia final. No hay duda ni temor en su voz cuando dice:

—Para que este apellido muera, nosotros tenemos que morir.

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Para ser un amante de las promesas y de los juramentos, Oliver es bastante inmoral. Ahora, frente a una de las tantas computadoras de su estudio, monitorea las actividades de su hermano. Ha pasado más de una semana desde que le colocó una pequeña tarjeta negra en el teléfono, tarjeta que le dio acceso completo a toda su información personal, lo que incluye las conversaciones entre Brian y su novia. Conversaciones que se resumen a frases candentes, emoticones pervertidos y fotos que escapan de toda censura. Asqueroso.

Hace dos días Brian se ha ido de  la casa y ambos hermanos han dejado de hablarse. Se trata de una tregua breve, casi infantil. Pero Oliver sabe que Brian regresará en algún momento: su vida y sus billetes descansan en su lujosa habitación de solterón. Mientras tanto, aprovecha para espiar y esperar.

Así, ayudado un poco por la suerte y otro poco por la tecnología, logra violar el teléfono de ella. Dana Fishman. La elegida, la que ha perturbado el orden familiar.

Repasar sus conversaciones es un trabajo mucho más extenuante. Dana tiene muchos amigos, lo que le exige mantener chats paralelos todo el rato, y los chats paralelos consumen todo el tiempo de Oliver.

Él —acodado sobre el mueble de su computadora— busca huellas de una infidelidad. No las encuentra, pero sí encuentra otras dos cosas.

La primera —la más cliché— son las conversaciones en donde Dana les cuenta a sus amigas sobre su nuevo novio. Sí, sobre un novio de cuarenta años al que le dice «Pipi», «Bicho» y otros apodos tan ridículos como subidos de tono.

La segunda es la importante, y Oliver la descubre mientras hurga en las aplicaciones secundarias del teléfono. El logo es un recuadro violeta con un altar blanco en el medio y se llama MisaHoy.

Oliver frunce el ceño, algo confundido. ¿Por qué esa mujer tiene una aplicación religiosa en su celular? ¿Acaso eso no es una gran paradoja?

Abre la aplicación dispuesto a despejar todas sus dudas. En la pantalla principal lo reciben una tabla con los horarios de los oficios religiosos y un foro en donde los feligreses intercambian experiencias de vida. Oliver despliega el menú de la parte superior y encuentra el ícono de un libro. Espera la Biblia, pero es el Torá.

Dana es judía.

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—Ya te digo que es judía.

—Y yo ya te digo que me voy a casar con ella.

Oliver suspira. Ha tenido que inventarse un buen cuento para que su hermano no sospeche de que los espiaba pero, tras un largo enredo de mentiras, la verdad principal ha salido a la luz. Brian está en peligro. Ambos están en peligro.

—Los judíos no son nuestros enemigos porque nosotros no somos nazis —arremetió Brian—. Ni ella ni yo tenemos la culpa de lo ocurrió hace más de setenta años. Eso es pasado, ¿entiendes? Pa-sa-do. Yo no soy mi pasado, yo no soy las decisiones que otros tomaron antes que yo.

—Ya déjate de frases baratas de cuadros y almohadones decorativos. Tu rebeldía pronto se extinguirá y comprenderás que no podemos hacer nada para cambiar nuestro presente. Verás que el tiempo me dará la razón.

—Tarde o temprano, todos la cagamos. Así que deja de cagarme la vida y déjame elegir a mí mismo cómo lo haré.

Silencio. Los argumentos de Oliver flaquean, opacados por la nueva faceta que su hermano acaba de mostrar, una faceta intrigante y desconocida. Si esto fuera una pelea de boxeo, Brian acabaría de ganar por knock-out.

—De acuerdo —murmura Oliver a su pesar—. Solo prométeme que le contarás la verdad antes de que se casen. Es lo mínimo que ella merece. No puedes mentirle a tu futura esposa.

Brian reflexiona un momento y asiente con una sonrisa en el rostro. Oliver hace lo mismo, aunque su sonrisa es una mala imitación de la de su hermano.

Sí, fingir también se le da muy bien.

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—Hoy ha sido un día estresante: probarme el vestido por última vez, ensayar el peinado en la peluquería, buscar la decoración, aprobar la música, arreglar los problemas de algunos invitados, resolver el tema de la vajilla, hablar con el jefe de cocina, revisar que los fotógrafos tuvieran los videos listos y…

—Mi pequeña Sirenita…

Brian no es muy amante de los apodos, mucho menos de aquellos que la gente usa durante los primeros días de noviazgo. Por eso Dana sospecha de que algo anda mal. El segundo indicador son las tres palabras siguientes.

—Tenemos que hablar.

Ella ha escuchado esa frase miles de veces —parece que, en esos momentos, se necesitan más huevos que originalidad—, pero no puede evitar que todo se desmorone. Dana levanta la oreja izquierda, en una extraña maniobra que solo ella y un puñado de gente puede hacer. Brian siente culpa cuando se aclara la garganta. Ambos beben un poco de cerveza antes de seguir.

—Es malo. Lo noto en tus ojos —dice ella, a punto de dejar brotar un mar de lágrimas.

—Solo es… un pequeño obstáculo.

Ella no le cree y se lo hace saber con la mirada. Brian se disculpa, también con los ojos, y dice:

—Mi hermano tenía razón. Hay algo que debo contarte antes de casarnos.

Las facciones de Dana experimentan una rara metamorfosis a medida que él habla. Ahora su rostro está deformado por el pánico, acentuado por la ira y frágil a la altura de las glándulas lagrimales. Brian Rosemberg, el autor de semejante terremoto de emociones, carraspea y continúa.

—Te parecerá surrealista porque ha pasado mucho tiempo, pero lo nuestro podría no funcionar. Tú eres judía y yo…

—Un nazi —pronuncian al mismo tiempo y los hombros de ambos se derrumban con pesadez.

Quisiera decir algo más sobre ese momento, pero ellos solo se miran. Son miradas ausentes, desconocidas, carentes de sentimientos, miradas que no saben cómo deben sentirse. ¿Deben sentir enojo, dolor angustia o temor?

Luego viene lo inevitable. Reproches cargados de ira, de confusión, de melancolía. Pequeñas gotas que resbalan por las mejillas de ella y penetran en cada uno de sus poros. Un puño que se estrella contra la mesa con un estruendo.

Ella ve la mesa destruida, se arrepiente y abandona su momentáneo ataque de ira. Quiere murmurar un «perdón», pero su orgullo no se lo permite. Más que perdones, necesita respuestas.

—No me malinterpretes —dice él luego de unos segundos.

Dana alza las cejas con extrañeza, convencida de que no hay forma de malinterpretar la verdad. Brian murmura algo para sí mismo. Algo. Ni siquiera importa qué.

—Tuve parientes que fueron nazis, pero yo no soy nazi —le aclaró.

—Entonces hubieras comenzado diciendo: «Tuve parientes que fueron nazis, pero yo no soy nazi» —arremete Dana con una voz ronca, casi arenosa.

Ella no dice más: no necesita decir «Me voy» para irse, ni él no necesita oírlo para saber que se va. Dana se pierde en la habitación y pronto resuenan llantos, cierres de maletas y cajones que se abren y se cierran. Luego sale rumbo a la puerta de entrada.

Él no hace nada. Solo observa la escena mientras se lleva a la boca un vaso de cerveza vacío y nota que está vacío. Él tampoco dice nada cuando ella da dos vueltas de llave y desaparece de su vida para siempre.

▂▂▂▂▂

—Necesitamos empezar de nuevo.

Ha sido una larga conversación. Corrección: ha sido un largo monólogo, ya que Oliver no ha hablado ni una sola vez. Brian, en cambio, se ha llenado la boca de palabras pero, aun así, no ha logrado convencer a su hermano.

Las agujas del reloj ceden ante el engranaje y marcan las dos y cuatro. Han pasado quince minutos.

—¿Y qué propones? —La voz de Oliver sale en un delicado hilo de voz.

—Mudarse y cambiarse el nombre, el apellido y la apariencia. Nada de Brian y Oliver List. A partir de hoy, seremos Dylan y Manuel Rosemberg.

—Hazlo tú. Yo ya tengo mi vida resuelta en este lugar.

La respuesta de su hermano es un dardo que perfora el cuerpo de Brian. No le costaría reconocer que Oliver tiene razón, pero tampoco quiere hacerlo. Cuestión de orgullo, es de suponer.

—Dylan Rosemberg y Oliver List. Me parece perfecto.

—Te felicito —dice el otro, junto con unos aplausos sarcásticos—. Estoy seguro de que nadie te reconocerá. Ahora dime, señor Me Creo que Tengo la Capa de Invisibilidad de Harry Potter, ¿dejarás la ciudad? ¿Dejarás tu negocio? ¿Dejarás tu dinero?

—Pensaba que ambos podíamos…

—Para lo único que moveré un pie de este lugar será para darte una patada en el culo que te envíe a Filadelfia.

—De acuerdo, haré todo solo. Siempre he hecho todo solo.

Brian cierra la puerta de su habitación con la poca determinación que puede reunir, se detiene frente al enorme espejo que está sobre la cama y se dice:

—Ya no queda nada de Brian List, el nieto del nazi más odiado del mundo. Ahora eres un hombre nuevo. Ahora eres Dylan Rosemberg.

Pero se equivoca.

Porque luego conocerá a otra mujer.
Porque luego tendrá un hijo y lo llamará Woody.
Porque Woody lo hará bajar hasta las profundidades del infierno,
y Dylan tendrá que coquetear con el diablo.

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¡Holaa, criaturitas vampirescas! ¿Cómo las trata este sábado gris? Espero que muy bien, yo ando de buen humor, je.

¿Cómo las tomó este nuevo capítulo? ¿A alguien ya se le cayó la mandíbula? Je, je.

Esto es todo por hoy. Mientras menos diga, más misterio habrá. :)

¡Hasta el miércoles!

xoxo,

Gonza.

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