Capítulo 9
—¿Hablaste con Nora?
La pregunta de Woody la agarró desprevenida, pero Robin intentó mantener la calma y enfocarse en la vajilla. Tenía las manos llenas de detergente y unas pantuflas poco útiles para escapar. Nada era casualidad: Woody había considerado cada detalle.
—Aún no.
—Mentirosa.
—No digas eso, W. —Robin intentó mantener la calma.
—Es imposible que en ocho días no hayas hablado con ella. ¿Acaso me dirás que lo olvidaste, mierda?
Silencio. Robin retuvo el correr de los platos y abrió la canilla para hacer algo de tiempo. El agua se precipitó por el resumidero y se perdió entre las tuberías. Woody dio un paso al frente. Y otro. Y otro más.
—Mírame a los ojos y dime la verdad de una vez, puta de mierda.
Robin actuó de inmediato: se quitó el guante izquierdo y le dio una buena bofetada que le desacomodó los dientes. Algo crujió en el interior de Woody e hizo que ella sonriera. No toleraría semejantes maltratos.
—Jamás vuelvas a decirme así. —Sus ojos se habían encendido y la furia fluía por cada rincón de su cuerpo—. Jamás vuelvas a hablarle así a una mujer. ¿Entendido?
Woody movió la cabeza hacia la derecha y asintió arrepentido. Entonces atacó. Su diestra se hundió en el cubertero y regresó con un cuchillo. Con el mismo cuchillo con el que se había enfrentado al desconocido del avión de papel.
Ella reconoció el peligro y ahogó un grito de pánico para no alertar al resto de la casa. Retrocedió uno, dos, tres pasos, siempre atenta a los movimientos del niño. No era la primera vez que Woody desataba su vena psicópata con ella. Tampoco sería la última.
—Anoche te vi con ella. Siempre a escondidas. Hacen todo a escondidas, ¿verdad?
—Deja de gritar —le pidió Robin, que veía el filo del cuchillo cada vez más cerca—. Tu madre y Chris podrían escucharnos y podríamos tener problemas.
Un rugido escapó de la boca de Woody al oír la palabra «madre» y su interlocutora apenas pudo disimular una sonrisa maliciosa. Ella también sabía cómo darle pequeños golpes en la yugular.
—¡¿No lo entiendes?! ¡Estamos con la mierda hasta el cuello! —Aunque Woody había ignorado la recomendación de Robin, ahora bajó la voz para decir—: Tenemos a una niña desconocida con nosotros. Es peligroso, ¿sabes? No sabemos nada de ella. No sabemos qué puede hacer.
Hicieron contacto visual por primera vez en la conversación. El corazón de ella palpitaba en su mano derecha. El cuchillo de él palpitaba en su mano izquierda. Ambas miradas se atravesaron, como si así pudieran leer en el interior del otro. Pero ninguno descubrió nuevas verdades en los ojos de su enemigo.
—Ella es inofensiva —ratificó Robin. En realidad…
—¿Y qué hay de sus enemigos? —ls interrumpió Woody—. ¿Crees que el tipo le disparó a Chris para que no llamara a la policía es inofensivo? Por si no lo recuerdas, no es la primera vez que lo vemos.
—Cálmate, ¿quieres?
El niño suspiró. Tenía el rostro colorado por la furia y el cuchillo a unos pocos centímetros del pecho de Robin. No se calmaría: al contrario, estaba a punto de enloquecer.
Su objetivo inhalaba y exhalaba lo justo y necesario para evitar accidentes. Su labio inferior chocaba con el superior, en un temblor desesperado; sus párpados se abrían y se cerraban de a ratos, en un pestañeo desesperado.
Pese a todo, Woody no cedió y empujó el arma un poco más. Un pequeño agujero apareció en la solera de Robin, a la altura del corazón.
—Déjame —le ordenó ella.
—Lo haré con una condición: responde dos preguntas y serás libre.
La boca de Robin se curvó un momento mientras meditaba su decisión. Ambos ojos se desviaron hacia su seno izquierdo para recordarle el peligro que corría. En frente de ella, la mirada de Woody, las puertas del infierno. Ya no quedaba nada de ese niño de trece años que nunca había sido. Solo había un pequeño psicópata que estaba a punto de asesinarla.
—De acuerdo.
Woody elevó las comisuras de los labios en señal de triunfo. A esas alturas, el cuchillo estaba a punto de perforar el sostén de su víctima, lo que garantizaba que Robin respondería rápido.
—Primera pregunta: ¿Sien y Dylan trabajan contigo?
—¡Pero qué diab…
—¿Sien-y-Dy-lan-tra-ba-jan-con-ti-go?
La tela del corpiño se terminó de romper y quedó en evidencia el esbozo de un pezón enrojecido. Woody había ido demasiado lejos.
—Claro que no. Jamás te traicionaría con ellos.
—¿Y con alguien más? —insistió Woody.
—¿Esta es la segunda pregunta?
—Es tan solo una digresión.
—Aleja el cuchillo y te lo responderé.
—Jamás.
—Aleja el cuchillo o grito.
—Si gritas, mueres.
La boca de Robin se abrió de arriba abajo, incapaz de contener el asombro. Jamás hubiera imaginado que esas palabras saldrían de la boca de una criatura de esa edad. El tiempo les había ganado a los monstruos.
—¿Y?
—No te traicioné, Woody. Ni con ellos ni con nadie.
Robin hizo un esfuerzo sobrehumano para establecer un nuevo contacto visual. Esta vez, su mirada fue menos dura y más amable. Excelente elección. Poco a poco, Woody comenzó a serenarse. Su respuesta y su nueva actitud lo habían convencido.
—De acuerdo. Segunda pregunta: ¿cuándo me dirás la verdad sobre Nora?
Suspiro. Woody aminoró la presión antes de que la sangre comenzara a brotar del pecho de Robin. Por fin había entrado en razón. Ahora la vida de su víctima dependería de lo que ella misma hiciera.
—Mañana. Mañana podré hacerlo. ¿Te... parece?
Un largo minuto de reflexión transcurrió hasta que el niño abrió la boca y dijo:
—Mañana estará bien. Tendrás tiempo hasta las once de la noche. Si rompes tu promesa, te romperé el corazón. Y esto no es ninguna metáfora, Robin Miller.
De pronto, se escucharon pasos alrededor de la casa. Woody, extrañado, se alejó de Robin e intentó asomarse por la ventana. Ella no desperdició la oportunidad: hundió la rodilla en los genitales del niño, arrojó sus pantuflas por los aires y comenzó a correr escaleras arriba. Quizás iría y le contaría a Chris lo que acababa de ocurrir. Quizás no. A Woody le importaba un carajo. También le importaba un carajo que los testículos le ardieran en ese momento. Había asuntos más importantes que atender.
Echó un vistazo a su alrededor con la adrenalina en la sangre. Todo estaba normal, o parecía estarlo. Tal vez solo había sido el engañoso pasar de una bolsa de basura o de un cúmulo de hojas secas.
Pero el tiempo le demostró que no se había equivocado: dos sombras misteriosas aparecieron frente al portón segundos después. Woody esperó a que llamaran, pero ellos no lo hicieron. Ambos sujetos permanecieron en su sitio, con un ojo fijo en el portón y el otro en la carretera.
Woody no esperó más y bajó el picaporte con fuerza. El sonido alarmó a los intrusos, que se echaron a correr por la vereda del frente a toda velocidad. Algunos perros se unieron a la carrera y todo fue una maraña de pasos y de ladridos.
—¡¡Quietos, quietos, hijos de puta!! —les gritó desde la ventana, pero ellos estaban demasiado lejos.
Aun así los siguió, con el cuchillo en la mano derecha. El pequeño demonio corrió como un condenado detrás de ellos hasta que los dos intrusos le sacaron más de una cuadra de ventaja. Sus planes se frustraron; su ira seguía intacta.
Entonces pasó. Uno de los hijos de puta se detuvo en medio de la calle, desenfundó su entrepierna y comenzó a agitarla en todas direcciones mientras hacía movimientos sugerentes. Era la asquerosa e indudable marca de Cameron Ross.
—¡¡Hijo de puta!! —rugió Woody mientras le hacía un doble fuck you.
Quién acompañaba a Cameron tenía una cubana recién hecha y la típica remera de Nirvana que todo el mundo usaba por moda. Woody lo reconoció igual de rápido: Asher McManus. «Otro hijo de puta importante», se dijo.
Ya no podía hacer nada más: solo quedaba la frustración. Woody retrocedió sobre sus pasos cabizbajo, aunque no por eso menos furioso. El cuchillo aún coqueteaba con su mano derecha. Lo tomó y notó que tenía una delicada mancha roja en la punta. La sangre de Robin. «Lo merecía», intentó convencerse de la atrocidad que había hecho.
Regresó sobre sus pasos con un malestar que atacaba todos sus órganos: estómago encogido, corazón palpitante, esófago ardido y miembros temblorosos. Woody tenía miedo. Sabía que Cameron y Asher no habrían ido a su casa sin una buena razón. Malos presagios eran lo único que circulaba por su mente.
La respuesta se vislumbró a la distancia: una nueva esvástica roja manchaba el frente de la casa de su tía. Era idéntica a la anterior: los mismos trazos, las mismas irregularidades, el mismo color.
Woody salió disparado hacia el interior mientras murmuraba mil «mierdas» que, en su boca agitada, sonaron como «meirda» o «merda». Necesitaba borrar eso antes de que alguien lo descubriera.
Fue directo al cuarto de lavandería y tomó dos aerosoles negros que Chris había comprado hacía unos días para pintar su habitación. Woody apuntó al césped y comprobó que funcionaban. El alivio pronto dio paso a urgencia. Cada segundo contaba.
Intentaba apurarse, pero también mantener la calma. Los vecinos habían estado demasiado tocapelotas en el último tiempo y no quería darles más motivos de sospechas. Ya habían llegado las primeras preguntas, junto con algunas recriminaciones. Si alguno veía la esvástica, el escándalo sería aún mayor.
No tardó demasiado en terminar. Los aerosoles fueron suficientes; su tarea, magistral. Los restos de pintura roja sucumbieron ante la oscuridad. A la mañana siguiente, todo quedaría como nuevo.
Woody se permitió suspirar mientras avanzaba hacia la casa de Chris. Al menos, ese día había descubierto el primer misterio: los autores de las esvásticas. Pero las dudas pronto asaltaron su cabeza y la preocupación se adueñó de su rostro. No conocía los límites de Cameron y sus Superputadosas. ¿Y si eso era mucho más grave que una simple broma?
Regresó los aerosoles a su sitio, como si así pudiera desprenderse de los pensamientos que lo azotaban.
El día recién comenzaba: todavía tenía otros enemigos que desenmascarar. Robin Miller era la primera en su lista.
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Robin Miller —más conocida como «el objetivo»— estaba sentada en la falda de Chris y atacaba con besos delicados, de esos aptos para todo público. A su lado, Paris y Nora observaban el espectáculo medio con asombro, medio con lujuria.
Woody era el único al que no le importaban las demostraciones amorosas. Lo que le importaba estaba en su mano izquierda: un pequeño papel con el logo de un instituto cuyo nombre ni siquiera se había aprendido.
—Les tengo buenas noticias. Acaban de aceptarme en mi nueva escuela.
Tres sonrisas se dibujaron en los rostros de sus interlocutores. Nora se sumó a ellos por instinto aunque, en realidad, no entendía nada. Woody la miró con cierta sospecha, pero lo dejó pasar. Estaba de buen humor.
—Alexander Hamilton College —leyó Chris—. Nada mal, ¿verdad?
—¿Y ellos saben por qué te expulsaron de tu anterior escuela? —preguntó Paris.
—Dylan solo se lo dijo a los directivos.
—¿Y qué harás si tus nuevos compañeros te preguntan?
—Solo los ignoraré.
—No puedes ignorar siempre a todo el mundo, Woody —repuso Robin—. En algún momento querrán saber más.
—Les diré que tuve una pelea y le partí la boca a un compañero.
—Espero que no te pregunten cómo se la partiste —dijo Paris mientras hacía un rugido sugerente.
Todos se sumergieron en una risa larga y desordenada, pero Woody, a diferencia de los demás, no bajó la guardia en ningún momento. Fijó un ojo en Robin y el otro en Nora en busca de algún indicio. Una mirada cómplice, un gesto furtivo, unas manos entrelazadas, una curva extraña en la boca. No encontró nada.
—¿Crees que algún día podrás mostrarte como en realidad eres? —Chris rompió el silencio con un tono serio—. ¿No estás cansado de ser «el hijo de», «el pariente de»? ¿Algún día podrás ser solo «Woody Rosemberg», un chico normal con una vida de mierda igual que el resto del mundo?
—Muy inspirador. Creí que me hablarías de los típicos finales felices de Disney o de la estúpida «vida normal».
—Por eso un exceso de Disney y de novelas románticas baratas son malas para tu salud mental. La gente debería leer historias de asesinos y no de parejas siameses. Te sabes de memoria todas las frases de El principito, pero no tienes ni puta idea de qué hacer si te meten un arma en la nuca —bromeó Chris—. Pero pongámonos serios de nuevo. Dime… ¿te gustaría?
—No lo sé, creo que la gente me tendría miedo. Pero sería lindo, ¿sabes?
—Después de todo, tú no has hecho nada malo —concluyó Robin.
—Tú no tienes la culpa.
Cuatro cabezas se desviaron hacia la niña. Nora acababa de pronunciar una oración en un inglés americano perfecto, sin fallar en una sola letra ni en la correlación verbal. Pero había algo más: su respuesta demostraba que había entendido toda la conversación.
Que
había
entendido
todas
sus
conversaciones.
Nora se dio cuenta de su error demasiado tarde, cuando dos esferas turquesas se clavaron en sus ojos. Woody parecía querer arrancarle la verdad con una mirada.
—¿De qué? —preguntó él.
—De ser un sucio, puto y asqueroso nazi.
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Solo quedaban ellos dos. Nora y Woody. Woody y Nora. Los demás —incluso Robin, que había asumido el papel de Madre Teresa mucho tiempo antes— se habían ido al jardín, cansados de tanto tira y afloja.
Él insistía, ella evadía. Hacían una dupla imperfecta que competía por quién perdería la paciencia primero. Y, como ella se mostraba tan imperturbable como un témpano de hielo, estaba claro que sería Woody.
—Hablo en serio: dime de una vez si hablas inglés. No puedes mentirme en la cara de esa manera. ¿Acaso te olvidas de que yo te protejo? —agregó Woody, con un ligero enrojecimiento de mejillas.
Dos esferas turquesa le respondieron con silencio. Él encendió su teléfono y buscó el traductor por instinto. Nora lo detuvo con un gesto: no había necesidad de continuar con aquella farsa.
—Puedes confiar en mí, puedes confiar en nosotros. No te entregaremos a la policía si no quieres, pero debemos hacer algo. Tomar decisiones. Tomar acciones. No puedes esconderte del mundo toda la vida.
Nada. La inexpresividad de la niña era total. A Woody le horrorizó no poder encontrar rasgos de humanidad en su mirada, en su corazón o en su rostro. Todo era tan sintético, tan impostado. Lo único real era que Nora entendía, pero no estaba dispuesta a contar la verdad.
—Esto es muy irónico, ¿no crees? Primero eres muda, luego hablas como una estadounidense y después de nuevo eres muda. Robin habla de personajes cuadripolares, pero tú eres demasiado hasta para las matemáticas. ¿Pentapolar? ¿Hexapolar? ¿Heptapolar? ¿Cuántas caras tienes, Nora?
»Sabes lo que es un nazi, sabes lo que me ocurrió en la escuela, sabes quiénes son mis amigos, sabes mis problemas con Dylan y con Sien. ¿No crees que tengo derecho a saber algo de ti? ¿Por qué Robin es la única que puede conocer todos tus secretos?
Era inevitable: el monólogo de Woody tomó a Nora con la guardia baja. A ella, siempre tan perspicaz y calculadora. A ella, la ingenua que había confiado en una desconocida para contarle su historia.
Nora sacudió la cabeza un momento para librarse de sus malos pensamientos y siguió con el eterno juego de hacerse la tonta.
—¿No me dirás nada? ¡¿No-me-di-rás-na-da?! —estalló Woody.
De pronto, él se puso de pie y la encaró. Parecía poseído por la ira, por una ira capaz de arrasar con Troya. Fue inevitable que ella retrocediera temerosa. Ignoraba los límites de aquel pequeño embravecido.
Todo ocurrió con prisa. Nora se apartó de Woody con un ligero empujón que lo hizo trastabillar. Él manoteó el aire para mantener la estabilidad, pero una roca inoportuna lo arrojó al piso. Ella comenzó a correr. Él comenzó a correr mientras insultaba en alemán. Sí, lo primero que había aprendido en ese idioma eran palabrotas.
—¡Espera! ¡Vuelve!
Nora demostró tener un envidiable estado atlético y le sacó unos cuantos metros de ventaja. Woody la siguió como pudo, con un latido insoportable en su tobillo torcido. Sus ojos estaban alertas a las ventanas del vecindario. Había comenzado a odiar a los chismosos.
La carrera los llevó por un sitio que ambos conocían. Woody adivinó el destino de antemano, pero prefirió quedarse en la retaguardia para darle una falsa sensación de seguridad. Gato y ratón llegaron así a la casa de Robin.
Ella aminoró la marcha mientras sacaba una pequeña llave de su bolsillo derecho. Dos vueltas después, la puerta se abrió y el proceso volvió a repetirse. Estaba a salvo.
Woody cambió de estrategia y la dejó ir. Avanzó por el pasillo que daba al apartamento de atrás y entró al patio de Robin. Se pegó a la tapia que daba al este y avanzó con cuidado. Hasta que una voz lo detuvo.
—Hola, Sid, ¿qué cuentas?
Rachel, la madre de Robin, le sonrió detrás de unas sábanas que intentaba colgar. Era una mujer muy atenta y divertida la mayoría de las veces, pero hoy Woody la veía como un estorbo. Como un estorbo peligroso.
—Buscaba a Robin.
—Creí que estaba en tu casa.
—No que yo sepa. Aunque quizá ha estado en la habitación con Chris y yo no la he visto… —La cara de la señora Miller no se desfiguró en ningún momento. Estaba acostumbrada a la activa vida sexual de Robin—. En todo caso, tampoco es urgente.
—No te preocupes. ¿Puedo ayudarte?
Woody meditó la mentira un momento. Sabía que Rachel le contaría todo a su hija más tarde y que su visita alarmaría a Robin. Intentó sonar relajado y buscar un pretexto simple, casi estúpido. El arte, como siempre, volvió a salvarlo.
—Claro. Solo venía a buscar unos pinceles y un pote de pintura que le presté a Robin hace unos días.
—Déjame que me fije en su cuarto —le indicó la mujer—. ¿Puedes esperar aquí?
—No hay problema. Gracias.
Pocos segundos pasaron para que la señora Miller entrara a la casa y subiera por las escaleras. Woody escrutó el panorama un momento. Todo estaba en su sitio: el tendedero, las sábanas, el césped recién cortado, los perros desaparecidos y las nulas señales de vida. El camino estaba libre. Había llegado el momento de actuar.
Contó hasta cinco y corrió hasta la casilla que ocultaba a Nora. Su dedo índice llamó a la puerta y todo su cuerpo esperó. Ella no contestó. Él volvió a intentarlo. El resultado fue el mismo; el resultado siempre era el mismo, esa quietud y esa falta de respuestas que tanto detestaba.
De pronto, se oyeron pasos, los pasos de Rachel, y ella comenzó a bajar con la mirada fija en los escalones, no dispuesta a doblarse un pie en aquella caprichosa escalera caracol.
Woody hizo un cálculo rápido y sin fundamentos y decidió probar suerte una última vez. El nuevo roce fue temeroso y delicado, como si no quisiera alertar a fantasmas inexistentes. Pero Nora tampoco respondió
—Aquí no hay nada —anunció Rachel mientras se sacudía las manos para demostrarlo.
—Quizá estén en otro lado —sugirió Woody, que apenas había podido disimular el sobresalto—. ¿Revisaste las otras partes de la casa?
—Déjame pensar... Robin ha estado mucho tiempo en el patio durante estos días. Tal vez vino a pintar aquí.
—Veamos.
Ambos comenzaron una exploración que a ninguno le interesaba, una búsqueda de unos objetos que jamás habían existido. Woody exploró el sitio en busca de indicios, de algo que estuviera fuera de su sitio o de algún comportamiento extraño de la madre de Robin. No encontró ninguna de las tres cosas.
Lo más interesante que encontró fue el modo en que estaban dispuestas las sillas metálicas del patio. Dos estaban echadas hacia atrás, mientras que el resto conservaba la misma posición desde hacía años. Dos sillas habían sido usadas hacía poco tiempo. Por Robin y por Nora.
—Busca debajo de la mesa o alrededor de las reposeras. —La voz de Rachel le recordó la verdadera falsa razón por la que se encontraban allí—. Robin debe de haber apoyado los elementos por aquí.
Woody hizo el intento, pero se cansó de la farsa demasiado pronto. Aún tenía misterios que descubrir y no lo lograría arrojado en el piso, a la caza de unos utensilios inexistentes.
—¿Y allí dentro?
El índice acusador de Woody apuntó sin titubeos hacia el minúsculo sitio que ocultaba a Nora. La señora Miller hizo una cara de sorpresa al escuchar sus palabras. Dos cejas se arquearon y dos ojos confundidos lo miraron. Pero el pequeño mentiroso mantuvo una calma de hierro que no traslucía sus segundas intenciones.
—Esta habitación no se alquila hace más de dos meses. ¿Por qué Robin vendría aquí?
—¿Por qué no? Sabes que odia estar todo mucho tiempo en un mismo sitio y que suele elegir lugares inesperados.
—Que yo sepa, ella no ha entrado allí en años.
Una sonrisa de triunfo se dibujó en los labios de Woody al oír esas palabras. No esperaba menos de alguien como Robin.
La señora Miller se rascó la cabeza, pensativa, para después olerse los dedos. «Seguro tiene caspa», pensó Woody, pero se obligó a archivar los pensamientos secundarios para concentrarse en lo importante: la llave que colgaba de la mano de su acompañante.
—¿Sabes qué? Hagámoslo.
Rachel avanzó hacia la puerta y puso la llave en la cerradura con una determinación inusitada. Entonces Woody comprendió el peligro, comprendió que habían ocultado a una desconocida y que la tenían encerrada como un animal de zoológico. Comprendió que, de descubrirse la verdad, sería un escándalo.
—Está bien, está bien, no es necesario —intentó convencerla—. No quiero que pienses que tu hija es una ladrona. Hablaré con ella y le pedi…
—A veces eres muy dramático, Sid. —La señora Miller estalló en una sonora carcajada—. No es nada. Hagámoslo.
Woody dejó de luchar y se colocó detrás de ella. Su corazón comenzó a acelerarse y todo su cuerpo se sumió en un ligero temblor cuando la mujer dio las dos vueltas de llave. El pánico se había adueñado de cada uno de sus nervios.
Puso un pie en el interior con los ojos entrecerrados, como si así pudiera desaparecer a Nora de la habitación. Sin embargo, su sorpresa fue grande cuando se topó con una habitación pulcra e inhóspita. Nora había desaparecido de verdad.
—Bueno, busquemos un poco —dijo la mujer.
—Sí… eso. —titubeó Woody—. Busquemos.
La habitación tenía ese leve aroma a orquídeas que Nora había traído consigo el día que había aparecido en casa de Woody. Por fortuna, habían ventilado el ambiente y solo quedaban vestigios de su presencia. Woody observó a Rachel un momento. Su nariz no se frunció en ningún momento, lo cual era una buena señal. El pequeño cruzó los dedos.
Todo hubiera sido una tediosa mentira si la señora Miller no hubiera avanzado rumbo al baño. Rumbo a uno de los pocos sitios capaces de esconder a una persona. Woody permaneció calmo, aunque las voces de su mente exclamaban en todos los idiomas posibles. Volvió a cerrar los ojos y esperó un grito de horror. Pero escuchó algo muy diferente. Una voz tranquila que dijo:
—Aquí tampoco hay nada.
De pronto, su mirada se desvió hacia la cama y Woody pudo ver el esbozo de una tela floreada debajo del edredón: el vestido de Nora. Vigiló a Rachel con la mirada y ocultó la tela con un sutil movimiento de pies. Luego zapateó dos veces con suavidad para transmitirle calma. Nora, oculta tras el telón de sábanas, le contestó con un pequeño golpe en el piso.
—Nada en el piso ni bajo la cama —se apresuró a decir—. Tenías razón.
Sabía que no había nada mejor para ablandar a una persona que un buen cumplido y, esta vez, funcionó a la perfección. La señora Miller dio por terminada la búsqueda e invitó a Woody a salir. Él obedeció entre suspiros reprimidos.
—De verdad, lo siento. Hablaré con Robin cuando regrese.
—No te preocupes, Rachel. Tu hija siempre ha sido una gran persona. Estoy seguro de que los tiene que haber dejado en alguna parte. Ella nunca ocultaría algo, ¿sabes?
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Fuaaa, Woody se puso intenso hoy😳. ¿Creen que tenemos a un nuevo psicópata suelto?
Acá pueden hacer comentarios sobre este capítulo, que está más fuerte que Poe Verne.
Por cierto..., ¿ya están viendo las frases del nuevo libro que estoy subiendo a mi Instagram?👀
¡Esto es todo por hoy! ¡Nos vemos el miércoles!
xoxo,
Gonza.
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