Capítulo 5
Un ruido extraño en medio de la noche. O tal vez dos. ¿Disparos? ¿Forcejeo?¿Asalto? ¿O tan solo se trataba de un par de hojas secas?
Woody no se dejó vencer por la paranoia. Bajó de su cama sin siquiera acomodarse el pijama y avanzó hacia el biombo que lo separaba de Dylan y Sien. Ambos dormían semidesnudos en la cama matrimonial, ignorantes de lo que ocurría en el exterior. Si no eran ellos, entonces el enemigo debía estar fuera.
El niño puso la manos sobre la ventana y corrió la cortina. La gelidez del vidrio lo hizo estremecer, pero la temperatura pasó a segundo plano cuando vio una figura en medio de la oscuridad.
Parecía un enano, un enano feo y con malas intenciones. Tenía un sobretodo que le cubría hasta la nariz y disimulaba sus facciones, y una gorra que ocultaba su cabello.
El intruso se deslizaba por la cuadra con prisa, aunque intentaba mostrarse tranquilo. Giraba la cabeza en todas direcciones casi con desesperación y, a juzgar por sus movimientos, aún no había encontrado lo que buscaba.
Un pequeño perro entró en escena, alertado por los movimientos extraños del desconocido. El enano se acercó a él e intentó calmarlo con un par de caricias. Su estrategia funcionó durante unos segundos, hasta que el animal dio el primer ladrido y lo obligó a huir. Cuando los demás perros de la cuadra se unieron al reclamo, al desconocido no le quedó otra opción que desaparecer.
Casi en simultáneo, una luz se encendió en el dúplex del frente. La primera vecina curiosa había despertado.
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Un niño normal de trece años se levantaría temprano un viernes para ir a la escuela, pero Woody no era un niño normal ni tampoco iba a la escuela. Se despertó entonces alrededor de las nueve de la mañana y comprobó desde la cama que Dylan y Sien no estuvieran dentro. No lo estaban.
Woody bostezó dos veces antes de comenzar a cambiarse. Había dormido mal y casi no podía soportar la sequedad de su garganta. No perdió el tiempo. Tomó la botella de agua en una mano y activó el interruptor con la otra. Solo entonces, gracias a la brillante claridad, pudo ver lo que ocurría: el agua tenía una textura extraña, como si le hubieran colocado algo.
El niño levantó la botella y la sacudió para comprobar su contenido. Sus sospechas se tornaron en certezas al reconocer lo que tenía enfrente: agua con miel.
—Mierda.
Su insulto tenía una razón: su alergia a la miel había empeorado con los años y una dosis mínima era capaz de generar estragos. Quien había contaminado su agua lo sabía: había puesto una cantidad suficiente para causarle una reacción adversa en el organismo o incluso matarlo.
Sin perder más tiempo, Wody avanzó llave en mano y corrió la puerta con un movimiento brusco. Para su sorpresa, estaba abierta.
—Doble mierda.
Si hubiera estado cerrada, las probabilidades de encontrar al asesino hubieran sido inmensas. Ahora, con la maldita puerta destrabada, cualquiera había podido entrar. Incluso el enano.
Woody y salió al exterior con su mejor cara de culo. Sus manos llevaban un anotador y un bolígrafo; su mente era un hervidero a punto de estallar. Brayden y Sien le debían unas cuantas explicaciones.
No tuvo que esperar demasiado para que Sien apareciera por la calle principal con la remera sudada y una botella de Gatorade. Ni tampoco para que su esposo saliera a su encuentro y le diera un abrazo que fue mucho más abajo de su espalda. Ella se dejó tocar mientras lo provocaba con un intenso beso. A ninguno le importó que Woody estuviera junto a ellos, con el rostro colorado por la ira.
—¿Qué hay, Kid? —le preguntó Dylan, aún abrazado a su esposa.
«Ya te he dicho que no me llames así».
—Está bien, está bien. No te enojes.
«Uno de ustedes intentó envenenarme poniendo miel en mi botella», los castigó sin más preámbulos.
Sien simuló leer su mensaje dos veces antes de responder.
—¿De qué hablas?
«No te hagas la desentendida». Woody cambió de página antes de seguir. «Esta mañana mi botella tenía agua mezclada con miel. Y ustedes son los únicos que saben de mi alergia».
—Cálmate, W, y déjanos ver —le pidió Dylan.
Su supuesto padre corrió la puerta de la casa rodante con un buen tirón y entró de un salto. Woody esperó que Sien hiciera lo mismo, pero ella permaneció atornillada en su sitio. Su desinterés era notorio.
—Woody tiene razón, mira. —Dylan agitó la botella en el aire y le mostró el contenido a su esposa—. Es miel, sin lugar a dudas.
El silencio se coló entre ellos y el ambiente se volvió tenso. Cada exhalación, más parecida a un bufido que a una exhalación, se podía cortar con cuchillo. Woody se llevó las manos a la nunca y comprobó que nadie intentaba ahorcarlo. Por ahora.
«Mentirosos. Ustedes son unos traidores que quieren matarme».
—Mi amor, no digas esas cosas —se defendió Sien con una tonada dulce—. Nosotros no somos traidores.
«Pero quieren matararme de todos modos».
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—Ante cualquier duda, embrague y freno —le indicó Chris—. Que el auto se pare es lo de menos.
Woody se encontraba en el asiento trasero del Taos de su tía junto con Paris y Nora. Robin iba al volante, mientras que Chris le dictaba las instrucciones desde el asiento del lado.
—De acuerdo —repuso su novia.
—Legen Sie Ihre Sicherheitsgurte an. Wir sind zum Absturz bestimmt —bromeó la niña.
—¿Qué dijo?
—Que se ajusten los cinturones porque vamos a chocar en cualquier momento —tradujo Robin con desinterés—. Gracias por la confianza, Nora.
Unas risas después, cinco cinturones de seguridad se encajaron en las hebillas con cierta determinación y el desafío comenzó. Al principio, Chris se limitó a darle un par de indicaciones técnicas antes de partir. Luego llegó el turno de que Robin lo intentara.
—Mantén el pie en el embrague y suéltalo de a poco. Presiona el acelerador con sutileza. ¡Eso! Es por ahí.
El auto avanzó como siempre, pero Robin lo vio como un gran triunfo. Segundos después, deslizó un pequeño grito que le hizo perder el control de los pedales. El Taos se sacudió hacia adelante y se detuvo.
—¡Lo intentaré de nuevo! —exclamó entusiasmada.
—De acuerdo.
Pero el proceso se repitió con idénticos resultados. Chris le dio un par de consejos adicionales y le suplicó que no levantara su «hermoso pie» del embrague porque el auto no tenía suficiente velocidad. Ella asintió y volvió a probar.
Quince minutos después, Robin se tomaba un descanso y el volante cambiaba de manos. Chris los llevó a dar unas vueltas por la ciudad y se detuvieron en una plazoleta para comprar unos panchos.
Un grupo de chicos y chicas los torturaron con la mirada ni bien bajaron del auto. La mayoría de los ojos descansaron en Paris, aunque Chris también recibió unas cuantas miradas interesadas. Y eso no le causó demasiada gracia a Robin
—Alejémonos de ellos, mi amor. No me gusta que los demás se fijen en ti.
—Me encanta cuando te pones celosa. Tus ojos se agrandan y te ves más linda —la consoló Chris.
Sin perder más tiempo, unieron sus labios y se trenzaron en un beso apasionado para demostrarle su amor al resto del mundo. Fuertes bufidos salieron de la boca de algunos espectadores, que acababan de perder una maravillosa oportunidad. Otros solo miraron para otro lado, incómodos ante tanto toqueteo.
—¡Así aprenderán a respetar lo que me pertenece! —bromeó Robin con el puño en alto.
El grupito se diluyó y los dejó en paz. Sin más nada de qué preocuparse, los cinco avanzaron rumbo a la tienda de panchos, pero se detuvieron al llegar a un inmenso pino. A Robin y Paris no les importaron los planes originales y comenzaron a trepar por entre las ramas con ese espíritu infantil que resucitaba de a ratos. Los demás los observaron desde tierra firme, casi sin poder entender el espectáculo que tenían sobre sus cabezas.
—¿Iremos a comprar los panchos o quieren seguir jugando a ser neandertales? —preguntó Chris cinco minutos después.
—Ve tú —le pidió su novia con ojos de cachorro.
—De acuerdo. ¿Qué van a querer?
—Uno con mucho picante —pidió Robin.
—El mío con lluvia de papas —dijo Paris.
—Uno con mayonesa —intervino Woody. Luego se volvió hacia Nora y, al ver que ella asentía, dijo—: Dos.
—Eres tan aburrido cuando comes —lo molestó Paris—. Deberías innovar un poco.
—Claro, porque hace falta tener las pelotas de Hulk para pedir un pancho con lluvia de papas.
Las risas se diluyeron de a poco; la sombra de Chris tardó un poco más en diluirse, pero también desapareció. Por fin, los neandertales descendieron de los árboles y se incorporaron a Woody y a Nora. Ellos, que no habían hecho más que dibujar en la tierra con palitos, se lo agradecieron.
—Nada más lindo que la sombra fresca en un día caluroso —murmuró Paris mientras se dejaba caer con los brazos detrás de la cabeza.
—Vorsicht vor der Ratte!
Paris no entendió lo que Nora acababa de decir, pero el apremio de su voz lo hizo ponerse de pie de un salto. Buscó con su mirada a Robin y la encontró. Ella tenía las cejas elevadas en forma despareja, en una expresión que combinaba asco con extrañeza.
—¿Una rata? ¿Adónde, cariño?
Nora no contestó. Sus ojos parecían haber perdido la intensidad que tenían hasta hacía un momento y ahora se centraban en el tráfico que rodeaba la plaza. Paris exploró a su alrededor y buscó cualquier indicio de un animal peludo. Lo más cercano fue un perro gris insoportable que se resistía a obedecer a su dueña.
—Creo que solo fue un pequeño susto —concluyó—. ¿Quién no cree ver ratas de vez en cuando?
Las carcajadas ayudaron a descontracturar el momento. Luego apareció Chris con una bandeja de panchos que les hizo olvidar el incidente. Cuatro personas corrieron en su dirección como desalmados.
—Antes que nada, me deben un dólar cada uno —les dijo Chris—. Es lo mínimo que me merezco por haber sido su delivery.
Robin pagó por ella y por los niños; Paris le dejó el dólar en la palma de la mano. Chris recibió su pequeña recompensa con una felicidad infantil y la guardó en el bolsillo derecho. El dinero era capaz de cambiar el brillo de su mirada.
Chris estaba a punto de darle un mordisco a su pancho cuando Nora pegó un nuevo grito.
—Die Ratte! Die Ratte! Es gibt!
Los demás siguieron el curso de su índice y se encontraron con una enorme rata que coqueteaba con los pies de Paris. Era negra, con orejas rosadas y hacía un sonido asqueroso cada vez que movía los bigotes.
Paris pegó un grito que se escuchó en toda la cuadra mientras se ocultaba detrás de Chris. A su vez, Chris se colocó detrás de su novia y los tres formaron una escena cómica por lo patética que era.
—¡Cobardes! —los castigó Woody, que se había puesto a metros del animal hacía un buen tiempo.
Por fortuna, el roedor no les robó más tiempo y se perdió en un pequeño agujero que estaba cerca del tobogán. Woody reconstruyó el recorrido de la rata y encontró un agujero justo debajo del lugar donde Paris se había sentado. Una vez más, Nora había anticipado el peligro. Y no se había equivocado.
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Woody se detuvo frente a la casa con un semblante de falsa tranquilidad. Llevaba su llavero de básquet en la mano —no porque le gustara el deporte, sino porque era el menos peor que había encontrado en la tienda— y la cabeza llena de dudas. El incidente del enano y el intento de envenenamiento aún latían en su mente como pesadillas mal controladas. Descubriría al hijo de puta costara lo que costara.
Primero exploró la cerradura. No parecía forzada: el cerrojo no tenía exceso de grasa ni presentaba averías. Había sido una apertura limpia, quizá desde adentro, quizá desde afuera. Una apertura que había necesitado de un cómplice. O tal vez no.
Luego fue el turno de los cajones de la alacena. Parado sobre una pequeña sillita de madera, Woody logró manotear el frasco de miel y llevarlo a tierra firme. Ahí notó que estaba a poco más de la mitad, tal como lo había dejado Dylan luego de la merienda del día anterior. El pequeño no podía equivocarse: con los años había memorizado el contenido de cada frasco y sus cálculos jamás fallaban. Esta vez tampoco fue la excepción.
Continuó la búsqueda entre elementos mundanos que no aportaron nada nuevo a su investigación. Sus esperanzas estaban a punto de derrumbarse cuando recordó la luz que se había encendido en medio de la noche. Con un rictus en los labios, cruzó la calle y hundió el índice en el timbre del primer piso de un dúplex amarillo. Una voz del otro lado no tardó en responder. A los pocos segundos, una muchacha castaña de pelo corto bajaba por las escaleras.
—Hola, Carrie.
—¿Qué hay, Woody?
Carrie había llegado al vecindario el año anterior y había conocido a la familia Rosemberg gracias a un faltante de azafrán. Su simpatía había hipnotizado a todos, incluso a Woody, que le había preguntado si era fanática de Stephen King. Ella le había dicho que no, pero que sus padres sí lo eran.
—Mamá y papá me dijeron que la señora Díaz perdió su perrito anoche y me enviaron a preguntar por él —mintió Woody, con un especial dolor al pronunciar las primeras tres palabras.
—No lo he visto —repuso ella—, pero creo que lo escuché ladrar anoche. ¿Hablas de Scooby o de Doo?
—De Doo.
Identificarlos era muy sencillo: Scooby era un violento ovejero alemán que asustaba a todos con su mera presencia; Doo era un caniche insignificante que quería arrebatarle el papel de tipo malo.
—Anoche escuché ruidos raros y algunos ladridos, pero no alcancé a ver nada. Quizá se lo llevaron —sugirió Woody.
—Tal vez. Los perros le ladraron a un tipo que pasaba por la calle.
Woody debió reprimir una sonrisa de triunfo al escuchar esas palabras y se aclaró la garganta para no dejarse llevar por la emoción. Carrie no se dio cuenta del incidente, o simuló no hacerlo.
—¿Recuerdas cómo era?
—No lo sé. Solo era un tipo vestido de negro que jugaba a ser mafioso. Son tan predecibles… A veces pienso que la literatura nos lava el cerebro.
—Quizá ha sido Malcom…
Woody sabía lo que decía: Malcom, el vecino de la esquina, era un jugador de fútbol americano que medía poco más de dos metros, detalle que Carrie no pasó por alto.
—No, era mucho más bajo. Un enano o quizás un niño.
—¿Parecido a mí? —Woody jugó el papel de falso culpable.
—Te diría que sí. —Carrie cayó en el juego.
—Pero yo no fui —repuso él con un temor fingido—. Yo jamás le haría daño a un perro.
—Lo sé, lo sé. Además, esta persona caminaba raro, como si primero apoyara los dedos y luego el talón.
El niño apenas pudo disimular su sorpresa. Reconocería esa irritable forma de caminar incluso a kilómetros de distancia.
—De acuerdo, se lo diré a la señora Díaz.
Woody dio media vuelta y se encontró con un caniche alegre que movía la cola a su lado. Doo. «Puta madre», pensó al ver que Carrie también lo había reconocido. Ella sonrió de alivio y comenzó a acariciarlo.
—Apareciste rápido, amiguito —le dijo—. Woody ya empezaba a preocuparse por ti. No lo culpes, es un chico excelente.
Woody se apresuró a despedirse con la poca credibilidad que le quedaba para no tener que soportar nuevas preguntas. Carrie lo dejó ir, pese a que el semblante rojizo del niño lo delataba.
Él entró a la casa rodante y fue por un papel y un bolígrafo y escribió en letra clara: «Figura sospechosa a la madrugada. Ropa oscura. Caminata irritable». Debajo anotó dos palabras más: «Noah Schwartz».
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La historia comienza a agregar nuevos misterios poco a poco y la vida de Woody peligra. Les cuento que estoy editando esta historia y aumenté el payasómetro para que nos montemos un buen circo al final🙃
¿Quiénes siguen bancando la historia?👀
¿Quiénes se la van a recomendar a sus amigos? *Saca un cuchillo de plástico y les apunta*.
¿Quién me va a lanzar tomates? *Los rebana a todos con su cuchillito todopoderoso*.
En fin, por acá pueden dejar sus teorías sobre la persona que intentó matar a Woody y comentar cualquier actitud sospechosa.
Les prometo que el final les vuela la peluca, je.
¡Nos vemos el sábado!
xoxo,
Gonza.
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