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Capítulo 10

Encontrar a Robin con un desconocido ya no sorprendía a Woody. Había aprendido a indignarse menos y actuar más. Por esa misma razón estaba pegado a la ventana de la casa rodante, atento al mínimo movimiento. Desde allí vio a Robin de frente, con sus ojos fijos en un desconocido que se ocultaba detrás de la pared y solo dejaba ver sus zapatos. Ella tenía urgencia, pero fingía calma. Siempre fingía.

Robin miró a su alrededor varias veces, a la caza de curiosos y enemigos. Woody los dejó hablar mientras intentaba convertir cada gesto en una palabra, en una conversación. La tarea era mucho más difícil de lo que parecía.

Ambos conversaron un buen rato, convencidos de que estaban solos. Dos botas marrones se movían lo justo y necesario, siempre en dirección a su interlocutora. Woody observó que tenía unos pies bastante grandes. Tal vez como los de Chris, tal vez como los de Paris, tal vez como los de…

Un asentimiento de Robin interrumpió sus pensamientos. Woody volvió a procesar las imágenes que pasaban delante de sus ojos y la vio dar un giro dramático a lo Michael Jackson y avanzar rumbo a la casa de Mila como si nada hubiera pasado. Las botas continuaron en su sitio un momento para desaparecer segundos después.

Los sentidos de Woody se activaron. Quizá era tarde, pero aun así abrió la puerta de la casa rodante con desesperación. Sus ojos se toparon con los de Robin y ella sacudió la mano para simular un efusivo saludo. Él solo asintió con la cabeza mientras avanzaba rumbo a destino. Robin lo dejó ir.

Woody contó hasta tres e irrumpió en el escondite con un fuerte estruendo. Había esperado un susto, un movimiento extraño, el sonido de unas manos que desgarraban el muro para intentar subir. Pero solo se encontró con el eco de sus pisadas.

Allí no había nada, excepto la bolsa de basura de la familia Rosemberg. Estaba hundida en algunas partes, y las huellas de unas botas contrastaban con el negro del plástico. Woody supuso que la sombra estaría ya en los techos o, peor aún, a salvo en tierra firme.

No se dejó vencer por la frustración y comenzó a buscar indicios de lo que pudo haber sido aquella conversación. Buscó y buscó, sin embargo, todos los caminos lo condujeron hacia la pisada, hacia su única pista. Y entonces el viento comenzó a soplar. Y entonces le llegó una fragancia algo contaminada por el olor de la basura, una leve fragancia a lavanda que le recordó el mar.

A los dos segundos, solo olía los restos de pollo podrido que Sien había arrojado al tacho la noche anterior.

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—Hoy la descubrí. Hablaba con un desconocido de botas marrones.

Los ojos de Paris tenían el bamboleo de un péndulo y la intensidad de una lámpara de alumbrado público. Estaban fijos en Woody e intentaban seguir el ritmo de sus locuras. Su rostro diseminado de pecas estaba preocupado, con la comisura de los labios hacia abajo. Sus puños estaban apretados para controlar la ira.

—Tenías razón —reconoció el muchacho pecoso—. Robin nos ha traicionado. Pero ¿con quién?

Ahora fue Woody quien se rascó la barbilla. Responder esa pregunta era la clave del misterio, y él estaba demasiado lejos de esbozar alguna pobre explicación. Paris lo escrutó de arriba abajo, en busca de indicios.

—No lo sé. Eso es lo que tengo que averiguar.

—Y viniste a mí porque…

—Porque quiero que hables con Chris.

No hubo titubeo en sus palabras: se trató de una contundente afirmación. La mirada de Paris intentó enfocarse en una sola dirección, pero sus pensamientos estaban por las nubes. Sus ojos se habían rasgado y el pelo de sus cejas coqueteaba con ellos en un gesto de extrañeza. Cada palabra de Woody sacudía los cimientos de su cómoda vida.

—Quiero que le preguntes sobre Robin. Quiero saber qué pasa entre Nora y ella.

El titubeo se adueñó de los labios de Paris, pero al final aceptó, no dispuesto a alargar el tema más de la cuenta. Woody pareció satisfecho con su respuesta y un incómodo silencio se rellenó con las palabras que nunca dijeron. Ambos fijaron la vista en el horizonte, como si no quisieran verse. Entonces Woody rompió con aquella tregua.

—Ayer amenacé a Robin.

Sus palabras resonaron en la inmensidad del jardín. Paris se puso de pie y comenzó a caminar de un lado a otro, con la mirada siempre fija en el piso.

—Le apunté con un cuchillo y le pedí que confesara de una puta vez. Pero no lo hizo. Luego tuve que limpiar su sangre del cuchillo. Se sintió raro, ¿sabes?

—Carajo, Woody, carajo.

—Me prometió que me diría la verdad hoy —continuó él, como si no hubiera escuchado a su interlocutor—. Eso espero.

Paris vaciló un momento. Conocía la tenacidad del pequeño y sabía que no se dejaría convencer tan fácil. Decidió seguirle el juego. Tal vez, si la situación se le escurría de las manos, tendría suficiente información para alertar a la policía.

—¿A qué le temes? —preguntó por fin.

—Temo que Robin no lo haga.

—¿Que rompa su promesa? Siempre me ha parecido una chica de palabra.

El pequeño también se paró y esperó largo rato hasta que Paris hizo contacto visual con él. Dos esferas turquesas torturaron a dos esferas turquesas. La verdad fluyó entre sus miradas, pero Woody sintió la necesidad de traducirla a palabras para evitar malentendidos.

—No es por eso. Solo creo que alguien se lo impedirá.

Paris se estremeció y comenzó a mover la cabeza en todas direcciones,  a la caza de un objetivo inexistente. Estaba histérico. Woody, en cambio, permanecía calmado y hasta se permitió sonreír.

—Tranquilo —le dijo—, tú no estás en peligro. Pero ten cuidado: podrías estarlo pronto.

Un tímido asentimiento salió desprendido de la cabeza de Paris. El temor no había mermado: solo subía y bajaba de a ratos, en una constante intermitencia. Paris no supo qué hacer esta vez, así que no hizo nada.

—Hay algo más —agregó Woody—: alguien intentó matarme la semana pasada.

—¡Mierda, Woody, mierda!

Algunos vecinos se asomaron por la ventana, perturbados por el contundente grito, y los obligaron a actuar natural. Paris manoteó el aire y buscó rápido un sitio en donde pudiera sentarse. Woody acompañó su estrategia con una calma fingida que disimulaba su temor.

—Intentaron envenenar mi botella con miel —comenzó, sin especificar a quiénes se refería con «intentaron»—, pero lo noté justo a tiempo. Y luego me enviaron un anónimo que decía que alguien que había querido matarme en el pasado volvería a intentarlo.

—Mierda, Woody, mierda —masculló Paris, poco imaginativo para los insultos en ese momento—. Esto es grave. ¿Tus padres lo saben?

—Ya sabes que no son…

—Sí, sí, lo sé —lo interrumpió—. Concentrémonos en lo importante: en ti. Nora descubre a un desconocido y él nos dispara. A ti intentan matarte y recibes un anónimo. Concéntrate: esto es GRAVE, en mayúsculas. Tienes trece años, carajo.

Woody bufó. Paris había dejado de ser ese Paris reservado que tanto le gustaba. No le agradaban las críticas ni las recriminaciones, ni que jugara a reprenderlo como el adulto fracasado que no era. Él solo quería ayuda. Si lo había elegido, era para evitar las preguntas, pero las preguntas también habían salido de su boca. ¿Acaso ya no podía confiar en nadie?

—¿Sabes quién fue? ¿Sospechas de alguien? —insistió Paris.

—Sí, pero no puedo decírtelo.

—¿Por qué?

—Porque eso alertaría al asesino y yo necesito estar a la delantera. Siempre primero.

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Woody desbloqueó a Dylan y Sien un momento para ver si le habían enviado un nuevo mensaje. Tal como lo había imaginado, el teléfono vibró a los pocos segundos y una invitación a almorzar apareció delante de sus ojos. Y, aunque las tripas se le retorcían por el hambre, prefirió morirse de hambre y no de ignorancia. Su próximo paso fue redactar un breve texto que decía:

«Iré a casa de Robin. Vuelvo más tarde».

A Woody le encantaba decir la verdad a medias, jugar al eterno juego de los sobreentendidos. Imaginó a Dylan y Sien conformes con su respuesta y se apresuró a bloquearlos de nuevo. Ellos, por su parte, estaban habituados al eterno juego de la ignorancia.

Woody había recorrido el mismo camino varias veces en los últimos días, siempre rodeado de un halo de misterio. Se había acostumbrado a pasar por la puerta de la casa de Robin con la esperanza de que Nora saliera. Pero ella nunca salía. No había vuelto a aparecer desde la vez en que se habían peleado ¿Y si ya había regresado a su hogar y él no lo sabía?

Sus piernas se deslizaron con sutileza sobre el asfalto y avanzaron contra el calor de la siesta. Algunos perros lo siguieron un buen tramo, aunque a él no le importó demasiado. No tenía nada que ocultar: no tenía por qué tener miedo.

Había estudiado los horarios de la familia de Robin y sabía que sus padres estarían en el trabajo hasta las cuatro de la tarde. Eso le daba casi tres horas para escabullirse e intentar conseguir información. A cualquier costo.

Faltaban menos de diez horas para las once de la noche cuando Woody se detuvo frente a la casa de Robin. Nadie lo recibió por la sencilla razón de que no llamó a la puerta. Tampoco se oyeron ruidos a los alrededores, lo cual era una excelente señal. Woody rodeó la tapia de atrás y desembocó en el patio.

—Qué mierda.

La puerta del departamento de Nora estaba abierta de par en par y ella estaba sobre una mecedora de hierro, compenetrada en el armado de una pulserita. Nora lo miró de soslayo y fingió que no lo había notado, pero las cuentas pronto se escaparon de sus manos y ya no pudo disimular. Decenas de adornos se esparcieron por el piso e hicieron que Woody sonriera con malicia.

—Hola, mi orquídea.

Una mueca de disgusto se dibujó en la boca de Nora al oír el apodo que Woody acababa de ponerle. Él ni siquiera sabía cómo era esa flor, pero le había parecido un buen comienzo. Un comienzo diferente, una inversión de papeles que podría traer resultados diferentes.

—¿Robin está aquí?

De nuevo, silencio. Nora siguió concentrada en su juego, a la caza de las pequeñas bolitas que se habían esparcido por el césped. Woody comprendió que no tenía ganas de hablar y mucho menos de pelear, y bajó la guardia. Hincó las rodillas en el césped y la ayudó en su búsqueda. De pronto eran dos niños normales en circunstancias normales que solo se preocupaban por unos canutillos de colores.

Las manos de ambos se rozaron algunas veces y Woody sintió cómo la tela de su pantalón se levantaba, pero Nora decidió trazar distancia antes de que fuera demasiado tarde. Él se obligó a pensar en frío: estaba allí para descubrir sus secretos, no para enamorarse de ella.

Toda la magia se destruyó a los pocos minutos cuando todas las bolitas regresaron al estuche. Nora recogió el brazalete a medio terminar y continuó su tarea como si nada hubiera pasado. Woody observó las cuentas y notó que la pequeña había comenzado a formar algunas palabras. «Robin». «Nora». «Casa». 

Había separado también una eme mayúscula y una pe minúscula para más adelante, lo cual solo aumentaba la curiosidad de Woody. Nora tampoco ayudaba a aclarar el misterio: solo movía los dedos con la precisión de una cirujana y se concentraba en el eterno correr de los canutillos. Woody optó por el camino fácil: una pregunta.

—¿Robin te llevará a casa?

Su tono esta vez fue suave y consiguió su cometido: una pequeña sonrisa llena de nostalgia apareció en el rostro de la niña mientras asentía. Lucía feliz y aliviada. Woody intentó contagiarse de su felicidad y de su alivio, pero no lo logró. No sabía qué hacer, qué decir ni cómo sentirse. Había rogado muchas veces que ella se fuera, que todos sus problemas terminaran de una vez, pero ahora quería retenerla.

Intentó ser un espejo de las emociones de Nora y encontró tristeza, temor y esperanza. Ella había cerrado los ojos un momento, en un intento por ocultar todo lo que pasaba por su cabeza. El miedo la dominaba, tal vez, con una buena razón.

No supieron cómo, pero ambos cuerpos quedaron a escasos centímetros. Entonces pasó. Woody se abalanzó sobre ella y la besó. Nora respondió con sorpresa, pero poco a poco la sorpresa dio lugar a algo más. El contacto de los labios fue tímido y suave, con la timidez y la suavidad justa de un primer beso.

Ella fue quien interrumpió el momento. Se separó de forma brusca, casi como si no quisiera recordar el contacto de los labios de Woody contra los suyos. La boca de él protestó, pero no le quedó otra que aceptar su decisión. Nora le agradeció en silencio.

—Te irás esta noche, ¿verdad? Robin me lo dijo.

Otro asentimiento. Los ojos de Nora se habían cristalizado un poco aunque ella intentara ocultarlo. Siguió a Woody con la mirada y se topó con dos esferas celestes que la interpelaban.

—¿Ya no me dirás nada? ¿Ni siquiera un «adiós»? —le recriminó él. Luego tomó el teléfono y buscó el traductor para despedirse—: Auf Wiedersehen.

En la boca de Nora se dibujó un «Auf Wiedersehen» que nunca salió. «Adiós», era incapaz de decirle adiós. Woody tragó en seco mientras sentía el amargo sabor de la despedida. No supo qué hacer, así que no hizo nada.

De la nada, Nora comenzó a tararear una melodía. Woody pensó que era una canción inventada y sin sentido, pero pronto comenzó a entender el ritmo. Incluso llegó a creer que conocía la canción.

Se volteó hacia ella sin pensarlo dos veces y la encontró concentrada en algún punto del horizonte, más allá de la tapia de al lado. Ella movía los labios con suavidad, como si entonara una plegaria muda. Hasta que, por fin, algunas palabras salieron de su boca.

In dem Walde steht ein Haus,
Guckt ein Reh zum Fenster raus,

Woody no perdió el tiempo y activó la traducción en tiempo real. Casi de inmediato, Google le arrojó un resultado, una letra que avanzaba junto con la canción de Nora.

En el bosque hay una casa.
Un ciervo mira por la ventana.

Ella cantaba con afinación y sentimiento, dos cualidades poco presentes en los cantantes no profesionales, aunque no podía evitar fallar en algunas notas. Woody no le dio importancia. Su mente estaba concentrada en la letra de la canción y los malos presagios ya se habían adueñado de su cerebro inquieto.

Kommt ein Häschen angerannt…
Klopfet an die Wand:
"Hilfe, Hilfe, große Not,
Sonst schießt mich der Jäger tot!".

Cuatro versos aparecieron en la pantalla. Hubo un escalofrío, o tal vez dos. Luego vino un alivio que dio paso a la preocupación, a una preocupación por la muerte.

Un conejo viene corriendo
y llama a la pared.
«¡Socorro! ¡Socorro! ¡Gran desamparo!
¡El cazador me quiere matar!».

Un niño asustado. Una niña asustada. Y una letra que corría en la pantalla, ajena a todo lo que esas simples palabras provocaban.

▂▂▂▂▂

Holaaa, ¿qué onda? En lo personal, AMO el estilo que tiene este capítulo. Simplemente, superior✨

¿Qué piensan de todo esto? ¿Alguien tiene teorías?

¡Se está prendiendo estoo! 🔥

Esto es to-to-to-todo, amigos!

xoxo,

Gonza.

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