Capítulo 1
En el frente de la casa rodante había una esvástica. Una esvástica irregular, con la menor idea de las nociones de pulso o de proporción, pero capaz de arrancarle a Woody su insulto favorito.
—Hijo de puta.
Sin embargo, la cólera pronto se convirtió en temor y el temor, en terror. Entonces supo que debía hacer algo antes de que fuera demasiado tarde.
Desesperado, miró a ambos lados de la calle y trató de buscar a alguien en los alrededores. Las carreteras continuaban igual de desiertas que la noche anterior y solo un par de perros desolados caminaban por la amplia pero triste Wisconsin, en una permanente lucha contra el calor primaveral. «Al menos, vivir en un barrio en donde nunca pasa un carajo tiene algunos beneficios», concluyó el niño.
Hurgó en sus bolsillos, sacó la copia de las llaves que hacía meses les había hecho hacer a Dylan y Sien, y abrió la puerta con cuidado. Se deslizó dentro de la Acapulco en puntas de pie y verificó que ambos siguieran dormidos. Lo estaban. Woody se había acostumbrado a ese panorama: los sábados a la noche eran tiempo de buen sexo y el desgaste físico les impedía a ambos levantarse temprano a la mañana siguiente.
«Es la primera vez en trece años que les agradezco su perversión», pensó mientras iba por sus utensilios de arte.
Viró hacia la derecha y, de un pequeño salto, alcanzó la cucheta de arriba. Sus manos actuaron con rapidez y sigilo: separaron un pequeño rodillo, unas cuantas brochas y algunos pinceles de distintos tamaños para hacer los detalles. Por desgracia, solo le quedaba óleo al agua, pero Woody había oído que era bueno para pintar sobre metal. «Y es mejor que nada», se consoló.
Titubeó un momento para buscar un banco antes de llevar su cargamento fuera y cerrar la puerta. Ahora solo le quedaba rogar que el sol no estorbara el sueño de Dylan y Sien.
Entonces comenzó a pintar. El rodillo embebido en pintura celeste claro se deslizó sobre la chapa y comenzó a ocultar poco a poco la vergüenza de su familia. El azul, el amarillo y el blanco, combinados en unos trazos posimpresionistass, comenzaron a dibujar un paisaje, una noche. Una noche estrellada.
—¿Se puede saber qué es lo que haces? —preguntó de pronto una voz.
El corazón de Woody se sobresaltó y una acidez viajó desde su estómago hasta su garganta. Si bien el tono no había sido acusador, lo sería al enterarse de que habían dibujado una esvástica en la casa de unos nazis.
—¿Se puede saber qué es lo que haces? —repitió el falso Principito. «Un Principito bastante tocapelotas», pensó Woody.
Intentó armarse de calma y se volteó. Una cara conocida apareció del otro lado. Dos ojos oscuros casi cubiertos de un pequeño flequillo le sonrieron.
—No lo sé, quizá La noche estrellada, de Vicent Van Gogh —repuso Woody.
—Jamás me lo hubiera imaginado. Lo has pintado tantas veces que creo haberlo usado hasta para limpiarme el culo —respondió Chris, que nunca perdía la ocasión para deslizar su sarcasmo—. La pregunta es… ¿por qué pintarlo en una casa rodante?
—¿Por qué no?
La mirada de Woody se desconectó de la pelea para descansar en la ropa de Chris: tanto la remera como el pantalón estaban manchados a tramos irregulares. En sus brazos, esos brazos trabajados por la natación, reposaban dos aerosoles. Woody fijó la vista y alcanzó a identificar los colores: rojo y azul.
—¿Se puede saber qué haces con eso? —arremetió con menos decoro que de costumbre.
—Pinto mi habitación y ayudo a mi madre a redecorar la casa. A diferencia de ti, Sid, que no eres capaz de levantar ni un plato para ayudar a tus padres.
—Sabes que no tengo padres —se defendió el menor—. Y que detesto que me digas «Sid».
Chris le dedicó una pequeña sonrisa de treinta y dos dientes. Hacía años que llamaba a su primo como el villano de ToyStory y era divertido ver que el pequeño aún se enfadara. Sin embargo, esta vez el rictus desapareció demasiado pronto, reemplazado por una máscara de temor y nerviosismo. Woody alzó una ceja de una forma extraña mientras preguntaba:
—¿Ha vuelto la luz?
—Así es, mi querido Buzz Lightyear. Regresó esta mañana temprano.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Woody pretendió instalar una falsa tensión que Chris esfumó en medio segundo con una cálida respuesta.
—Porque hoy me he levantado temprano.
—¿Para qué?
—No sabes la cantidad de gente que se levanta temprano los domingos solo para rascarse las pelotas o los ovarios —repuso Chris mientras agitaba los aerosoles—. Por cierto, ¿te gustan? Los conseguí ayer.
—Sí.
—¿Es un «sí de sí» o un «sí» sarcástico?
—Es un «sí de sí».
Solían hacerse preguntas de ese tipo de vez en cuando porque era una fórmula simple pero efectiva de conocer los límites de cada quien. Porque, cuando alguien es sarcástico contigo todo el día, no sabes si quiere decirte «¿Cómo estás?» o «Vete a la mierda».
—Me gustaría ver cómo se te da la pintura.
—Nada mal, pero sirvo para cosas simples.
—¿Has hecho algún esb… ozo? —preguntó Woody, sugerente.
Las cejas de Chris se elevaron desparejas y sus ojos se encontraron con los de Woody. El rostro de Chris era el fiel reflejo de la confusión o, al menos, eso quería aparentar.
—¿Esbozo?
—Todo principiante hace esbozos antes de pintar.
—Entonces, yo no los necesito —reconoció Chris con orgullo.
—Deberías revisar tu ego.
—Y tú deberías revisar tu cuadro. Es espantoso.
—¿Es en serio? —preguntó Woody, ofendido.
—Claro que no, Tiro al Blanco —repuso Chris mientras le revolvía el cabello—. Solo que le falta algo… aquí.
Woody apenas tuvo tiempo para reaccionar. Chris atacó con el aerosol y lo obligó a cerrar los ojos para no llenarse de pintura roja. El pequeño se limpió la cara con las manos y, embadurnadas como estaban, las pasó por el cabello corto y prolijo de Chris hasta dejárselo colorado.
—Ya sabes que no me gusta que me hagas eso. —La rudeza regresó a la voz de Woody.
—Pero parece que te gusta hacerlas —repuso Chris, en un tono divertido.
—Es una buena manera de darle una lección a la gente estúpida.
El tema quedó zanjado en el mismo instante en que la vecina del frente salió de su dúplex, ingresó a un Surán oscuro y, tras algunos inconvenientes con el embrague, se perdió por la esquina contraria. Chris le agradeció en silencio la posibilidad de cambiar de tema.
—¿Crees que Dylan y Sien estarán molestos por el cuadro? —le preguntó de pronto.
Woody se rascó la barbilla un momento mientras observaba su último trabajo con ojo crítico. Si bien la prisa lo había obligado a cometer algunos errores imperdonables para un artista avanzado, su obra lucía como un cuadro común y corriente: bien pintado, bien combinado y bien acabado. Y, sobre todo, perfecto para esconder su secreto.
—No veo por qué lo estarían. A Sien le apasionan las decoraciones exóticas y estará orgullosa de mí por primera vez en su puta vida.
—Provecho —repuso Chris, entre carcajadas.
Sussane, la gata de su tía Mila, se acercó a Woody y comenzó a restregarse contra sus pies. Él, preso de un ataque de ternura incontenible, le rascó la cabeza para aliviarle la picazón de las pulgas. El hermoso felino gris le agradeció el favor y le pidió una segunda ronda. Woody, condescendiente con los animales pero no con las personas, aceptó.
Mientras tanto, Chris se puso de pie, recogió sus aerosoles y se perdió detrás del portón negro que daba al patio de la casa de su madre. Woody escuchó cómo sus pasos firmes se volvían cada vez más inaudibles hasta extinguirse en la puerta de entrada. Le alivió saber que estaba solo y, por lo tanto, seguro.
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Apenas podía soportar la depresión de los días de semana como para tener que enfrentarse a la del domingo a la tarde. Woody insistía en que el que lo había creado era uno de los hijos de puta más hijos de puta de todos.
En el interior de la casa rodante, todo presentaba un orden aterrador. A la derecha, la habitación de Brayden y Sien lucía ordenada, casi sin indicios de lo que sus ambos habían hecho la noche anterior. El biombo que separaba los ambientes —una precaución de Woody para proteger su privacidad, pero incapaz de silenciar los gemidos que venían del otro lado— estaba descorrido y revelaba su habitación.
El pequeño aprovechó la calma para ordenar todas las cosas que había sacado esa mañana. Acomodó pinceles, brochas y pinturas en su sitio; colocó los cajones bajo la cama, y revisó que Sien y Dylan no hubieran puesto nada raro entre sus cosas.
Una bomba,
un arma,
veneno,
un cuchillo,
vidrios.
Una esvástica.
Por suerte, no había nada más que un edredón de ositos que aún tenía olor al suavizante de la ropa. Si dentro no había nada extraño, entonces el peligro debía estar fuera.
Woody sacudió la cabeza para liberarse de la paranoia momentánea e intentó bajar la guardia. «Aún nadie te ha amenazado de muerte. Solo es una esvástica. Una puta pero simple esvástica», intentó convencerse.
Abrió la alacena, tomó un paquete de galletas cerrado —única garantía de que la comida no estuviera envenenada— y comenzó a saborear las pepas de chocolate una por una. La tarde caía sobre la ciudad y le había contagiado su depresión al cielo, cielo que ahora se teñía de tonos grises y anaranjados.
Woody asomó la cabeza y observó el ocaso por la puerta de entrada. Afuera, algunos perros correteaban por las calles y se acercaban a Sussane para molestarla. La gata no se echaba hacia atrás: sacaba las garras y erizaba los pelos lo suficiente como para mantenerlos a más de cinco metros de distancia.
A lo lejos, un hombre ancho y de sombrero negro revisaba un poste de luz. Más allá, casi en las sombras, dos niños jugaban a las escondidas, a la atrapadita o a la escondida atrapadita.
Todo parecía estar en orden.
Todo parecía una apacible tarde de domingo.
Todo hubiera parecido una tarde de domingo si no hubiera sido por aquella maldita esvástica.
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Dylan estaba al lado de su teléfono cuando este comenzó a sonar. Decidió no atenderlo, lo que obligó al resto de la casa a soportar el insoportable tono de Samsung hasta que quien llamaba se dignó a cortar. Por suerte, Woody solo lo había escuchado veintidós veces cuando Dylan decidió atender.
El pequeño simuló leer una historieta de Batman y lo siguió de reojo. Vio cómo Dylan se levantaba de la silla, se deslizaba con suavidad hacia un rincón apartado de la cocina y les decía que no lo molestaran, que estaba en una llamada importante.
—¿Qué quieres?
Una pausa se tradujo a una respuesta del otro lado. Woody imaginó que quien llamaba reprendía a Dylan por no haberlo saludado. Y no se equivocó.
—Me importa una mierda el saludo. ¿Qué quieres?
Otra pausa. Esta vez, mucho más extensa. La mirada de Woody se posó en Dylan y notó que su rostro adquiría poco a poco una coloración rojiza. «¡Enojo, ira, furia, cólera!», gritaban las venas de su cuello y de su frente.
El tenso silencio se extendió durante algunos segundos, solo interrumpido por los constantes bufidos de Dylan y sus intentos frustrados de interrumpir a su interlocutor. Al parecer, el otro no daba el brazo a torcer.
—¡¿Puedes callarte?! —estalló Dylan—. ¡¿Puedes callarte de una puta vez?!
Quien estaba del otro lado de la línea debió decir algo insultante porque la reacción de Dylan fue aún más salvaje.
—¡No quiero espías, no quiero recordatorios, no quiero ayuda: no quiero nada! ¡Quiero que te vayas, que desaparezcas, que te trague la tierra!
—…
—¡Lo sé! ¡¡Carajo, claro que lo sé!! Echaron a mi hijo de la escuela por ser un puto nazi. Pero eso no cambia las cosas entre nosotros.
▂▂▂▂▂
Bueno, bueno, bueno... ¿Esperaban que la cosa empezara tranquila? Pues, se equivocaron, jeje.
¿Ahora ya entienden la portada de la historia?👀
El próximo capítulo está narrado por Woody, así que no se asusten por el cambio de punto de vista, jeje.
¡Recibo todos los memes que quieran hacer de la historia (y de mí)! Eso sí, no acepto tomatazos al autor. :)
Nos vemos el miércoles, mis pequeños vampiros,
xoxo,
Gonza.
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