VII
Antes de que pudiera quitar el pestillo y abrir la puerta, Rober lo aferró del brazo y trató de hacer que girase, cosa difícil de conseguir cuando tu novio te saca varios kilos en músculos y unos cuantos centímetros de altura que usa a su pleno favor en esos momentos.
—Venga ya. ¿Me vas a dejar aquí tirado? —Cuando esos ojos fríos recalaron en él por encima del hombro, tragó saliva y aflojó sus dedos—. Estás sacando las cosas de contexto, che. Nunca he dicho que me molest...
De un tirón brusco, César se desembarazó de él.
—¿Se te ha olvidado ya lo que me acabas de decir hace un segundo? Porque yo sé muy bien lo que he escuchado. ¿Quieres quedarte solo y que deje de molestarte? Tranquilo, que vas a tener todo el tiempo del mundo para ti cuando vuelvas por tu cuenta. Así, de paso, nadie te llevará la contraria ni te molestará. Solo te voy a decir una cosa: con esa actitud tan irracional y egoísta te estás comportando como ya sabes quién. Yo no soy ningún polvo de conveniencia ni carezco de opinión ni de sentimientos: soy tu novio. O, bueno, eso creía. A estas alturas, ¿quién sabe?
Con esa última puntilla, César abrió la puerta del cubículo y salió. Pocos segundos después, la del baño se cerró de un portazo rotundo. Tenía que mover los pies y seguirlo. Tenía que hacerlo. Pero no lo conseguía. Era como, si de pronto, el cuerpo le pesara una tonelada y los pies estuvieran soldados a las baldosas sucias del suelo. Unas pocas palabras y esa plenitud en su pecho, esa ligereza que le había traído el sexo, se había convertido en una sensación opresiva que apenas le permitía llenar los pulmones.
Sin molestarse en cerrar de nuevo la puerta del cubículo, bajó la tapa del retrete con manos trémulas, se dejó caer sobre ella y hundió las manos en el pelo.
Esto no era lo que quería. Esta no había sido su intención al entrar en el baño y descubrir que César también estaba allí. Solo había querido olvidarse de todo. De todo eso que le había estado amargando la existencia durante las últimas dos semanas desde que le Begoña lo llamase para invitarlo a la boda.
Hacía cinco años de la ruptura y Manuel seguía teniendo más influencia en su vida del que le gustaría admitir.
¿De verdad querer buscar algo de consuelo y distracción lo hacía ser egoísta o un mal novio? César lo acusaba de estar actuando como Manuel al quererlo solo para sexo cuando no tenía ni idea de lo que era ser usado de verdad. No tenía ni idea de nada en absoluto. Solo sabía ser melodramático cuando no era necesario. ¿No se suponía que uno tenía que reconfortar a su pareja cuando lo necesitase y como mejor pudiera? Porque eso era todo lo que él pedía.
Eso y no tener que hablar de nada.
No aún.
Puede que nunca.
Pero ¿qué culpa tenía? Manuel siempre había formado parte de su vida. Había sido su primer amor, su primer beso, su primera vez. Esas cosas nunca se olvidan con facilidad. Sobre todo cuando eres un adolescente de dieciséis años de hormonas revolucionadas y enamoradizo y el mejor amigo de tu hermano, ese que te saca cuatro años, te empieza a hacer por fin caso después de años de ser solo conocido como el hermano pequeño de Toño que siempre los seguía a todos lados como un perrillo en busca de atención.
Puede que lo suyo al final solo hubiera sido sexo, sí, pero ocho años de pseudorelación siguen siendo muchos años. Ocho años de que los demás solo los considerasen como amigos. Ocho años en el que el tema de los sentimientos o su relación era un tema tabú entre ellos.
Ocho años en los que, si alguna vez se atrevía a preguntar sobre ello en un momento de debilidad después de hacer el amor, Manuel siempre rompía su burbuja y atajaba con las mismas palabras:
—¿Por qué me haces esto, Rober? Joder. Te he dicho más de una vez que no soy ningún puto mariposón. No lo soy. No lo soy y punto, así que deja el temita estar ya, ¿sí? Vaya manera de joder la marrana. Vengo aquí a follar y me toca aguantar ñoñerías y mariconadas. Gracias por nada, ¿eh? Me las piro.
Tras lo cual lo abandonaba en la cama de mala manera y se encerraba en el baño, donde se daba una ducha rápida antes de desaparecer del piso con un «au» seco. Y sí, en aquellos momentos era evidente que, aunque compartiesen algo tan íntimo que Rober se atrevía a llamar especial, para Manuel solo era sexo.
Para Manuel, no eran nada.
Solo dos conocidos a ojos del resto del mundo que, a escondidas, follaban de vez en cuando y luego si te he visto, no me acuerdo.
Y, a pesar de lo mucho que escocía que lo ocultara, que lo negase todo, Rober hizo de tripas corazón y continuó con él a la vez que seguía tratando de salir con otros, algo que nunca terminaba de cuajar.
Continuó con él porque con esas migajas tenía suficiente.
O eso se dijo a sí mismo una vez tras otra hasta que Manuel se echó una novia estable. Siempre se había tirado a cuanta chica quería mientras estaban juntos como si necesitase demostrarse algo, pero que justo la persona que había elegido para asentar la cabeza fuera una amiga suya de la Facultad... la misma que él le había presentado...
Que fuera tan cariñoso con ella en público, con esas muestras de afecto que hablaban de lo feliz que era o lo orgulloso que estaba de estar con ella...
Era como si Manuel quisiera restregarle por la cara que Begoña sí era lo suficiente buena, que siempre sería mejor que Rober por el simple hecho de ser mujer, porque una relación heterosexual era lo que la mayoría de la sociedad consideraba normal y aceptable. Pero si tan orgulloso estaba, si tan feliz era, ¿por qué siguió volviendo a él todas y cada una de las veces? ¿Por qué no dejó de buscarlo? ¿Por qué lo follaba con ese desespero y esa rabia contenida si tan satisfecho estaba con Begoña?
Durante cosa de un año, ser el otro era mejor que no ser nada, a pesar de lo culpable que se sentía cada vez que coincidía con Begoña. Pero cuando perdió el interés en sus estudios y los descuidó, cuando comer se volvió en una tarea pesada y opcional, cuando salir de la cama cada mañana se convirtió en una acción tan imposible y abrumadora como tener que estar al día con las clases o prepararse parciales que, a la vez, no podían serle más indiferentes, estaba claro que tenía que hacer algo.
Tenía que hacer algo o acabaría cometiendo más de una estupidez irremediable.
Así que lo dejó.
Lo dejó con un:
—Creo... creo que será mejor que dejemos de vernos. —Con un enorme nudo en la garganta, no pudo sostenerle la mirada—. Creo... —Carraspeó, y siguió en un susurro—: No puedo seguir así, Manuel. Lo siento, pero esto me supera.
Y el muy cabrón de Manuel ni siquiera pestañeó; solo se lo quedó mirando con esos ojos azul cielo que a veces eran tan fríos e impenetrables y que en ese momento cubrieron de escarcha su corazón antes de decir:
—Como tú veas. —Se encogió de hombros—. Ahora recojo mis cosas sin problemas. Tampoco hay que ponerse tan dramático, joder.
Como si no le pudiera importar menos después de ocho años juntos o no se tomase en serio sus palabras y pensara que terminaría arrepintiéndose y yendo tras él en algún punto.
A continuación, Manuel revisó el piso hasta asegurarse de que no se había olvidado nada, que tampoco consistía en mucho más que un par de calzoncillos y calcetines que se había dejado una de aquellas veces, y se fue con su típico «au» para no volver jamás. A pesar de haberse petrificado ante la dejadez de Manuel, Rober no cedió y se mantuvo firme. Pero cuando Manuel se distanció de él como si nunca hubieran sido nada, como si nunca le hubiera importado lo más mínimo, eso terminó por destrozarlo y se vino abajo.
Si no fuera porque uno de sus compis de piso llamó a su hermano, si no fuera por el empeño de Toño y Laura, ni siquiera se hubiera planteado volver a salir de casa, mucho menos retomar y terminar sus estudios un par de años después.
Dios, la cara homicida de Toño cuando por fin se había enterado de todo...
Suspiró, y se pasó las manos por la cara. Sí, puede que se hubiera comportado como Manuel hoy, pero César se había excedido al compararlos. Las cosas entre ellos no eran ni nunca habían sido para nada como con Manuel.
Si su intención era darle en la llaga, lo había conseguido.
Nunca había usado el sexo como moneda de cambio con César. Solo hoy. Solo hoy y porque pensó que le ayudaría a despejarse la cabeza.
Y durante unos minutos lo había conseguido, sí, pero aquí estaba de nuevo en la misma posición que antes al marcharse del convite.
O incluso peor.
¿Estaría César pensando en dejarlo? ¿O simplemente estaba enfadado con él? Ojalá fuera lo último, porque ¿qué haría sin César? No se imaginaba compartiendo su vida con nadie que no fuera él.
Hundió los dedos en los párpados cerrados, y resopló una risa. Y pensar que hubo una época en la que ni siquiera había sabido de su existencia. Uno puede ir por la vida totalmente ajeno de la gente maravillosa que lo rodea, de la multitud de posibilidades que tiene a su alrededor, y eso fue justo lo que le ocurrió con César.
Si no fuera por ese día en la clase de Arte Actual en la que César se sentó a su lado durante las primeras semanas, en las que aún batallaba para ajustarse al Grado, las asignaturas que no le habían podido convalidar y el hecho de que ese era su último año, sus caminos nunca se habrían cruzado. Si no se lo hubiera encontrado en la cafetería muchos meses después, en febrero, justo tras los exámenes de primera convocatoria del primer cuatrimestre, y le hubiera preguntado si podía sentarse a su lado, se habría perdido a una de las mejores personas de su vida.
Ese día en específico había sido uno de los difíciles. De esos en los que estaba en clase, pero su cabeza estaba abarrotada de un zumbido incesante que no le dejaba pensar con claridad ni le permitía prestar atención. Nada de lo que decían los profesores tenía sentido. Solo eran palabras vacías difíciles de unir y procesar.
Tampoco ayudaba estar siquiera en clase rodeado de toda esa gente que sonreía, reía y bromeaba; rodeado de gente que era evidente que entendía todo, seguían adelante con sus vidas sin tantas complicaciones como él y no sentían cómo las paredes se les viniesen encima por momentos y por las razones más tontas.
Por eso, había huido de una de esas clases.
El profesor en cuestión había entrado en el aula a paso decidido y, sin más dilación, se puso a explicar teoría pura y dura sobre una de las corrientes artísticas de los años 80. Si le hubieran preguntado ese día, Rober no habría sabido reproducir ni una sola idea ni palabra. Y ese mismo hecho de estar ahí, perdiendo el tiempo, malgastando dinero y fingiendo que era mejor que el banco en el que se sentaba, fue el colmo.
¿Qué hacía allí? No, en serio. ¿Qué mierdas hacía allí? ¿Qué hacía allí cuando podría estar perfectamente metido en su cama y lejos de toda esta farsa?
Era demasiado. Todo era demasiado.
La visión se le nubló por los bordes, y tuvo que ponerse de pie. En mitad de las explicaciones del profesor, recogió sus cosas. Apenas podía controlar sus manos de lo mucho que temblaban al guardar los libros y los apuntes. Su agitada respiración era todo lo que plagaba su cabeza.
Aun así, no desistió.
Solo quería salir de allí ya, ya, ya, ya.
Como si el mundo se fuera a acabar en cualquier momento si no salía cuanto antes de allí.
Sin levantar la cabeza, atravesó el aula. Ignoró las miradas que su actitud extraña pudiera acarrear y no se detuvo hasta llegar afuera. Sin embargo, estar al otro lado de la puerta no hizo que la presión en sus pulmones ni en sus sienes se aliviase.
Empapado de sudor, dejó caer los hombros y arrastró con lentitud los pies hacia los baños, de donde no salió hasta una media hora después, cuando por fin pudo regular su respiración y los puntitos negros en su visión se disiparon. Aunque sirvió para que pasara lo peor y se calmase un poco, la sensación de ahogo no dejó de perseguirlo. Así es como, con la cara aún húmeda, fue hacia la cafetería de la Facultad con la esperanza de poder tomarse algo y terminar de tranquilizarse.
A punto estuvo de dar media vuelta y marcharse al descubrir que en esta había bastante gente; no obstante, dar con una cara familiar, la cara de ese joven que llevaba tiempo sentándose a su lado en cuantas clases compartieran y que a veces hablaba con él, hizo que titubease y se quedase plantado en la entrada.
¿Entraba o no? ¿Y si se acercaba? Necesitaba algo de distracción, y ese chico siempre conseguía que las voces en su cabeza se aquietaran y le dieran tregua.
Quizá... quizá podría intentarlo. Quizá podría acercarse él por una vez.
Quizá esta vez también funcionase.
Una vez decidido esto, navegó la cafetería hasta la mesa en la que estaba, se aferró aún más a los apuntes que apretaba contra su pecho y le preguntó en voz baja e inestable:
—¿Está ocupada? —Señaló con la mano y un movimiento de cabeza a la silla que había junto al joven—. Si no es mucha molestia...
César, que había estado hablando con unos amigos suyos, centró la atención en él y elevó las cejas.
—¡Claro que no! Espera un momento que quite las cosas.
Después de dejar su mochila en un rincón de la mesa, le ofreció una sonrisa y Rober se sentó a su lado tras murmurar un «gracias».
Si alguno de sus amigos o el mismo César pensaron algo de sus ojeras o de su aspecto descuidado, ninguno dijo nada. Todos le dedicaron un saludo y una sonrisa.
Una que le costó devolver.
¿Y si había equivocado al sentarse con ellos? Tal vez hubiera sido mejor irse a la sala de estudios de la Facultad de Filología o de la Biblioteca. Al menos allí nadie hubiera esperado de él que sonriera y sostuviera una conversación coherente como cualquier persona normal.
Por suerte, ninguno de los presentes le atosigó.
El único que le habló fue César, que se inclinaba de vez en cuando con la excusa de tal o cual asignatura para preguntarle cosas tan sencillas como «¿sabes ya si Menganito ha dicho algo de si habrá exámenes parciales o solo el final?» o «Me han comentado que en tal asignatura de este segundo cuatrimestre hay que entregar un trabajo grupal además del examen final, pero todavía no estoy seguro. ¿Tú sabes algo?».
Y lo mejor, sin duda, fue cuando no desistió y continuó buscándolo una y otra vez para sentarse a su lado después de ese día.
A raíz de esa mañana, poco a poco, fue sintiéndose cada vez más como él mismo, aunque ese alguien fuera un completo desconocido que tuvo que ir redescubriendo con el paso de los meses conforme más se abría a César y más amigo de hacía de este y de sus amigos.
Y, meses después, a principios de junio, mientras practicaban el uno con el otro la presentación de sus TFGs, estaba segurísimo que había algo en aquella mirada marrón cuando lo observaba o en esas sonrisas que le dirigía que no estaba ahí cuando César hablaba con otras personas.
Algo especial.
Algo... algo que tenía que ver con él.
Algo que hacía palpitar su corazón sin control alguno.
Pero ¿quién le aseguraba que era lo que él creía que era? Mejor no exponerse al ridículo otra vez si estaba viendo cosas que no eran. Mejor salvaguardar su bienestar mental, su corazón, del que aún tenía que seguir remendando sus partes y que ni siquiera sabía si algún día volvería a estar del todo completo.
Muchísimo mejor si nunca se abría por completo. Así, se ahorraba que volvieran a hacerle daño.
Estaba conforme con ser solo su amigo y nada más.
¿Verdad?
O esa había sido su intención. Y, en realidad, más o menos lo había cumplido. Prefería mil veces ser amigo de César que descubrir que estaba equivocado y perderlo o, aunque estuviera en lo correcto, que las cosas entre ellos se fueran a pique y acabara perdiéndolo de todas formas.
¿Quién necesita arriesgarse si ya tienes una rutina cómoda con alguien a quien aprecias mucho? Mucho mejor adherirse a lo de siempre, a eso que nunca te va a fallar, a lo seguro.
Con todo, mandó a la mierda sus precauciones cuando le pidió que lo acompañase a la boda de su hermano y Laura unos meses más tarde de que acabaran la universidad.
Era como si una parte de él no estuviera del todo conforme con el statu quo que tenían y sintiese la necesidad de rebelarse.
Y rebelarse fue lo que hizo.
Menos mal que César aceptó. Lo que siguieron fueron semanas de comerse el tarro y de un burbujeo que crecía en su estómago cada vez que quedaba con César, hablaban en persona o por móvil o estaba cerca de él. ¿Pensaría este que iba como su amigo? ¿Como algo más? ¿Siquiera se había fijado en él o estaba todo en su cabeza y era producto de su imaginación? ¿Cómo sabe uno cuándo alguien está de verdad interesado en él? ¿Cómo se leen esos signos? ¿Cómo se interpretan?
¿Qué debía hacer?
Claro está, al final no hizo nada.
Y estuvo paralizado hasta el día de la mismísima boda.
Para entonces, César vino a recogerlo en su coche tan guapo y arreglado que le dejó sin aliento. Vestido en un traje azul grisáceo que le resaltaba piel tostada y le acentuaba los hombros anchos, y con el pelo peinado hacia atrás con alguna especie de espuma, le obsequió esa media sonrisa suave que parecía reservar solo para él y conversó con él como si nada durante todo el camino al Juzgado.
Lo mismo no pudo decirse de Rober, a quien le costaba articular más de dos palabras juntas sin agachar la cabeza, tartamudear o sin que las mejillas le quemasen.
Lo más maravilloso y aterrador de todo fue la forma en la que César estuvo pendiente de él durante toda la ceremonia y el convite.
¡Incluso le invitó a salir a bailar! Y lo hizo aun cuando sabía lo mal que se le daba y los subsecuentes pisotones que se ganó. Rober solo fue capaz de aferrarse a César y balancearse de un pie a otro con la mejilla pegada al hombro de este mientras se dejaba guiar.
Todo aquello tenía que significar algo, ¿no? No podía ser solo cosa suya. César también tenía que sentir algo por él.
No estaba tan loco.
En cuanto se acabó la canción, se apartó un poco y alzó la vista. César esbozó una sonrisa. Su sonrisa. Y encima ahí estaba de nuevo ese brillo en la mirada. Un cosquilleo se apoderó del estómago de Rober. ¿Y si le decía algo? Era el momento perfecto para hacerlo. Abrió la boca y boqueó un segundo.
—César... Yo... Tengo que...
—¿Sí? ¿Tienes sed? —Este deslizó las manos por sus brazos hasta atrapar sus manos y apretárselas—. Si quieres podemos ir a la mesa a sentarnos un rato.
—Yo...
La garganta se le cerró. Al cabo de unos segundos, César frunció el ceño.
—¿Pasa algo?
Trató de formar alguna palabra, pero no salió ni una sola. Mierda. No podía. No podía hacerlo. El cosquilleo en su estómago se transformó en un nudo. ¿Qué pasaba consigo mismo? Quizá era un aviso de que sería mejor que no abriese la boca y echase a perder una de las amistades más importantes que tenía.
Sí, estaba claro que era lo mejor.
Negó con la cabeza, se apartó sin mirarlo y musitó un:
—Voy... voy a salir un rato a... Voy a salir un rato a tomar el aire. Ahora vengo.
Y huyó de la pista como el cobarde que era.
Si César no lo hubiera seguido, a saber dónde estarían hoy en día. Con la paciencia de santo que tenía César, quizá aún estaría esperando a que Rober estuviera preparado o quizá no. Pero uno nunca sabe si está preparado si no lo intenta en algún momento. Puedes estar toda la vida presa de la indecisión y esperando al momento ideal que este nunca llegará si no creas tú esa oportunidad.
Así de simple.
Sentado sobre un banco cercano, levantó la cabeza ante el sonido de unas pisadas bajando las escaleras mientras seguía reprendiéndose. ¿Cómo había podido largarse de esa manera? ¿Cómo...? Sus ojos coincidieron con los de César, que avanzó hacia él con las manos en los bolsillos y a Rober se le subió el corazón a la garganta. ¿Qué hacía aquí?
César se detuvo delante de él y pateó una piedra en el suelo. Había algo penetrante en su mirada que hizo que las palmas de la mano le sudaran y que los engranajes de su cabeza se entorpecieran, chirriaran y pararan.
—¿Puedo sentarme?
Asintió sin poder hablar. El ceño de César se frunció, pero tomó asiento a su lado con extremada lentitud.
—¿Por qué has salido así, tan deprisa y corriendo? ¿Es que he hecho algo? ¿Ha sido porque te he invitado a bailar? Sé que no te gusta mucho, pero tampoco ha sido tan horrible, ¿no? Ha estado bien.
Negó con la cabeza. En medio de la calma de la noche, el susurro de la ropa de César al volverse hacia él fue más que notorio. Después de apoyar el pie sobre la rodilla, una de las manos de César buscó las suyas. Una corriente le subió por la piel erizándosela a su paso, y su estómago hizo una pirueta.
—Háblame, por favor. Me estás preocupando. ¿Dónde está el Rober que conozco? Porque ese es al que necesito ahora mismo. Dime qué te pasa.
Había un tiempo en el que le habría respondido que esa persona, ese Rober del que hablaba, ese que había recuperado en parte gracias a la amistad de César, no era más que un extraño. Ni siquiera estaba seguro de si podría decirse que lo había recuperado o si era mejor decir que era una copia difusa de alguien que había creído ser en su adolescencia.
Lo único que tenía claro era que estar con César lo hacía sentir todo lo normal que uno podía sentirse cuando no está seguro ni de quién es.
César le apretó la mano.
—Rober...
Levantó de golpe la cabeza ante la llamada de su nombre en ese tono implorante y parpadeó. La luz amarillenta de una farola cercana iluminaba el rostro contraído de César, le otorgaba a los ojos preocupados un tono dorado y los labios llenos tenían un color más rojo y atrayente que nunca.
Dios, César era guapísimo. Nunca se cansaría de mirarlo. Nunca.
Tras coger aire por entre sus labios trémulos, empezó a inclinarse. A la mierda. Lo iba a besar. Lo iba a besar y se acabó. Lo besaría y que fuera lo que Dios quisiera. No podía contenerse más. Se negaba a contenerse más.
Así que eso fue lo que hizo.
Unió sus bocas y estas encajaron a la perfección. No importó que todo su cuerpo se viera sacudido por temblores y el corazón estuviera a punto de salírsele por la boca. No importó que en un primer momento sus dientes entrechocaran. No importó que César se quedara inmóvil y no correspondiese durante los primeros segundos.
No, ninguna de esas cosas era relevante.
Lo que de verdad contaba era como, escasos instantes después, César se recobró, se sujetó a sus brazos y comenzó a mover los labios contra los suyos con lentitud y suavidad, como si temiera que algo tan frágil no fuera real.
Todavía hoy en día podía sentir ese mismo cosquilleo en sus labios y su estómago cada vez que se besaban.
Nunca, nunca se arrepentiría de esa decisión y de todo lo que trajo consigo. Tenía un anillo de pedida de mano escondido en el último cajón de los calcetines, lejos de los ojos curiosos de César, para atestiguarlo.
¿De verdad iba a dejar que Manuel lo jodiese todo? ¿Que jodiese una de las mejores partes de su vida adulta? Rober se restregó la cara y luego volvió a enterrar las manos en el pelo. Incluso cuando ya no eran nada, Manuel tenía que emponzoñarlo todo, joder.
Quizá sí que estaba comportándose como Manuel al guardar con tanto celo todo lo que tuviera que ver con este desde el principio; al no permitir que César traspasase esa línea imaginaria que había dibujado en torno a la figura de Manuel y nunca haberse abierto con él acerca de nada de lo que vivió durante esos ocho años. Pero ¿qué pensaría César si supiese sobre todas esas veces que había capitulado ante los caprichos y manipulaciones de este? O sobre todas esas otras veces que se acostó con Manuel aun cuando este estaba saliendo con Begoña.
Sobre la multitud de veces que quiso arrastrarse hasta Manuel una vez terminaron para que le diera una segunda oportunidad, para que lo eligiera a él y no a ella, para que no lo olvidara y lo amputara del todo de su vida.
Sobre lo bajo que había llegado tras la ruptura, punto.
Tan bajo que, en uno de los puntos más bajos, llegó a considerar ponerle fin a todo y quitarse la vida.
Ahora se moría de vergüenza cada vez que pensaba en esos momentos de debilidad. Por haber dejado que su vida, su felicidad, dependiera de una persona que nunca lo había tratado con respeto ni igualdad.
Y se odiaba. Odiaba a esa versión de sí mismo que no podía ni quería reconocer.
Era mucho mejor que César ni su familia se enterasen nunca, ¿no? Les estaba haciendo un favor y ahorrándoles un disgusto. Se estaba haciendo un favor a sí mismo. Era mucho mejor evitar todo lo que tuviera que ver con Manuel. Enterrarlo todo. Fingir que no existía. Nunca hablar de ello. Convertir a Manuel en su propio tema tabú.
Mierda.
Sí que estaba comportándose como Manuel, ¿verdad? Al no hablar de ello, al cerrarle la puerta en los morros a César y no permitirle conocerlo todo sobre sí mismo, se estaba comportando como Manuel y eso sí que no lo podía permitir.
No era justo para César.
No era justo que solo conociera algunas partes de Rober y solo aquellas que habían sido seleccionadas y esterilizadas con antelación.
No era justo que no conociera hasta el último rincón de su ser. Lo bueno y lo malo.
Sobre todo si quería compartir el resto de su vida con César.
Se puso de pie.
Tenía que hacer algo o lo acabaría perdiendo.
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