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IX

Con el corazón en la garganta, Rober golpeó la cara interna del cristal una y otra vez con la palma de la mano abierta mientras este seguía subiendo.

—Joder, César. Espera, espera, espera. Che, no me has dejado responder. Ábreme, por favor. Ábreme. No sé de dónde te has sacado que estoy enamorado de Manuel, pero es mentira. Es mentira. Es todo mentira. Lo juro por mi madre que no es para nada verdad.

El movimiento ascendente de la ventanilla se detuvo. Rober murmuró un «gracias» a la vez que cerraba los ojos y se desplomaba hacia delante hasta apoyar la frente contra los puños de su camisa. Los latidos de su corazón seguían aporreando su pecho y sus oídos sin clemencia, y la ropa se le pegaba a los brazos y a la espalda de forma incómoda ante la repentina oleada de sudor.

—Gracias.

Al cabo de unos segundos, César dijo en un murmullo:

—Solo lo he hecho porque quiero que te expliques. —Hubo una breve pausa—. ¿Es verdad lo que dices? ¿No estás...?

Rober levantó la cabeza tan rápido que se la golpeó contra lo alto de la ventanilla y se mordió la lengua. Mierda. ¿Es que nada podía salirle bien hoy o qué? Aunque, si tenía que elegir, prefería mil veces ganarse moratones por ser un torpe y quedar en ridículo siempre y cuando esto, hablar con César, fuera posible y saliera bien. La exigua luz amarillenta de una farola cercana volvía a recortar los planos escarpados del rostro de César, por lo que solo una parte de su nariz, uno de sus ojos y el contorno de su cara eran visibles.

—Dios, no. Claro que no. Es mentira. —Arrugó la nariz—. ¿Por qué iba a estar enamorado de ese reprimido?

—No sé. ¿Quizá por la forma en la que nunca has querido hablar más de lo necesario de él? ¿O el arranque que has tenido en el baño? Es como si quisieras defender y guardarte para ti todo lo que tenga que ver con él. Como si significase tanto para ti que no quisieras mancillar sus recuerdos al tener compartirlos con los demás. Y sé que... las cosas entre vosotros no acabaron bien por lo poco que me has contado, pero ¿quién sabe si por dentro sigues sintiendo algo por él?

—No siento nada —se apresuró a desmentir en un tono férreo—. Te juro que no siento nada. Si lo hiciera, ¿crees que estaría contigo?

Aun en la semioscuridad, el encogimiento de hombros de César fue tan obvio que el corazón se le constriñó de manera dolorosa.

—No sé.

¿Cómo podía pensar eso?

—César, en serio, no volvería con él ni aunque me lo rogase. ¿Y sabes por qué? —Sin esperar una respuesta, siguió adelante con vehemencia—: Porque te tengo a ti. Porque te tengo a ti y nunca habrá nadie más que tú en mi corazón. Porque nunca me has tratado como si fuera algo conveniente o un trapo desechable como sí lo ha hecho él. Porque no tienes miedo de compartir tu vida conmigo, de estar a mi lado, de quererme y proclamarlo a los cuatro vientos, incluso. —Apretó el cristal bajo sus dedos, y cogió aire antes de decir—: ¿Y sabes por qué más? Porque estoy loco por ti; estoy hasta las trancas y estoy deseando que llegue el día en que pueda ponerme de rodillas y pedirte que te cases conmigo como llevo meses deseando hacer. —Arrastró los dientes por su labio inferior—. Dios, no podría estar más loco por ti. ¿Es que no te lo demuestro lo suficiente? ¿O también la he cagado hasta en eso?

Como todo lo de Manuel hubiera dejado una mella irreparable en su relación con César ¿qué es lo que se supone que iba a hacer? Sobre todo si César ponía en duda lo mucho que significaba para él, lo mucho que lo quería.

¿Qué es lo que había hecho mal para que llegara a pensar que era menos importante de lo que en verdad era? ¿Había sido su incapacidad para hablar sobre todo lo que había vivido junto a Manuel durante esos ocho años que estuvieron juntos y haber dejado que de nuevo ese resquemor que empapaba todo lo que tenía que ver con Manuel tiñese una vez más su vida? ¿O había sido querer lidiar él solo por su cuenta con sus sentimientos y todo lo que había pasado con Manuel sin querer apoyarse en nadie más que en sí mismo desde el principio?

¿O quizá una mezcla de ambas cosas?

Tenía que ser eso, porque, de lo contrario, no se lo explicaba.

Al final, su hermano iba a tener razón: hasta que no dejara ir todo ese dolor, toda esa amargura, todo ese resentimiento, todos esos recuerdos; hasta que no se abriera y se apoyara en aquellas personas que le querían y siempre habían estado ahí para él, no iba a poder cerrar ese capítulo y continuar adelante con su vida.

Y, por no hacerlo antes, César había salido herido en el proceso.

Ese nunca había sido su propósito. Jamás.

César había caído en un mutismo absoluto que perforó aún más su corazón. Con los dedos entumecidos contra el cristal, Rober se obligó a inspirar y dijo en un hilo de voz:

—Por favor, ábreme la puerta, ¿sí? Deja que me disculpe y... y trate de explicarme.

Después de los segundos más largos de su existencia, el cerrojo de la puerta saltó con un clic; el nudo de su garganta aumentó y se aguantó el escozor que se instaló en su nariz y sus ojos. Antes de que César pudiera cambiar de opinión, Rober abrió la puerta y se metió en el interior. No era una victoria; de hecho, estaba lejos de serlo, pero era un buen comienzo, ¿no?

Una vez sentado, el olor a violetas del ambientador que siempre colgaba del retrovisor del coche de César lo envolvió en un abrazo reconfortante. Parte de los músculos de su espalda y su cuello se distendieron.

—¿Lo has dicho en serio?

—¿Qué de todo? ¿Que no siento nada por Manuel o que te quiero?

César negó con la cabeza, y al momento, la luz del interior del coche se encendió, lo que le iluminó por completo el gesto grave y algo prudente de este. El estómago de Rober dio un vuelco placentero ante la intensidad del escrutinio de este.

—Lo otro. Lo de que... Lo de que quieres casarte conmigo.

Los músculos de sus piernas se le relajaron entonces, y emitió una risa ronca.

—Si no fuera verdad, ¿para qué lo iba a decir? Pregúntale a Toño y él te dirá si lo es. También te contará lo mal que lo pasé eligiendo el anillo o que me hizo invitarlo a comer después a ese restaurante italiano tan caro que tanto le gusta por tenerlo una hora y media de pie mirando sortijas sin decidirme por una porque quería la más perfecta de todas para ti.

La respiración agitada de César se cortó cuando este soltó una risotada rota seguida de un leve sollozo.

—¿Cuándo...?

—¿Cuándo qué? ¿Cuándo lo compré? ¿Cuándo voy a pedírtelo?

César asintió como si eso fuera todo lo que era capaz de hacer. Rober no podía culparlo. A él mismo le costaba hilvanar palabras. Pero tenía que hacerlo. César necesitaba saber que era tan importante para él que llevaba unos meses planeándolo todo.

—A principios de diciembre, mientras compraba los regalos de Navidad, pasé delante de una joyería y... —Se encogió de hombros—. Se me metió en la cabeza la idea de comprarlo y, aunque no lo hice ese día, no me pude dejar de pensar en ello. Llevaba meses dándole vueltas, pero ese día como que la idea cobró forma y se arraigó, ¿sabes? Y unos pocos días después arrastré a Toño conmigo a comprarlo.

—¿Y lo otro?

Rober se rio mientras se peinaba uno de los laterales del cabello.

—Lo siento, pero no te lo voy a decir. Bastante he reventado ya la sorpresa. ¿Sabes lo insoportable que se va a poner ahora conmigo mi hermano? —Puso los ojos en blanco con una leve sonrisa—. Me va a echar otra vez en cara el haberle retenido en la joyería durante horas, y fijo que me exigirá que...

En el momento en que iba a frotarse el inicio de barba de su mandíbula, César apresó su mano y tiró de él con la clara intención de besarlo. Rober soltó una exclamación y tuvo que aferrarse al muslo de César para no caer sobre su regazo; aun así, se dejó llevar con gusto. Quizá fue cosa de la falta de luz o quizá de la impaciencia; sea como fuere, sus dientes chocaron con torpeza en ese primer contacto. Ambos protestaron y se rieron, pero pronto sus labios se encontraron y el beso revivió. Se buscaron sin parar como si el otro fuera toda la fuente de oxígeno que necesitaban en ese momento.

Las uñas de César se clavaban en su nuca, y estaba seguro de que las suyas también dejarían marcas de media luna en las piernas de César pese a la recia tela vaquera del pantalón de este.

Un par de minutos después, cuando el beso se tornó en picos suaves y continuos, se separaron y recostaron la frente de uno contra la del otro.

—¿Qué ibas a decir? —preguntó César, tan cerca que sus labios se acariciaban y no pudo evitar estremecerse—. ¿Algo sobre que Toño te exigiría algo?

Rober resopló una risa entrecortada.

—Es-estoy seguro de que me exigirá ser el padrino.

Los labios de César se ensancharon contra los suyos.

—¿Es que no lo hubiera sido de todas formas?

—Sí. —Bufó—. Pero no es necesario que lo sepa de buenas a primeras, ¿sabes? Prefiero tenerlo mordiéndose las uñas unos cuantos meses más antes de proponerle nada.

Compartieron una risa, y César le dio otro pico mientras seguía acariciándole la mejilla con el pulgar y el dorso de la mano. Rober esbozó una leve sonrisa mientras se humedecía los labios.

—Mmmm, ¿significa eso que te casarías conmigo si te lo pidiera?

La pausa que hubo después de su pregunta se extendió tanto que su gesto se tambaleó. Sin embargo, cuando hizo amago de echarse hacia atrás, la misma mano que lo acariciaba lo retuvo por la nuca y lo acercó hasta que quedaron mejilla contra mejilla.

—Dios, no sabes lo mucho que me muero por decirte que sí. Que claro que me casaría contigo sin pensármelo ni un solo segundo. Y es la verdad, no lo dudes ni por un instante, pero eso no quita que siga confundido. Si no sientes nada por Manuel, ¿por qué estás así? ¿Por qué no quieres hablar nunca de nada que tenga que ver con él?

Rober suspiró al tiempo que cerraba los ojos. La mano de César comenzó un lento masaje en su cuello que, aunque puede que este no lo supiera, ayudaba a asentar sus pensamientos y a relajarlo.

—Siento mucho lo de antes. —El bisbiseo roto de su voz era apenas audible—. Es... Sabes que Manuel es un tema complicado para mí. Además, no quiero que penséis diferente de mí cuándo sepáis todo lo que le permití y lo que hice. Me da miedo que vuestra percepción de mí cambie, que... que...

Las palabras se le trabaron. Aun así, César besó el lado de su cabeza, y el roce tierno de aquellas uñas contra su cuero cabelludo hizo que los ojos le picaran otra vez.

—Lo sé. Y nunca, nunca podría pensar mal de mí. Nunca te juzgaría, me cuentes lo que me cuentes. Para mí, siempre eres y serás ese Rober que conocí y que cada día florece y quiero más y más.

Rober dejó salir un suspiro trémulo mientras asentía y las comisuras de sus labios temblaban.

—Es muy difícil para mí hablar de él, pero no por lo que piensas, sino por todo lo malo que trajo a mi vida. Es una de las peores partes que a veces desearía borrar y que nunca hubiera pasado mientras que otras lo agradezco porque de alguna manera estar con él me trajo hasta ti, ¿no? Sé que no tiene sentido, pero es que pocas cosas que tengan que ver con Manuel tienen sentido en mi cabeza. Odio haber malgastado tantos años de mi vida con él. Odio la persona que era con él. Lo odio a él. Detesto recordar todo ese periodo. Lo detesto con todo mi ser, —Cogió aire, y se sujetó con más firmeza del muslo de César—. Sonará estúpido, pero pensé que, si iba a su boda y lo veía, comprobaría que ya lo había superado y ya no era la misma persona de aquel entonces. Una especie de prueba personal para mí mismo, ¿sabes?

—¿Y lo has superado? —preguntó César sin dejar de acariciarlo.

Que el tono suave de César no escondiera sentencia alguna solo hizo que sus ojos se humedecieran más y que amenazaran con desbordarse. Negó con la cabeza.

—Creo que aún no... —La voz se le rompió—. Creía que sí, que ya lo habría hecho después de cinco años, pero no. Pero no por lo que puedas pensar. —Levantó la cabeza de golpe con la visión borrosa—. Lo juro. Juro que no es porque lo siga queriendo, que no lo hago. Si no porque todo lo que ocurrió, todos mis recuerdos de él, siguen teniendo más peso en mi vida del que hubiera querido. Como una losa que me cuesta quitarme de alrededor del cuello, ¿sabes? Por eso lo pasé tan mal al encontrármelo cara a cara, darle la mano y fingir que no nos conocíamos. Fue como si hubiera retrocedido atrás en el tiempo y me viera forzado una vez más a estar en esa posición y a revivirlo todo durante el fin de semana entero.

—Te creo.

Pestañeó y por fin la humedad se deslizó por sus mejillas al tiempo que dejaba salir un sollozo.

—Dolió mucho darme cuenta de que no era tan fuerte como pensaba, que no lo había olvidado tal y como creía. Me dolió, me decepcionó y... y me hizo odiarme como nunca.

Los labios de César se apretaron contra la comisura de sus labios; cuando le contestó, estos continuaron dejando besos tiernos por todo su rostro:

—No, amor. No llores. Eres una de las personas más fuertes que conozco, digas lo que digas. Si lo hubiera sabido...

Rober lo cortó con una risa amarga.

—¿Y no es ese el meollo de todo este asunto? Siempre creí que podría superarlo yo solo sin ayuda de nadie, pero está claro que no es así. Debería haber contado más contigo, con mi hermano, con los demás. Ni siquiera es verdad lo que he dicho antes.

—¿El qué?

—Lo de que no quería que estuvieras allí. —Las caricias de César se pausaron un segundo, y Rober apretó los ojos con fuerza—. Pensé que yendo con Toño sería suficiente, que me haría compañía, me entretendría y conseguiría hacer más llevadera la boda. —Otra risa desganada—. Dios, qué ingenuos podemos llegar a ser a veces. No pude dejar de pensar en ti en ningún momento. —La mano de César frenó de golpe—. No sabes la de veces que deseé que estuvieras allí conmigo. Hubiera dado lo que fuera por poder apoyarme en ti. Siento mucho haber dicho lo contrario. Lo siento de verdad.

César enmarcó su cara con ambas manos, y sus labios volvieron a fundirse en un beso sosegado que prendió y colmó de calor el corazón de Rober a partes iguales. Deslizó sus brazos en torno a César, al que se abrazó con fuerza mientras entreabría la boca y dejaba que se adueñara de ella. Sus sollozos se fueron apagando poco a poco hasta convertirse en hipidos que, al final, también se apaciguaron.

Sin saberlo, César había conseguido borrar y reemplazar con cada uno de los besos que le había dado a lo largo de la madrugada ese sabor pútrido que lo había perseguido desde que saliese de Madrid. Ese deje mentolado que siempre asociaría con César tenían tal efecto calmante que no tardó en deshacerse contra este.

Incluso cuando se separaron, César no paró de depositar pequeños besos sobre sus labios y el resto su rostro, besos que él mismo devolvió como pudo entre risas tenues.

—Puede que no lo sepas, pero eres lo mejor que me ha ocurrido. Manuel solo me trajo infelicidad, pero tú me has llenado de calma, de dicha, de una estabilidad y de un amor que necesitaba. Aunque no lo creas, me has ayudado a querer seguir adelante. Te has convertido en mi presente y mi futuro.

Otro nuevo morreo que lo dejó sin aliento.

—Tienes que darme ese anillo pronto. No sé cuánto pueda esperar.

—Prometo que pronto. —Rober sonreía tanto que músculos faciales le dolían—. También prometo contar más con vosotros. Contigo.

—Menos mal. —César volvió a apoyar la frente contra la suya—. Yo lamento muchísimo haberte dicho eso de que eras como Manuel. Estaba fuera de lugar y...

Rober se sujetó a esa mano de César que aún seguía enterrada en su cabello.

—En parte tenías razón.

—Pero no conozco toda la historia, y no tenía derecho a usarlo en tu contra de esa manera —siseó César en tono indignado—. No debería haberlo hecho. Fue cruel e insensible de mi parte.

Rober suspiró.

—Sí, no voy a negar que sobraba, que dolió, pero tenías razón. Llevó años callándome muchos sentimientos, muchas cosas, y eso no es justo tampoco para ti. —Deslizó su pulgar por los nudillos de César—. Y lo de hoy tampoco lo ha sido.

—Era lo que necesitabas. Lo entiendo.

—Supongo, sí. Ya no estoy tan seguro.

César borró los caminos húmedos en su cara con un gesto dulce y lento.

—Lo que cuenta es que ya no habrá más secretos entre nosotros.

—No. Ya no más. Solo tú y yo. Nada ni nadie más. Lo juro.

Fundieron sus sonrisas en un beso lento cargado de promesas. Cuando se separaron algunos instantes después, Rober supo que había llegado el momento, que tenía que empezar a vaciar ese tonel lleno de ponzoña que llevaba acumulándose dentro de sí desde hacía años si no quería terminar ahogándose en él o que volviera a salpicar más ácido en su vida. Tenía que hacerlo si quería formar una vida con César. Por eso, tras un último pico, Rober se aferró al cuello de César con una mano trémula, unió sus frentes y cerró los ojos.

Necesitaba sentirlo cerca. Necesitaba saber que estaba ahí para él o no sería capaz de hacerlo.

—¿Rober?

—Dame un segundo. Dame un segundo porque tengo que empezar a contarte algo y tengo que armarme de valor primero.

Los músculos del cuello de César se pusieron rígidos un momento como si intuyese lo que se avecinaba, pero luego se relajaron. Momentos después, este asintió, besó su mejilla y susurró:

—Tómate el tiempo que necesites. No me voy a mover de aquí, lo prometo.

César apoyó una mano en su muslo y lo apretó, lo que le sonsacó una pequeña y efímera sonrisa a Rober. Cogió aire, frotó sus narices una vez e hizo lo que nunca creyó que haría: empezó a hablarle a César sobre Manuel. Despacio, sin prisa, empezó a desmenuzar la historia de la primera vez que Toño trajo a casa a ese niño de diez años de impresionantes ojos azules que lo cautivarían desde aquella primera tarde, de todas las veces después de aquel día que los siguió como un perrillo faldero y Manuel nunca tuvo una mala palabra para con él, de... de aquel día en la piscina municipal cuando tenía dieciséis años en que todo cambió, toda su vida cambió aunque él no lo supiera entonces, cuando Manuel lo siguió hasta los vestidores y acabaron besándose a escondidas de todos en una de las duchas.

Le contó sobre su época universitaria, sobre la relación clandestina que mantuvieron durante años y, después de una pausa en la que se obligó a seguir adelante, sobre Begoña y ese año en el que ayudó a Manuel a ponerle los cuernos.

Cuando las lágrimas empezaron a descender de nuevo libres por sus mejillas, cuando los sollozos lo interrumpieron en las partes más escabrosas, los dedos de César estuvieron allí para acariciarle el rostro acalorado y borrar cualquier rastro con suma delicadeza. Con todo, no se rindió y siguió adelante. Y habló hasta que la voz se le fue apagando y llegó un punto en que simplemente murió; habló hasta que la garganta se le secó y empezó a quemarle. Habló hasta que el negro de la madrugada fue destiñéndose en el horizonte y la suave luz anaranjada del día empezó a colarse primero con timidez y luego de forma más atrevida por entre las nubes y la luna del coche.

Y, poco a poco, fue como ir desprendiéndose una a una de aquellas pequeñas y molestas esquirlas que tenía incrustadas en el corazón. No, no se las pudo quitar todas en ese rato, pero sí pudo deshacerse de bastantes. Aun así, cuando César susurró lo fuerte que le parecía y lo mucho que lo quería, cuando César lo atrajo más entre sus brazos y él de derritió contra el costado de este tras un instante, tuvo una cosa muy clara.

La próxima vez sería muchísimo más fácil abrirse con César y confiarle los secretos de su alma.



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