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IV


Los besos incendiarios que el buenorro del baño le daba eran más peligrosos que una mirada suya. Los labios suaves y calientes apenas permitían que los suyos se separasen ni un solo instante, y la lengua del otro se hizo dueña y señora de su boca a los pocos segundos. Como si quisiera devorarlo por completo y no dejar ni las sobras para el siguiente que pasara. Y aunque no se quejaba de la pasión que derrochaba, se suponía que era él quien llevaba la batuta, no al contrario.

Rober se afanó por hacerse con el control de la situación al aferrarlo de la camiseta y el cuello y tirar de él hasta obligarlo a inclinarse.

Así estaba mucho mejor la cosa.

Si alguien tenía que acomodarse y complacer, ese no iba a ser él, lo tenía muy claro.

Cuando por fin se separaron, la respiración agitada de ambos retumbó por todo el baño. Un solo vistazo a los labios enrojecidos, húmedos y brillantes del otro y ya quería apoderarse de ellos de nuevo. Sin embargo, cuando hizo amago de ello, el joven puso una mano en sus hombros al tiempo que los ojos marrones viajaban hacia un punto más atrás de él.

Ladeó la cabeza hacia la derecha y siguió el mismo recorrido.

Ah, los cubículos.

—Aquí no. —Las mejillas del chaval tenían un rubor encantador—. No quiero que nos vean si vamos a... ya sabes. No quiero que nadie nos vea.

Asintió. Por él bien. Tampoco era como si necesitara público para lo que pensaba hacerle.

Atrapó por la mano diestra del otro, mucho más grande que la suya, y lo guio hacia el interior de uno de los cubículos. Nada más cerrar la puerta, volvió a acorralarlo contra esta y se pegó a ese cuerpo grande, firme y trabajado que estaba deseando que temblara bajo sus caricias. Sus caderas encajaban a la perfección, y ahí, contra su erección, estaba la polla dura del otro.

Rodeó la nuca con la zurda y lo obligó a inclinarse más.

—¿Aquí mejor? —Y se restregó contra el paquete del chaval—. Ya no puede vernos nadie.

Como toda respuesta, el otro gimió cerca de su boca y asintió más de una vez, como si el habla le fallara. Pobre ingenuo. Esto no había hecho más que comenzar. Si algo tan simple como frotarse ya lo tenía sin aliento ni palabras, dentro de poco Rober haría que no se acordara ni de su nombre ni del año en el que nació.

Bajó su mano por el abdomen del joven y sus bocas volvieron a amoldarse. Incluso por encima de la fina camiseta, acariciar el vientre del otro era como realizar un estudio detallado y práctico de un mapa topográfico en 3D. Un mapa que se presentaba accidentado y lleno de surcos sobre una piel tersa y tirante bajo la cual los músculos se movían al paso de sus dedos y que dentro de no mucho lo conduciría a la zona que encerraba lo que más le interesaba.

Antes de que pudiera llegar allí, sin embargo, el otro volvió a adelantársele y lo sorprendió al apresarlo por el trasero. Las manos, que ardían incluso a través de la tela del pantalón, amasaron y estrujaron con ímpetu. Rober emitió una especie de híbrido entre protesta y ronroneo. Si no fuera por lo agradable que era ese toque tosco y posesivo, se habría desecho de esas manos grandes ya.

Por esta ocasión, no obstante, se lo dejaba pasar a favor de seguir besándolo.

Y qué forma la que tenía de besar.

Eran de esos besos que, en vez de saciar el hambre, solo te abren más el apetito y dejan con ganas de más. Más de ese sabor, más de ese calor, más de esa cercanía, más de esas caricias, más de esos labios.

Más de todo.

Y el joven también debía pensar lo mismo; prácticamente le clavaba la punta de los dedos en el trasero en su empeño por apretujarlo contra él e intensificar todo contacto entre ellos. Rober se vengó enterrando sus dedos en la cabellera y agarrándolo de un buen puñado al mismo tiempo que le ladeaba la cabeza y le mordía el labio inferior, lo que hizo que el otro jadeara contra su boca y se estremeciera.

La próxima vez que volvieron a separarse, los párpados del otro estaban entrecerrados y en las mejillas arreboladas caía la sombra cautivadora de las pestañas largas.

Lo mejor fue la forma combativa en que encajó la mandíbula y frunció el ceño o la barra de hierro candente que era la polla de este, que se clavaba contra su cadera. El vaivén de esta solo intensificó la expresión de placer frustrado del otro, que arrugó la nariz y gruñó.

Tenerlo así, a su merced absoluta, era una sensación impresionante. Rober torció sus labios irritados en una media sonrisa e hinchó el pecho. Seguro que ahora ya ni se acordaba de las prisas que tenía hacía unos minutos por abandonar el baño a toda leche. Por acordarse, no se acordaría ni del pavor a que alguien los descubriese, lo que le daba carta blanca para hacerle lo que quisiera de ahora en adelante.

Había que ver cómo se volvían las tornas cuando uno estaba cachondo perdido.

Ahora sí que no podría imaginarse sin su toque, ¿eh? Ahora estaría deseando que pusiera sus manos o su boca en la polla. No, mejor dicho: seguro que ahora sería una necesidad. Lo necesitaría hasta el punto en que Rober podría sonsacarle todas las súplicas que quisiera si jugaba bien sus cartas.

Durante el tiempo que durase aquello, Rober se convertiría en el centro de su universo.

Y, Dios, no había un chute más intenso que esa sensación de poder.

Después de un pico que hizo que el joven lanzase otro gruñido y embistiera con la cadera, Rober colocó su mano sobre aquel bulto necesitado de afecto.

—¿Es esto lo que quieres?

El otro lanzó un sonido ronco en protesta y dijo con voz ahogada:

—Sabes que sí.

Levanto ambas cejas, y una de las esquinas de sus labios se curvó un poquito más a la vez que apretaba la erección.

—¿Estás seguro? —Una vez afianzado el contorno de la polla por encima de los vaqueros desgastados que llevaba el joven, empezó a acariciarlo despacio—. No querría que te arrepintieses y cambiases de opinión en el último momento.

El chaval lo fulminó con la mirada.

—Estoy muy seguro. ¿Vas a... vas a tocarme de una vez o qué?

Se rio entre dientes. Alguien se estaba empezando a desesperar, ¿eh? Bien. Solo por esa respuesta, debería haberlo pospuesto aún más, pero prefería llevarlo al límite en otro momento.

Dentro de poco.

Una vez hubo desabrochado los botones de los vaqueros y bajado la cremallera, hundió la mano sin más preámbulo dentro de la ropa interior del otro, donde aferró la polla erecta. El peso y el tamaño de esta en su mano era perfecto, como si la hubieran creado en especial para él. La mandíbula del joven se destensó lo suficiente como para que la boca se le abriese; sin embargo, ningún sonido salió de ella. En su lugar, se sujetó de uno de sus brazos al tiempo que arremetía contra el estrecho túnel que formaban sus dedos con la mirada desenfocada.

—Como vuelvas a preguntarme si estoy seguro —dijo el chaval con la respiración tan rota que costaba entenderle las palabras— juro que te mato.

A Rober se le escapó una carcajada. ¿Cómo lo había adivinado?

—Qué mal pensado eres.

Antes de que el otro pudiera seguir hablando, comenzó a bombearle a un buen ritmo. Recibió un gemido áspero y un escalofrío como premio, así como ese semblante deformado por el placer a los pocos segundos. No pudo resistirse a morderle el mentón. A los pocos minutos, el joven gemía sin contenerse con los ojos cerrados y la cabeza contra la puerta. Las estocadas se habían vuelto abruptas y fuertes, y los dedos se enterraban en su culo y en su brazo con desesperación.

Fue después de una de esas embestidas que Rober detuvo el movimiento de su mano y robusteció su agarre. El joven abrió los ojos y le dedicó una mirada suplicante que Rober ignoró. Cuando Rober se pegó a él para besarlo, los labios trémulos apenas fueron capaces de corresponderle entre pequeños ruegos susurrados.

—Por favor, por favor, por favor. Sigue.

Como comienzo, no estaba mal, pero quería más. Muchos más.

Por lo que, en vez de darle lo que quería, sacó su mano de los vaqueros, la coló debajo de la camiseta y la deslizó por el abdomen una vez más. El joven cerró los ojos y se quejó otra vez, aunque no titubeó a la hora de ladear el cuello cuando Rober dejó una hilera de besos ascendentes por él.

—¿Quieres que siga?

Recibió un asentimiento raudo.

—Sí, por favor. —La nuez se movió contra sus labios cuando el joven tragó con dificultad. Y siguió con voz baja y frágil—: Por favor, por favor; sigue, por favor. Por favor, te lo pido.

Rober se estremeció y emitió una risa baja. Dios, qué dulce eran sus ruegos. Aun así, no se lo iba a compensar con tanta facilidad.

—Pues si quieres que continúe, bájate los pantalones. Llevas demasiada ropa puesta.

Ni siquiera hubo terminado de decirlo que el otro empujó los vaqueros hacia abajo con los movimientos bruscos, acelerados y torpes, lo que hizo que, de paso, se llevase consigo los calzoncillos. Pronto, unos muslos fuertes, una polla amoratada y ligeramente curvada hacia un lado y unos testículos altos y agarrotados quedaron expuestos.

A Rober se le hizo la boca agua y ronroneó otra vez.

Cuando el buenorro volvió a ponerse recto, la polla osciló contra la tela de la camiseta a la vez que se humedecía los labios y clavaba su vista en Rober con una mezcla de súplica y desafío, como diciendo: «ya está. Ya he hecho lo que querías. ¿Ves? Ahora dame tú lo que quiero y dámelo ya, por favor».

Rober resopló una risa. Qué equivocado estaba si eso era lo que pensaba que iba a pasar a continuación.

Sin despegar sus ojos del otro, Rober lamió la palma de su mano. Al gustillo a limpio del jabón genérico, se le había añadido el de su propio sudor y el sabor acre del presemen. Repitió el gesto, y el joven inclinó la cabeza hacia atrás sin romper el contacto y emitió un gemido.

—Dios, me estás matando. Por favor.

Ante esa voz estrangulada, bajó la mano al tiempo que esbozaba otra media sonrisa.

—No puedo permitirlo o se nos acabaría la diversión antes de tiempo. —Llevó la mano a la erección del otro, que tembló y soltó tal gemido que hizo eco por todo el baño—. Al menos, no hasta que te corras.

Buscó a tientas la boca y sus labios se aplastaron en un beso urgido en el preciso momento en el que retomó el masturbarle. Una vez más, aguardó al momento en que la respiración del joven se volvía errática, el abdomen convulsaba y las caderas golpeaban contra su mano con total abandono para frenar de nuevo.

Y lo hizo una, dos, tres veces.

Lo hizo tantas que, en cierto punto, el chaval apretó los dientes y siseó:

—Eres... eres un cabrón desalmado. —El sudor le perlaba la frente arrugada y las sienes—. Estás disfrutándolo. Lo sé. Ya verás l-luego, te lo voy... t-te lo voy a hacer pagar.

Rober soltó una risotada y enarcó una ceja.

—¿Esa es la manera correcta de hablarle al que literalmente tiene en sus manos tu orgasmo?

—¿De qué... p-puñetero orgasmo hablas? Si no haces más que jugar conmigo. ¿Vas...? —Se pasó la lengua por los labios—. ¿Vas a dejar que me corra ya o no?

A pesar del brillo mortífero en esa mirada, Rober le rodeó el cuello, lo obligó a inclinarse y atrapó el labio inferior entre sus dientes antes de responder a las demandas del joven al endurecer su agarre, golpear las zapatillas del otro hasta que abrió más las piernas y retomar sus caricias de manera lenta y medida.

—Dime. Si te diera a elegir entre correrte en mi mano o en mi boca, ¿qué elegirías?

El joven pestañeó con la boca entreabierta, por la que había escapado un jadeo.

—¿Q-qué?

Rober tiró más de él, a lo que el chaval tuvo que doblarse más sin protestar, y llevó su boca a la oreja de este. Nada más acariciarla primero con sus labios y luego con la punta de su lengua, al cuerpo del otro lo recorrió un escalofrío potente.

Bajó su voz a un susurro:

—Que qué prefieres: mi mano o mi boca. Solo tienes treinta segundos para decidir. Uno, dos, tres...

—¿D-dónde?

—En tu polla, por supuesto. Decide cómo quieres correrte, que se te acaba el tiempo. Veinte, veintiuno...

El joven inhaló de golpe, y se apartó con una mirada airada.

—¡Estás haciendo trampas! No vayas tan rápido. Ni siquiera me estás dando tiempo para pensarlo. ¿Sabes lo difícil que es concentrarse ahora mismo? Lo estás haciendo adrede.

Contuvo una risa. Sí, pero no lo iba a reconocer.

—¿Tú crees?

—Sabes que sí —refunfuñó el otro antes de hacer una pausa y relamerse—. ¿En serio puedo elegir?

Rober asintió mientras seguía masturbándolo despacio.

—Ajá.

El joven guardó silencio un instante sin dejar de observarlo.

—Pues... Pues quiero... —Su nuez volvió a subir y bajar con dificultad—. Elijo tu boca. Quiero venirme en tu boca. No juegues conmigo más, por favor. Necesito correrme pronto.

Rober prefirió no responder.

Todavía no había acabado con él, pero podía concederle este pequeño deseo. Después de succionar el lóbulo del joven y jugar un poco con él, se separó. Con esos ojos nublados fijos en sí, deslizó las manos por el torso y las piernas al tiempo que se dejaba caer de rodillas sobre esas baldosas pringosas que, en cualquier otro momento, no se le habría ocurrido ni pisar.

¿Qué pensaría su hermano cuando lo viese salir con el traje arrugado y sucio? ¿O los dependientes de la lavandería si alguna de las prendas se manchaba de semen o algo peor?

Por alguna razón, esos pensamientos no le disgustaban del todo.

A la mierda el traje. A la mierda la boda. A la mierda todo.

Solo importaba el buenorro del baño.

Y torturarlo hasta hacerlo correrse.



***



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