III
En su precipitada huida hacia el aseo, Rober pasó por delante de la joven que su hermano había estado devorando con los ojos sin pudor alguno minutos atrás. Esta lo miró de reojo y se incorporó a medias al tiempo que entreabría los labios pintados de un rosa pálido, como si quisiera decirle o preguntarle algo. En lugar de parar a escuchar lo que tuviera que decirle, apretó los labios y aceleró el paso aún más si cabe. Menos mal que los baños estaban cerca. Necesitaba un momento a solas y lo necesitaba ya.
¿En qué había estado pensando su hermano? ¿Se creía que tenía la solución a todos los problemas del mundo por el simple hecho de haber nacido antes que él? Porque que fuera el mayor no lo hacía ni más sensato ni le daba la puñetera razón.
Eso solo lo hacía un metomentodo de cojones.
Dobló la esquina, avanzó a zancadas hacia la puerta del baño, que empujó de malos modos, se precipitó adentro y...
Y paró en seco.
No estaba solo.
Delante de uno de los urinarios, había un tío alto, de un metro ochenta y pico o así, con un culo redondo, prieto y moreno que sobresalía de unos vaqueros bajados y que solo podía ser el resultado de una gran disciplina y muchas sentadillas.
Y menudo culo que era ese...
De esos que podría parar el tráfico o incentivar a un millón de corredores en una maratón cual manzana a un caballo.
Poco importó en esos momentos el tufillo a orina que asaltó sus sentidos o el blanco roñoso de los azulejos que se apoderaba de hasta el último rincón del lugar. Había algo en esa figura que resaltaba por encima de toda esa imperfección que los rodeaba; algo que hizo que el estómago se le estrujase, el corazón se precipitase contra su pecho y la boca se le secara en reacción.
El estruendo de la puerta al cerrarse a su espalda debió sobresaltar al buenorro del baño, que ladeó la cabeza en su dirección al mismo tiempo que los músculos de sus glúteos se le tensaban y creaban unos hoyuelos en estos que pedían a voces ser mordidos.
Rober subió la vista y tragó saliva.
Incluso desde cierta distancia, había algo intenso en la mirada del otro que hizo que el estómago le bailara. La luz fluorescente del lugar le arrancó reflejos cobrizos a su cabello castaño oscuro y corto. Cuando se puso al lado del joven, a pesar de la amplia disponibilidad de urinarios, los hombros anchos de este se pusieron rígidos, lo que hizo que la camiseta de manga corta gris se amoldase a la espalda amplia y marcase la musculatura.
Desde tan cerca, era evidente que debía tener unos veintitantos años. A lo sumo, un par de años menos que él. Aunque de rasgos bastante corrientes y nariz aguileña, lo que más destacaba en esa cara eran los pómulos altos y afilados, la mandíbula cuadrada y esos labios gorditos y turgentes. O lo largas que eran las pestañas, tras las que se agazapaban una mirada cautelosa de ojos pequeños del color del brandy añejo que eludieron los suyos al cabo de apenas unos segundos.
En definitiva, el tío estaba de toma pan y moja.
A pesar del ceño fruncido del chaval, un calorcillo agradable y conocido se expandió por su abdomen y se asentó en su bajo vientre con calma antes de aventurarse más abajo. Mierda, no podía empalmarse ahora. Mear con una erección era lo más incómodo del mundo.
Pero no lo podía evitar. No cuando esos ojos marrones volvieron a posarse en su persona y el otro giró la cadera y el resto del cuerpo ligeramente hacia él de forma inequívoca. ¿Había sido cosa de un acto reflejo o lo había hecho consciente de sus actos?
Sonrió. Tenía que averiguarlo.
Eso y la presión en su vejiga se había vuelto intolerable, así que desabrochó el cinturón con deliberada lentitud, bajó la cremallera y sacó su miembro sin quitarle la vista de encima al otro. Su suspiro de alivio hizo eco en el baño cuando empezó a descargar lo que debía ser un litro y medio del agua consumida en las últimas horas.
Y los ojos se le fueron solos hacia la amiguita de su compañero de meada. Gruesa, sobre todo la cabeza, y de un tamaño decente, la polla estaba custodiada por una maraña de vello hirsuto algo más oscuro que el pelo de la cabeza.
Se relamió los labios. Ñam. Justo el tipo de pollas que le gustaban.
No había nada como metérselas en la boca, saborearlas y torturarlas a base de lamidas, mordiscos suaves y caricias lentas. No había nada como marcar el ritmo de dicho tormento. No había nada como reducir a un tío tan grandote como el que tenía al lado a gemidos y lloriqueos. Lo mejor llegaría cuando ya no pudiera más, las piernas le temblequearan y rogara sin apenas un resquicio de vergüenza o autocontrol que lo dejara correrse, por favor, que ya no aguantaba más, que necesitaba correrse a como diera lugar o se volvería loco.
Sí, sería delicioso llevarlo al límite y escucharle suplicar y suplicar y suplicar antes de darle el tan merecido orgasmo.
Con la mierda del estrés de la boda, que había atenazado sus entrañas y todo su ser, hacía prácticamente dos semanas desde la última vez que había mojado y ahora empezaba a pasarle factura hasta el punto de que el hormigueo que vibraba debajo de su piel se había vuelto casi insoportable.
Y, joder, uno no era de piedra.
Si su hermano perdía la cabeza por chicas como la del bufet, él tenía debilidad por tíos grandotes y fornidos como el que tenía al lado.
Rober esbozó una media sonrisa y elevó la vista, lo que hizo que se topase de lleno con que los ojos marrones del buenorro del baño estaban en pleno reconocimiento de su propia mercancía. Su polla dio un tirón en su mano y siguió hinchándose en respuesta a esa minuciosa atención. Cuando esos ojos subieron de golpe, enarcó una ceja y ensanchó la sonrisa en lo que esperaba que fuera un «¿qué? ¿Te gusta lo que ves?».
Y el otro debió cazar la pregunta al vuelo, porque volvió a rehuir su mirada y, a los pocos segundos, las mejillas se le tiñeron de un adorable rojo.
La siguiente vez que sus miradas coincidieron, le mandó un guiño, y esa debió de ser la gota que colmó el vaso; el chaval sacudió el miembro, lo escondió con torpeza dentro de su ropa interior y empezó a batallar con la bragueta como quien se prepara para una abrupta retirada. Rober resistió el impulso de lanzar una carcajada y lo siguió con la mirada cuando el otro se escabulló a uno de los varios lavabos a sus espaldas.
Terminar de mear se convirtió en una tarea mucho más complicada a partir de ese momento.
Algunos segundos después, Rober por fin pudo imitarlo. De nuevo, se colocó junto al joven, que se frotaba las manos con jabón de forma insistente y la cabeza baja. Como si procurara centrarse de manera exclusiva en esa tarea para tratar de pasar desapercibido. Que lo pillase mirándolo de soslayo más tres veces seguidas, no obstante, echaba por tierra cualquier pantomima.
Había estado a punto de achacarlo a un flirteo sin importancia, pero ese gesto, esa indudable muestra de interés por parte del joven, terminó de inclinar la balanza.
No pensaba dejarlo salir del baño sin probarlo, sin engullirlo hasta el fondo.
Sin escuchar sus súplicas.
¿Quién necesitaba hablar cuando había algo muchísimo mejor? Toño no entendía que esto era lo que necesitaba: alguien interesado y dispuesto, y un buen polvo. Esa era la mejor píldora contra aquel fin de semana y la boda.
Contra Manuel.
—¿Te ha gustado lo que has visto? —Movió las cejas mientras tiraba el papel que había usado para secarse las manos y evitaba su propio reflejo en el espejo—. Porque a mí sí. Mucho. Tanto que no me importaría echar otra ojeada mucho más... de cerca. No sé si me entiendes.
Lo que dijo debió escandalizar al tipo, que carraspeó de forma audible y su rostro se sonrojó aún más. Enseguida, fue receptor de una mirada sulfurada y del ceño fruncido del otro. Era la típica mirada que parecía decir: «córtate un poquito, nano, y déjame en paz. Estamos en un país libre, ¿no? Que mire el género expuesto no quiere decir que vaya a comprar el lote entero».
Pero Rober tenía experiencia de sobra con los tíos como para saber distinguir las señales.
Estaban esos que, delante de los demás, se comportaban como machos cabríos, que juraban y perjuraban que a ellos no les iban los tíos, pero que, en cuanto las puertas se cerraban y el resto del mundo quedaba bloqueado, una de dos, o te empotraban contra la pared más cercana o caían de rodillas para adorar esa misma polla que ante los demás afirmaban que no tocarían ni con un palo y a tres metros de distancia.
Y luego estaban esos otros que eran reservados y a los que la mera posibilidad de que alguien pudiera pillarlos in fraganti los abochornaba hasta la médula. Aun así, el fuego en la mirada de estos podía quemarte vivo como no tuvieras cuidado. Puede que remolonearan un poco, pero, en cuanto dejaban atrás sus inhibiciones, se convertían en fieras que harían lo que fuera porque se les complaciera o por complacer. Estos últimos solo necesitaban un poquito de incentivo, un poquito de insistencia, para olvidar su timidez y darle alas a toda esa lujuria contenida que pulsaba por sus venas.
Y este tío tenía toda la pinta de ser del segundo grupo.
Tenía pinta de querer lo mismo que él.
Al fin y al cabo, ¿quién le haría ascos a un orgasmo?
—¿Sabes? Con lo bien dotado que estás, los tíos deben caer rendidos a tus pies a diestro y siniestro.
Era un piropo de lo más extraño, pero así era él, gracias.
El joven se congeló camino al secamanos como se paraliza una liebre erguida cuando divisa un depredador en la distancia. De hecho, le echó un vistazo a la puerta cerrada del aseo con los hombros encorvados y tensos. En su reflejo, apenas había separación entre sus cejas de lo mucho que las fruncía y tenía el labio inferior entre los dientes.
¿Significaba eso que se lo estaba pensando o que temía que los pillasen? ¿O, a lo mejor, le espantaba la idea de que alguien entrara y malinterpretara la situación?
Sea como fuere, sería divertido descubrirlo.
Sí, Toño lo mataría cuando saliese por hacerlo esperar tantísimo, pero valdría la pena y estaba seguro de que su hermano estaría bien entretenido llenándose la panza, cotilleando por el área o hablando con la chica rubia.
—¿He acertado? —Se acercó algunos pasos hacia él—. Con lo gorda que la tienes, seguro que no tienes ninguna queja cuando...
La exhalación del joven, que seguía sin moverse y tenía las orejas enrojecidas, lo interrumpió.
—Dios. Qué basto que eres. ¿Quieres dejarlo ya? He venido a mear, no a que se me tiren encima.
Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y le erizó la piel a su paso. Le gustaba esa voz. Era grave y, a pesar de la rigidez del tono al responderle al fin, suave a la vez.
Pues no, no iba a parar.
Tratar de silenciar su apetito sexual ahora mismo sería como ponerle la zancadilla a un monstruo descontrolado en un vano intento por frenar su ataque: era inevitable y ya no había marcha atrás. El chaval había prendido la mecha y toda su atención se enfocaba en una y solo una cosa: hacerlo suyo. Además, ¿qué mejor manera de acallar por fin los demonios que habitaban su mente que follando?
—He acertado —canturreó al tiempo que torcía una sonrisa y avanzaba otro paso más—. Lo sabía. Yo, desde luego, no tengo queja alguna, y eso que aún no hemos empezado.
El otro negó con la cabeza. ¿Y había visto bien? Juraría que una de las esquinas de la boca del joven se había alzado durante un segundo. Aun así, como si nada, el chaval lo bordeó al pasar por su lado dejando una buena distancia entre ellos y arrancó varios trozos de papel del dispensador. Tras secarse las manos mal y rápido, fue directo a la puerta y la papelera que había junto a ella.
—Eh, pero no te vayas. —Rober fue tras él, y lo asió del brazo luego de que el otro acertase en la papelera—. Te he visto mirarme. No puedes negarlo. Me estabas comiendo con los ojos.
El chaval lo taladró con una mirada severa y se desembarazó de su mano con un movimiento brusco del brazo. Los labios jugosos se torcieron en una línea quebradiza.
—No me mires así y no te hagas el tonto, que te he visto. —Alzó un hombro a la vez que utilizaba su dedo índice a modo de anzuelo y lo atrapaba por una de las trabillas del vaquero—. No tiene nada de malo que lo reconozcas. No hay nadie más que tú y yo aquí. Nadie se va a enterar.
Desde tan cerca, un olorcillo a almizcle buenísimo se le coló por la nariz. Trató de acercarlo, pero el otro lo atizó con la palma de la mano en el pecho para detenerlo. Dentro de todo lo que podría haber pasado, como un puñetazo en toda la cara, esto no era nada. Una advertencia, en todo caso. Un: «no sigas por ese camino si sabes lo que te conviene».
Pero la ignoró y avanzó hacia él sin soltarlo.
El cuerpo del chaval se tensó más y pecho se agitó al tiempo que retrocedía hasta que, en cuestión de segundos, quedó acorralado contra la puerta del baño. En todo momento, no habían apartado la mirada el uno del otro. Los ojos del joven lo estudiaban con tal intensidad que se traducía en la respiración cada vez más acelerada de ambos.
Dios, tenía la polla dura a más no poder a estas alturas.
Poco a poco, como un encantador de serpientes experto, se puso de puntillas y pegó sus frentes hasta que lo tuvo apresado contra la madera de la puerta.
El aliento húmedo, con leve dejo a menta, seguramente producto de un chicle, un caramelo y un poleo, saludó su boca entreabierta. Cuando se relamió y sus labios superiores se rozaron, no fue el único en estremecerse y gemir.
Compartieron una mirada larga que no sabría decir cuánto se prolongó. ¿Segundos? ¿Minutos? Lo único que tenía claro es que la influencia de esos ojos lo tenían cogido por los mismísimos huevos. En esta ocasión, el joven no prorrumpió en quejas, empujones o vistazos mortíferos. No, esta vez agachó la cabeza al tiempo que él se impulsaba más. Sus labios volvieron a acariciarse antes de que el buenorro cubriera su boca con un beso lento en el que se exploraron y se buscaron. Un beso que fue tornándose poco a poco menos cuidadoso, más agresivo, más voraz.
Más adictivo.
Y... bingo.
Ya lo tenía en el bote.
Misión cumplida.
***
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