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9. La canción sin fin




Ojos que vi con lágrimas la última vez

a través de la separación

aquí en el otro reino de la muerte

la dorada visión reaparece

veo los ojos pero no las lágrimas

esta es mi aflicción.


Esta es mi aflicción:

ojos que no volveré a ver

ojos de decisión

ojos que no veré a no ser

a la puerta del otro reino de la muerte

donde, como en éste

los ojos perduran un poco de tiempo

un poco de tiempo duran más que las lágrimas

y nos miran con burla.

("Ojos que vi con lágrimas", T.S. Eliot)




―No te ofendas, mi Señor. Es que... quiero tenerlo perfectamente claro. Esto de lo que me hablas, ¿qué es? Una dádiva, un presente de buena voluntad, un favor, un tributo de vasallaje...

―Thánatos, te lo advierto ―pronunció Hades con voz cortés y amonestación en la mirada―. Te he llamado como mi Consejero que eres. Y eso espero de ti: consejo.

El Señor de la Muerte realizó un gran esfuerzo por mantenerse impertérrito.

No lo consiguió.

―Es que... Es que... ¡No entiendo qué pretendes! ¿No has dicho acaso que el tipo está marcado por Moro? Si está tocado por el Gran Destino, ¿qué derecho tenemos nosotros de alterar sus planes?

Hades frunció casi imperceptiblemente el ceño. Lo cual fue suficiente para hacerlo lucir temible. Thánatos conservó el talante frío, pero se retrajo un poco.

Había hecho enojar al Señor del Inframundo.

»Es... ¡Este asunto es tan banal! ¿A quién le importa si el tipo se muere o no ahora? ¡Debió morir en la penúltima Guerra! ¿Desde cuándo te interesa que un simple humano arregle sus asuntos antes de morir? ¡A ti, a todos nosotros nos resulta irrelevante!

―Thánatos, hermano mío...

―¡No te atrevas a intervenir, Hypnos! Mi Señor me ha pedido consejo en este asunto a mí, no a ti.

―Ambos son mis Consejeros. Si Hypnos tiene una propuesta que aportar a esta controversia, escucharé gustoso.

―¿Escucharás al blandengue de mi hermano? ―chilló el Dios de los Cabellos de Plata.

―El blandengue es más juicioso que tú, hermanito.

―No llames blandengue a Hypnos. Ya quisiera haberte visto en acción si te hubieran dado la encomienda de ayudarme ―siseó Milo, cabreado.

―Es evidente que no te habría ayudado jamás, descerebrado. Da gracias que necesitaste al Sueño y no a la Muerte.

―Lo habrías ayudado si te lo hubiera solicitado yo ―sentenció con voz helada Hades, lo cual provocó un estremecimiento en el aludido―. Además, es tu sobrino. La Ley Natural te obliga a ayudarlo si lo requiere.

―La Ley Natural habría obligado a tu Padre a no ser un hijo de puta contigo y tus hermanos, pero lo fue.

―Sí. Pero tú no eres mi Padre. Tú eres un ser honorable. Aunque finjas ser un cabrón.

―¡Señor!

―Concéntrate, Thánatos. Y dame lo que te he pedido.

―Por favor, Thánatos ―pronunció Kore, con solemnidad―. No te llamaríamos si la necesidad no lo exigiera.

Thánatos hundió los hombros.

Detestaba que Kore interviniera. Con ella no podía ser beligerante. Ni aunque quisiera.

―Mi Señora... Que quede claro que este asunto me incomoda. Y mucho.

―No, Thánatos. Eso no es cierto. Eso es lo que te has dicho durante los milenios de guerra. La Muerte es una gracia para el mortal. Tú, igual que el Sueño, eres un don. La misericordia está en tu naturaleza.

El Dios de la Muerte hundió aún más los hombros, ante la declaración de Kore.

¿Por qué los conocía tan bien a todos ellos?

»La guerra trastocó tu esencia, querido. Tú eres la Muerte Pacífica, así como mi amada hija, tu Amada, es la Muerte Bendecida.

»¿Quién sino tú puede guiarnos en esta empresa?

Thánatos suspiró, compungido. La habitación se llenó de un aroma a mirra y nardos.

―Mi suegra consigue lo que quiere de mí ―quiso quejarse, pero las palabras le salieron apenas como una simple declaración.

―Tu suegra consigue lo que quiere. Siempre. De todos ―concluyó Hades con llaneza.

Hypnos posó la mano en el hombro de su hermano. No cruzó palabra con él, pero igual Thánatos entendió la simpatía de su gemelo.

―De acuerdo. Examinemos el problema. Tú, mi Señor... Ustedes tres, en realidad, quieren entregar a estos desgraciados una técnica que les permita extender un poco más sus vidas, en aras de que solucionen sus asuntos pendientes...

―No, Thánatos ―intervino Athena―. Lo que queremos es extender un poco la vida de Kardia. Dégel no corre peligro de morir. No por ahora. Al menos, eso es lo que Milo vislumbró en el Libro de su Padre.

―Ese individuo, Dégel, ¿tiene otorgada la vida por Moro? ―se dirigió el de los ojos plateados al aludido―. ¿Moro tiene contemplada una función para él en el devenir de los acontecimientos?

―A Dégel le tiene preparado un camino. No así a Kardia. En su escritura original, Moro determinaba que iban a morir juntos, conteniendo a Poseidón. Y justo antes de morir, se habrían declarado mutuamente su amor. Habrían muerto en paz.

―¿Por qué, si Dégel iba a morir entonces, ha de vivir ahora?

―Porque mi Padre deseaba terminar el conflicto entre Hades y Athena en la guerra en la que estos dos participaron. Kardia fue configurado para un solo propósito: hacer caer a Rhadamanthys y, con ello, golpear definitivamente al ejército de tu Señor.

―Y como esa condición no se cumplió, ¿ya no hay propósito para Kardia?

―Así es.

―Pero a Dégel sí le ha derivado una misión.

―Sí.

―Insisto en que no se ofendan. Pero esto es tonto. Si Moro está llamando a este hombre al cumplimiento de su Sino, deberían dejar que se cumpla y ya. Sin importar lo muy dolorosa que esta separación resulte para Dégel. Y para el mismo Kardia. La muerte es lo que es. Ni mejor ni peor. Por horrible que resulte el trance para algunos. Quiero decir, ¡morir es morir!

―Pues entonces la muerte de Kardia será doblemente horrible: primero, porque no es la que estaba prevista; y después, porque se llevará a la Eternidad la frustración de no haber entregado su secreto. En su caso, no sólo su cuerpo muere, también una parte de su alma.

―¡Oh, por favor!

―Es cierto ―asentó Milo, desprovisto de ira―. Si parte de su destino era revelar el sentimiento más puro que llegó a desarrollar en su vida, no cumplir con esa expectativa tiene que arrasarlo a nivel existencial. Eso me parece.

―Ese es un planteamiento filosófico, muchacho ―declaró con llaneza la Muerte.

―Es un planteamiento real y serio. Y te pido que lo consideres.

Thánatos se cruzó de brazos, medio enfurruñado, medio meditabundo. Hypnos dirigió una mirada a Milo y le sonrió, aprobatorio.

Al final, el de los ojos como el azogue resopló un poco y empezó a deambular por aquella estancia.

―Deben entender que, en el caso de que consideren ejecutar esta acción, no puede ser de manera indefinida. Por el contrario: debe estar estrictamente limitada en el tiempo y en el espacio. No sabemos si la interacción de Kardia con el resto del mundo puede alterar aún más el Libro de Moro. Y Moro, por supuesto, no nos lo dirá. ¿O acaso sí, Milo?

―No puedo saber lo que quiere o piensa mi Padre.

―Pregúntaselo.

―Claro. ¿Me explicas cómo?

Thánatos frunció las cejas, desdeñoso.

A Camus y a Milo les pareció que aquel desdén ocultaba en realidad otra cosa.

―No sabría decir cómo puedes comunicarte con el Gran Destino. Nosotros procuramos no cruzarnos con él. No es un tipo agradable de tratar.

―Me lo imagino. Supongo que es la clase de persona que comparte chistes políticos en las redes sociales. Sólo para encabronar a la gente y ver el mundo arder.

A Hypnos le hizo gracia el comentario. Y a Thánatos también, aunque torció la boca para no reír.

―Tal vez. Pero bueno. Consideremos que si fuera indispensable que ese tipo falleciera, ya lo habría hecho. De un modo contundente. Sin que nada ni nadie pudiera evitarlo. Tal vez tu Padre esté dando su aprobación tácita a este ridículo plan de compensación.

―Thánatos... ―advirtió Hades, cruzado de brazos.

―Ya, ya. Estoy pensando en una posible solución. Estoy pensando...

El Dios de la Muerte se detuvo ante una gran ventana: el sol declinaba y daba paso al crepúsculo. Su faz, idéntica en todo a la de su gemelo, excepto en el color de los ojos y del cabello, mostraba una expresión melancólica.

»Ustedes están tratando de reparar un daño. Están tratando de dispensar justicia por un yerro en el que tuvieron parte. Pero para Kardia y Dégel no hay compensación posible por los largos años de dolorosa separación que sufrieron.

»Y tampoco pueden compensar a Moro por la nueva guerra a la que tuvo que dar paso para cerrar el conflicto entre ustedes.

Athena bajó la cabeza, con los ojos cristalizados. Poseidón le pasó un brazo por los hombros, y Hades la observó, compungido. Thánatos sintió compasión, pero se cuidó muy bien de mostrarla.

»Gracia. Eso es lo que pueden ofrecer. Gracia...

»Un día. Un día, cada uno de ustedes. Tres en total. De absoluta vitalidad y lozanía. Para que los entregue al otro guerrero, el que ha de quedarse. Eso debe bastar.

―¡¿Tres días y ya?! ¿Hablas en serio? ―se exasperó Camus―. ¿Qué harán Kardia y Dégel con tres días para vivir la historia que les fue negada?

―Señor Bóreas, ponte serio. Tu hermano y su compañero iban a disponer de... ¿qué? ¿Tres minutos para declararse su amor y jurarlo por toda la Eternidad antes de morir? Fíjate en lo que estoy diciendo: salud plena. El tipo se encontrará en las mejores condiciones de su vida. Tres días de Gracia, en los que podrá vivir de un modo que probablemente ni se atrevió a soñar.

»Tres días para declararse a tu hermano. Tres días para cortejarlo. Para adorarlo. Y para que suceda lo que tenga que suceder. Es mucho más de lo que iban a tener en su camino original.

―¡Es muy poco tiempo!

―Es lo que recomiendo, Señor Norte. Recuerda: el don debe estar limitado en el tiempo y en el espacio. Tres días, en el Santuario. Si acaso, en Rodorio. Por supuesto, mi Señor y sus ilustres familiares pueden decidir otra cosa. Pero es lo que a mí me parece prudente: se le otorga una oportunidad al guerrero y no transgredimos, demasiado, los designios de Moro. Si Kardia no muere subrepticiamente en los siguientes minutos, pueden intentarlo.

―¿Acaso piensas llevártelo? ―cuestionó Camus, indignadísimo.

―No se trata de si pienso llevármelo o no: tengo que hacerlo. El tipo tiene dos días agonizando. Hasta resulta impío que lo obliguen a permanecer vivo...

Bóreas el Joven se acercó furioso al gemelo de los cabellos plateados.

―¡Basta! ―puso orden Hades―. Su enfrentamiento no ayuda en nada. Si estás aquí para partir con él y no porque te he llamado, entonces es necesario actuar con celeridad. Iremos ahora mismo a tratar de ayudarlo.

Thánatos torció la boca en un gesto que no era de desagrado, sino de impotencia.

―Mi Señor... En verdad, no es buena idea forzar la mano del Gran Destino. Le pido, por los lazos que nos unen, que lo reconsidere.

―Es como dices, Thánatos: estoy tratando de otorgar justicia. Incompleta e ínfima, pero justicia al fin. Moro y sus hermanas las Moiras entienden esa motivación. Esperaré en mi corazón que no se tomen a mal que intervenga, puesto que tan sólo intento restaurar un poco el equilibrio.

―Ah, mi Señor. Las buenas intenciones a veces no son más que eso; usted, todos nosotros lo sabemos. No intentaré disuadirlo más. Vaya, si ese es su deseo. Y por supuesto, lo apoyaré en aquello que necesite, como siempre hacemos mi hermano y yo.

―Gracias, querido hijo ―musitó Hades con una sonrisa sobria y afectuosa―. Que mi hija sepa que tomó un esposo honorable.

―Tu hija lo sabe, mi Señor, así como sé que para mí no hay dama más digna que ella. La modestia no está en nuestra naturaleza.

El Señor del Inframundo se inclinó hacia Thánatos con deferencia. Y de inmediato se volvió hacia su hermano y su sobrina.

―¿Vamos, Ikómena? ¿Hermano? Podemos al menos intentar ser de alguna ayuda.

―¿A quién tenemos que solicitar asistencia? ¿A Apolo? ―inquirió Poseidón al tiempo que ofrecía el brazo a Athena.

―No, por favor. No a mi hermano ―resolvió Athena con gesto impaciente―. No tengo ganas de escuchar sus sermones ni sus indirectas. Nunca comprenderé cómo es que Artemisa le soporta su actitud moralina. Si hemos de solicitar salud, que sea a Asclepio.

―Estaría de acuerdo contigo, Ikómena, si no tuviera mis prevenciones contra él, que ya conoces sobradamente. Tampoco me siento con paciencia para tratar con tu hermano, pero Asclepio no me parece opción, por mucho que sea más razonable que su padre ―respondió Hades mientras abría la puerta para dar paso a su sobrina y su hermano. Extendió la mano a Kore, quien la tomó sin vacilar―. Hay que pensar en alguien más, y rápido, para preparar la invocación.

―Yo puedo sugerir a quiénes dirigir estas preces ―mencionó Kore mientras la puerta se cerraba.

Thánatos e Hypnos se quedaron solos con Bóreas el Joven y Milo.

―¿No los acompañarán? ―cuestionó el joven Viento del Norte a los Gemelos.

―Tal vez deba llevarme a Kardia si me acerco ―replicó la Muerte Pacífica―. Prefiero dejar que mi Señor y los suyos hagan lo que pretenden. Sólo entonces me aproximaré.

―Y yo ―deslizó Hypnos con su voz acariciante―, no abandonaré a mi hermano en este momento, que tanta desazón le procura.

―Ve con tu hermano, Keltos. Yo me quedaré con Hypnos y su... hermano.

―Con tus tíos ―pronunció Camus categóricamente, y obtuvo de Hypnos una suave sonrisa y de Thánatos un mohín despechado―. Me voy porque no deseo dejarlo solo, pero te ruego que te me reúnas pronto.

―Acompaña a tu sýzygos, Milo ―añadió Hypnos, y con su aliento, la estancia adquirió aromas a lavanda y cedro―. Has desarrollado una afinidad estrechísima con el otro Escorpio. Debes estar a su lado en este momento de necesidad.

Camus lo miró y, con una sonrisa, lo invitó a acompañarlo. Milo se despidió de Hypnos y su hermano con una cabezada y salió de ahí, al lado de Keltos.

―Es una pésima idea ―volvió a la carga Thánatos, una vez que se quedó solo con su hermano―. Una terrible idea y lo sabes. No deberías haberla aprobado, Hermano mío.

―Nuestro Señor ha sido siempre un modelo de fortaleza y ecuanimidad. Pero justo ahora, está cimbrado. Nuestra Señora está inconforme con él. Y no hablemos del Gran Destino. Necesita recobrar la serenidad. Y la seguridad. Si abordar este problema de esta manera le ayuda... Por mí, estará bien.

El de los cabellos de plata entornó los ojos y se acercó a la ventana. El sol se ponía entre las colinas y empezaba el paso a la noche. Su hermano de los cabellos de oro se quedó un par de pasos detrás de él.

»El Sino se cumplirá de un modo o de otro, Hermano mío. "Como un mar, alrededor de la soleada isla de la vida, la muerte canta noche y día su canción sin fin". Todos los mortales han de ir contigo, tarde o temprano. Así será para Kardia también. Si el Gran Destino no te lo ha entregado aún, es porque le tiene deparado algo más. *

Las pupilas de azogue de Thánatos refulgieron un momento, fijas en las doradas de su gemelo.

―¿Ahora me aleccionas con sabiduría humana?

―La verdad también se revela a los que han de morir, hermano.

Thánatos se removió, incómodo, en su sitio. Hypnos posó su mano sobre el hombro de su hermano y lo estrechó, en un gesto fraternal que no solía externar más que en soledad.

―Espero que las cosas salgan como esperan, Hypnos. Pero no me gusta. Mi Señor no se pasa de largo las reglas. Que lo haga ahora me pone intranquilo.

Los aromas del Sueño se acentuaron, con lo cual una sonrisa amable afloró en los labios de Thánatos.

»Y que ahora mismo trates de darme un consuelo que no te he solicitado, me intranquiliza aún más...





Shion y Dohko aguardaban junto a la puerta, sin apenas pestañear. Entendían la seriedad de los hechos y temían: por su hermano moribundo, pero también por su Damita, dispuesta a contravenir a Moro.

Katsaros, acompañado de Angelo y Shun, observaba desde un rincón de la sala las maniobras de Hades, Athena y Poseidón, quienes rodeaban la cama de Kardia.

Guardaba un silencio absoluto. Si bien su oficio como médico lo ataba a la ciencia y el conocimiento objetivo, su vida, transcurrida íntegra en el Santuario, le confería una experiencia de lo divino de la que carecía la mayoría de sus colegas. Observaba con reverencia y apreciaba el esfuerzo de Mikrí Kyría y sus mayores por ayudar al caído, por el que había podido hacer poco más que nada.

La dama Khíone, flanqueada por Isaac, seguía el ritual recién ideado por su amiga, su prometido y su tío. Permanecía sentada en el suelo y tomaba la mano de Dégel, hundido en un profundo sueño provocado por su propia imprudencia. Ya le había explicado Shun que lo había encontrado de pie y despojado de los remedios con los que daban alivio a su estado.

Hyoga, convocado por su maestro en calidad de guardián del Onceavo Templo, contemplaba las acciones de los tres dioses que intentaban ayudar a solucionar aquel curioso escollo familiar.

Porque Hyoga lo tenía claro: aquello era un asunto familiar sin resolver. Y que involucraba a muchas partes de la familia: a Shion y Dohko, que necesitaban confirmar que el sino de sus hermanos llegaba a buen puerto; a Athena, que intentaba dar un trato digno a un guerrero que le fue particularmente devoto en el pasado lejano; a Khíone y Camus, que velaban por el bienestar de su hermano recién recuperado; y a Milo, que tan sólo deseaba acompañar a ese inesperado hermano suyo en el tránsito al final de su existencia.

Milo y Camus no expresaban cosa alguna de viva voz, pero compartían los tristes pensamientos que aquella ceremonia improvisada traía a sus mentes. Sí, Kardia recobraría la plenitud por tres días, al cabo de los cuales se extinguiría para siempre. ¿En qué insondable tristeza dejaría esa partida hundido a Dégel?

―"...Hijas inefables de la sagrada Nyx, damas generosas, sed favorables..."

La voz de Mademoiselle salmodiaba las preces en honor a las Damas del Telar, a quienes Kore sugirió como destinatarias de aquella súplica desesperada para apoyar a Kardia en este delicado trance.

Camus, por supuesto, entendía las reticencias de Thánatos: eran demasiadas complicaciones para una acción que resultaba apenas en un paliativo. Y estaba por verse la reacción que generaría en Moro: no sólo contravenían su designio, sino que para ello pedían la asistencia de sus hermanas como un modo de protegerse de posibles represalias por parte del Gran Destino.

Kore se acercó a los tres dioses que participaban del ritual. En la siniestra llevaba una copa de bronce y en la otra un estilete de plata. Miró a Poseidón, quien sin pronunciar palabra extendió la mano y permitió que La Doncella le pinchara un dedo, del que brotó una exigua gotita de sangre recogida en el recipiente.

»"...vuestro poder alcanza a todos los mortales: a los esperanzados, a los que ríen, a los vanos, a los soberbios; todos, sin distinción, condenados desde que nacen al declive..."

La Señora de la Primavera dirigió una mirada solemne a su esposo, quien ofreció la diestra en absoluto silencio para entregar la ofrenda de sangre sagrada. No se resistió cuando su dama aplicó un efímero beso en la herida insignificante y la borró con ello.

»"Sea el honor para vosotras, Dueñas de los Hilos, Señoras de la Mirada Infinita, y escuchad la plegaria que os hacemos con corazón humilde. Sed generosas, sed propicias, sed misericordiosas."

Athena concluyó la oración al tiempo que su delicado dígito sufría la punción que le arrancaría la gotita de sangre necesaria para concluir el ritual. Antes de que Kore lo besara, fue Poseidón quien ofrendó el ósculo ligero que curó la herida. La jovencita sonrió, agradecida, y a su vez aplicó los labios en la diminuta herida de su prometido.

Kore suspiró, resignada, y continuó con la preparación del brebaje: agua, vino dulce y miel del bosque. Aún hizo brotar del suelo de la habitación plantas que florecieron sin más, y agregó unas cuantas flores de cada una a la copa.

―¿Qué es eso, Kore? ―preguntó Athena con curiosidad.

―Algunas plantas a las que se atribuyen dones curativos que podrían beneficiar a Kardia ―respondió Kore con voz baja y solemne―. Malotira, sideritis, flikounis...

―¿Silfio? ―preguntó Poseidón, descolocado―. Pero si esa planta ya no existe...

―Existe si la convoco yo, señor tío ―dijo la joven al tiempo que cubría la copa con su mano y la agitaba un poco con suaves movimientos circulares―. Veamos qué resultados nos da la medicina. Al final, las hierbas son oblación para las Hilanderas y los líquidos, los que más frecuentemente se emplean en los viejos rituales. Lo que realmente importa, es la ofrenda que ustedes entregaron: tres gotas de sangre. Tres días de vida. Ikómena, ¿procedemos?

La joven asintió. Se acercó a Kardia y lo envolvió en sus brazos, incorporándolo un poco sobre la cama. Luego tomó de las manos de Kore la copa y la aplicó a los labios de su guerrero. Hades se acercó y ayudó a su sobrina a sostener al enfermo.

―Bebe, Kardia. Apura la bebida, te ayudará ―musitó la Korítsi.

El escorpión postrado bebió sin darse cuenta de lo que hacía. Cuando ingirió hasta la última gota, Hades lo depositó de nuevo sobre la almohada.

―Está hecho ―declaró Poseidón―. ¿Qué debemos esperar ahora? ¿Sabremos pronto si ha funcionado?

―Ha funcionado sin duda. No hay motivo para que sea de otro modo ―respondió Athena con seguridad.

―Nos hemos sacado de la manga el ritual, Ikómena. En realidad, no sabemos qué esperar ―deslizó Hades con pesar―. Las Moiras, a quienes estamos dirigiendo nuestra súplica, pueden desoírnos sin dudar, y aún si nos escucharan, Moro bien puede vetar nuestra solicitud por mucho que no haya sido dirigida a él. Y no habría nada qué hacer al respecto.

―Se entregó sangre divina como ofrenda para posibilitar el tiempo otorgado a Kardia ―pronunció la voz melodiosa de Kore―. Sangre entregada libremente. Por mucho que Moro sea adverso a esta medida, ni él puede negar que están tratando de compensar a su hijo por haber alterado su camino.

Milo se separó de su sýzygos para apostarse junto a Kardia. Le acomodó la almohada y apartó el cabello oscuro de su rostro.

―Tranquilo, Milo. Lo que sea que obtenga Kardia de esto, es una ganancia. Él no esperaba más que morir ―explicó Dohko mientras se acercaba a la Damita y, con gesto familiar, le revisaba la manecita herida.

Milo asintió, cejijunto y con la mandíbula trabada.

―Supongo que es pronto para saber si hay algún resultado.

―Háblale ―sugirió Camus―. Así me hiciste volver cuando estuve enfermo, ¿recuerdas?

―Recuerdo. Aunque no funcionó del todo. Y quien debiera hablarle es Dégel, no yo.

―No cuentes con ello ―declaró Khíone mientras acariciaba la diestra de su hermano―. Dégel está anulado después de haberse levantado. Es un insensato.

―Dégel ―deslizó Shion― puede llegar a ser muy impulsivo cuando la seguridad de Kardia está comprometida. Habrá que averiguar por qué se levantó. Debe haber una razón, y estoy seguro de que tiene cabellos negros.

Camus se dirigió a la mesa de noche y tomó el teléfono que Milo había entregado al escorpión enfermo. Activó la playlist. Una melodía barroca se deslizó desde la bocinita portátil que, hasta el momento en que Milo la había llevado a aquella habitación, le había pertenecido.

―Habrá que esperar ―declaró con sencillez, y se apostó a un lado de Milo para acariciar su cabellera y ajustar el nudo de la cinta―. Igual pasarán cinco minutos que cinco horas antes de que sepamos cómo resultaron las cosas.

―No, no, Árchontas. Te aseguro que el joven no aguantará cinco horas en su condición.

―De verdad, docteur, aprecio enormemente su honestidad, pero en este caso resulta dolorosa...

―Pregunta qué tan directo fui cuando tú estuviste en el lugar de estos dos. No te me quejes, muchacho.

―No estoy de humor para recordar cosas más tristes que esta situación. Cállense, por favor ―se quejó Milo. Estrechó con dulzura la mano del otro escorpión―. Tenemos que ser optimistas y esperar que el ritual tenga un buen resultado.

―Claro: optimistas. Qué raro escucharte a ti decir esa palabra, Milo ―rezongó Angelo, ahíto de escepticismo.

―¿Qué ritual...?

Kardia, con la voz pastosa y ronca, soltó la pregunta al aire, sin esperar que alguien se la respondiera. Había estado evocando en sus sueños eventos dolorosos, de los que en verdad no conservaba recuerdos conscientes. Aun así, pesaba una suerte de incertidumbre sobre su espíritu.

¿Aquellas voces invocatorias que venía escuchando desde hace un rato, existían o eran producto de su imaginación torturada por su trance de muerte?

―Querido Kardia ―pronunció la vocecita de Athena―, ¿qué tal te sientes? ¿Tienes sed? ¿Hambre?

El aludido se preguntó a sí mismo si deseaba comer o beber algo, y tuvo la lucidez de darse cuenta que no.

En realidad, lo único que le apetecía era... levantarse.

―No tengo hambre, gracias ―musitó el hombre de los cabellos negros, permitiendo que sus párpados se desplegaran con pereza―. Pero apreciaría un sorbo de agua, si fuera posible.

Milo se apresuró a satisfacer la solicitud. Kardia, débil y mareado, hizo el intento infructuoso de incorporarse. Fue Camus quien se acercó y le ayudó a sentarse.

―Muévelo con delicadeza, Árchontas. Aún no sabemos cómo le ha caído el remedio. No sabemos siquiera si le ha caído...

―Il est évident que le remède lui a fait du bien. Dejémoslo respirar y nos enteraremos más rápido ―añadió el Viento del Norte. (1)

―A ver, muchacho. Permíteme revisarlo.

Katsaros manipuló la cama para que se plegara y ofreciera respaldo a su paciente, y luego inició un concienzudo chequeo. Kardia, somnoliento, se mostró sorprendido porque el artilugio funcionara de esa manera.

―Este lecho... está poseído por demonios...

―Por supuesto ―resolvió Katsaros―. Por demonios que corren a través del cable eléctrico y el motorcito que moviliza la cama. Ahora cállate, que necesito escuchar tu corazón.

El escorpión se dejó hacer. Sintió las manos del anciano moviendo el artefacto raro con el que le escuchaba respirar y lo miró con un poco de curiosidad.

―¿Qué tiene que escucharle a mi corazón? El muy cabrón debe estar haciéndome una de las suyas. Se la ha pasado en eso cada día de mi vida y más desde que nos trajeron a Dégel y a mí aquí.

―Silencio, muchacho. Qué irritante eres...

―Caramba. Todos mis detractores me dicen eso: que soy irritante. Pero usted ni ha tenido la oportunidad de hacerse a esa idea.

Katsaros arrugó un momento la frente y luego contestó.

―No soy tu detractor. Con el trabajo que nos das, basta para saberlo: eres irritante. ¿Cómo te sientes?

―Yo... pues... creo que... ¿bien?

―Y sí. Te encuentras bien. De hecho, bastante bien, si pensamos en cómo has estado en el pasado inmediato. Tal vez ―y al decirlo, se volvió hacia los tres dioses―, sí ha funcionado el rito extraño que recién se han inventado.

―De verdad que es usted inapropiado, doctor ―dijo Poseidón, con tono severo.

―¿Inapropiado por qué? Si es verdad, acabamos de inventárnoslo ―dejó caer, categórica, Athena.

―¿De qué ritual hablan? ―preguntó el de los cabellos negros, rascándose la mollera.

Hades se apostó a un costado de la cama, lo que causó el malestar de Kardia. Observó a aquel hombre que lucía temible en su estatura y su sobrio terno negro. No dudó en ponerle mal semblante.

―Entiendo, por dichos que no vienen a cuento para ti, Kardia, que en mi caso particular ayudé a truncar un destino que te correspondía. Si bien no estaba escrito que llegases vivo a este día, lo cierto es que ha sido así. No es mi deseo... No es nuestro deseo que partas de este mundo sin haber cumplido con parte de tu destino. Por ello te hemos concedido, Athena, Poseidón y yo, un brevísimo tiempo extra para que lleves a buen término tu Sino.

El escorpión se enfureció.

―¿Y quién te ha dicho que quiero deberte algo a ti, tirano?

―¡Oye, atrevido! ¡Cuidado con cómo te diriges a mi hermano!

―¿Cuidado? ¿Cuidado de qué? En lo que a mí respecta, somos enemigos. ¿Qué no estábamos en guerra? ¿Y tú qué me reclamas? ¿Tú eres Poseidón? ¿Te recuerdo que a Dégel se lo llevó la tristeza por tratar de contenerte? ¡¿Y te atreves a estar cerca de mi Damita?! ¿Por qué estás con ellos, Pequeñita? ¡Son una compañía cargosa!

―¡Kardia, vas catando lo que dices! ―se exasperó Shion.

―Sí, Kardia. Catado estás: muérdete la lengua. Date color de que las cosas han cambiado: te hemos explicado que ya estamos en paz. Y en cuanto al Señor Prometido... la Damita ha tenido a bien poner los ojos en él. Podemos cuestionarla, pero está en su derecho de equivocarse. Cualquiera tiene sus tropiezos, incluso los dioses.

Poseidón adquirió un color casi púrpura de ira.

―¡Dohko, que no ayudas en nada! ―se le embroncó el Señor Patriarca.

―Querido Kardia ―dijo la Damita mientras tomaba una mano del aludido―. Ya Shion y Dohko les explicaron a ti y a Dégel de qué van las cosas en los últimos tiempos. La guerra se terminó. Y las suspicacias también. Cada uno de nosotros te entregó un breve tiempo para que ajustes tus asuntos antes de partir.

―Tristemente, no podemos detener los acontecimientos de manera indefinida ―planteó el Señor del Inframundo con un aire dubitativo que descolocó al escorpión enfermo―. Y digo tristemente porque a Monsieur Nord y a Milo este arreglo no les resulta satisfactorio. Tampoco a nosotros, si a esas vamos. Pero debes entender: tratamos de entregarte un cierto grado de justicia. Dar vado a tu situación. Aunque sea imposible otorgártela por entero.

―¿Justicia...? ―cuestionó Kardia, sin terminar de comprender.

―Sí. Justicia. Estaba escrito que antes de morir, tú y Dégel... ―Hades se detuvo un momento, hilando una idea― habían menester de echar luz sobre ciertas cosas de importancia.

―¿Qué? ¿Echar luz? ¿Cosas de importancia? ―soltó el escorpión atragantándose un poco―. ¿Qué me dices?

Esta vez fue Camus... Monsieur Nord... el vendaval de Milo quien tomó la palabra.

―Sabemos que tú y mi hermano tenían que aclarar el estado de sus... sentires antes de morir. Y por la intervención de Hades, las cosas no salieron como debían.

―¿El... El estado... el estado de nuestros... sentires...? ¿Estado... estado... como de qué...?

―¡¿Cómo que de qué?! ―estalló Milo mientras se jalaba las greñas―. ¡Tenían que decirse que se aman!

―¡¿Qué, qué?! ¡¿Estás demente?! ¡¿Cómo se te ocurre que le diré semejante despropósito a mi... mi... a Dégel?! ¡No me volvería a hablar en la vida! ¡Ni en la muerte! ¡Ni después de lo que quiera que siga de eso!

―¡No me salgas con eso, cabrón! ¡Yo sé perfectamente lo que vi en el Libro: ustedes se declararían mutuamente su amor justo antes de morir! ¡Y habrían muerto tranquilos y felices con ello! Así que... ¡ya está! ¡Tienes tres días para hacerle saber a mi cuñado que es el amor de tu vida!

Kardia se atragantó con el nudo que se le hizo en la garganta. ¿Destino? ¿Libro? ¿Declaración? ¿Amor?

¿Él, decir públicamente que amaba a Dégel más que a su vida? ¿Que era el amor de su existencia?

¿Decírselo a Dégel, para que lo fulminara con sus bellísimos ojos de amatista y le negara para siempre la contemplación de su maravilloso rostro? ¿No volver a admirar la estampa prodigiosa de aquellos ojos protegidos por los quevedos?

―Pero... pero... yo... yo... Dégel... es mi amigo... el mejor... el más sentido... el único... Pero...

―¿Pero qué? ―dijo Khíone al tiempo que se separaba de su hermano inconsciente y se aproximaba a Kardia―. ¿Ahora resulta que no amas a mi hermano? ¡No te lo creo! ¡El modo en que te encontramos en la Atlántida dice otra cosa!

El del cabello negroazulado se sintió horrorizado por la exposición de su sentir. ¿Tan transparente resultaba su inclinación por Dégel? Se sintió rebasado por el descubrimiento de que, a lo largo de aquellos años que había convivido junto a aquel muchacho que le robaba los pensamientos, no había sido capaz de ocultar la tesitura de sus emociones. ¿Dégel lo había notado? Si estos extraños (salvo Shion y Dohko, que eran harina de otro costal) se habían dado cuenta, era evidente que Dégel también.

Entonces... ¿Dégel no lo amaba?

Pues claro que no. De otro modo, se lo habría hecho saber. ¿No?

―Yo ―tragó saliva al ver en aquella mujer enorme y hermosa el gesto adusto, tan similar al de Dégel cuando se enfadaba―, yo por cierto que daría la vida por mi querido amigo. Es la persona más bienquerida de mi vida... él y Sasha. Mi corazón rebosa de lealtad y gratitud por él.

Un silencio denso se estableció en la habitación, como si una nube pesada hubiera bajado del cielo y se posesionase, como niebla, de aquel espacio. Tan solo se escuchaba el sonido de las aspiraciones y espiraciones. Hasta que un murmullo débil captó la atención.

―Lo sé... Kardia... siempre lo... tuve... entendido...

Kardia giró la cabeza hacia su amigo por primera vez desde que se hallaba sentado. Lo vio, apenas consciente. Pálido. Muy, muy cansado. Con los labios resecos y unas bolsas color lavanda bajo sus ojos. Debía estar extenuado, porque no podía ni abrir los párpados.

Oh, pequeña Diosa. ¿Por qué lucía su amado Dégel tan fatigado, tan enfermo?

¿Y por qué había permitido que le escuchara pronunciar una declaración tan tibia y mediocre de sus sentimientos?

Ah, sí. Porque el amor que Kardia sentía era unilateral.

―No, malen'kiy. No es así. Está asustado, eso es lo que pasa. Te aseguro por nuestra sangre compartida que eres correspondido. (2)

―No... no lo... soy ―susurró Dégel con una voz fluctuante, pastosa―. Nunca... he sido... correspondido... nunca... ha sido así...

Hades, Katsaros y el mismo Kardia fruncieron el ceño al mismo tiempo, al escuchar aquellas palabras que no sonaban enteramente racionales. El anciano se retiró de Kardia para aproximarse a Dégel.

―¿Correspondido? ―murmuró Kardia, paladeando la palabra que le resultaba inusitada, imposible―. Dices... ¿correspondido? ―repitió al tiempo que le afloraba una sonrisa boba en los labios y una emoción cálida, benévola, tomaba fuerza en su pecho.

―Nunca... fui... correspondido...

Katsaros buscó con los dedos la muñeca de Dégel y guardó silencio. El escorpión demudó su sonrisa en un rictus preocupado: su amigo no notó el tacto del médico.

―¿Qué...? ¿Dégel...? ¿Estás bien...? ―cuestionó Kardia, alarmado.

Dégel no respondió. Se revolvió un poco sobre la almohada, aunque sin fuerzas, e intentó abrir los ojos, sin éxito.

Katsaros le colocó el aparatito sobre el pecho y escuchó. Colocó el dorso de su mano en la frente del joven. El enfermo suspiró, lánguido, y el viejo médico arrugó las cejas: colocó sus dedos bajo la nariz de su paciente.

―Angelo, tómale la temperatura a nuestro paciente. Está helado, pero su aliento arde.

Angelo se puso serio y se apresuró a seguir las órdenes de su padre.

»Shun, trae el electrocardiógrafo. Quiero que le hagas una medición al muchacho. Y agéndale turno para un TAC. Rápido, en treinta minutos a lo más quiero conocer su estado.

―Está hipotérmico ―declaró sin más Angelo―. Creí que ya habíamos superado eso hace un par de días.

―Pues no es así. Temperatura oral también, por favor.

Sì, papà.

Kardia sintió que los párpados le temblaban, al igual que los labios.

―¿Qué...? ¿Qué pasa? ¿Está bien Dégel?

―Te lo digo en treinta minutos. Ahora mismo no lo está.

―¿Cómo que no? ―se alteró Camus―. ¡Si está despierto!

―No. No lo está ―aseguró Katsaros―. Está inconsciente.

―¡Por supuesto que no! ¡Acaba de hablar!

―Te digo que no está consciente, Árchontas ―dijo el viejo médico sin inflexiones en la voz, en un intento de ser suave―. Habló en sueños. Está delirando.

―¿Cómo va a delirar? ―preguntó Khíone mesándose la cabellera blanca―. ¡Si usted acaba de decir que está hipotérmico!

Damianos Katsaros guardó el estetoscopio en un bolsillo de su bata y se quitó los lentes para limpiárselos. Parecía estar pensando lo que iba a decir.

―Por favor, salgan todos de la sala. Tengo un paciente delicado por atender y la aglomeración de personas lo pone en peligro. Podrían ser portadores de un microorganismo contra el que su cuerpo no está protegido. Tal vez ya lo contagiaron. Y eso, por supuesto, es una omisión mía. Te pido perdón encarecidamente por ello, Mikrí Kyría. Haré lo posible por remediarlo.

―¡No pienso dejar solo a mi hermanito!

―Khíone, querida, por favor ―murmuró Isaac tomándole la mano―. Aquí no somos útiles.

Katsaros suspiró, cansado.

―Váyanse ya, por favor.

―¡Pero esto no tiene sentido! ¡Era Kardia quien se encontraba mal! ¿Ahora resulta que Dégel también está grave, cuando a todas luces estaba lográndolo? Ce n'est pas possible ! (3)

Kardia, testigo del altercado que se estaba generando, centró su atención en su amigo enfermo. De pronto, entendió cómo se sintió Dégel cada ocasión que lo tuvo malo y bajo su cuidado, entendió la profunda consternación que le afectó el espíritu las largas noches en vela, en las que no estuvo seguro de que el frío de sus manos sería suficiente para atemperar la brasa en que se convertía su corazón.

Tuvo una epifanía.

―Diosa... Dégel me lleva en su corazón... me ama... Siempre me ha amado...

Trató de levantarse. Cuando el tubo en el brazo se lo impidió, se lo arrancó sin darle importancia.

Katsaros lo fulminó con la mirada.

―¡Ni se te ocurra, cabrón! ¡No me compliques más la vida! ¡Ahí, pegado en la cama, ahí te quiero!

―¡Pero Dégel está mal! ¡Me necesita!

―¿Es que no se saben otro discurso ustedes dos? ¡Te me quedas en donde estás o tú también te largas de aquí!

―¡Pero...!

―¡Pero nada! ¡Mudo, inmóvil, tranquilo! ¡En modo estatua! ¡O te vas a otra habitación!

Kardia se enardeció, pero no se atrevió a moverse.

Hablar, sin embargo, era otra cosa.

―Dégel está quebrantado y yo puedo ayudarlo.

―¿Cómo, según tú?

―¡No sé, no sé! ¡Pero puedo ayudarlo! Por favor... por favor... Déjeme estar con él. Él siempre está conmigo cuando me pongo mal...

El anciano cerró los ojos con fuerza, como auto imponiéndose tranquilidad. Angelo, que le conocía los impasses a su padre, se quedó cerca y a la expectativa, pensando en qué hacer o decir para capear la tempestad.

Pero no tuvo que pensar nada: la puerta de la sala se abrió y dejó pasar las figuras altas y gentiles de los Dioses Gemelos, quienes entraron a la habitación y, una vez dentro, se quedaron inmóviles. La atención de todos los presentes se centró en ellos.

Aquella intromisión terminó de exaltar el ánimo de Kardia de mala manera.

»¿Pero qué rayos hacen aquí ese par de cuervos, esas aves de rapiña? ―vociferó con pésimo talante.

―¡Kardia, por todos los diablos! ―rugió Shion―. ¡Cállate y deja de decir sandeces! ¡No vienen con malas intenciones!

Ambos, Hypnos, pero sobre todo Thánatos, permanecieron en el sitio que ocuparon una vez que la puerta se cerró tras de ellos. Los dos miraban con fijeza a los ocupantes de las únicas camas en aquel enorme salón.

Thánatos se llevó una mano a la frente, expresando extrañeza, y volvió la faz hacia su gemelo, el de los ojos dorados.

―¿Cómo así...? ―musitó, dirigiéndose a su hermano.

Hypnos se encogió de hombros. Su rostro, muy expresivo cuando él quería, denotaba en ese momento azoramiento.

A Milo, aquello le dio mala espina.

―¿Qué te traes, Hypnos? Suéltalo de una vez.

El Dios del Sueño abrió los labios para hablar, pero pareció pensárselo mejor y los cerró. Milo se encabritó.

»Hypnos...

―Dijiste... Dijiste que tu Padre tenía un camino definido para Dégel de Acuario...

―Lo sé: les dije lo que vi en el Libro. Kardia se va, Dégel se queda.

Kardia desorbitó los ojos. No le impresionaba saber que se iba a morir, sino el hecho de que Milo supiera aquello con tanta seguridad.

―¿Por qué coños deberías tú saber con exactitud si me voy a morir o no? Quiero decir, ¡eso lo sabe cualquiera, me estoy muriendo cada cinco minutos!

―Kardia... ―masculló Milo mientras se apretaba el puente de la nariz, con frustración.

―¿De qué libro habla este mal agorero, eh? ¿A qué viene a cuento tu dichoso padre? ¿Quién se cree para decir quién se queda y quién se va? ¡Maldita la gracia que me hace!

―Kardia ―pronunció esta vez Athena, con tono severo―, el padre de Milo lo sabe todo. Cállate ahora mismo, no blasfemes contra él ni nos pongas en un dilema, por favor. Todos estamos actuando de buena voluntad, procurando tu bien y el de Dégel.

―Pequeñita... No dudo de tus buenas intenciones, pero tienes que entender... ¡Te rodeas de gentes que nos han hecho sangrar y sufrir a placer! ¡No me pidas que de pronto los vea a todos con buenos ojos, no puedo!

Aquellas palabras parecieron activar a Thánatos, quien se removió en su espacio y dio un par de pasos en retroceso. Luego se dirigió a la puerta, decidido, sin pronunciar palabra.

»¡No, no señor! ¡Me niego a que te vayas sin decir qué pintas aquí, cuervo carroñero!

Thánatos se quedó estático en su lugar y dirigió la vista hacia el escorpión vociferante.

―No es buena idea que me quede. Vine porque mi Señor y sus familiares ya han hecho lo que han podido por ti, lo cual significa que por tres días, no tendré que llevarte conmigo. Hypnos y yo sólo hemos venido a confirmarlo. Pero ahora, es mejor que me vaya.

―¿A dónde? ¿Por qué? ¿De qué cojones hablas?

―Thánatos ―dijo el Señor del inframundo―, ¿qué te pasa? ¿Qué te inquieta?

Thánatos aspiró aire profundamente y luego lo exhaló: la habitación se llenó de aroma a mirra.

―El caballero de Acuario... No es recomendable que me quede cerca de él. Iré a casa, al lado de mi Señora. Y volveré en tres días, por las almas que me corresponde conducir.

―¿Qué? ¡Thánatos! ―llamó Hades.

Pero la Muerte se desvaneció en el aire, dejando tras de sí sus palabras y la incertidumbre que éstas provocaron.

Fue Hypnos quien aún permaneció en la sala, dirigiendo una mirada llena de incomprensión a Milo.

―Dijiste que Dégel tenía un camino.

―¡Lo tiene! ¡Yo lo vi, está escrito en el Libro de Moro, en el Libro de mi Padre!

Kardia sintió que la boca se le secaba al escuchar aquel nombre y entendió de golpe por qué la Pequeñita le exigía moderación. Miró con ojos de pánico al hombre rubio que se le enfrentaba así al Sueño.

El hombre al que el Sueño se dirigía con tanta familiaridad.

―No. No lo tiene. Su senda es la misma que la de Kardia. Están compartiendo camino. Compartiendo destino. Están...

El de la estrella dorada se aproximó unos cuantos pasos y observó a los dos pacientes con ojo crítico. Suspiró: la estancia se llenó de esencia de cedro y lavanda.

»Están atados... ¡Están atados...! ¿Por qué? ¿Por qué no me dijiste que están encadenados uno al otro?

―¿De qué hablas, Hypnos? ¿Cómo puedo yo saber eso? ¿Por qué debería saberlo? ―gritó Milo, alterado a pesar de los aromas.

―¿Cómo que por qué? ―preguntó con legítimo azoramiento el de los ojos de oro― ¡Porque tú mismo estás atado a Camus! ¡Tendrías que reconocer esa clase de lazo cuando lo veas!

Milo selló los labios. Le zozobró la respiración un momento. Notó, en los cabellos erizados de su nuca, que todas las miradas estaban puestas sobre él, buscando explicación. Observó a su alrededor y, en efecto, confirmó que absolutamente todos los asistentes lo miraban, interrogantes.

―¿Cómo puedo reconocer algo que me ha sido revelado por mis tías? ¿Algo que se me habría quedado en las sombras para siempre, de no ser porque la dama Lákhesis me lo dejó caer encima? ¿Cómo puede ser que Dégel esté atado a...?

La voz murió en su garganta, se atragantó con ella. Vio la hermosa efigie de Keltos, enmarcada por su soberbia cabellera de rubíes y diamantes, palidecer más que de ordinario. Se recordó a sí mismo en el momento más angustioso de su existencia, sosteniendo el cuerpo inerte de Camus. Recordó sus palabras en el momento en que entretejió, sin saberlo, el destino truncado de su amado con el suyo: "Vamos a llevarte a casa... Te vas a recuperar... Nuestra vida será maravillosa..."

Observó cómo la mirada de Khíone adquiría un matiz profundamente triste, desalentado.

Se volvió hacia Kardia: escuchó su respiración agitándose, presa de la desesperación. Pero entonces se dio cuenta de que su propio aliento estaba anhelante, como el del otro escorpión.

»Kardia, Kardia... ¿Qué hiciste? ¡¿Qué hiciste?! ¡¿Qué decretaste?!

El escorpión de los cabellos como ala de cuervo se espantó, tanto de las palabras como de lo perentoria que resultó la exigencia del escorpión rubio.

¿Cómo que qué hizo? ¿Qué habría de hacer él? ¿Qué podría hacer él, que había pasado sus últimos momentos consciente muriendo?

―¿Decretar? ¡¿Decretar?! ¡¿De qué coños hablas?!





Luego de retirarle la sonda que le habían puesto por salva sea la parte, a Kardia le habían entregado un pijama blanco adornado de puntitos negros para que se vistiera. Seguía siendo un paciente, un interno en el hospital, pero ahora era... ¿cómo decirlo? Autosuficiente. Por ello podía portar aquella vestimenta que le daba libertad de movimiento.

El escorpión, nervioso hasta la desesperación, había encontrado un remedio para canalizar su angustia: contó una y otra vez los puntos en el muslo derecho de su pantalón. El cómputo daba 74.

74 era un número bonito: a él le gustaría vivir esa cantidad de años. Y en definitiva, le gustaría que Dégel viviera mucho más que eso.

Sin embargo, por motivos que desconocía y que se negaba a entender, Dégel viviría tan sólo tres días más. Los mismos que la Pequeñita y sus mayores le habían concedido a él, al escorpión desahuciado.

Quisiera que las cosas fueran como las previó Milo, el tipo rubio que hasta ese momento, sólo le había provocado ternura y que había estado discutiendo con Hypnos los últimos minutos: quisiera que su Dégel tuviera un camino trazado por el Destino. Un camino que, aunque lo alejara de él, le deparara una vida próspera y feliz.

No podía entender cómo él, Kardia, había modificado lo que estaba escrito para su amigo. Que él, Kardia de Escorpio, hubiera dañado a Dégel de Acuario, por quien entregaría absolutamente todo lo que era y lo que tenía.

―¡Pero no tiene sentido, Hypnos! ¡Yo lo vi! ¡Era una de las modificaciones, pero estaba escrito, con claridad! ¿Cómo va a ser que la palabra de un inexperto se sobreponga a la de un dios mayor?

―El Dios Mayor ―recalcó Hypnos―. No puedo saber qué piensa Moro, más si tú, siendo hijo suyo, no lo dilucidas. Pero ya ves: permitió que la palabra de un Escorpio se impusiera. Y no es la primera vez: Camus está vivo por mandato tuyo.

―No mandé eso ―declaró Milo, horrorizado, incapaz de asumirlo por mucho que lo supiera.

―Cuida lo que dices: Camus es ahora más que simplemente Camus. Si lo borras...

―¡Cállate! ¡Eso no puede...! ¡Yo jamás lo borraría de la existencia!

―No lo harías conscientemente. Pero sí que puedes hacerlo de manera inadvertida. Así que cuida de una vez lo que dices, muchacho. Ponte serio.

―¡¿Ponerme serio?! ¡¿Quieres que me ponga más serio?! ¡No sé qué o cómo o cuándo puedo decir algo sin joderle la vida a alguien! ¡Me da miedo hablar!

―No, no ―replicó Hypnos, juicioso―. No se trata de que tengas miedo: eso menoscaba tu capacidad de acción. Tienes que ser cuidadoso, eso es todo.

―Y ahora, ¿qué se supone que va a suceder? Keltos y Khíone están que se los carga el Cancerbero. No los culpo, por supuesto. Eso sin contar con que Kyría se siente culpable porque está convencida de que ella, Poseidón y Hades provocaron esta catástrofe; y que Shion y Dohko están desencantados con esta situación...

―Milo, ya cálmate.

Kardia suspiró, muy triste. Con esa misma tristeza miró al otro escorpión.

―Sí, ya asosiega tu espíritu, muchacho. Lo impensable sucedió: le hice daño a la persona más importante de mi vida. No sé cómo ha sido posible. No lo entiendo. No quiero entenderlo, sólo que no sea de ese modo.

Milo bufó de frustración. Daba de zancadas por la estancia con ánimo turbulento, deseando dar de golpes a lo que fuera que tuviese a mano. Pero eso que podría golpear era nada menos que Hypnos, y no creía que el Sueño le tolerase un exabrupto. Así que se dirigió al otro objetivo, aunque se abstuvo, prudente, de agredir al escorpión (al presente en perfecta forma) con el que compartía espacio.

―Kardia, Kardia, por favor... ¿Qué fue lo que hiciste? ¿Qué dijiste? ¿Qué pensaste, qué sentiste? No quiero presionarte, sólo quiero comprender qué pasó. Yo vi... ¡Yo vi que Dégel tenía un camino trazado!

El interpelado arrugó la nariz. Se obligó a mantener los ojos fijos en los puntitos de su pantalón, porque si los fijaba en el rubio, por mucho que le pareciera agradable, lo tundiría con la Aguja Escarlata.

¿Cómo coños pretendía el pelafustán que él supiera un carajo de lo que había sucedido? ¡Y justo antes de quedar atrapado en el hielo, en la Atlántida! ¡Si se estaba muriendo! ¡Si estaba enloquecido de desesperación!

―¿Que qué sentía? ¿Qué dije, qué pensé? La persona que más valiosa ha sido para mí estaba perdida, para siempre. ¿Te explico qué sentí, qué dije, qué pensé? ¡Imagina que ves a tu gigantón fallecido, perdido irremediablemente! ¿Te haces una idea? ¡Pues eso sentí!

Los ojos de Milo se llenaron de lágrimas. Sin saber por qué, aquello le lastimó el alma a Kardia, pero necesitaba que el muchacho entendiera para que lo dejara en paz de una buena vez.

Vio los labios del muchacho agitarse. Pero no fue su voz la que escuchó.

―Milo no tiene necesidad de imaginar lo que le pintas, Kardia. Hace cinco años lo vivió. Sacó a Camus de un derrumbe; a Camus, muerto. Y en su dolor, dictó un destino nuevo para su amado caído: no se resignó a perderlo. ¿Qué hiciste o dijiste tú, que cambió el destino de Dégel?

Kardia agitó la cabeza, en negación: los cabellos negroazulados bailaron de un lado al otro. Entonces Milo comprendía. Comprendía demasiado bien. Y él, Kardia de Escorpio, era cruel en su ignorancia y su desesperación. Y sin embargo, a pesar del buen entendimiento de Milo, de su buena voluntad, la verdad era que no entendía su situación: no recordaba un comino de lo que sucedió en los últimos momentos antes de que el hielo se lo tragara.

―¿Cómo puedo saberlo? ―gritó, frustrado―. ¡No tengo idea, no me acuerdo! ¡No estaba en mis cabales, estaba agonizando! ¡Me estaba muriendo y Dégel estaba...! ¡Estaba muerto! ¡Muerto y perdido! ¡Y yo no podía pensar, sólo cuitarme y desesperarme porque dejé que se perdiera!

―Algo... ―murmuró Milo con la voz mezclada de emociones agobiantes―. Algo tuviste que haber hecho o dicho que cambió el camino de Dégel.

―Por la pequeña Diosa que no sé qué pudo haber sido ―gimió Kardia, desconsolado―. Son pocas las cosas que he deseado en la vida, y una de ellas es que Dégel sea feliz y vaya con bien. Que sea pleno. Que viva en paz.

»Y saber... Entender ahora que fui un tonto... un tonto redomado al negarme a decirle lo que sentía por él... Oh, Diosa. ¡Oh, pequeña y amada Diosa! ¡Él también me ama! ¡También me ama! ¡Y he estado tan aterrorizado pensando que me rechazaría, que no amaría a otro varón, que le he hecho creer por años que no sentía sino indiferencia por él!

―¿Por qué? ¿Por qué te era tan difícil de creer eso, Kardia? ―preguntó Hypnos con su acento moderado, al tiempo que la habitación adquiría un olor a lavandas frescas―. ¿Qué tendría de raro que Dégel sintiera algo más que amistad por ti, si se ocupaba de tu salud de buena gana y te mostraba franco interés?

―Dégel es generoso por naturaleza ―replicó Kardia, con los ojos cerrados y aspirando profundamente el aroma que impregnaba el aire en ese momento―. Siempre está dispuesto a ayudar. Es... es tan listo y... distinguido. Es todo moderación y refinamiento. Es compasivo. Y leal. Creí que... que sentía lealtad por mí...

»Tiene el corazón abierto a la belleza que puebla el mundo: puede poner los ojos en cualquier muchacha. Soy testigo de ello todo el tiempo, de cómo las muchachas suspiran por él. Yo creía que su amiga, Seraphina, tenía los ojos puestos en él, y él a su vez en ella. Lo cual es esperable, es enteramente natural.

»¿Por qué un muchacho tan rico en dones, tan prometedor, tan hermoso se iba a fijar, no en una muchacha bella, sino en mí, en un cretino? Es impensable. ¡Porque soy un cretino! ¿Por qué se fijaría en un mentecato como yo? Soy... ¡soy un bruto! ¿No lo entienden? ¡Él es hijo de príncipes! ¡Es hijo de un dios! ¡Yo soy un tonto que ni siquiera sabe quién es la madre que lo parió y el padre que lo engendró!

―Que no lo sepas ―refutó Hypnos con serenidad― no significa que no sean tan nobles como los de Dégel.

―¡Qué va a ser! ¡Soy un hijo de nadie! Y además varón. ¿Por qué se fijaría en mí? Soy... insignificante...

―No es cierto ―censuró Milo de inmediato―. Y que seas varón es irrelevante: no serás ni el primer ni el último soldado que se enamore de su par. Eres tan digno como él. Eres su igual. No te atrevas a menospreciarte, porque él jamás se ha atrevido a tanto.

―Yo no... ¡Yo no valgo un rábano! ¡No soy digno de mirarlo a los ojos! ¿Cómo iba a pensar, a soñar siquiera que él iba a corresponderme?

―Basta, Kardia. Métetelo en la cabeza: eres tan digno como él.

―¡Eso dices tú, porque eres hijo de un dios mayor! ¡Igual que tu Vendaval! ¡Igual que mi Dégel! ¡Pero yo no soy nada! ¡No tengo nada qué ofrecerle, salvo morir lenta y patéticamente, atado a una cama! ¿Por qué querría atarlo a mí, para verme morir, para verme languidecer, cuando merece florecer al sol?

―¡Por Athena, Kardia! ¿Cómo puedes ser tan obtuso? ¡Piensa, por la Diosa, piensa! ¿Por qué somos capaces de enfrentarnos a guerreros como Minos, Aiacos y Rhadamanthys, que son hijos de dioses? ¿Por qué podemos hacerle frente a Hades? ¡A Poseidón! ¿Por qué somos capaces de lograr cosas extraordinarias? ¡Hazañas que sólo los semidioses en la era del mito eran capaces de realizar!

Kardia abrió la boca para graznar una respuesta amarga y soez. Pero se quedó callado, con la voz atorada en la garganta. El aleteo furioso de sus párpados espantó, por un lado, las lágrimas que pugnaban por brotar, y por otro, indicó que recapacitaba en las palabras del joven rubio. Entrecerró los ojos y sacudió la cabeza de un lado a otro, en negación.

Milo, por su parte, hizo un modesto asentimiento, para indicarle a Kardia que aquello que creía impensable, era la realidad.

»En este Santuario todos llevamos sangre ilustre y poderosa. Algunos sabemos a quiénes le debemos la existencia y la mayoría no tiene idea. Pero ya nadie duda de que es así. Lo mismo ocurre en el ejército de Poseidón. Y en el de Hades.

―No...

―Sí. Así es.

―Pero yo... Si fuera como dices, yo no sería tan débil... Tanto, que doy pena.

―¿De dónde eres débil, Kardia? Le hiciste frente a un Juez del Inframundo y lo anulaste. Barriste el suelo con él.

―No es cierto. No murió...

―No como creíste. Pero al final lo hizo.

―No por mi mano.

―No. Pero le hiciste tanto daño, que su señor tuvo que rescatarlo; jamás se quitó de encima la humillación de haber sido vencido por ti luego de alardear que te destrozaría. ¿Le preguntamos? Rhadamanthys es nuestro amigo ahora: no tendrá el menor reparo en reconocer lo que en este mismo momento te digo.

―Es que no... ¡No! Si fuera como dices, ¡no estaría enfermo de muerte!

―Tu enfermedad es una condición para hacer más poderosos tus ataques. Es la condición que te permitió herir de muerte a tu enemigo. Con ello ibas a poner fin a la guerra. Padre te configuró así, Padre te escribió así...

Kardia soltó una carcajada amarga y sardónica. Luego fijó sus ojos enrojecidos por el llanto en los aturquesados de Milo, tan similares a los suyos.

―Tu Padre... Él sí que ha sido un patán al darme justo eso: enfermedad y una vida breve.

―¡Kardia! ―exclamó el Sueño, alarmado.

Pero Milo extendió la mano, pidiendo a Hypnos callar, y fijó su atención en el otro Escorpio.

―Padre es así con sus hijos: nos dota de una característica que nos permitirá afrontar con total entereza la muerte.

El escorpión de los cabellos negros se mantuvo inmóvil. Inmóvil y pálido. Aturdido. Incapaz de entender aquello que Milo decía.

Hypnos, alarmado ―aunque se cuidó bien de demostrarlo― hizo que todo alrededor de esos dos se llenara de los aromas bajo su dominio, especialmente el cedro y la lavanda. Se esforzó por apaciguar los ánimos revueltos de los escorpiones que lo acompañaban y que parecían estar preparando los aguijones: uno para atacar y el otro para defenderse.

―¿Pa-Padre? ―deslizó con más incredulidad que miedo el viejo Escorpio.

―Sí. Padre. Padre hace eso con sus hijos.

―Pero... yo no tengo padre.

―Yo creí lo mismo. Pero no es así. Los escorpiones somos sus hijos. ¿Entiendes? Así como... Así como Bóreas es el padre de los Santos de Acuario, él lo es de los Santos de Escorpio. Nosotros somos sus hijos. Los hijos de... de Moro.

Kardia, palidecido, negó vehemente con la cabeza. Apretó con fuerza los párpados, consiguiendo con ello que se le desbordaran las lágrimas. Crispó los labios de tal modo que resultó obvio que se mordía la lengua para no gritar. Los nudillos tensos tomaron el color del pescado muerto.

Milo se alarmó.

»Kardia...

El interpelado negó con mayor violencia, de modo que sus cabellos se alborotaron con el movimiento. Se golpeó el muslo con tal fuerza que desprendió las lágrimas que se habían acumulado en sus pestañas. La gravedad las hizo correr hacia la barbilla y terminaron, al final, perdidas entre los puntitos que adornaban el pantalón.

―No ―declaró con simpleza.

―Kardia, te digo la verdad. ¿Por qué querría engañarte?

―No es cierto... No es cierto...

―Kardia, te lo juro que es así. Yo me enteré del peor modo y no hace mucho. Tampoco lo creía posible...

―¡No es cierto! ―gritó el de los cabellos negros, enfurecido y abriendo los ojos de golpe, queriendo arrasar con su ira al joven que le hablaba―. ¡No es cierto! ¡Yo no tengo un padre! ¡Y menos uno que me ha dotado con tan mal tino que le he hecho daño al amor de mi vida!

―¡No, Kardia! ¡No se propuso que le hicieras daño a Dégel! Simplemente tenemos... Tenemos una especie de resabio de sus habilidades. Y podemos despertarlas bajo ciertas condiciones.

―¡Que no! ¡Es una estupidez! ¿Por qué querría hacerle daño a Dégel? ¿Por qué querría truncar su existencia? ¡Si haberme cruzado con él ha sido la felicidad de mi vida!

―No, Kardia, ¡no estoy diciendo eso! Yo... Es que... en ciertas circunstancias... podemos intervenir. Yo... yo le hice daño a Camus, ¿entiendes? Un daño estúpido y mezquino, porque estaba furioso con él. Y con ello precipité...

La voz se le estranguló. Pero se obligó a tragarse las emociones y continuó.

»Con ello precipité su muerte. ¡Precipité su muerte! Y como no podía aceptarlo, lo traje de vuelta. Lo até a mi propia existencia. Eso dicen mis tías. Y tiene todo el sentido del mundo, porque era imposible que Camus sobreviviera a sus heridas, y lo hizo. Vivió para perdonarme. Y por increíble que parezca, para amarme y para permitirme amarlo. Para ser felices juntos...

Milo ya no pudo contenerse y dejó que el llanto le fluyera libre y sin restricciones por las mejillas. Se estrujó los cabellos y se llevó, sin quererlo, la cinta de terciopelo, que conservó entre los dedos. 

Por mucho que Hypnos extendiera su influjo en la habitación, no consiguió moderar las emociones de los dos hombres que se enfrentaban en aquella explicación difícil y espinosa. Y le resultó obvio que no podría tranquilizarlos cuando la puerta se abrió para dar paso a los dos hijos sanos del viejo Bóreas.

En cuanto el joven Viento del Norte vio la descompostura de su sýzygos, se aproximó, inquieto.

Mon soleil, qu'est-ce que ce ? ¿Qué tienes? ¿Qué les sucede a ambos? (4)

―¡¿Cómo es eso de que te trajo de vuelta de entre los muertos?! ―gritó Kardia, señalando acusador a Camus y abandonando su posición sedente―. ¡¿Cómo es eso de que él y yo ―señaló a Milo, cuyo ánimo empezaba a ponerse adverso― compartimos padre?! ¿Por qué? ¡¿Por qué se burla así de mí?!

―No, no, Kardia ―pronunció Khíone, con acento que quería ser cordial―, nadie quiere burlarse de ti. Milo no quiere burlarse de ti. Está hablándote con la verdad: pertenece a la estirpe de los Destinos. Y tú también...

―¡Dice que trunqué el camino de Dégel! ¡De mi Dégel!

―Si lo hiciste ―intervino Camus con voz firme―, no fue con malicia. Fue... sin proponértelo. Sin intenciones aviesas.

―¡Dice que estabas muerto y te trajo de vuelta! ¡Dice que te ató a sí mismo! ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo haría yo eso con Dégel? ¡No soy nadie! ¡Nadie! ¡No puedo ni saber si llegaré vivo al día de mañana! Es... ¡Es un estúpido! ¡Y tú también, por poner el corazón en un malnacido que te hizo daño!

―Basta, Kardia ―advirtió Bóreas el Joven―. No digas cosas que luego vas a lamentar. Aquí todos tratamos de ayudarte.

―No, ¡no es cierto! ―gritó el de los cabellos negroazulados, retrocediendo y dejando despuntar un maltrecho aguijón―. Me están diciendo que yo hundí a Dégel, ¡y no es cierto! ¡No puede ser cierto! ¡Yo lo adoro, daría la vida por él!

Por pura costumbre, Milo se puso en guardia en cuanto Kardia se mostró amenazante. Extendió un brazo hacia atrás, como queriendo proteger a Camus. La cinta, arrojada con descuido, flotó un momento en el aire y cayó a los pies de Bóreas el Joven. 

Milo aspiró profundo, tratando con todas sus fuerzas de armarse de paciencia. Relajó su postura y extendió las manos hacia Kardia, intentando darle confianza y tranquilidad.  

―¡Sí, Kardia, sí! ¡Lo adoras, darías la vida por él, pero algo ocurrió en la Atlántida que te hizo atar su destino al tuyo! ¡Y no lo advertiste! ¡No había modo de que lo hicieras! ¡Yo tampoco lo supe cuando até a Camus! ¡Porque no sabía de qué soy capaz! ¡Porque no sabía quién era mi padre!

El gesto de Kardia se llenó de ira. Ira desnuda y punzante. Ardiente. 

―¡Tu padre es un cabrón! ―vociferó, apuntando amenazante a Milo―. ¡Tu padre es un cabrón y tú también! ¡Ha jugado con mi vida y la de Dégel! ¡Así como tú jugaste con la de tu Vendaval idiota! ¡Tú y tu padre son unos cabrones! ¡Y por mí, puedes ir y decirle lo que opino de él!

Milo escuchó las últimas palabras con un tono discordante: chirriaron, como tiza sobre una pizarra. El sonido le lastimó los oídos y cerró los ojos en un impulso por mitigar la incomodidad que el grito atroz de Kardia le provocaba.

El grito que su hermano habría proferido.

Quiso abrir los ojos y no pudo. Le pareció que una vorágine lo succionaba.

Durante el largo instante en que sintió su cabeza girar, perdió la noción de sí mismo.

Y atinó a alumbrar un pensamiento más o menos coherente: Keltos estará muy, MUY cabreado con Kardia...





Kardia sintió que el nudo en su garganta se desbordaba en lágrimas dolorosas y gritos desesperados. En ira. Ira dirigida a aquel muchacho rubio que, hasta ese momento, había sido gentil.

Hubiera querido cerrarle la boca a punta de Agujas Escarlata. Sin embargo, era otro escorpión. ¿Serviría de algo atacarlo con la misma técnica que sin duda empleaba?

Por eso, por la certeza de que no le haría ningún daño con los aguijones, se decidió a usar otra clase de veneno en su contra. Esperaba, en lo profundo de su subconsciente, molestarlo tanto que se fueran a los golpes. No le haría daño, por supuesto, pero al menos soltaría aquella tensión horrible que cargaba desde que cobró consciencia del estado de Dégel.

Así que... esperaba que Milo, por fin, se desesperara y le rompiera la nariz. O que le regresara los insultos. O que le echara en cara, esta vez con justificada furia, el daño que le había hecho a Dégel.

Esperaba de todo, menos lo que obtuvo.

La desmaterialización, de un momento a otro, de Milo de Escorpio en el aire.

Desapareció.

Sin más.

Y lo único que quedó de él, fue el vacío ocupado por el aire cuando ya no estuvo ahí.

Kardia perdió la rabia en un instante. Y en su lugar nació un horror que no supo nombrar, pero que atisbó en los ojos desmesurados de Camus, fijos en el sitio donde Milo ya no estaba.

―Mi-Milo... ―musitó apenas Bóreas el Joven.

El gigantón pareció tambalearse.

Sólo un momento.

Porque al siguiente, dirigió una mirada furibunda hacia el del cabello como ala de cuervo, quien vió, mudo, como el suelo se cubría de una gruesa capa de hielo.

»Mais que diable est-ce que tu as fait ? Qu'as-tu fait de Milo ? (5)

Kardia tuvo la certeza de que el gigantón se le echaría encima y lo volvería a encerrar en un Freezing Coffin como el que los había retenido a Dégel y a él todos esos años.

Sólo que de éste no saldría jamás.

―¡No, Rebenok! ¡Quédate quieto, quieto! ―demandaba Khíone con los brazos alrededor de la cintura de su hermano, en un esfuerzo insuficiente por calmarlo―. ¡No arreglas nada con esto!

―¿Qué le hizo a Milo? ―vociferó, al tiempo que las cejas y el cabello de Kardia se escarchaban.

―¡No lo sé! ¡Pero no le harás daño! ¡No después de todo lo que se ha hecho para darle salud!

―¡Y la ha empleado en hacerle mal a Milo! ¡Lo voy a matar yo mismo!

―¡Y matarás a Dégel con eso! ―gritó, trizada, Khíone.

Camus se detuvo en seco. Un gruñido que igual podía ser un sollozo que una advertencia se desprendió de su pecho poderoso. Se dejó caer de rodillas en el piso, mareado de impotencia.

Sus manos se dirigieron, como atraídas por un imán, a la cinta que descansaba, inocente, en el piso. 

La estrujó. Se la llevó al rostro. A los labios. Se estremeció en lo que parecía una reacción provocada por el frío extremo que empezó a  expeler.

Pero no era el frío lo que lo hacía temblar. Kardia lo supo cuando vio deslizarse un par de lágrimas en aquel rostro tan parecido al de Dégel.

―¿Qué le hizo? ¿Qué le hizo a Milo? ¿Qué le hizo a mon soleil? ―cuestionó desalentado, mientras se mesaba los cabellos, sin soltar la cinta.

―Eso es más que evidente, Monsieur Nord ―respondió la voz contenida de Hypnos.

Camus lo interrogó con la mirada, anhelando una respuesta que le tranquilizara el alma.

Kardia, espantado de lo que acababa de suceder, dirigió su atención total hacia ése que no hacía mucho había llamado ave carroñera.

»Kardia... le ordenó ir con su padre.

El profundo silencio que siguió aquellas palabras fue ensordecedor. Y revelaba distintos matices de horror.

»¿Ahora lo crees, Kardia? Decretaste que Milo fuera a reunirse con su padre. Con TU padre. El de ambos. Y eso es lo que ha sucedido. Milo está con Moro.

―No... No... ¿Cómo lo sabes?

―No está aquí. La voz de un Destino lo echó. Echaste de aquí a tu hermano.

Kardia sintió las piernas temblorosas y buscó un asidero del cual aferrarse. No lo encontró. Así que se dejó caer de culo en el suelo, donde quedó sentado. Negaba con la cabeza, más por inercia que por verdadera convicción.

Él, Kardia, había visto allí a Milo y un momento después, ya no.

Era cierto: le había ordenado desaparecer.

―Milo... ¿Él está bien...? ―preguntó inseguro a Hypnos.

―Está vivo. ¿Estar bien? No lo sé. Moro... es Moro. Por eso ninguno de nosotros se arriesga a buscarlo.

La respiración se le aceleró abruptamente: un hormigueo doloroso le atenazó las extremidades y le adormeció la lengua. La garganta se le cerró en apenas un estrecho conducto que le permitía el paso del aire. El miedo se le enganchó en el corazón: por Dégel y por Milo.

―Por la Diosa... ―graznó―. ¡Oh, pequeña Diosa! De verdad... le hice daño a Dégel... y ahora a Milo...

Un pitido estridente lo ensordeció: ¿a quién se le ocurría venir a tocar pífanos ahora mismo, y en un hospital? Tuvo la impresión de que el techo giraba y el día quedaba en penumbras: se le empañó la vista. Volvió a buscar un objeto, un mueble del cual asirse, y le pareció que encontraba uno cuando sus manos, al igual que su cabeza, golpearon el suelo duro y frío.

»Les hice daño... Les hice daño... a los dos...

―¡Kardia!

¿Era Camus quien lo llamaba? ¿Khíone, Hypnos? ¿Cómo seguían angustiándose por él si provocaba tantas desdichas, tantos entuertos?

―¡No quería...! ¡No quería hacerlo...! ¡Oh, Diosa! ¡No quería hacerlo, Camus, no quería hacerlo...!

La oscuridad consoladora lo envolvió. Y por un momento que se trocó largo y reconfortante, se supo en el regazo protector de la Tierra.






Aclaraciones



Hola a tod@s.

Bienvenid@s a la actualización de junio de Nada sucede dos veces.

Y bueno, ya hemos visto en qué acaba el intento de Athena, Poseidón y Hades por ayudar aunque sea un poco a Kardia: las cosas no salen como las tenían previstas y los acontecimientos parecen darle la razón a Thánatos, que estuvo tan renuente al plan.  

No sé qué comentarles sobre este capítulo, excepto que Kardia está muy asustado por lo que acaba de descubrir de sí mismo, que no es una, ni dos, sino varias cosas. 

Sobre Dégel, y Milo, y Camus... por favor, no me maten.

Una de las mayores dificultades con las que me he enfrentado en este fic ha sido desplazar el protagonismo que suelen tener Milo y Camus en mis historias hacia Kardia y Dégel, que si bien tienen semejanzas con sus hermanos en todos los sentidos, no son iguales en absoluto. O espero dejar eso en claro.   

Este capítulo marca, por decirlo así, el rumbo de este cuento. Vamos, más o menos, a la mitad. Al final, espero que el resultado les guste. 

Ahora vienen las aclaraciones, que son pocas:

1. Il est évident que le remède lui a fait du bien (francés): Está claro que el remedio le ha venido bien.

2. Malen'kiy (ruso): Pequeño.

3. Ce n'est pas possible ! (francés): ¡No es posible!

4. Mon soleil, qu'est-ce que ce ? (francés): Sol mío, ¿qué ocurre?

5. Mais que diable est-ce que tu as fait ? Qu'as-tu fait de Milo ? (francés): ¿Pero qué diablos has hecho? ¿Qué has hecho con Milo?

* Las palabras con que Hypnos trata de tranquilizar a su hermano en la primera parte del relato son de Rabindranath Tagore, el poeta indio.

Ya se habrán dado cuenta de que los capítulos cierran en puntos álgidos. No sé decir si en mis otros fics sucede del mismo modo: he sentido que cada uno tiene un tono ligeramente distinto. Con este, he querido conseguir un ambiente de evocación, de estar a medias entre el pasado y el presente. No sé si lo estoy consiguiendo. Tampoco es que sea imprescindible para la historia. Simplemente es el tono que Kardia y Dégel me han marcado y espero estar haciéndoles honor. Lo que quiero decirles en realidad, es que así como ahora los capítulos están resultando tristes, los que vienen traerán otras cosas: no se va lo agridulce, pero la alegría tiene cabida.

En esta ocasión, la portada ha sido para los Dioses Gemelos: si bien Hypnos se ha hecho un lugar en la vida de Milo, Thánatos se ha mantenido al margen, a saber por cuánto tiempo. Espero que la selección de la imagen les haya parecido bonita. El crédito es para su talentos@ fanartista y, quienquiera que sea, le felicito por su talento al retratar a estos dos chicos que son tan queridos en el fandom.

Chantry-Sama beteó este episodio hace meses (porque sí, el próximo mes cumpliré un año escribiendo esta historia). Cualquier error que se haya colado se debe a mi torpeza: a ella sólo puedo agradecerle el amor con que ha revisado el capítulo.

Como siempre, gracias por compartir su tiempo de lectura y su amor con esta historia: de corazón aprecio los comentarios, sugerencias, reacciones, votos y acompañamiento. Con frecuencia, sus palabras me hacen el día, y más en los últimos tiempos que están resultando tan intensos y a veces, espinosos. 

Les envío un enorme abrazo amoroso y les deseo lo mejor. 

Nos vemos en un mes, y espero sorprenderl@s. Besos. 

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