8. Disolverse en la nada
No es que Morir nos duela tanto —
Es el Vivir — lo que nos duele más —
Pero el Morir — es camino distinto —
Un algo tras la puerta —
("Poema 335", Emily Dickinson)
El sopor inducido en el que Dégel se sumergió no le trajo tranquilidad, aunque sí le removió vivencias latentes. Muchas de ellas mezclaban lo angustioso con lo entrañable.
Todas, sin embargo, involucraban a Kardia.
Su subconsciente, necio y aferrado a lo que no podía cambiar, le hizo recordar la multitud de cosas que le resultaban difíciles en su trato diario con Kardia. Su carácter, para empezar: quien no conocía al escorpión, se confiaba con su indiferencia inicial y las sonrisas sardónicas que luego iban brotando sin querer, como semillas que germinaban.
En más de una ocasión lo vio aleccionar a algún aprendiz por mirarlo de una forma que pudiera considerar irrespetuosa, o peor aún, por hablarle con desfachatez. Porque Kardia no se impedía a sí mismo dirigir miradas poco amables y pronunciar palabras de cuidado, pero recibirlas, era impensable.
Con todo, lo más difícil de su trato cotidiano era contemplarlo en toda su fuerza y su vulnerabilidad sin volcarse por entero sobre él.
No obstante, aunque hacía mucho tiempo que Dégel deseaba proteger con su corazón el de su amigo, su hermano de armas, aunque hacía mucho que sus sentimientos lo ahogaban, atreverse a hablar abiertamente eran palabras mayores.
Deseaba decirle a ese escorpión díscolo que cada vez que su vida escoraba a la par que su corazón, la suya, la de Dégel, pendía de un hilo porque no se resignaba al final insoslayable: Kardia moriría en batalla, cazando su trofeo final o en su cama, cazado él mismo por las llamas que anidaban en su pecho.
Y por mucho que el deseo de entregarse lo abrumara, la verdad era que no podía confiarle a Kardia ese secreto que era la fuente de su felicidad y su penuria. De hacerlo, sería bajo su cuenta y riesgo, so pena de sufrir el trato por lo menos rudo que el escorpión del demonio dispensaba a quienes lo ofendían.
¿Cómo soportar la mirada aviesa, las palabras condenatorias de aquel hombre por el que había llegado a sentir cosas tan complejas?
En su mente que vadeaba a través de aquel sueño artificial, pervivía la tarde en que habían abordado el filibote que los llevó al Volga. Dégel rechinó los dientes cuando descubrió a Kardia dedicando una mirada apreciativa a las lugareñas. Y fue peor cuando cayó en la cuenta de que estudiaba a detalle a un par de jóvenes que hacían de mozos a bordo.
"No los mires a ellos", pensaba Dégel desde la turbulencia de sus sentimientos sin revelar; "no los mires a ellos: mírame a mí, que quiero morir cada vez que te me mueres, que quiero recibir por ti cada ataque dirigido a tu pecho por el enemigo".
Luego evocó sin remedio el tortuoso desarrollo de la misión en la Atlántida. La misión que, según Kardia, sería pura palabrería.
La misión que los llevó al funesto encuentro con Rhadamanthys y Pandora.
Fue difícil separarse del escorpión furioso cuando él mismo se ahogaba en deseos de destruir a ese Espectro que con tanta liviandad había masacrado a Unity. Mientras los dejaba atrás, Dégel estaba seguro de que el maldito Juez destrozaría a ese hombre de cabellos negroazulados que se había convertido en el centro de su vida.
¿Cómo acceder a entregarlo al Juez feroz que arrasaría la faz amada, que arrancaría del pecho aquel corazón precario que estaba dedicado a conservar?
¿Cómo sobrevivir a esa pérdida inconmensurable, inverosímil para él, que debía quedar atrás?
Y como si las cosas no fueran ya nefastas, Unity, el percutor de la lucha con Rhadamanthys, se había presentado de nuevo, vivo y traicionero, como un enemigo imprevisto.
El triste enfrentamiento con el amigo de antaño le había permitido imponer sus razones. Había obligado a Unity, a ese Unity que se fingió asesinado y tomó para sí un poder que no le correspondía, a retirarse. A correr, con la promesa de llevar lo que quedó del Oricalco a Athena.
Y finalmente, de pie ante el despojo de Seraphina, de esa criatura que le ofreció la primera ocasión para otear el sentimiento del amor, para reconocerlo una vez que llegara a su vida, había sentido cómo ese corazón cuyo calor, cuya energía era capaz de percibir a la distancia, dejaba de latir.
Lo había hecho. Lo había hecho según sus palabras, según sus intenciones declaradas.
Se lo había llevado, como lo había prometido antes de enviar a Dégel a buscar el Oricalco. El escorpión desmesurado se había llevado consigo, en su camino a la muerte, al Juez que les había ofrecido aquella contienda encarnizada. Se lo llevó consigo y dejó todo atrás.
A él lo dejó atrás. A él. A Dégel.
Consiguió la gloria de la batalla final en la que siempre había soñado quemar el fuego de su existencia.
Y a él, a Dégel, lo había atado a la soledad, a la cruel ausencia de aquel a quien nunca entregó el corazón.
Encadenado a un frío que era infinitamente mayor al que su legado como hijo del Gran Invierno le permitía producir.
Abandonado. Lo había abandonado.
Ahora debía ser Dégel sin Kardia.
¿Para qué? Eso no era posible.
Debía...
Seguirlo.
Fijó la vista dañada en la figura de Seraphina, bella aun en la muerte. Quiso imaginar que Kardia estaba junto a él, ayudándolo a soportar aquella larga despedida que, no obstante los signos del Destino, no había sido capaz de prever.
―Seraphina... Cuánto has de haber sufrido... Durante mucho tiempo observaste sola cómo tu hermano Unity enloquecía por tu muerte...
»Seraphina... A partir de ahora, yo te ayudaré a cuidarlo.
»Puedo verlo... un cisne atravesando el campo de hielo... Un cisne conectando la Tierra con la paz.
Desató el poder del Freezing Coffin sobre Seraphina. Sobre todo el terreno disponible, para evitar el colapso de los Pilares que mantenían el nivel de los mares. Aguzó su mente y sus sentidos para crear un ataúd tan poderoso que fuese capaz de contener a Poseidón.
Uno capaz de enorgullecer a su amado Padre.
El frío monstruoso que generó le atacó cada terminal nerviosa. Le hizo experimentar un dolor que no imaginó posible siendo quien era, el hijo de Borey Neukrotimyy, el hermano de Ledyanaya Roza. En medio de la agonía que era soportar el hielo creado por su cosmos y el duelo por su amor que no fue, por su amor que no deseaba soltar, aún tuvo fuerzas para evocar al guerrero caído. *
"Siempre elegimos el deber, Kardia. El deber de proteger a quien no podía defenderse. Pero nosotros, de muchos modos, también hemos estado indefensos. Lamento tanto no haberte protegido. Lamento tanto no haber estado contigo. Lamento tanto no estar contigo ahora mismo".
La oscuridad que se cernió en su mente, en su espíritu más que en sus ojos fatigados, lo condujo a una muerte que no era tal, pero que tampoco era vida. Le permitió localizar el cosmos de Poseidón en un punto fijo, ante sí mismo, y concentrarse en él.
No pensaba en anular a la pobre Seraphina y encerrarla en una tumba perpetua, sino en contener, eternamente si era necesario, al Dios de los Mares, cuya potestad había sido desatada sin su consentimiento.
Poseidón no era dueño de sí.
No era capaz de dirigir sus arrebatos a una acción específica, por mucho que ésta resultara violenta y contundente. Su fuerza, mas no su mente ni su voluntad, había sido liberada. Le habían negado la posibilidad de autodominarse.
Dégel focalizó su poder, su inteligencia, en contener a aquel dios tempestuoso.
El gran Freezing Coffin empezó a crecer y endurecerse. Los muros de hielo, como cristales mágicos que resguardan un tesoro, se extendieron despacio, casi insensiblemente, alrededor de él. Aprisionándolo.
Intuyó con el resquicio que quedaba activo en su mente que las cosas no habían sido como las había razonado. Le pareció sentir un calor agonizante, un dolor más allá de lo físico. Sintió como el hielo que había creado vacilaba en su avance lento pero inexorable.
Estuvo seguro, por un segundo nada más, de que un llanto doloroso y un lamento profundo cimbraron el hielo, que sin embargo devoró aquello que le resultaba familiar.
Luego de eso, la soledad y el deber imperecedero se lo tragaron.
Su último pensamiento, sin embargo, fue para Kardia.
Lo vio en sus recuerdos: gallardo, imposiblemente indomable y frágil a un tiempo. ¿Por qué? ¿Qué milagro bendito había dado lugar a la existencia de ese hombre desesperante y entrañable a un tiempo?
"Que la muerte sea amable contigo, moye serdtse, ya que la vida te negó esa gracia. Que la oscuridad te procure descanso y no tortura. Que el calor de tu corazón te reconforte en lugar de minarte. Y que algún día las Moiras me den la ocasión de decirte que te amo. Que fuiste la felicidad de mi vida... Que siempre lo serás..."
Cuando abrió los ojos, el torrente de luz que sufrieron sus pupilas menoscabadas fue producto del sol vivo y no del artificio extraño que gobernaba entre las paredes que lo habían resguardado las últimas horas.
La habitación era enorme. Y por sus características, es decir, los grandes ventanales, la luminosidad, la puerta de cristal que permitía salir al jardín, el espacio enorme y la buena ventilación, adujo que aquello era un pabellón para desahuciados. Dégel suspiró. Supuso que lo habían llevado a aquella sala tan bonita para que muriera tranquilo y en paz.
Luego de unos segundos en los que imaginó al buen doctor girando las órdenes para que lo llevaran a un lugar donde languideciera con serenidad, su mente lo derivó a su estado anímico actual.
Llevaba pegado un regusto amargo en la boca, que sentía reseca y torturada por la sed. El rescoldo de sus últimos pensamientos antes de ser engullido por su Freezing Coffin lo mareó. Sin que pudiera o quisiera evitarlo, se le humedecieron los ojos.
Y sólo entonces lo invadió el pánico al recordar la crisis mortal que arrebató a Kardia justo antes de que lo durmieran.
Se afianzó sobre los codos y se incorporó. Miró alrededor. Palpó el colchón y dio con los quevedos. Se los colocó.
Kardia estaba a unos metros de distancia, inconsciente, postrado en una cama, rodeado de armatostes que lo hacían ver frágil.
El rostro, cuya palidez se acentuaba con los cabellos negroazulados que lo enmarcaban, se mostraba calmo e inexpresivo. El tórax semidesnudo se cimbraba en una respiración trabajosa; la impresionante musculatura se elevaba y descendía de manera irregular, un silbido difuso se dejaba escuchar cada vez que aspiraba aire. Los brazos fuertes, llenos de tubos, permanecían inermes sobre las sábanas. Una máscara transparente permanecía fija sobre su nariz y su boca. Y unos curiosos hilillos pegados a su pecho se conectaban al dichoso monitor que expresaba los sobresaltos del corazón agonizante.
―Kardia ―musitó Dégel, mordido por la angustia―. No... No puede ser que esto esté pasando...
―¿Pasando qué cosa, muchacho?
Las pupilas lavanda, protegidas por las lentes montadas sobre la nariz, se fijaron en el anciano que hacía anotaciones a una distancia prudencial, en una mesa de trabajo. El viejo se levantó y se colocó junto al paciente que acababa de recobrar el sentido.
―¿Qué lugar es éste? ―le preguntó el ruso―. Kardia y yo estábamos en otra habitación, mucho más pequeña. ¿Por qué nos han traído aquí?
El anciano se sacó del bolsillo de su sobretodo blanco un aparato que consistía en un pequeño tamborcito pegado a dos tubos, que se colocó en los oídos.
―Esto ―señaló el médico con un amplio ademán que abarcó la habitación―, es el antiguo pabellón de tuberculosos. De tísicos, se decía en tu época. Está ideado para albergar hasta ocho pacientes con facilidad. Sin embargo, está en desuso, pues hace años que la enfermedad está bajo estricto control. Es una sala bonita, soleada, ventilada y cómoda. Alegre, pues pueden ver el jardín, los árboles y las flores. Pensé que les gustaría.
»Ahora, déjame revisarte ―el médico unió la palabra a la acción y colocó el tamborcito sobre el pecho de Dégel―, me alegra que estés en dominio de ti mismo. Así podemos conversar racionalmente.
»Si eres un poco como tu hermano, el grandote, no será difícil que nos entendamos. Y justo eso es lo que tú y yo necesitamos con urgencia: entendernos. De eso depende que los últimos días de tu... serdtse... sean plácidos.
El joven taheño sintió que se le encogía el estómago y sus ojos se aguaban. La diestra se dirigió hacia su garganta, en la que un nudo apretado amenazaba con romper su voz vacilante en sollozos.
―¿Los... los últimos días...?
El viejo médico asintió, con el gesto mezclado de seriedad y pesar.
―Sí. Lo siento. Mis colegas médicos y yo hemos estudiado los casos de ambos. Tienes que hacerte a la idea. Tú, si bien estás débil y dolorido después de permanecer un cuarto de milenio congelado, te encuentras con buena salud en lo básico. Te espera una vida... no lo sé. Tal vez breve, pero de buena calidad, al lado de tus hermanos y Mikrí Kyría.
»Tu serdtse, sin embargo, está enfermo de muerte. No comprendemos su padecimiento. Y si bien es cierto lo que has dicho en el pasado inmediato, que sólo tú sabes paliar su estado cuando su corazón arde, la realidad es que su vida ha terminado. Lo mantenemos vivo sólo para que finiquite sus asuntos pendientes.
Un profundo lamento se elevó desde el pecho de Dégel.
―Kardia... Kardia no tiene asuntos pendientes. Él es el hombre más honesto y pleno que he conocido en mi vida. No se permite dejar cosas sin resolver, justo porque su vida pende de un hilo.
Katsaros el Mayor puso su mano, de tacto áspero, sobre la de su paciente. Lo taladró con la mirada.
―Digamos que tienes razón. Que Kardia no tiene asuntos por resolver. Pero tú, muchacho, tú sí que tienes algo por concluir con él. Y te vas a arrepentir si no lo haces ahora, que aún respira. Cuando ya no lo tengas junto a ti, no habrá nada qué hacer.
―No... No sé de qué habla...
―Mi mujer ―explicó el médico con la voz suavizada por la nostalgia― murió hace más de treinta años. La amé muchísimo. Tanto, que no busqué otra con quien paliar la soledad. No se nos concedió la gracia de ser padres. Ha sido ahora, en el final de mi vida, que he conocido esa dicha, y lamento no poder compartirla con ella.
Dégel se tragó un sollozo roto. Trataba de empatizar con la historia del médico, pero se le escapaba cuál era el punto. El viejo pareció entender eso.
»Ella... mi Ekaterina... ella era rusa, te aviso.
Un parpadeo perplejo agitó el rostro pálido y ligeramente pecoso del paciente. Las palabras del viejo tardaron en ser procesadas. Pero cuando ese momento llegó, los dedos blancos de la diestra cubrieron, convulsos, los labios resecos y temblorosos.
»Date prisa. Arregla lo que debas arreglar con tvoye serdtse. No lo dejes irse sin saber.
Dégel negó enfático con la cabeza, los ojos violetas anegados de angustia, de horror.
―Él no lo soportará. Es... orgulloso como un demonio...
―Es un enfermo terminal que merece saber lo que su amigo siente por él.
―No podré vivir ni un segundo con su repudio...
―No podrás vivir un segundo con el arrepentimiento. Háblale.
―No... Ne moch'... No me atrevo... (1)
Katsaros se retiró las gafas de montura negra y empezó a limpiarlas con lentitud, con una esquina de su sobretodo.
―¿Por qué temes el repudio de este hombre? Es evidente que eres muy valioso para él. Probablemente lo más valioso en su vida.
―No. No es así... Soy su amigo y ya. Él no siente inclinación por mí.
―Por favor ―resopló el viejo médico―. Si se inclina un poco más hacia ti, te caerá encima. Y te aseguro que lo hará con toda intención.
―No diga eso ―recriminó Dégel con acritud―. Kardia es honesto. Yo también lo soy.
El médico asintió, distraído.
―¿Eso significa que ambos son vírgenes? Eso puede arreglarse, ¿sabes?
―¡Pero qué barbaján!
―No, no. No me vengas con majaderías, mira que trato de ayudarte. He sido médico en La Fuente, para el Santuario, toda mi práctica profesional. Es la tradición de mi familia: ejercer la medicina bajo el amparo de Mikrí Kyría, cuidar de sus guerreros.
»No sé por qué no se lo has dicho. No entiendo qué miedo te entorpece la decisión. Pero tienes que saber que en este lugar ha habido toda clase de amoríos desde la época de su fundación. Sin ir tan lejos, mi hijo, a quien recibí como estudiante hace cuatro años, en Medicina, está enamorado no de uno, sino de dos hombres. Y los tres hacen vida común.
―¿D-dos?
―Sí, sí. Dos. Son buenos chicos. Al menos ahora, que ya no hay guerra. Me dicen que cuando la hubo, los tres fueron de cuidado. Pero, ¿quién no es un cabrón cuando una circunstancia así gobierna su vida?
Dégel dejó escapar un suspiro doloroso.
―Se lo he dicho. Pero o no lo entiende o se hace el desentendido. No sé qué me duele más...
Katsaros bufó al tiempo que negaba con la cabeza. Se colocó los lentes gruesos sobre la nariz.
―¿Qué va a entender un carajo este zoquete? ¡Si está ocupado en sobrevivir! ¡Y en que no le notes las miradas lánguidas! En mi opinión, y rara vez me equivoco, es tan ingenuo, tan inocente, que no se da cuenta de lo que te hace sentir. Porque no se siente digno.
―Nadie es más digno que Kardia ―afirmó Dégel en voz tan baja, que Katsaros tuvo que aguzar el oído para escuchar.
―Pues no se lo cree.
―Lo que siento está mal. Sirvo a una diosa virgen. Mi corazón debería latir sólo para ella.
―Pues no creo que deba ser así. Y Mikrí Kyría, que está en planes de bodas con el Gran Señor de los Mares, tampoco tiene esa idea.
―Es una blasfemia que piense en entregar el corazón a una causa ajena a la de mi diosa.
―Patrañas ―sentenció el médico―. Para empezar, ¿qué causa? Athena y Hades están en paz. Además, ya te lo dije: he visto de todo en este Santuario. Y tus hermanos de generación, Shion y Dohko, pueden decir otro tanto. Han estado juntos desde su juventud hasta ahora. Son la pareja más longeva de este manicomio.
―¿Qué?
―Toda la Orden Dorada está en esa situación. Excepto los Santos de Tauro y Leo, todos los demás están relacionados con alguno de sus compañeros. ¿Y qué más se puede esperar? En este sitio, hay como ocho hombres por cada mujer.
»Y luego están los que no encontraron opciones atractivas en el área y se fueron a buscar pareja en los ejércitos enemigos. Ya quiero ver cómo se las va a gastar el menor de los Géminis con ustedes dos: dejaron hecho una piltrafa a su novio.
―¡No hemos hecho semejante cosa! ―reclamó Dégel, beligerante.
―¡Que sí! Rhadamanthys quedó al borde del colapso.
―¿Ese cabrón está con un Géminis? ―cuestionó el pelirrojo, indignado.
―Sí. Ese cabrón, como tú le dices, está bien enredado con un Géminis. Y no será tan cabrón, si se hace cargo de los asuntos de tu hermano, el gigantón. Hay muchas cosas que no sabes, muchacho. Vete con tiento. Y piensa en el modo de descubrirle lo que sientes a tvoye serdtse. O mejor no lo pienses y hazlo. Tú tienes tiempo. Pero él no.
Dégel negó con la cabeza, aterrado ante la sola idea.
―No puedo. Kardia me odiará.
―No hará eso. Actúa ya. No podemos alargarle la vida mucho más.
―No, no. Él es lo más importante en mi vida. Si me gano su rechazo, no sé qué haré.
―Que no pasará eso. Deberías hablar con tu hermano, el grandote, al respecto. Él... podría orientarte. Al fin que también está con un escorpión.
Dégel miró con susto al anciano. Poco a poco la mirada se le tranquilizó y sopesó las palabras escuchadas.
―Lo... lo pensaré. Hablar con mi hermano y actuar, como me pides.
―Está bien. Pero no te lo pienses mucho. Ya te lo dije: este hombre está muerto de antemano. Y no podemos retenerlo mucho tiempo más. Haz lo que te toca. Para que se vaya en paz. Y sobre todo, para que tú la conserves mientras vivas.
El joven ruso encogió los hombros y se abrazó a sí mismo, desconsolado. Quería, por encima de todo, evitar que el llanto se le deslizara desde los ojos defectuosos. No tenía demasiados problemas en que otras personas comprobaran lo que él sobradamente conocía de sí: que tenía las emociones a flor de piel. Pero que lo vieran fuera de control, eso era otra cosa.
―Se lo he dicho tantas veces ―balbuceó, dolorido―. Tantas, que he perdido la cuenta... No atiende a mis sentimientos... No los corresponde...
―¿Cómo se lo has dicho? ¿Le has dicho que lo amas? ¿Así, sin ambages?
―¿Qué...? ¡No, por la Diosa! ¡Eso es... sería tan impropio!
―Que me perdone Mikrí Kyría, pero todos: ustedes dos y los doce zoquetes que han sido la Élite Dorada en esta época... ¡Son un montón de tontos! ¡Son niños a los que les tocó afrontar una misión de adultos! ¡Serán capaces de triturar estrellas, de hacer arder la faz de la Tierra, pero no tienen un ápice de madurez para afrontar sus propios sentimientos!
―¡Óigame, señor...!
―¡Óigame nada! ¡Óigame un carajo! ¡Tú me vas a oír, pequeño bobo! ¡Vas a hablar con este orangután antes de que se lo cargue Thánatos! ¡Y hasta eso, se lo cargará con amabilidad, que él y su hermano raro del sueño son parientes del raro de tu cuñado!
―¿Orangután? ¿Está comparando a Kardia con un mono? ¿Qué le pasa? ¡Deje de insultarlo!
―¡Pues deja de perder tiempo que no tienes! ¡Deja de dudar y habla! Si en efecto se indigna, ¡pues ya está! ¡Al menos tendrás claro que no fuiste correspondido! Pero te lo digo con toda la seriedad de mis años: eso no pasará. ¡No pasará! ¡El tipo está tonto por ti! Bueno, está tonto por su propio mérito, ¡pero ya me entiendes!
―Señor, para usted es fácil hablar de lo que no conoce...
―Te hablo exclusivamente de lo que conozco. Hace cinco años, cuando tu hermano aún no era un gigantón, cuando aún era como tú, lo tuve como paciente, al borde de la muerte. No, más aún: lo tuve muerto. Lo que le pasó no te lo diré, que te lo cuente él, si le place. Pero sí puedo decirte cómo se puso el otro, el dichoso escorpión al que ahora se folla cada que puede... Estuvo a punto de enloquecer de pena.
»Aun ahora, con todo el tiempo que ha pasado, con todo lo que han vivido juntos, no ha quedado bien después de haber sufrido aquel dolor. Te lo digo en buena ley: habla. Porque luego no habrá marcha atrás.
»Pregúntale a Milo, a tu cuñado. Pregúntale cómo lo pasó por haber dejado un asunto inconcluso. Pregúntale cómo lo pasó por no poder reconciliarse con tu hermano. Casi le costó la cordura. ¿Quieres pasar por eso, muchacho?
Dégel tragó saliva, con los ojos violetas anegados de lágrimas. Negó con la cabeza, tímido.
»Bien. Entonces estamos de acuerdo en eso. Ahora díselo. En cuanto lo tengas despierto.
El viejo se retiró hacia su escritorio. Tomó sus notas y se retiró de la sala.
Dégel, con el corazón desbocado de pena, observó a su amigo enfermo y sin esperanza de recuperación. Pensó en las muchas veces que había intentado decírselo: unas con timidez y otras con mayor ímpetu. Ni unas ni otras fueron recibidas con señales positivas. ¿Qué debía pensar, sino que Kardia no sentía lo mismo que él? ¿No era acaso esa indiferencia fingida el modo más digno que Kardia había encontrado para conservar su amistad?
―Moye serdtse, te lo diré de nuevo cuando despiertes. Sólo porque el viejo tiene razón: mereces saber la verdad. Pero si no tengo lugar en tu corazón, no me destierres por completo de tu vida. Prefiero mil veces ser tu amigo y permanecer a tu lado que sufrir tu rechazo.
»Luego, cuando te hayas ido... veré qué hacer con mi existencia... Veré el modo de seguirte. Porque sin ti el sol no me calentará, ni las estrellas me llamarán. No tendré hogar ni brújula. Nada tendrá sentido... excepto esperar el momento de nuestra reunión...
No se lo esperaba. No se lo esperaba ni en mil años.
El estúpido Espectro le arrancó la Aguja Escarlata y lo atacó sin piedad.
Esperaba, por supuesto, que con eso sería suficiente para eliminarlo. Creyó que con eso lo dejaría agonizando y, entonces, se cobraría a Dégel.
Lo hirió de mala manera. Eso tenía que reconocérselo. En verdad, lo dejó al borde de la muerte. Pero eso no desvió la atención del gran Kardia de Escorpio de su objetivo: cazar el gran trofeo con el que quemaría el fuego de su vida. Y por encima de todo, con el que guardaría la vida y la misión del Santo de Acuario.
Su amigo.
Su Dégel.
Por él, lo daría todo.
Por eso hasta resultó gracioso cuando sacó la otra Aguja Escarlata y atacó con ella al maldito Juez confianzudo.
No se lo esperaba. Por eso el ataque fue tan efectivo. Tristemente, el uso de su Aguja subsidiaria le restó toda la energía con la que aún contaba. Eso y haber invocado el poder del Katakaio, claro está.
Dejó a un agonizante Rhadamanthys en el suelo y él mismo no pudo evitar acompañarlo. Ni su ardiente deseo de acompañar a Dégel en la recuperación del Oricalco pudo tenerlo en pie. Un vértigo mortal lo invadió y se dejó ir.
Sentía la fiebre torturante escociendo en su corazón. El corazón que al fin había ardido consumiendo su vida.
La pequeña Diosa se lo había concedido: moriría antes que su Dégel. No tendría que ver cómo la luz de aquellas amatistas se extinguía para siempre. Sonrió en su tránsito a la muerte, en el momento en que su corazón se detuvo y pensó por última vez en su amigo más querido.
El amigo al que amaba por encima de todas las cosas y al que nunca volvería a ver. Al que nunca le reveló la verdad de su corazón.
"Que la vida sea bondadosa contigo, Dégel, tal como lo has sido conmigo y con toda persona con la que te has cruzado. Que te colme de ocasiones felices. Que lleve la ventura a tu puerta. Que tu existencia transcurra plácida y digna, que edifiques con ella el futuro pacífico que siempre has soñado para todos nosotros. Y que cuando pases al Reino de los Muertos, las Hilanderas me permitan encontrarte y decirte que te amo. Que te amé siempre y que siempre te amaré".
Ese fue su último pensamiento. O eso creyó.
Desplegó los párpados con dificultad y no vio el cadáver del Wyvern frente a él. No lo vio. Y una desazón sorda y agobiante aprisionó su espíritu.
¿Para esto había entregado su vida? ¿Para fracasar? ¿Había quemado el fuego de su vida en vano?
La oscuridad se lo tragó de nuevo, esta vez con la cruel certeza de que había fallado miserablemente.
Y luego de lo que, en su confusión, le parecieron unos cuantos minutos, una oleada de frío monstruoso, que no pudo ser contenido por la bella Escorpio, le estremeció los miembros agonizantes.
Abrió los ojos y los sintió escocidos de frío. Vio ante sí elevarse una exigua columna de vaho, emitida por su propia boca.
La debilidad que lo invadía no la había sentido nunca, ni en la peor de sus crisis. Se apoyó en los antebrazos y se incorporó un poco. Lo confirmó ahora que gozaba de conciencia plena: el Wyvern ya no estaba. Eso, por supuesto, lo sacó de sus casillas. ¿El maldito enemigo había sobrevivido? ¿Cómo era eso posible? ¿Quién sería capaz de sobrevivir la Antares Katakaio?
Hasta los dioses tendrían dificultad en intentarlo.
Reconoció, en el frío intensísimo que se apoderaba de la Atlántida, la impronta del cosmos de Dégel.
Se levantó como pudo, alarmado por las intenciones suicidas que sentía vibrar en aquella temperatura, letal de tan baja. ¿Qué estaba haciendo Dégel? ¿Qué había pasado que lo había impulsado a actuar de esta manera desproporcionada?
Y entonces escuchó, indistinta y vacilante, la voz de Unity. Unity, haciendo votos de sobrevivir. Unity, prometiendo a Dégel dedicar su vida a remediar aquello que había malogrado. Unity, que juraba entregar a Athena el Oricalco.
El corazón menguante de Kardia se inflamó de vida una vez más. Encontró al Señor de Blue Graad, casi exterminado por el frío. Hizo por él lo único que podía: entregarle la fuente de calor que le quedaba. Se arrancó la Aguja Escarlata izquierda, la dejó entre sus manos, y lo hizo salir por el portal, hacia Blue Graad.
Esa fue la última vez que lo vio.
Y no le importaba, ni mucho ni poco.
Lo que le importaba era llegar a Dégel. Llegar a él e impedirle morir. O al menos, impedirle morir solo.
¿De qué había servido ofrendar la existencia, si con ello no podía conservar la de Dégel, su Dégel?
―Pequeña Diosa... pequeña Diosa... Sasha, Sasha amadísima... no me hagas ver esto. No me hagas ver esto, te lo ruego... Soportaré lo que sea, menos esto. No me hagas ver morir a Dégel...
Sintió el momento exacto en que el cosmos de Dégel estalló. Coincidió con ése en el que el frío se volvió descomunal. Por un momento, le pareció que el espíritu de su amigo lo buscaba y se despedía. Y luego, sólo el hálito glacial quedó como testimonio del paso de Dégel de Acuario por el mundo.
»No... No, pequeña Diosa... ¡No, pequeña Diosa! ¡No me hagas esto! ¡No me hagas esto! ¡Yo tenía que morir primero! ¡Él no, él no! ¡Pequeña Sasha, adorada Sasha! ¡No lo permitas!
Traspasó los umbrales del Templo de Poseidón. Dejó atrás la Sala del Trono. Se encaminó al epicentro de donde provenía aquella temperatura gélida.
Una gran masa de hielo se propagaba, despacio, pero inexorable. Se lo tragaba todo.
En el centro de esa tumba de cristal, vio la figura de una mujer bellísima.
Y no estaba sola.
Se detuvo únicamente porque la pared de hielo le impidió avanzar. Se detuvo, rasguñando impotente el grueso muro helado que su amigo había producido a costa de su vida.
Carecía de las dos armas que lo habrían auxiliado para llegar a él.
Ahí estaba Dégel. Su Dégel, imposiblemente hermoso. Con el gesto contraído por el esfuerzo y el dolor. ¿Qué significaban aquellos labios tensos y aquellas cejas fruncidas? ¿Que había padecido en el último momento de su vida?
»¡Oh, Diosa! ¡Oh, Diosa! ¡Ha sufrido un suplicio! ¡Ha sufrido...!
Cayó de rodillas, sintiendo el peso de su propia muerte avecinándose. El corazón ardió una vez más.
Sólo que esta ocasión, fue de dolor. De desesperación.
»Dégel... Mi Dégel... Así no... No te vayas... ―con el corazón roto, lanzó a su amor perdido la súplica que siempre le hacía en sus momentos de fragilidad―. ¡No me sueltes...!
Lágrimas quemantes se le desbordaron por el rabillo del ojo y al instante se quedaron atascadas, congeladas. Un lamento sordo y sentidísimo rasgó su pecho al mismo tiempo que la muerte le mordía las entrañas.
Al mismo tiempo que le mordía el corazón.
»¡Dégel...! ¡Mi Dégel...! ¡Así no...! ¡No sin que sepas...!
Se dejó caer de bruces en el piso, por la debilidad y el desconsuelo. Las manos, engarfiadas, siguieron rasguñando la superficie del hielo, incapaces de mellarlo, pero lastimándose cruelmente en el proceso.
»¡Pequeña Diosa...! ¡Dioses...! ¡Moiras...! ¡No es justo! ¡No es justo! ¡Lo amo, lo amo y no se lo he dicho! ¡No se lo he dicho! ¡Lo amo más que a mi vida y no se lo he dicho!
Crispó los párpados en un intento baldío de controlar el dolor. Nada podía evitarle aquella aflicción que se debía igual a su trance de muerte que a la pérdida del ser amado. Los contrajo con tanta fuerza, que una multitud de puntitos de colores dominó su visión plagada de oscuridad. Su visión dominada por una imagen...
Las hermosas amatistas de Dégel luciendo una vez más.
Abiertas, azoradas, entre personas desconocidas.
Acompañado de Shion y Dohko. Mucho, mucho después del momento de horrible desesperación en que ambos se encontraban ahora mismo.
Kardia sintió su respiración zozobrar al mismo tiempo que su corazón.
La punzada que sintió en el pecho lo aturdió. Le hizo experimentar el dolor más agudo de su existencia.
No. Eso era mentira. El dolor más grande de su vida era contemplar a Dégel perdido. Saberlo perdido.
Para siempre.
»Quieran las Moiras... que mis ojos contemplen otra vez los tuyos... amor mío...
El corazón le trastabilló. Le detuvo un segundo la respiración. Le entumeció el brazo izquierdo.
»Quieran las Moiras... que pueda despertar contigo... amado de mi corazón...
Los pulmones le fallaron. Sus latidos se ralentizaron. Los ojos se le llenaron de tinieblas.
Dégel despertaba solo. Lejos de él. Sin él.
No era justo.
Fijó las pupilas turquesas, ardientes en su luz agonizante, en la figura del Santo de Acuario. El corazón ardió una vez más. Los pulmones vibraron con la respiración profunda. La voz tremoló con un poder que Kardia no había sentido nunca antes.
"Sea mi destino el tuyo, Dégel, mi amor. Sea mi destino el tuyo, que lo compartamos de una vez y para siempre. Recobren mis ojos la luz con los tuyos y latan nuestros corazones al unísono, al mismo impulso. Unida mi vida a la tuya y la tuya a la mía. Estemos juntos siempre, pase lo que pase, cueste lo que cueste..."
Su sensación postrera no fue el dolor conferido por el último impulso del corazón menguante. Fue la mordedura del hielo que empezó a devorarlo con lentitud, pero con certeza absoluta.
Sus ojos se apagaron con la imagen suspendida en la eternidad de Dégel torturado. De Dégel padeciendo dolores inconcebibles.
Si el Universo fuera justo, Dégel habría vivido.
Si el Universo fuera justo, Kardia podría haberlo amado sin temor a ser rechazado.
Si el Universo fuera justo, habrían visto juntos un nuevo sol bajo el cual pudieran florecer.
Pero el Universo era lo que era. A veces generoso y a veces cruel.
Y en esta Eternidad pesarosa que le había deparado, podía al menos agradecer el haber quedado cerca de él. Cerca del amor de su existencia. Podía conservar la esperanza de un día despertar en otra vida y tener la oportunidad de verlo. De sonreírle.
De amarlo.
"Te lo demostraré de mil maneras, Dégel. Te demostraré de mil maneras que te amo... Si se me concede la oportunidad de verte otra vez..."
―Y así están las cosas, Mikrí Kyría. Tu antiguo guerrero de Acuario está físicamente estable, pero no respondo de lo emocional. Tu antiguo guerrero de Escorpio está agonizando y no hay nada que podamos hacer al respecto.
»Me perdonarás el atrevimiento, pero le he dicho a las claras a Dégel que él se queda y su amigo se va. Que se haga a la idea. Y que tome valor a ver de dónde para declararse, para que no permita que el pobre diablo se muera sin saber que fue amado.
Saori bajó la cabeza, afligida, y se mordisqueó una uña. Julián le apartó delicadamente la mano de entre los labios y le aplicó un beso efímero.
―No te muerdas las uñas, mi amor. Te haces daño.
―Daño el que sufren esos dos. ¿Qué puedo hacer por ellos?
―Nada, Ikómena. ¿Qué podrías hacer? ―musitó Hades en voz baja y con la mirada tinta de tristeza―. Están siguiendo el curso de su destino. No hay nada más que acompañarlos. Cobijarlos en lo posible.
―Mi hermano va a sufrir lo indecible con esto ―declaró Camus con toda la simpleza que pudo―. Yo me estaría muriendo de desesperación si algo como eso le aconteciera a Milo.
―Ya estuviste en esas, Árchontas ―contestó Katsaros―. Y de esas saliste convertido en lo que eres ahora. **
Camus frunció el ceño, sin amenaza aparente para el viejo médico, aunque igual lució intimidante.
―El punto es ―reviró Camus― que algo debe ser posible hacer por ellos. Algo, por mínimo que sea, para paliar el modo en que discurren los acontecimientos. No puede ser que Kardia haya despertado sólo para morir.
―Te dije que así sería ―intervino Milo, melancólico.
―Sí, eso me dijiste. Y me niego a aceptarlo. Algo debe poder hacerse.
―Nada ―afirmó enfurecido el rubio―. Nada puede hacerse. ¡Nada! ¿Quién le va a hacer cara a mi Padre? ¿Tú, yo? ¿Hades? ¡Por supuesto que no! ¡Nadie! ¡Si ya te he dicho que está cabreado por el desbarajuste en su Libro! ¡Tenemos que agradecer que no se ponga psicópata con nosotros!
Bóreas el Joven se alteró de ánimo. O al menos eso indicó la espesa nube de vaho que se levantó de entre los labios de Milo y los demás presentes en la habitación. Khíone chistó, fastidiada. Athena, Poseidón y Hades se miraron entre sí, sin decidirse a intervenir en el asunto de aquellos dos.
―Estás... impresionado por lo que viste, mon soleil. Admito que yo también. Y me imagino que Monsieur Obscurité lo está todavía más ―Hades resopló y se masajeó las sienes ante las palabras del Viento del Norte―, pero no me resigno a que las cosas sean así. Insisto: algo debe poder hacerse.
―No se me ocurre qué. Más allá de presentar resistencia a los designios de mi Padre. Y por si no te has dado cuenta, ya lo estamos haciendo al mantener a Kardia vivo. No sé qué más podríamos hacer.
»Kardia estaba muriendo en el momento en que fue atrapado por el Freezing Coffin de tu hermano. Lo que le sucede ahora es la consecuencia natural de aquello. Está muriendo ahora porque debió morir entonces. ¡Su muerte es una decisión tomada! ¡Una horrorosa decisión, que como tal está escrita y ocurrirá! ¡Ya está!
―¡Pues no, no está! Si ese fuera tu destino, ¿debería aceptarlo y ya? ¿Así de simple? ¿Cómo podría vivir con ello? ¿Cómo podrá Dégel vivir así? ¿Tú habrías podido, si morir hubiera sido mi Sino?
Milo enmudeció, con las palabras pugnando por salir de su boca. Su mirada adquirió una expresión torturada y las lágrimas se deslizaron sin más desde sus ojos aturquesados. Camus se arrepintió de inmediato de haber hablado con tanta vehemencia.
»No, no, mon soleil. Por favor, no llores. No era mi intención que recordaras... No llores, no llores. Perdóname. Lo siento tanto...
El rubio, cuya espalda era ancha como la de un gladiador de antaño, se aferró con desesperación al torso de aquel otro joven al que todos percibían enorme, pero que él experimentaba menudo y grácil.
―¡No me resigné, no me resigné! ¡Ese es el punto! ¡No pude! ¡Estaba dispuesto a dejarme la piel en encontrarte! ¡Estaba dispuesto a todo...!
―Lo sé, lo sé...
Hades observaba con suspicacia a aquellos dos. Cuando habló, lo hizo con parsimonia.
―Me da la impresión de que no lo sabes, Monsieur Nord. Ninguno de nosotros, en realidad. ¿No es así, Milo?
El Hellenoi se quedó aferrado unos instantes más al joven pelirrojo. Acarició aquella melena que era diamantina para todos. Dirigió los dedos a la cicatriz de la frente. La cicatriz que ocultaba la placa de titanio con la que remendaron el cráneo de Keltos.
Aún estaba allí. La sentía a través de la piel lechosa. A través del sutil borde que marcaba los puntos de la sutura y que había borrado las pecas en el linde del cuero cabelludo.
Camus atrapó la mano grande, quemada por el sol, y se la llevó al corazón. Sus ojos de aquel azul zafirino se hundieron en el aturquesado de su sýzygos.
―¿Milo? ¿Qué quiere decir Hades?
―No acepté tu muerte. Es cierto.
―Milo...
―No lo he comprobado. Para eso tendría que ver el Libro de Padre, y eso es algo que evitaré por todos los medios... Pero mis tías dicen que yo impedí que te marcharas. Dicen que yo entretejí nuestros hilos cuando me negué a aceptar tu muerte. Dicen que enlacé nuestros destinos...
―¡Pero...!
―Lo cierto es ―intervino Hades― que si eso sucedió y ustedes dos siguen aquí, es porque estaba previsto por Moro.
―¿Mi Padre previó que revocaría una orden suya? ―gritó Milo, exasperado― ¿Pero qué clase de psicópata es?
―¡Por todos los Dioses, Milo! ¡Cállate! ―ordenó Athena―. ¡No se blasfema contra tu Padre! ¡Ni contra tus Tías!
―¿Y si tú pudieras, Milo? ¿Y si tú pudieras conservarlo aquí? ―preguntó esperanzada Khíone.
Milo se abrazó a sí mismo, trizado.
―¡No sé cómo! ¡No sé cómo hago esas cosas! ¡No sé cómo convocarlas! ¡Ocurre cuando menos me lo imagino!
―Y no es tan fácil. Milo lo ha dicho: su Padre tiene prevista la muerte de Kardia de Escorpio. Es así desde hace 250 años ―asentó Hades―. Una cosa es actuar sin advertirlo y otra, con deliberación. Su Padre no se lo perdonaría. Ni siquiera a él.
―No tengo miedo de hacerlo. ¡Pero no sé cómo!
―Tal vez deberías temerle. Aunque fuera un poco ―deslizó Athena, compungida―. Lo cierto es que yo sí le temo. Y aún así, me gustaría intentar algo.
―¿Intentar qué, mi amor? No quedan recursos por agotar con tu guerrero. Se ha hecho lo que se ha podido.
―Ikómena, ¿ya le otorgaste el Misophetamenos? ***
Todas las miradas se orientaron hacia la voz dulce que soltó aquella interrogante. Kore repasaba una estantería llena de libros y su cabellera de miel, pletórica de flores, fue lo que los ocupantes de la sala captaron.
―Sé que ya le fue otorgado, ¿no es así, Shion?
―Sí. Krest de Acuario se lo otorgó cuando lo trajo al Santuario. Junto con la sangre de Athena. Ya recibió los paliativos máximos que puede ofrecer nuestra Diosa.
―Ya. Entiendo ―musitó Kore, tomándose reflexivamente la barbilla.
Las flores en su cabellera se sucedían unas a otras con rapidez. Deambuló un poco por la habitación. Sus dulces ojos verde primaveral saltaban de una figura a otra, sin orden aparente. Finalmente se detuvo ante su esposo.
Los dedos delgados y marfileños de Kore se hundieron en los cabellos de obsidiana de su marido, quien le entregó una mirada de rendida e inocultable adoración.
―¿Qué deseas, Kore? ¿Con qué orden me das la ocasión feliz de complacerte y entregarte el corazón?
―Lo que deseo ―musitó la Primavera dulcemente― no puedes dármelo, Amadísimo Mío.
―¿Cómo dices eso, Mi Señora? ¿Acaso existe algo que no pueda poner a tus pies?
―No existe modo en que me entregues esto... ¿O puedes retroceder el tiempo y evitarte intervenir en la estúpida disputa entre el Besugo con quien compartes sangre y mi dulce hermanita?
―¡Oh, Kore! ―gritó exasperado el Señor del Inframundo al tiempo que se alejaba y empezaba a deambular él también―. ¿En serio vamos a discutir eso, otra vez, aquí mismo?
La faz de Kore adquirió una expresión fiera y peligrosa. La dulce cabellera se agitó con vida propia y adquirió la apariencia de un torbellino de flores que nacían y morían sin ton ni son. Los ojos se tintaron con un verde que no era tierno, sino ponzoñoso, y la voz adquirió un tono gutural.
―¡Sí, Señor Mío! ¡Lo discutiremos de nuevo, ahora y aquí! ¡Te dije que no te metieras, que era un asunto de cama entre esos dos! ―gritó al tiempo que señalaba a su tierna hermanita y al Señor Besugo, quienes enrojecieron y ocultaron la vista―. ¡Te dije que los dejaras trenzarse! ¡Que tu hermano bobalicón permanecería sellado a lo mucho dos mil años, que luego él y mi hermanita estarían jalándose los cabellos un milenio más y finalmente todo lo solucionarían en dulce contubernio! ¡Pero no me escuchaste!
―¡Kore!
―¡Sí, sí! ¡Kore, Kore! ¿Te lo dije o no? ¿Y qué pasa ahora? Después de un montonal de guerras estúpidas, ¿adivina qué? ¡Los tórtolos van a coger! ¡Finalmente! ¿Y quién le jodió la escritura a Moro? ¡Tú, tú, Amor Mío! ¡Grandísimo zoquete! ¡Tienes todas las virtudes del Universo en abundancia! ¡Las más finas joyas adornan tu espíritu! ¡Posees un intelecto más preclaro que el de mi hermana! Pero si se trata de tu hermano el berrinchudo... ¡Te me vuelves imbécil!
Hades palideció, airado. Su estatura pareció aumentar y su mirada se volvió fiera y mortal.
―¡Es mi hermano menor! ¡Siempre lo he protegido! ¡Desde que fuimos a dar a la panza de esa aberración, del monstruo aborrecible que tuvimos por padre!
―¡Sí, Mi Vida, sí! ¡Pero tu hermano ya no era el chiquito asustado que te acompañó en ese trance horrible! ¡En el destierro cruel que fue permanecer en las entrañas despreciables de tu padre asqueroso! ¡No lo era cuando Ikómena lo ajustició por el chistesito del Diluvio y no lo es ahora! ¡Ya suéltalo! ¡Y piensa en el modo de congraciarte con Moro! Porque lo cierto, ¡es que tienes que hacer algo para ayudar al infortunado ése que se muere! ****
―¡¿Yo?! ¡Su muerte está escrita! ¡No estoy loco para intervenir...! ¡Otra vez!
―¡No, Mi Vida, no! ¡No estás loco! ¡Estás al borde de dormir en la habitación de las visitas OTRA VEZ, el resto de la Eternidad! Entonces, ¿qué prefieres? ¿Enfurecer a Moro, o enfurecerme a MÍ?
Hades se quedó estático, abriendo y cerrando los labios, incrédulo.
Por su parte, Ikómena y el Besugo habrían dado cada brizna de su poder porque Gaia bendita abriera las entrañas y los tragara, para no tener que presenciar aquella discusión hogareña. Un pensamiento similar compartían en silencio Bóreas el Joven y su sýzygos, mientras Shion y Dohko hacían un enorme esfuerzo por aparentar que no habían presenciado nada de nada.
Khíone tamborileaba una mesa con los dedos, aburrida. Y Katsaros...
―No hay deshonra en esta derrota, Señor Hades ―dijo juicioso el viejo doctor―. Cuando mi Ekaterina me ponía los puntos sobre las íes, lo único digno era inclinar la cabeza y decir: Sí, mi amor.
El Señor del Inframundo se cruzó de brazos, investido de toda su dignidad.
―¿Y eso funcionaba, Señor Doctor?
―Indefectiblemente. Y puesto que usted goza de la felicidad de tener a su mujer a su lado... pues ya se va imaginando para dónde va mi consejo.
Hades cerró los ojos y, desalentado, reunió toda la legendaria paciencia que Kore, Ikómena y el Besugo reconocían como su más apreciable cualidad. Luego miró a su Adorada, quien permanecía cruzada de brazos, tensa, zapateando en el piso.
―Bueno, Kore ―pronunció la voz barítona, calma y tersa como terciopelo―. ¿Y qué se te ocurre que puedo hacer? ¿No has escuchado al padre adoptivo de Ikómena? Ya se ha hecho lo posible por Kardia en el pasado.
La apariencia amenazante de Kore desapareció dando lugar a su dulzura natural y al perfume embriagador de las flores en sus cabellos. Una timidez casi virginal dominó sus rasgos bellísimos.
―Ikómena ya le otorgó el Misophetamenos. Y su sangre. Pero, ¿acaso no pueden ustedes tres crear un sucedáneo de esa técnica para prolongar un poco la vida de ese desventurado? ¿Para darle unos pocos días de estabilidad? Y que conste, que no estoy proponiendo ir contra la voluntad de Moro. Lo que sugiero es darle un corto período de paz. Para que arregle sus asuntos.
La Señora del Inframundo dirigió entonces sus elocuentes ojos verdes a Milo.
»¿Eso ofendería a tu Padre, joven Escorpio? ¿Que mi Amado Señor trate de honrar a tu hermano de este modo hará que la furia de tu Padre se desate sobre su cabeza?
El Hellenoi permaneció unos instantes en profundo silencio. Que al final rompió con un suspiro profundo y sentido.
―No es una solución real para el destino que abatirá a mi hermano. Pero dudo que mi Padre se ofenda por ello. Y con toda sinceridad, no veo ninguna salida para su situación.
―Pero, mon soleil...
―¿Qué más se puede hacer, Camus? No es lo que deseo para él. Pero estoy seguro que agradecerá tener unos pocos días de plenitud, de vida real. Aunque sólo signifique que luego su final llegará.
―Pues no me gusta. ¡No me gusta! ¿Qué diferencia hace para Kardia, para Dégel? ¡Igual terminarán separados! Tu hermano morirá sin disfrutar del amor. ¡Y al mío se lo cargará el Cancerbero de puro pesar!
―Pero bueno, mon coeur. Entiende que no hay opciones. ¡No las hay! ¡A mí tampoco me gusta, pero esto es lo que se puede hacer! Y que conste que no meto las manos al fuego ni garantizo que a mi Padre le vendrá bien esta intervención.
―¿Qué le va a venir bien? ¡Se encabritará como caballo salvaje! Mais quel désespoir avec ce... ce... mec ! (2)
―Par tous les Dieux, Borée ! Allez-vous vous taire une fois pour toutes ? ―bramó Hades. (3)
―¡Los dos se van callando ahora! ―gruñó Kore―. Tú, Mi Señor Amadísimo, trabajas en este momento en la técnica con la que otorgarán unos pocos días de vida plena a ese desgraciado. ¡Y tú, jovencito, te calmas, que tengo para ti una buena aburridora!
―Madame... !
―¡No, Señor Gran Invierno! ¡Que me quieres de amiga! ¡Que te voy pisando los talones! ¡Que la bruta de tu hermana es mi mejor amiga y el amor que le tengo se extiende a ti! ¡Te necesito y me necesitas! ¡No me pongas de malas! ¡Déjame...! Déjame ayudarte como puedo... por favor. Esto es lo que se puede hacer. ¡Esto y no más!
Camus se mesó los cabellos blancos, rumiando su desesperación. Madame Printemps dulcificó el gesto al punto.
»Esto y nada más, Cariño. Lo siento, Corazón. Al menos esto haremos, entregarles la oportunidad de que hablen. ¿Lo entiendes, verdad, Pequeño? Lo entiendes tú también, ¿no es así, Khíone querida?
La Dama de la Nieve caviló con expresión dolorosa un momento, para luego trabar su mirada casi transparente en la de Kore. Asintió una sola ocasión, con la melancolía prendida en el ánimo, y su voz susurrante se dejó oír.
―Sí. Al menos la ocasión de que se hablen con sinceridad. Sin batallas atosigándolos. Sin padecer dolor. Sin la presión de vigilar el bienestar del otro. La ocasión para ser ellos. Un momento de libertad, que por efímero que sea, bastará.
»Ríndete, Rebenok. Esta batalla la tenemos perdida. Que sea al menos una capitulación honorable.
Milo hundió la cabeza entre los hombros. Permitió que el cabello le ocultara el rostro. Un sutil estremecimiento le indicó a Camus que su Hellenoi lloraba con la mayor discreción que podía. Fue hacia él y lo abrazó con ternura. Acarició los rayos de sol que ocultaban la frente, los ojos de aquel hombre amadísimo.
Existir sin Milo.
Imposible.
Que Dégel tuviera que existir sin Kardia.
Qué dolor espantoso...
―Sea, pues. Démosles una ocasión feliz. Una ocasión para que se amen...
―Dé... gel...
El aludido abrió los ojos en automático, se colocó los quevedos y volvió el rostro hacia la cama de al lado.
Kardia se agitaba en sueños. La respiración errática y el débil debatir de la cabeza sobre la almohada le hicieron saber a Dégel que su amigo tenía una pesadilla.
―Moye serdtse... Está bien. Está bien. No estás solo. Tranquilo.
El joven taheño se incorporó lo suficiente para quedarse sentado sobre la cama. Aquella posición le hizo enterarse de la existencia de músculos que desconocía. También le hizo saber que la cabeza le daba vueltas.
No. No se encontraba bien.
Pero igual, no dejaría a Kardia sufriendo solo a merced de los monstruos que lo asediaban en la oscuridad de su sueño.
Con cuidado, se despojó de la sábana. Contempló sus propias piernas, con la apariencia que recordaba de siempre, apenas cubiertas por aquella especie de camisa para dormir que llevaba encima.
También vio el tubo transparente que le salía de la entrepierna y que llevaba restos de un líquido amarillento. Frunció la nariz con repugnancia.
¿Qué rayos hacía con esa cosa? ¿Y con la otra que llevaba prendida del brazo? ¿Se las arrancaba? ¿Se enfadaría el buen doctor si lo hacía?
―Dégel... no... no a... así...
Las cejas bifurcadas, de tonalidad cobriza, se juntaron en un ángulo cerrado sobre la nariz, confiriéndole una apariencia perpleja.
―¿No? ¿No a qué cosa, Kardia?
Se palpó el pliegue del brazo con cuidado. La cosa que parecía tubo se internaba en su carne, y el reconocimiento efectuado por sus dedos encima de la seda que lo mantenía en su lugar, apenas le produjo un poco de dolor.
Decidió que no había riesgo. O no demasiado.
Se arrancó la vía de un tirón y contempló, azorado, una especie de aguja flexible que pendía del extremo del tubo. Unas pocas gotitas de sangre brotaron del lugar que ocupó en su piel.
»Ya... Ya casi estoy listo para ir contigo, Kardia. Espera un momento.
Una timidez que se le antojó ridícula, porque estaba solo y nadie lo veía, lo invadió cuando su mano bajó, lenta, hacia el área de su hombría. Recordó, avergonzado, la sensación agobiante, irrenunciable, de su mano recorriéndola, y se estremeció un poco. Había noches en que su anhelo por Kardia lo vencía y se consolaba de ese modo, sin entender enteramente por qué. Ahora, no quería tocarse. No quería hacerlo, pero... necesitaba saber cómo funcionaba la cosa del tubo.
Y lo sintió insertado, tal como dijo Shun, en la punta del pene. No sentía ningún dolor. Pero su reluctancia a tocarse los genitales en esa habitación de acceso abierto era menor a su deseo de abandonar aquella cama para asistir a Kardia.
Respiró hondo y se arrancó el tubo. Por fortuna, ninguna gotita amarillenta fue a dar sobre la ropa de cama.
Así preparado, se dispuso a bajar de la cama. Y en cuanto lo hizo...
»Der'mo... (4)
Fue a parar al piso como vil costal de papas.
Se relajó. Volvió a respirar profundo y, con un esfuerzo inusitado, se levantó y se quedó sobre sus pies.
»Parezco... Parezco un potro recién nacido.
Recorrió los escasos pasos que lo separaban de Kardia y se agarró a la cama, para permanecer de pie sin el riesgo de saludar nuevamente a Gaia bendita.
No pudo evitarlo. Le palpó, todo ansiedad, la frente y luego el pecho, para comprobar la temperatura que presentaba. Al no encontrarla alterada, acarició con ternura la mano pálida, que no obstante su tamaño y fortaleza, lucía frágil.
Notó que había perdido la uña, el aguijón del índice. También en la otra mano, en realidad. Y que los dedos lucían maltratados. Heridos.
»¿Qué te pasó? ¿Cómo fue que te cortaste así, moye serdtse? ¿Por qué te has lastimado?
―Dé... gel... No... No... así... No... No me... hagas esto...
El corazón de Dégel dio un brinco doloroso.
―¿Qué cosa, Kardia? ¿Qué es lo que no debo hacerte?
Un quejido profundo se arrancó de la garganta del enfermo, que se debatía en medio de dolores que el taheño no podía sino imaginar. Al igual que el origen de los mismos.
―Dégel... No es justo... No así... No lo... soportaré... Te demostraré... Dé... gel... No... me hagas... ver esto...
Dégel tragó saliva con dificultad. Se secó una lágrima furtiva que no alcanzó a correr el camino hacia su barba. Cerró los ojos con fuerza y aspiró profundamente.
―¿No lo soportarás, Kardia? ¿No es justo? ¿No soportarás que te diga... lo que siento por ti...?
Le apartó los cabellos negros de la frente torturada. Acarició los rasgos contraídos por el dolor. Admiró la armonía en aquel rostro que podía ser tanto fiero como amable.
―Te... te... No... No lo... soportaré...
Las lágrimas brotaron por fin de los ojos de Dégel. Se mordió los labios para no sollozar.
―No, Kardia. Ya sé que no lo soportarás. Tú, de entre todos los hombres que conozco, no lo tolerarás, lo sé. No tendrás que hacerlo. Serénate. No tendrás que soportar una confesión. No tendrás que demostrarme desprecio.
Se atrevió a posar los labios en la frente atribulada por el dolor. Y se dio la vuelta para dirigirse a su cama, con los pasos vacilantes y el alma herida.
―Dégel...
El aparato, el monitor cardiaco, empezó a sonar, alarmado. El joven ruso, apenas apoyado en su propia cama, se volvió a medias, asustado.
―¡Kardia!
La puerta de la sala se abrió y entraron Angelo y Shun, apresurados. Shun, por cierto, lo miró con una mezcla de sorpresa y disgusto que no quiso disimular.
―¡Dégel! ¿Qué haces de pie? ¿Te arrancaste la venoclisis, imprudente?
―Yo...
De pronto se hizo consciente de la enorme fatiga que sentía, que le entorpecía los miembros y le volvía pesados los pulmones.
Y de la verdad en las palabras de Shun. Era, por supuesto, un imprudente. Se había despojado de las medidas terapéuticas con que aquellas personas cuidaban de él. ¿Y para qué? Para seguir el necio impulso de su corazón, que lo impelía a buscar la cercanía de aquel hombre que se le moría.
Que se le moría y que acababa de decirlo. Sin tener conocimiento de ello. Pero lo había dicho.
No lo soportaría.
No soportaría su amor.
»Lo siento. Lo siento, Kardia... Lo siento...
Sintió que las piernas le flaqueaban y supo que había caído porque algo duro le golpeó el costado. Aunque no sintió dolor al dar contra el suelo.
Los brazos de Shun lo sostuvieron y lo levantaron sin gran esfuerzo. Lo cual no dejaba de ser sorprendente, dada la imagen gentil y delicada del muchacho.
Entreabrió los ojos y vio a Angelo suministrando atención a su amigo... a su eterno amigo que se moría sin recuperar el sentido. Lloró. Lloró por ambos. Por Kardia que se moría y por él, cuyo amor no sería aceptado nunca.
»Que no... que no sufra, por favor... No dejen... que Kardia... sufra...
Oh, Kardia. Kardia, que finalmente se le moría. Que lo dejaba atrás.
Su corazón flaqueó de pena. Los brazos se le volvieron pesados. Se le adormecieron. Igual que las piernas.
»Que no...
La lengua se le arrastró, presa de mil granos de arena, en el interior de la boca. Los párpados le entregaron un regalo que le pareció el más dulce en ese momento horrible: oscuridad.
Y se permitió el exiguo consuelo de ser arrastrado por el cansancio, por el sueño, para no presenciar la partida del amor de su vida. Para no ver cómo sus ojos permanecían cerrados para siempre.
Kardia.
Kardia...
Ojalá...
Ojalá pudiera seguirlo. Irse, disolverse con él.
Ojalá compartieran el Sino de ese sueño eterno. Ojalá él tampoco despertara.
Jamás.
Aclaraciones
Hola a tod@s.
Bienvenidos a la actualización de mayo (en pleno día del maestro en México, ¡yey!) de Nada sucede dos veces. Agradezco que reincidan en la lectura y hago votos porque el capítulo les haya resultado bonito, aclaratorio y no demasiado (énfasis en demasiado) deprimente.
A partir de este capítulo las cosas fluirán de otro modo. Ya sé que much@s deben estar deseando que a la autora le dé tortícolis (o algo peor) por no dejar que Kardia y Dégel lo pasen bien, pero les prometo que todo este asunto derivará en algo... probablemente más tétrico. No sé. Depende de quién lo mire y cómo lo valore XD
Al final, pues ya me dirán si le resultado les ha gustado. En todo caso, prevengo que todo lo que suceda en este fic es necesario para el final del arco.
Y bueno, después de estas explicaciones, vienen las aclaraciones, que en esta ocasión son bien pocas. Aquí están:
1. Ne moch' (Не мочь, ruso): No puedo
2. Mais quel désespoir avec ce... ce... mec ! (francés): ¡Pero qué desesperación con este... este... tipo!
3. Par tous les Dieux, Borée ! Allez-vous vous taire une fois pour toutes ? (francés): ¡Por todos los Dioses, Bóreas! ¿Te callarás de una buena vez?
4. Der'mo (Дерьмо, ruso): ¡Mierda!
Y luego están las micronotas con los datos inútiles del capítulo. Pero bueno, los datos inútiles son bonitos, así que van:
*Borey Neukrotimyy, Ledyanaya Roza: Bóreas el Indomable, Rosa de Hielo.
**Recordemos que en el mundo de Saint Seiya, el misophetamenos es una técnica otorgada por Athena para prolongar la vida.
*** En mi cabeza, la única razón plausible por la que Athena se habría trenzado con Poseidón en el principio de los tiempos, habría sido el Diluvio y la desolación que trajo con ello a la Tierra y la Humanidad.
**** Árchontas: Caballero. El título con el que Katsaros se dirige a Camus.
Y ya está. Les aviso que en el manuscrito estoy alcanzando el último tercio del fic. Quisiera decir que la próxima semana lo tendré terminado (en mi cabeza, lo está), pero lo familiar, lo laboral, lo escolar, lo personal, están que arde de demandantes. Lo siento. En todo caso, espero tener el fic finiquitado antes de que termine el año, y si es así, podré publicar con mayor frecuencia.
La imagen de la portada, tan bonita, me dio una guerra tremenda, porque no me decidía a qué poner. Con eso de que no les dejé a Kardia y Dégel los cabellos como los llevan en la serie, pues es difícil encontrar algo que se les ajuste a como los imagino. Por esa razón he estado publicando bocetos a lápiz o en blanco y negro. En todo caso, el crédito para la imagen de portada es para su talentos@ artista, Sorashikida, según creo.
Gracias a Chantry-Sama por haber beteado este capítulo en su momento. De entonces a ahora ha cambiado un poquitín, así que si se me fue una piltrafa, es mérito mío, no omisión de mi comadre XD
Por último y para no aburrir más, gracias a tod@s ustedes que siguen las actualizaciones y me han preguntado cuándo continúo: estoy procurando publicar una vez por mes.
Espero que la lectura haya sido grata y satisfactoria, y que no me hagan muñecos vudú por tantos altibajos emocionales que les procuro.
Pues ya está: gracias por su lectura, votos, comentarios, recomendaciones, tiempo y amor. Amor con amor se paga y se los envío en buena ley.
Nos leemos en junio.
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