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7. Dos días después de volver


Advertencia: Contenido adulto



Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Será como abandonar un vicio,

como contemplar en el espejo

el resurgir de un rostro muerto,

como escuchar unos labios cerrados.


Mudos, descenderemos en el remolino.

("Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", Cesare Pavese)




El aroma a desinfectante y a productos de curación le inundó la nariz.

Frunció las cejas y una punzada le taladró la frente. Y ésta tuvo réplicas en ambas sienes.

Rhadamanthys, sin perder el espíritu jocoso e irónico, se imaginó a sí mismo en una sala de tortura. Aunque no asistía como espectador, sino como depositario de las atenciones del verdugo. Tenía que ser así, porque sentía como si una argolla de acero le apretara la frente cada vez un poco más.

La jaqueca que se cargaba era un castigo marca Inframundo.

Como cada ocasión que había abierto los ojos los últimos dos días (lo sabía en lugar de suponerlo gracias a Shun, quien tuvo la gentileza de dejarle a tiro un reloj-calendario) sintió que la cabeza se le partía en dos.

Abrió los ojos ambarinos y al paso de los segundos, cuando la vista se le adaptó a la luz, el dolor fue remitiendo. Se fijó en el cabello ceniciento de Kanon, que dormía sobre sus brazos cruzados y apoyados en el costado de su cama. Kanon, hecho un ovillo, no había querido separarse de él, aún cuando desde las primeras horas de su estancia en La Fuente, Katsaros lo había declarado fuera de peligro.

La verdad era que el anciano le había concedido el alta desde el día anterior, pero Shun se opuso, más por darle un escarmiento a Kanon que por otra cosa. Y con todo y que el joven médico (porque Rhys ya lo consideraba médico, por muy estudiante que aún fuese) lo había retenido por terquedad, lo agradecía, porque se sentía como si lo hubiera arrollado un tren.

Un tren armado de dos aguijones y con un genio de horda infernal.

Extendió la diestra para acariciar los cabellos de su amante, pero éste despertó en cuanto lo sintió moverse y atrapó la mano para llevársela a los labios. Le sonrió amoroso y a su vez paseó los dedos por la barba en ciernes que decoraba el rostro del Wyvern.

―¿Cómo te sientes?

―Bien. Listo para que me enseñes los alrededores del Santuario.

―¿En serio? ¿Te pido el alta?

Rhys, amodorrado desde su almohada, sonrió y repasó la cabellera hirsuta de su amor.

Le divirtió el modo en que se trataban: como dos colegiales mimosos. ¿Quién les creería que se habían matado el uno al otro cinco años atrás?

―Pídemela. Pero tú me llevas a todas partes. Si me levanto, voy a ir a dar al suelo...

―Ah, bueno. Entonces no. Un día más lo podemos pasar aquí. Sirve que me entero de primera mano cuando el imbécil que te dejó como coladera se muera. Así bailaré antes que nadie sobre su tumba.

―Cállate. Qué rencoroso eres... Ya te dije que los tipos ni se enteraban de lo que sucedía.

―Seguramente tú te lo habrías tomado con calma si me hubieran ejecutado a mí de ese modo ―siseó Kanon.

―Pensé que Milo te había dejado más o menos como quedé yo mismo... y que por eso habías sido aceptado de vuelta.

―Sí. Más o menos así. Pero lo tuyo fue... peor.

―Athena y Shion creen que los aguijones de Kardia son más ponzoñosos que el de Milo, debido a la condición especial que sufría. Que aún sufre, supongo. ¿Cómo están? ¿Cómo está Kardia?

―Vivos... Aunque a Kardia se lo está cargando la tristeza. Shun me ha dicho que no creen conseguir que sobreviva.

―Ya. Es una pena.

―¿Cómo va a ser una pena? ¡El cabrón te jodió bien jodido! ¿Y por qué no te defendiste?

―¿Por qué querría empeorar su idea retorcida de la situación? Un error lo comete cualquiera.

―Te pudiste morir.

―No me morí. No seas dramático.

―No te moriste porque el mocosito te atendió rápido y bien.

―Sí. ¿Quién iba a decir que sería tan habilidoso? En fin. Por algo mi Señor lo eligió como anfitrión.

―Que no te escuche decir eso, porque te mata él mismo. No lo parece, pero tiene muy mal genio.

―Esa es tu culpa. Le picaste las costillas.

Kanon le aplicó un beso leve en los labios y luego presionó la mano contra su mejilla, también hirsuta. Rhys le acarició el mentón, sin prisa, deteniéndose en el hoyuelo y dejando vagar los dedos hacia el cuello.

»Te me antojas tanto...

―¿En serio? ―sonrió el gemelo menor, taimado.

Rhys contestó la sonrisa con otra igual de oblicua y asintió con levedad, acometido por la punzada en la sien.

―Sí. En serio. Como si no folláramos desde hace dos días.

Kanon soltó una risa breve, pero alegre, que reverberó en la habitación y alegró los oídos de su amante en recuperación. Se levantó de la silla, se acercó a la puerta y le puso seguro.

Rhys enarcó las cejas y se permitió una expresión divertida y lasciva en el rostro.

»¿Qué pretendes, Dragón insensato? Estamos en un hospital. Shun me dejará otros dos días si nos descubre y te prohibirá la entrada.

―Yo lidiaré con el mocosito en caso necesario. No te preocupes.

―Me preocupo por ti y nada más. Y deberías dejar de llamarlo mocosito. Tiene unos cojones...

―...que son asunto de Cisne. No de nosotros. Tengo muy claro cuál es mi asunto en este momento.

Deslizó la sábana por un lado y dejó al descubierto el cuerpo de Rhys. Arrastró los ojos apreciativamente por las piernas del Wyvern, y luego las manos en una caricia que no pudo sino ser tierna. Repasó las marcas que la Aguja Escarlata había dejado en los músculos pálidos.

Wyvern enredó los dedos en los de la mano que lo recorría y trabó los ojos de ámbar en los de esmeraldas. Miró con seriedad al Dragón.

―Kanon... Dragón... ya pasó. Ya déjalo atrás. No hay nobleza en tu ira. El tipo se está muriendo.

―No pretendo ser noble.

―Yo sí. Se la debía. Desde la guerra anterior. Me burlé mucho de los dos, antes de que las cosas terminaran como terminaron. Con esto, ya estamos en tablas.

―No eras tú.

―Claro que era yo. En otra vida y en otro cuerpo. Pero yo. Yo hice todo lo que pude para joder a ese hombre, más allá de lo que la batalla exigía. Y se cobró lo que le debía. Ya está. Ya estamos en paz. Si sobrevive o no, no importa. Podemos tratarnos de igual a igual. De guerrero a guerrero.

El Dragón se inclinó y besó las marcas en las piernas. Sintió el estremecimiento del Wyvern bajo sus labios húmedos.

―Tu único igual en el mundo, soy yo.

Trabó la mirada en la del hombre echado sobre la cama. Lo vio entreabrir los labios y jadear despacio cuando metió la mano debajo de la bata, se apoderó de la entrepierna y deslizó los dedos entre los vellos del pubis. El falo, que ya se encontraba semi erecto, se dispuso a la batalla.

El gemelo menor se abrió el pantalón con presteza y se deshizo de los zapatos como por arte de magia. En un momento estuvo trepado en la cama, colocado sobre Rhys, y tomó ambas hombrías para estrujarlas con deliberada fuerza y lentitud.

El Wyvern siseó de placer y se arqueó, lujurioso, buscando una cercanía mayor. Aferró la nuca del Dragón y lo acercó para devorarle la boca. El otro sonrió en medio del ósculo violento y se concedió el gozo de acariciar la corona de su amante ayudado de la deliciosa untuosidad del líquido preseminal.

Rhys, con sus malestares olvidados, largó un gemido profundo y sensual, que le puso la piel de gallina a Kanon.

―Más... Más, Dragón... Lo quiero todo... Ahora...

El cabello ceniciento se anidó un momento en el pecho del Wyvern, quien sintió la lengua cálida, suave y al mismo tiempo áspera del Dragón que le recorría el cuello, se cernía en el hueco detrás de su oreja y, finalmente, se entretenía en su lóbulo para dar paso a los dientes voraces que se lo comían a pequeños bocados.

―Todo no, Wyvern, mi amor. Todo no, hasta que estés fuera de aquí... Hasta que estemos en nuestra cama... Hasta que tú puedas devorarme también...

―Puedo... Puedo devorarte, Dragón mío... Puedo devorarte ahora...

―No, mi amor, no puedes... Te recuperas aún. Y yo cuido de ti. Y eso incluye velar por tus heridas y tu placer... Tu placer que es el mío...

Rhys sintió que lo despojaba de la bata para bajar luego por su cuello y detenerse en el pecho, en las tetillas; luego siguió su camino hacia el sur. La hombría de su Dragón ya no acompañaba a la suya, pero igual estaba mareado de las sensaciones que la boca voraz de su igual le prodigaba en la piel.

―Kanon... Kanon... Déjame amarte también...

―Ya lo haces, Rhys. Ya lo haces... Entrégame lo que tienes...

La mano recia de Kanon se deslizó primero sobre su rostro en una caricia que resultó turbia y poco delicada, como casi todas las que se prodigaban uno al otro. Luego los dedos, impacientes, repasaron los labios un tanto resecos de Rhys y se abrieron paso entre ellos, hasta llegar a la lengua cálida y húmeda que escondían.

El Wyvern los saboreó como si fueran un manjar exquisito: los recorrió y succionó con un gozo que iba más allá de lo sexual. Se sentía extrañamente pleno y en paz con aquel contacto que resultaba lúbrico e inocente a la vez.

Luego sintió la lengua de Kanon en su miembro. La lengua tibia, fugitiva, suave y demandante que fue apenas el heraldo de la feroz acometida de la boca profunda y hambrienta que lo devoró sin piedad. Rhys quiso gritar de pura delectación, pero la palma de su amante le obturó la boca y no le permitió emitir sonido alguno.

Rhys desesperó en el placer y mordió con violencia el canto de la mano que le apresaba la voz. Un gemido que vibró contra su carne endurecida lo hizo delirar y luego, la boca caliente del Dragón lo soltó por un momento.

»Aaaah... así... Así, Wyvern. Muéstrame cuánto te gusta... No te guardes nada...

El rubio, en efecto, siguió el consejo de su amante. Aferró la diestra en la coronilla de Kanon, quien lo observó al tiempo que una sonrisa exultante se le dibujaba en los labios y orientó su rostro nuevamente a la entrepierna.

La imaginación de Kanon le hizo saber que devoraba con hambre feral al hombre que se debatía debajo de él; a aquel hombre que, en tan poco tiempo, se había convertido en lo más importante de su vida. Sus sentidos (no su imaginación) le informaron que la mano ajena le empujaba la cabeza para que se tragara con mayor eficiencia aquel prodigio de carne enfebrecida que se alzaba, soberbia, entre las piernas de su amado.

Kanon no se hizo del rogar. Se permitió alojar en lo más profundo de su garganta aquel falo inquieto, hasta que la punta de la nariz descansó en un suave nido de vellos rubios. Los labios le florecieron con una mezcla de ternura y descaro. Reorientó sus energías a provocar jadeos desesperados y estremecimientos de dicha en su amado.

Los dientes del Wyvern se le hundieron en la carne con crueldad, y en lugar de ser un disuasor, catapultaron en el Dragón la necesidad de enloquecer a su par y sentirlo revolverse en la cama, debajo de él, delirando por más y más de lo que su boca, su deseo podían ofrecerle. Atrapó la carne entre la lengua y el paladar y se afanó en una andanada de caricias lúbricas.

Rhys soltó la mano y rugió de goce.

Se vació sin poder, sin querer impedirlo, en la boca de su Dragón, que se incorporó orgulloso, saboreando el placer del Wyvern, para luego someterlo a besos desesperados.

Rhys probó su propio gusto en los labios de su par. Los repasó, relamió, y dispersó una miríada de pequeños besos en la comisura de la boca de Kanon. Tomó la mano en la que se había cebado y besó, delicado, las marcas de los dientes, que alcanzaron a abrirse paso en la piel. Restregó su nariz contra el oído del otro. Lo lamió. Le ronroneó.

―Ven... Ven conmigo... Quiero sentirte...

―Ya me sentiste, amor ―musitó Kanon restregando su nariz contra la de Rhys, en una caricia tierna e inusual―. Cuando te den el alta, te daré todo lo que desees...

El Wyvern suspiró, impaciente, y deslizó la diestra hasta que capturó la entrepierna del Dragón. Éste ocultó la cara en el cuello del hombre rubio, estremecido por temblores casi imperceptibles.

»No, mi amor... No es necesario...

―Te digo que sí... Te digo que te quiero... ¿Cómo osas negármelo? ¿Cómo osas negárteme...? Eres mío...

Estrujó la dureza de Kanon, quien gimoteó, perdido en la sensación a medio camino entre el dolor y la delicia.

―Aaah, mi Rhys...

―Dilo... Di que eres mío...

―Soy tuyo, soy tuyo, Wyvern... De nadie más... de nadie más...

―Di que me gozas... Di que te gusto...

Kanon tembló encima de Rhys, sostenido precariamente por sus antebrazos. Se remolineó con impaciencia y se dejó caer por un lado, al costado de su amante. Sentía los dedos del Juez aferrados a su carne, negados a dejarlo libre.

―Me gustas hasta el delirio... Eres mi remanso de paz... Cuando estoy contigo, todo es como debe ser... todo es perfecto... todo está en su sitio...

―Kanon...

―Era un paria, y encontré mi lugar en el mundo... Pienso en el que fui... El que juraba que no necesitaba nada ni a nadie...

Buscó con sus labios los de Rhadamanthys y los besó, suave, dulce. Desperdigó una estela de humildes ósculos en el rostro amado. Pegó su frente a la del otro. Suspiró enajenado por los haceres de aquellos dedos que lo acariciaban y la intensidad de sus emociones.

»Me siento imbécil cuando pienso en el que fui... y en el que soy ahora... Te necesito tanto... Y soy tan feliz necesitándote...

―Dragón...

―Nunca he sido tan pleno... Nunca he sido tan libre... Nunca he sido tan feliz como ahora... contigo...

―Ah, Kanon...

―No deseo nada más que descansar en tus brazos... No aspiro a nada, más que a entregarte la vida... A pasarla a tu lado... A que no me dejes nunca, nunca...

Rhys lo besó. Lo besó conmovido mientras lo sentía derretirse entre sus dedos. Mientras el jadeo del placer liberado se perdía en las profundidades de su propia garganta. Besó los párpados que ocultaron por un momento los ojos como esmeraldas. Apartó los cabellos cenizos de la frente y depositó los labios, ligeros como libélula.

Kanon lo miró, resollante, y presenció como Rhys se llevaba los dedos a la boca y los succionaba, con gula. El ademán, lascivo y a un tiempo candoroso, le tocó el corazón.

»Ya morí contigo, en tus manos. Ahora quiero vivir contigo. Vivir contigo y para ti. Ser tuyo. Y que seas mío...

―Ya soy tuyo.

―Quiero que todos sepan que nos pertenecemos...

Rhys parpadeó. Guardó silencio. Kanon se sintió cohibido al comprender lo que había dicho.

―Kanon...

―Que sea incuestionable... ¿Quieres...? ¿Aceptas...?

Rhys aspiró profundo para evitar que las lágrimas se le desbordaran.

Asintió una sola vez.

―Le pediremos a mi Señora, a Kore, que nos bendiga.

Kanon sonrió de oreja a oreja. Él no tuvo ningún problema en que se le escaparan las lágrimas.

―De acuerdo. También Kyría nos dará su bendición.

―Y tu Señor. Supongo.

El Dragón soltó una carcajada.

―Si de eso se trata, también el tuyo.

―No. El mío ya nos bendijo cuando anunció con bombo y platillo que éramos amantes.

―¿Cuándo hizo eso?

―Cuando mis hermanos y yo te trajimos desmayado porque tu hermano perdió la razón.

Kanon lo abrazó.

―De eso no hace ni... ¿dos meses?

―Lo sé. Lo sé. Él lo sabe desde entonces, aunque nosotros apenas nos enteremos ahora...

―Pues bien por él que supo.

―Siempre sabe. No entiendo cómo es que no lo razoné en aquel momento.

El gemelo menor le besó la punta de la nariz.

―Les pediremos su bendición y nos iremos de vacaciones por ahí... a algún sitio que no tengan en mente ni por asomo.

―Y eso, ¿en qué planeta está? ¡Siempre se enteran de todo! Me conformo con perderme una tarde en el sitio ése de tu adolescencia.

―Mañana mismo te llevaré. Incluso si no te conceden el alta: te secuestraré, te llevaré allí y te daré la revolcada de tu vida.

―Siempre me das la revolcada de mi vida, Dragón bobo. Lo que deberíamos hacer es perdernos por ahí unos meses, en mi moto.

A Kanon le brillaron los ojos.

―¿De veras tienes una Harley?

―Sí, de veras. ¿Por qué te mentiría?

―A lo mejor no distingues una Harley de otra cualquiera.

Rhys le dedicó una ojeada llena de reticencia y sobriedad.

―Te distingo a ti de tu hermano, Dragón idiota. ¡Claro que puedo diferenciar una Harley de otra que no lo es...

Kanon se carcajeó, alegre, y besó los labios ajenos, contraídos en una mueca de denotaba indignación.

―Bien. Me alegra. Sobre todo que no me confundas con Saga. Mañana, cuando salgas...

―No sabemos si mañana salgo.

―Mañana, cuando salgas, iremos a Londres por tu moto. Y la traeremos.

―¿Aquí? ¿Para qué?

―Para que Chopper la revise. No dejaré que la uses si no nos asegura que está en perfecto estado.

―¿Me vas a prohibir usar mi propia motocicleta, Dragón estúpido?

―No, mi amor. Yo no te prohibo nada: no tengo ningún derecho para ello. Pero sí te cuido. Chopper es el mejor mecánico que conozco. Que conocemos aquí, en el Santuario. Y está especializado en curar caballos pura sangre como el tuyo. Que la revise. Que nos diga que está bien. Y nos perdemos por unas semanas, ¿de acuerdo?

― Después del juicio.

―Va. Después del juicio. Pero la bendición... Esa tiene que ser ya.





No sabe cuánto tiempo ha pasado. Pero ha pasado.

A veces abre los ojos y la luz intensa, que le lastima un poco, le permite ver esa habitación tan rara. Tan llena de artilugios inconcebibles, que le convencen de que está muerto y en una sala de tortura del Inframundo.

Pero la gente que a veces entra y sale no se parece en nada a un Espectro.

Van todos vestidos de blanco. Blancas las vestiduras. Las largas levitas. El calzado extraño.

A uno lo vio llevar una especie de segunda piel en las manos. Y tenía metidos en los oídos unos tubos que deberían causarle dolor, pero que no parecían provocarle mayores incomodidades.

Han sido dos los que ha visto de esa guisa, de hecho. El del pelo blanco, que lleva una estampa similar a la de Manigoldo, y un jovencito de cabellos castaños, que parece dulce y suave como terciopelo, pero que ya lo oyó graznar frases no muy amables.

Los artilugios a veces despiden luces. Hacen ruidos curiosos. De pronto chillan alarmados y alguien entra corriendo a verificar que siguen vivos. No les encuentra más utilidad que ponerle la piel de gallina

Le han insertado un tubo en el brazo. Supone que debería causarle dolor, pero no le ha concedido mayor importancia porque le duele cada fibra de su carne, todo el tiempo.

No se queja: el dolor siempre le ha parecido una señal favorable. Señal de que vive. Si es que puede considerar que eso es bueno.

Si inclina la cabeza hacia su derecha, ve el curioso lecho metálico que acoge a Dégel.

Dégel, que no ha abierto los ojos una sola vez. Que no ha dicho una sola palabra. Que no ha bebido agua ni se ha alimentado. Que permanece pálido e inmóvil, como si hubiera fallecido.

Se vuelve loco sólo de pensarlo.

Lleva pegado al brazo un tubo como el que él mismo tiene. Una máscara ―que le recuerda a la del daimon, sólo que ésta es transparente―, le cubre la mitad del rostro. Tiene unos como hilos pegados al pecho y esos hilos van a dar a una caja llena de lucecitas imposibles y pitidos chillones. *

Él tiene una igualita, que es de hecho más ruidosa que la de su amigo.

El cabello rojizo, más cercano al color del cobre que al rojo vivo, hace resaltar la lividez de su amigo, que se le antoja desvalido sin sus hermosos quevedos.

¿O es Dégel quien hace que los quevedos sean bellos? Le parece que es más bien eso lo que sucede.

Si abriera un momento los ojos, los ojos como gemas amatistas, tendría la tranquilidad de saber de primera mano que está bien. Ya se lo han asegurado hasta el cansancio: que Dégel está vivo y va mejorando. Pero que está tan cansado y frágil, que casi no despierta. Así permanecerá aún muchos días más.

Igual que él.

Aunque él no se siente tan... maltrecho. Piensa en ello y su conclusión es que ha estado tan mal toda su vida, que carga con una percepción distorsionada de la enfermedad y el dolor. Dégel, en cambio, ha gozado la salud, así que tiene sentido que ahora que ha caído presa de un padecimiento, se derrumbe.

Ha visto que algunas personas han desfilado en la habitación. Shion y Dohko. O le parece que son ellos, porque llevan sus rasgos en la faz, aunque no su actitud habitual. Shion luce... señorial. Y a Dohko, que conserva su carácter jocoso, le hablan con un respeto que considera exagerado.

Viejo maestro, le han llamado algunos.

Una jovencita con cabellos color miel y ojos azulísimos, muy parecida a su Sasha, ha concurrido varias veces. Es hermosa. Y cuando está junto a él, se siente cobijado y protegido. La ha escuchado hablarle con voz dulce y cálida. La ha sentido acomodarle el cabello y acariciarle el rostro. Cuando cierra los ojos, está seguro de que es su pequeña Diosa. Pero cuando los abre, el rostro, si bien entrañable y amoroso, no es el que recuerda. Y eso lo llena de amarga desazón.

Al lado de la muchacha ha visto a un joven rubio, siempre muy elegante y formal, que no le da buena espina en absoluto. Quiere advertirle a la nena que se lo saque de encima, pero parecen tener tanta afición y afinidad el uno por el otro, que ve poco probable que su advertencia sea tomada en cuenta.

―No... No la... toques... ―musitó Kardia con la voz trizada en la última visita.

La damita esbozó una sonrisa bellísima ante aquella orden emitida por el arcaico escorpión cuya mirada bien pudo reducir a cenizas a su prometido.

―¿Cómo puede celarte en estas circunstancias? ―preguntó aquel hijo de vecino con el ceño fruncido.

―¿Cómo puede un escorpión mantener el aguijón en ristre contigo rondando? No sé. ¿Le preguntamos a Milo? ―respondió la niña con risa luminosa en la voz.

―¡Tus escorpiones están locos de remate! ―masculló el desconocido al tiempo que tomaba la manecita de la chica―. Uno se folla al Viento del Norte en estado de vendaval y el otro se pasa una eternidad congelado en el fondo del mar.

Kardia puso cara de no entender un comino. La muchacha observó cejijunta al fulano desabrido.

―Qué inapropiado eres, mi amor. Milo no se folla a Camus en estado de vendaval. Camus se coge a Milo enterito. No puede ser de otro modo...

El tipejo sin gracia se puso rojo hasta el cuero cabelludo.

―¡Cariño! ¡No digas esas cosas!

El escorpión, cansadísimo, cerró los ojos, con la mente corriendo a velocidades inimaginables, pero sin la posibilidad de dar alcance a las palabras de la pequeñita.

―¿Folla? ¿Coge? ¿Cómo...?

―Ah, lo siento, Kardia. Quise decir que Camus... ammhm... fornica con Milo. ¡Sí! ¿A que eso sí que lo entiendes?

Kardia abrió unos ojos enormes. Miró a sus acompañantes con alarma.

―¿For-fornican? ¿Un vendaval y un... escorpión? ¿Un Milo? ¿Quién... quién es el pobre... desgraciado? Pero... pero... ¡Por la verga de Cronos! ¡Esa es una pintura muy grotesca de imaginar!

La nena soltó una carcajada sonora y radiante, mientras el hijo de vecino deslucido ése se atragantó con su propia saliva.

―¿Por qué juras por Cronos? ¿Para qué querría yo pensar en los atributos de ese cabrón? ¡Argh!

Kardia arrugó la nariz.

―¿Por... por quién o... qué ... debo jurar...? ¿Por... los pelos... en los cojones... de Poseidón...?

El tipo abrió tanto la boca que pareció que la mandíbula se le caería. La damita, por otro lado, enrojeció... de risa contenida.

―Hora de irnos, querido ―canturreó la nena―. Más tarde vendré a verte, querido Kardia.

Kardia sonrió desde su almohada. Los vio retirarse, él arrastrado de la mano por ella.

No entendió en aquel momento por qué ―y quizá no lo entienda nunca―, pero saber que la nena tiene la última palabra, hizo que su alma cantara de puro gusto. Cerró los ojos, según él por un momento.

Pero al abrirlos de nuevo, siente la boca seca.

Tiene fiebre otra vez. Aunque moderada: no siente que su corazón lo esté traicionando. No especialmente.

Hay un hombre joven sentado junto a él, revisando una cosa plana que lleva en la siniestra, y con un ingenio rarísimo embutido en el oído. Pequeño, blanco. Casi indetectable. Kardia debe tener la mirada pesada, porque el tipo, de una cabellera rubia luminosa, lo ve desde unos ojos como turquesas vivas.

Le sonríe con una mezcla de ternura y tristeza. Algo en la expresión del rubio, en los rasgos, en la mirada que a Kardia le parece profunda, le hace saber que es honorable. Confiable.

Un gentilhombre, se dice. Un caballero.

―Hola, Kardia. ¿Cómo te encuentras?

Kardia no sabe si el muchacho es tonto. Pero le ve tan buenas intenciones que no se atreve a resaltar lo estúpida que resulta su pregunta. Salta a la vista para cualquiera que está tirado como cadáver. O eso le parece a él.

―Presto... presto... para... bailar... la tarantela...

El joven soltó una risa fresca y alegre que le alborozó el ánimo a Kardia, quien no pudo evitar la sonrisa pletórica que floreció en sus labios resecos. Una sonrisa sincera, ajena a la ironía. Una que le dedicaría a Dégel o a la pequeña Diosa.

Sintió la mano del hombre ―el caballero, se recordó― acariciándole el cabello y acomodándole la almohada. Se preguntó por qué no se sentía incómodo de que ese desconocido lo tocara con tanta libertad. Olvidó el resquemor cuando sintió que le colocaba algo entre los labios.

―No se supone que deba darte agua para beber. Te están hidratando con la solución intravenosa. Pero me parece horrible que padezcas sed y no la sacies. Bébela despacio, con la pajilla.

Kardia entiende con presteza de qué se trata el asunto. Apresa débilmente la pajilla entre los labios y succiona. Un sorbo de agua fresca, como recién traída del manantial, se desliza por su garganta y le sabe a gloria. Los ojos se le humedecen de pura felicidad.

»Suficiente, Kardia. Si Katsaros se entera, me colgará de las bolas.

―No... no te la... lleves... es... lo mejor... que he probado... en mi vida...

El muchacho sonríe. Pero es una sonrisa triste.

―No me la llevaré lejos. Pero hasta que no lo autorice Katsaros, no debes ingerir nada...

El del cabello de ala de cuervo tuerce el gesto. Siente que los párpados le pesan, pero no quiere cerrarlos.

―¿Quién... quién es... ese... Katsaros? Me... suena...

―Es tu médico. Y el de Dégel. Es el mejor en el Santuario.

―¿Esto... es el Santuario...? No es... el que dejé... hace poco... Hace unos días...

El de los cabellos de oro se alarma. Baja la vista, pensativo. Toma la mano pálida del enfermo y la estrecha.

―Pasaron más que algunos días. Te lo contaré en cuanto lo autoricen. Supongo que Dégel y tú necesitarán atención psicológica. Yo ya casi soy psicólogo: estoy por graduarme. Aunque, si soy sincero, no me considero para nada bueno. Igual te apoyaré en todo lo que necesites.

»Y a Dégel. Aunque a él más bien lo ayudarán sus hermanos.

―¿Por qué me... ayudarías?

―¿Por qué no? Ambos somos... escorpiones de la Diosa.

Kardia lo observó un momento y cerró los ojos sopesando la información. ¿Era eso posible? ¿Dos escorpiones a la vez?

Ya. Entonces sí es un caballero.

―¿Sasha...? ¿Sasha no confió en mí...? ¿Tenía preparado mi reemplazo...? ¿Por si moría antes de la... guerra?

―No soy tu reemplazo. Soy tu... ahm. Soy... Soy Milo. Milo de Escorpio. Me da gusto conocerte. En los últimos días he escuchado mucho de ti. Y de Dégel.

Silencio. Silencio total y espeso, como brea. Kardia respira profundo. Carraspea un poco.

―¿Eres... eres... el que fornica con el... vendaval...?

―¡¿Qué?! ¡¿Quién te ha dicho eso?!

La puerta se abrió y cedió el paso a un hombre enorme. Enormísimo. Cubierto de ropas de piel y con los cabellos sueltos y blancos. El mismo que sostuvo a Dégel mientras le bajaba la fiebre. La mirada del caballero, de Milo, se puso aún más triste. Kardia se preocupó cuando lo vio hundir un poco los hombros.

―Aquí estás, mon soleil ―dijo el gigantón, con una voz melodiosa y dulcísima que el enfermo reconoció al instante―. Te he estado buscando. ¿Ya has cenado?

¿Cenar? ¿Es de noche?

El rubio dibujó una sonrisa tímida y triste en los labios.

―No... No, mon coeur. No he cenado aún. Pero te prometo hacerlo en cuanto deje a Kardia descansando.

El gigantón se acercó con paso mesurado, elegante. Le recordó a Dégel y su cadencia al desplazarse. El tipo se puso detrás de Milo, se sacó algo del bolsillo.

La cabellera dorada de su acompañante quedó apresada por una bonita cinta de terciopelo. El rubio, que por un momento se retrajo sobre sí mismo, se dejó hacer.

Kardia frunció un poco el ceño: ¿Milo le temía al gigante?

―Esta noche, Sestra y yo retomaremos nuestras funciones. Igual volveremos en unas horas, en la madrugada. Y yo... no quiero irme sin asegurarme de que estarás bien. ¿Me prometes que usarás la cinta? Recuerda que es tuya.

Kardia observó cómo Milo tomaba un extremo de la cinta y la acariciaba con devoción. No. No era miedo lo que sentía por... por... ¿el vendaval? ¿Ése era el vendaval dichoso?

Si no se trataba de miedo, entonces, ¿qué era lo que sentía el pequeño necio? Pero bueno, ultimadamente, ¿a él qué le importaba lo que le viniera al caballerito? ¿Y por qué caballerito? ¡Si de pequeño no tenía nada! Calculaba que era al menos de su tamaño...

―Te prometo que comeré y descansaré en un rato, Keltos... y que llevaré la cinta. Por favor... por favor... deja de preocuparte, mon coeur. Ve y cumple tu misión. Si necesitas algo de mí... sólo tienes que evocarme y estaré en tu mente. Conversaremos... si eso deseas...

―Lo deseo. Siempre deseo estar contigo de algún modo, mon soleil. Korítsi tiene ambrosía y néctar, si acaso es lo que necesitas. Y si no es así, puedes compartir la cena que Afrodita, Shura y Angelo han traído para Katsaros. Me han dicho que han pensado en ti y en Shun.

―Hecho. Cena con la Hidra. Me reuniré con ellos en un rato, ¿está bien? Y te veré en unas horas.

La mano enorme y blanca del gigantón se posó en la cabellera recogida y la acarició con una delicadeza imposible para su tamaño. Milo sonrió con una tristeza que le traspasó el espíritu a Kardia.

Mon soleil... s'il te plaît... Ne me refuse pas ton regard... Ne me refuse pas tes yeux bien-aimés... Je m'evanouis sans toi... (1)

Milo suspiró y negó con la cabeza. Apresó la manaza del gigante y la besó.

Kardia observó e interpretó en silencio.

―Todo está bien... pero necesito procesarlo. Eso es todo. Eso es todo. Lo que vi... me duele... Pero lo asumiré, te lo juro. Cuando llegues, una vez que visites a tu hermano, ve y búscame en mi casa. Te esperaré.

»Ahora... ahora vete tranquilo. Cuidaré un rato más de Kardia. Y de Dégel, por supuesto. Díselo a tu hermana, para que no se vaya intranquila. Yo los cuidaré a ambos.

El rubio levantó el rostro y le entregó la mirada, que mezclaba amor y tristeza en partes iguales, al del cabello blanco. Dibujó una sonrisa dulce en los labios.

»¿Quieres que escuche tu música para ti?

El gigante asintió, el gesto pintado de amorosísima devoción. El rubio se aferró a los nudillos de la mano que aún permanecía en sus cabellos.

»Pero nada de "Thunderstruck", ¿estamos?

―Estamos... Je t'aime. Je serai de retour bientôt... Je serai de retour avec toi. (2)

El tipo enorme fijó entonces la vista sobre Kardia y lo estudió un momento.

»Estás un poco afiebrado, Kardia. Aunque no parece ser grave.

Extendió la mano sobre el pecho del enfermo y soltó una leve brisa fría. Kardia suspiró de alivio y sus rasgos se relajaron.

»C'est ça. Avec ça tu te sentiras mieux. Milo ―dijo dirigiéndose al rubio―, no sé si Katsaros lo ha autorizado, pero tal vez deberías darle un sorbo de agua. (3)

―No lo ha autorizado, pero igual se lo he dado. A ti... a veces te humedecía los labios con una gasa... cuando estuviste mal...

Kardia guardó un silencio absoluto y se fijó en la expresión de ambos hombres, que se contrajo con distintos matices de pena y dolor.

―Tal vez puedas hacer eso por Kardia sin que la Hidra enloquezca de ira.

Kardia endureció la expresión.

―Seguramente... que un escorpión... de la Diosa puede... ponerle una tunda... a una hidra... no subestimes... a Milo...

Los labios del gigante se distendieron en una sonrisa alegre y cariñosa, cuyo objetivo fue... Kardia.

―Créeme, Kardia, contra esta Hidra hasta los dioses se lo piensan. Milo y yo sin duda nos lo pensamos. Ahora descansa. Descansen ambos. Sestra y yo volveremos pronto.

El gigante se dio la media vuelta. Antes de irse posó la mano sobre la frente de Dégel. La acarició con parsimonia y luego se fue.

Los escorpiones quedaron juntos y en silencio.

―¿Te... te ayuntas... con este... gigante...? Fuera del... peligro evidente... que ofrece su tamaño... parece... legítimo...

Milo sonrió con un amor prístino que, sin embargo, no fue capaz de expresar cuando el objeto de su devoción estuvo allí.

―Es más que legítimo. Cuando dices que me ayunto con él... ¿a qué te refieres?

Kardia crispó los párpados, exasperado, con todo y que la acción le causó dolor.

―A que... fornicas... con él... ¿es que... no salta... a la vista...?

Milo soltó una risotada alegre.

―Ah, eso. Pues sí. Es mi sýzygos. No hay nada más natural que eso: hacer el amor con él. ¿Con quién más querría hacerlo? Y antes de que sigas poniendo cara de espanto... No es tan enorme como tú lo ves. Para mí... él tiene más o menos la complexión de Dégel. ¿Entiendes?

¿Hacer el amor? Para Milo, ¿el vendaval es de la estatura de Dégel? Entonces, ¿el fulano no es en realidad un gigante? Qué platónico sonaba aquello. Kardia se lo pensó un momento. **

―No. Por mi fe que no... no te entiendo. Pero a ver... ¿tu sýzygos? ¿Te pusiste en estado con... otro varón?

Milo manifestó su incomprensión negando con la cabeza.

―¿Me puse en estado...?

Kardia resopló.

―¿Te... te... casaste...?

―¡Ah! ―sonrió Milo―. Sí. Me casé con otro varón. O algo como eso ―añadió con picardía.

Kardia lo miró preocupado.

―¿Y no... no han tratado... de quemarlos vivos...?

―Nadie ha tratado de ejecutarnos por ello, no. Ni a nosotros ni a los demás. No es tan raro como crees. No aquí, en todo caso. ¿No era eso posible en tu...? ¿Tu primera juventud? ¿Es por eso que Dégel y tú no están juntos?

Kardia abrió unos ojos desmesurados.

―¡Silencio, mequetrefe! ¡No metas a Dégel en un razonamiento de... de esa guisa...! ¡Él es honesto...! ¡Ambos... ambos lo somos...!

Milo caviló en las palabras pronunciadas. Honestos. Ambos.

¿Eran vírgenes?

Se sacudió la cabeza no queriendo profundizar en el asunto.

―Sospecho, Kardia, que no nos entendemos del todo. Y mientras sea así, prefiero no hacerme una idea equivocada de lo que dices. ¿Quieres escuchar música conmigo?

―¿Música? ¿Me traerás... sinfoniacos? ¿A... un laudista? ¿Un arpista...?

―No exactamente.

Se quitó el pequeño artilugio del oído y lo colocó en el de Kardia. Sólo entonces, Kardia notó que el rubio llevaba uno en cada oído. Se sorprendió de que la pequeña cosa no provocara dolor ni incomodidad. Vio a Milo manipular el objeto plano que llevaba entre las manos.

»A Camus le gusta mucho la música. Antes la escuchaba todo el tiempo. Pero ahora que lleva la Potestad de su Padre consigo, no puede cargar con el aparatito para disfrutarla. Así que yo lo hago por él, ¿entiendes?

―No. Por mi espíritu que no... No te entiendo una jota... ―pronunció Kardia, solemne.

El hombre rubio sonrió, pletórico, y tocó una vez más la cosa plana.

Una melodía suave se deslizó en el oído de Kardia, quien abrió unos ojos inmensos y volvió la cabeza a todas partes, con debilidad.

―¿Cómo...? ¿Dónde...?

―Aquí ―tocó Milo la cosita en su oído―, y aquí ―señaló la cosa plana y luminosa en su mano.

Kardia guardó silencio. Al principio desconfiado. Luego, poco a poco sereno. Se relajó por completo en la cama. Dedicó a Milo una mirada brillante: de alegría y de lágrimas. Y luego la dirigió a Dégel, que continuaba dormido.

―Dégel... lo disfrutaría... más que yo...

―Si él lo disfruta, tú también lo haces, aunque finjas que no: así actué con Camus durante mucho tiempo, hasta que me rendí ante él. Mañana me las arreglaré para que Dégel también escuche.

―¿Camus...?

―Mi sýzygos...

―¿El... el vendaval...?

―Mi vendaval. Sí.

Kardia entrecerró los ojos, concentrado en las cadencias de la melodía. Perdido en el rostro durmiente de Dégel. Sonrió.

―Mi Dégel... lo disfrutaría... tanto...

No se dio cuenta de que invitó a la oscuridad al tender los párpados sobre los ojos. Un sueño plácido, indoloro, tomó posesión de sus miembros. La respiración se le volvió lenta y fluida.

Milo le humedeció los labios con una gasa sin que lo notara.

―No lo dudo ni por un segundo. Tu Dégel lo disfrutaría.





Una suerte de peso agobiante estaba instalado en su frente.

El dolor de cabeza nunca había sido una afección que padeciera de manera especial. Pero en las últimas horas, incluso mientras permanecía atado al vaivén de su conciencia, se le aferró a las sienes y detrás de los ojos.

Abrió los párpados y los cerró de nuevo con celeridad. La luz lo encegueció. Y al no llevar los quevedos encima, igual no tendría éxito en vislumbrar cosa alguna de manera confiable.

La escucha, sin embargo, la tenía íntegra y funcional. Y había una multitud de ruiditos mezclándose con el silencio de una manera que lo desubicaba.

―¿Cómo te sientes, Dégel? ―solicitó una voz que se le antojó conocida―. No te hagas el dormido, te acabo de ver apretar los párpados.

―¿Ha... hacerme el... dormido...?

―Shun, ¿podrías apagar la luz principal y dejar sólo la auxiliar, por favor?

―Claro. Dame un momento.

Dégel escuchó un breve chasquido y notó, a través de sus párpados, que la luminosidad se aminoraba.

―A que así está mejor, ¿eh? ―declaró la voz conocida―. Shion nos contó que necesitas gafas. Así que mientras podemos examinarte los ojos y...

―¿Ga... gafas...? ¿Qué... qué es... eso? Si me traen mis... mis... quevedos...

―¿Quevedos? ¿Así les llamaban antes a los lentes? ―se sorprendió Shun.

―Puesto que él lo dice, así debe ser ―añadió la otra voz con acento que Dégel interpretó, confuso, como italiano.

¡Cómo se parecía a Manigoldo!

Aunque... ¿Cómo dijo... Shun?

―¿An-antes...?

Silencio interrumpido por chillidos extraños.

―Shun...

―Lo siento, Angelo. No pensé, sólo hablé.

―Me doy perfecta cuenta de ello, ragazzo.

―¿Angelo...? ―repitió Dégel.

Sintió una mano que le enderezaba la cara y un dedo posándose en su párpado derecho: éste se deslizó hacia arriba por acción del dígito. El leve raudal de luz le trajo un dolor agudo en las sienes. Le fue imposible retener el quejido roto.

―Lo siento, Dégel. Necesito verificar el estado de tus ojos. Echaré una luz sobre tu pupila, ¿entendido?

―¿Una luz?

En efecto, una luz que le resultó agobiante se cernió sobre su vista dañada. Le pareció que le atravesaba la cabeza.

»¡Basta, por... por favor...! ―gimió desde el lecho, aferrándose a las sábanas.

―Un momento más, Dégel. Y me temo que sigue tu ojo izquierdo.

―No... espera...

Pero la petición no fue escuchada y, en efecto, el ojo izquierdo sufrió el mismo tratamiento que su par.

―Ya está, ya está. Tranquilo. He terminado. Tus pupilas responden a la luz, pero por razones obvias están muy sensibles ―murmuró el dichoso Angelo―. ¿Quieres un sorbo de agua? ¿Te apetece? ¿Tienes hambre, quieres conversar...?

―Kar... dia...

El italiano chasqueó la lengua, de mal humor.

―¡Ah, Kardia, Kardia! Calmati amico mio. Quel maledetto mascalzone sta... ragionevolmente bene... (4)

El ánimo de Dégel se alborotó como avispero. Aunque algo en el discurso de Angelo le resultaba chocante, entendió a la perfección la implicación de las palabras.

―No... ¡No insultes a mi... mi... a Kardia!

Un bufido que no supo interpretar si era burlista o frustrado (y Kardia era capaz de inspirar ambas cosas) se dejó oír de parte del médico italiano. Porque quería creer que el tipo ese era médico, ¿verdad?

―No estoy tratando de insultar a tu Kardia, ¡qué va! Pero entiende mi estado de ánimo: el cabrón me plantó cuatro Agujas Escarlata sin deberla ni temerla! ¿Qué le pasa? ¡Es un salvaje!

―Es... tu culpa... Te pusiste en su... camino. Tú... ¿Tú eres el... usurpador de Cáncer...?

―Usurpador mis pelotas. Y no te me pongas necio, que aunque seas hermano del Gelato, estoy más que dispuesto a ponerte en tu sitio. ¡Eres mi paciente! Así que te portas bien.

―Si no eres usurpador, ¿quién... quién eres entonces?

―Soy Angelo, tu médico y el de tu... Kardia. Da la casualidad que también soy el Santo de Cáncer: Deathmask. Y antes de que preguntes nada, tengo poco tiempo usando mi nombre verdadero. Shun, a quien también has escuchado, es el Santo de Andrómeda, y es también tu médico. Ambos lo somos.

―Sí. Somos médicos residentes de La Fuente. El médico titular es Damianos Katsaros, quien es también padre de Angelo.

Dégel guardó silencio, procesando la información; enlazando lo reciente con los rescoldos de un recuerdo que se le hacía irreal, como un sueño.

―Katsaros... Katsaros el Menor... Así te llamó la... dama...

―Kore. Sí. La hermanita de Donna. La hermanita de Athena, que les paró los pies a ti y al barbaján de tu... Kardia en el Yomotsu.

―No sabía que Kore y Athena se relacionaron de nuevo...

―Es porque estamos en armisticio. Rhadamanthys me contó que se los había explicado.

Angelo, que pasaba el estetoscopio por el pecho de su paciente, escuchó con toda claridad un gruñido animalesco forjarse en aquellas entrañas.

―¿Por qué... debería creerle algo al... enemigo? ¡Ese bastardo... ese menguado... mató a Unity...! ¡O eso me hizo... nos hizo creer...!

―Según la información de la que disponemos ―intervino la voz amable de Shun―, en realidad fue Unity quien te hizo creer eso, Dégel. Rhadamanthys, con todo lo horrible que fue su participación en la Atlántida, se comportó dentro del margen esperado en una batalla.

―Me temo que eso es cierto ―confirmó la voz con acento italiano―. Por muy hijo de puta que haya sido, la verdad es que seguía órdenes y defendía a su ejército. Justo como lo hacían ustedes dos.

―Le das... la razón...

―No lo justifico. Estuvimos en guerra y nos dimos con ganas. Nosotros, y en realidad hablo por mí mismo, también hicimos cosas muy cuestionables.

Dégel escuchó un suspiro pesaroso.

»Algunas de esas cosas te parecerán deleznables. Cuando te enteres de ellas, claro está.

El enfermo tragó saliva, sintiendo el peso de su postración. El dolor, la rigidez de su cuerpo, la dificultad para ejecutar pequeñas acciones que, ahora lo sabía, ocurrían sin que él fuera consciente de ello, le permitían vislumbrar hasta qué punto dependía de aquellos desconocidos.

Y esa dependencia lo hería profundamente.

Abrió los ojos despacio. Había penumbra. Una luz más bien difusa iluminaba una habitación amplia, llena de cosas un tanto desdibujadas, pero notoriamente extrañas. Junto a él se alzaba ese extraño hombre que había identificado como el usurpador de Manigoldo: alto, con el cabello blanco y un largo sobretodo del mismo color. No parecía agresivo: llevaba una especie de soporte en el que escribía.

Con dificultades inclinó un poco la cabeza para ponerse en un ángulo que le permitiera contemplar al otro hombre. Le parecía más joven, de cabellos castaños. Muy delgado y alto: casi tanto como Angelo. Distinguió una sonrisa amable en el rostro de rasgos borrosos. Le pareció un joven confiable.

Y a unos metros de distancia, sobre un armatoste que era, según toda la evidencia disponible, una cama, yacía alguien que portaba la melena desordenada y negrísima de Kardia.

El aliento de Dégel zozobró.

―Kardia... ―tendió la mano hacia el interpelado, que no dio indicios de respuesta―. ¿Qué le pasa? ¿Está... está en peligro?

―La verdad es que ambos están delicados, Dégel. Pero no te niego que él lo está todavía más, por esa enfermedad rara que afecta a su corazón. Mi padre me dijo que lo ayudaste. ¿Qué hiciste?

El taheño apretó un momento los párpados y se humedeció los labios repasándolos con la lengua. Antes de que se diera cabal cuenta de ello, Angelo lo había tomado de los hombros y lo sostenía, para facilitarle beber un poco de agua.

»Lentamente, amico mio. Unos cuantos sorbos estarán bien. Igual tenemos que enterarnos de si ya eres capaz de retener algo en el estómago. Y de que tus riñones funcionan bien.

―Funcionan a la perfección. La bolsa de la orina está llena ―respondió Shun mecánicamente.

―¿Bolsa? ¿Orina? ¿Me he meado encima? ―casi gritó el enfermo.

―Shun... ―gruñó Angelo, amenazante―. Tú y yo hablaremos, ragazzo.

―Ni creas que me vas a regañar, te lo voy diciendo ya ―respondió el otro en el mismo tono―. Reconozco que he cometido mis torpezas, pero también tú te has lucido. ¿Te recuerdo cómo se puso tu señor padre cuando te vio llegar hecho una coladera?

―¿Cómo se da cuenta? ¡Tiene ojos en todas partes! ―se quejó el italiano con aspereza―. ¡No se le puede ocultar nada! Y además, ¡no fue mi culpa! Yo sólo fui a ver qué diablos pasaba con Rhadamanthys, ¡Kanon se estaba volviendo loco sin su serpiente malencarada!

―Ah, sí. Como Kanon es un modelo de alegría y fineza...

―¡Oye! ¡Cuidadito con lo que dices! Que a ti no te gustaría que digan que tu hermano es un cabrón enrabietado.

―Ay, por favor. Si soy el primero en decirlo ―masculló Andrómeda, airado.

―¡Pero bueno, a callar! ―se impacientó el pelirrojo―. He preguntado que si me he meado encima, ¡y lo menos que pueden hacer es responder!

―No, Dégel. Estás limpio y en buen estado. O algo como eso. Te pusimos una sonda y estás orinando a través de ella.

―¡¿Una qué?!

―Sonda, Dégel. Sonda. Es un tubo, un conducto que hemos colocado en tu uretra y se conecta a una bolsa recolectora. Así puedes orinar sin ensuciarte en la cama, ¿va? ―intervino Shun con voz mesurada―. A Kardia le hemos colocado otra.

―¿Uretra? ¿Dónde está eso? ¿Cómo me colocaron esa... cosa, que no me he dado cuenta?

―Pues por el pene. Es el procedimiento usual en un paciente privado indefinidamente del sentido...

―¡¿Cómo han osado tocarme, estúpidos, impúdicos?! ―gritó embroncado Dégel, cuyas mejillas se tiñeron instantáneamente de rojo―. ¡¿Y cómo se atrevieron a tocar a Kardia?!

―¡Que ése es el procedimiento, Gelato mentecato! ―se incordió Deathmask―. ¿Qué hago? ¿Permito que te ensucies encima como niño de brazos? Si eso quieres, bien puedo pedir que te pongan pañal. ¡Y nadie te ha puesto una mano encima con intenciones deshonestas! ¡Ni a tu amigo idiota!

―¿Pañal? ¿Como a un bebé? ¡Deja de insultarme!

―¡Si no es insulto! A ver, ¿ya puedes moverte para ir al baño por ti mismo? ¿Verdad que no? Entonces, ¡o usas pañal o usas sonda, y te jodes!

La faz de Dégel se contrajo en un gesto enfurecido y la habitación se enfrió ostensiblemente. Ambos, Angelo y Shun, resoplaron fastidiados.

―¿Es que todos los de Acuario tienen esta manía de enfriarle a uno hasta el alma? ¡Hyoga también me lo hace! Y no se diga mi suegro...

Las palabras del castañito hicieron efecto en el pelirrojo.

―¿Todos los de Acuario? ¿Quién es Hyoga? ¿Y quién es tu suegro?

Angelo colocó el soporte en el que escribía al pie de su cama. Se rascó la barbilla. A través de su visión defectuosa, Dégel interpretó que el médico decidía qué decirle. Y cómo.

Porque era más que evidente que pasaba algo muy raro.

El tipo de los cabellos blancos se sacó algo brillante del pantalón y se lo pegó a la oreja.

―Shion, ¿es posible que vengas? Tu hermano de Acuario ha despertado y está quisquilloso. Y tú eres el indicado para orientarlo.

Dégel se planteó si el tipo en cuestión estaba demente. Después de haber hablado con esa cosa... y de llamarla Shion, se la guardó, supuso, en el bolsillo.

Y no habían pasado ni treinta segundos de ello cuando Shion y Dohko (o eso le parecía) se materializaron en medio de la habitación.

―¡Por Athena victoriosa! ¡Has despertado, Dégel! ¡Me alegra tanto!

Shion de Aries, con su cabellera rubia y sus... ¿hombros anchos?, se acercó todo alegría a la vera del convaleciente. Dohko lo seguía, con algo entre las manos.

―Dégel queridísimo. Aquí tengo algo que Shion recuperó de tu armadura cuando volvió por su cuenta al Santuario. ¿Me dejas colocártelos?

Dégel sintió una presión familiar en el puente de la nariz, que le resultó a un tiempo dolorosa y reconfortante. Al parpadear, pudo finalmente enfocar la vista.

Sus dos hermanos menores, el pequeño Shion y el risueño Dohko, lo miraban con lágrimas en los ojos.

―Bendita sea la Diosa, cuya intervención ha traído esta felicidad al final de nuestras vidas ―musitó la voz trémula y barítona de Shion, ahíta de emoción.

―Benditas las Moiras y su Hermano que lo sabe todo, que nos han dejado vivir para ver este día ―continuó Dohko, conmovido hasta el llanto.

La presencia de los santos de Aries y Libra tranquilizó el alma de Dégel, por un lado; pero por otro también se la estrujó. Algo en sus hermanos no casaba con sus memorias.

Shion lucía más alto y amplio de espaldas. Dohko tenía su estatura, pero algo en su fuerza y presencia le daba un aire venerable que inspiraba profundo respeto.

El de los cabellos cobrizos tragó saliva. Ofreció la diestra con languidez y fue tomada con fraternal ardor por sus dos compañeros. Ambos le sonreían con profunda alegría.

Quería expresarles el enorme júbilo que anidaba en su corazón al tenerlos frente a sí, cuando contaba con no volver a ver a nadie nunca más luego de la fallida misión en la Atlántida. Quería poner en palabras su agradecimiento por estar ahí, con ellos y con Kardia.

―Shion... Dohko... ¡Este par de pelafustanes nos han tocado deshonrosamente a Kardia y a mí! ―graznó rezumando indignación.

―¿Ah?

―¡Está encabronado porque le pusimos una sonda para que orine con comodidad! ―se quejó Shun―. ¡Hizo que bajara la temperatura! Me va usted a perdonar, Santidad, pero por muy veterano que su hermano sea, ¡no tengo por qué morir de neumonía porque el señor no sabe templarse los disgustos!

―O como coladera... ―añadió Angelo, venenoso.

―¿Santidad...?

Un manto de lucecitas de colores se desplegó ante sus ojos: el dolor de cabeza se le acentuó con una agudeza enloquecedora. Un cerco como de hierro se ensañó con sus sienes. Tardó un momento en darse cuenta de que eran sus propias manos estrujando la frente.

»¡Diosa...! ¡Pequeña y adorada Diosa...! ¿Qué está pasando aquí...?

―Dégel, cálmate ―pidió Shion, preocupado―. Si te tranquilizas te explico.

―¿Qué me vas a explicar? ¡Por los cojones de Urano! ¿Qué demonios está pasando? ¿Por qué luces... luces...?

―Mayor... ―musitó la voz fluctuante, pero curiosa de Kardia―. Luces mayor... carnerito... Es decir... tienes la estampa que recuerdo... pero igualmente... no. Te ves... fuerte como roca... ¿Eres el Patriarca... en lugar de Sage y Hakurei?

―¡Kardia! ¡Kardia! ¿Cómo te encuentras? ¡Estos bergantes nos han puesto la mano encima! ***

―¿A quién carajo le llamas bergante, Gelato cabrón? ―aulló Angelo indignado.

―Angelo, tranquilo. La palabreja suena horrible, pero no significa lo que te imaginas ―terció Dohko intentando tranquilizar los ánimos del cangrejo enfurismado.

―Me siento bien... Dégel... ¿Tú estás bien? ¡Ya tienes los... quevedos! ¡Ya nos... entendemos...!

―¡Te digo que nos han tocado deshonrosamente!

―A ver, ¿cómo? ¿Me tocaron las verijas? ¿Para qué...? ¿Qué no saben que... las partes pudendas son... pudendas...? ¡En cuanto pueda... levantarme... les pondré Antares por...!

―¡Basta! ―gritó Shion con una voz tan potente que todos los presentes guardaron silencio―. ¡Nadie los ha vejado, par de zoquetes! ¡Han vuelto a nuestras manos en condiciones lamentables y nuestros médicos hicieron de todo para mantenerlos con vida! ¡Y eso incluye meterles la maldita sonda por salva sea la parte!

―Así que ―añadió Dohko con severidad―, tú no congelarás a nadie ―aseveró mirando con dureza a Dégel ―, y tú guardarás los malditos aguijones en su sitio, ¡o no volverás a probar manzanas en lo que te reste de vida!

―¡Gran cosa! ¡Si a mí siempre... me quedan cinco minutos... de vida! ¿Qué más me da... comer o no manzana?

―¡He dicho que ya está! ―asentó Shion la comanda―. Hablemos con serenidad, que Dégel se ha empezado a alterar y no sabe aún un comino de lo que sucede.

―¿Qué hay... qué saber? ―cuestionó Kardia con una sonrisa torva en los labios, a medio camino entre el cinismo y la amargura―. Los vimos, Dégel. Los vimos a todos en el... Yomotsu. Nos explicaron... ¿recuerdas?

―No. ¡No, no, no! ¡Es un mal sueño! ¡Aún estamos en la Atlántida, aún estoy... estoy... conteniendo a Poseidón!

―¿Prefieres la Atlántida que... esto? ¿En... en serio...? ―el chirrido que era la voz de Kardia se escuchó desolado―. ¡No, Dégel! ¡Fue... espantoso...! ¡Desperté... y ya no te sentía! Te busqué... te busqué y estabas...

Una caja luminosa que se localizaba junto a Kardia empezó a chillar, mientras éste arrugaba la frente en un gesto doloroso.

―¡Kardia! ―extendió Dégel una mano crispada hacia su compañero―. ¡Espera, ya voy!

―¡Ya voy y un cuerno! ¡Dégel, no estás en condiciones de levantarte! ―gruñó Dohko―. ¡Óyeme, yo no los recuerdo así! Bueno, a Kardia sí, ¡pero a ti ni de accidente! ¿Qué diablos te pasa?

―¡Me pasa que mi amigo se me muere y todo lo que recuerdo...! ¡Ay, Diosa! ¡Mi pequeña Diosa ya no es la que era! ¡Y acudió a nosotros flanqueada por Hades! ¡Y por Poseidón! ¡Herejía!

―¿Herejía? ―repitió Angelo con incredulidad, coreada en todo punto por Shun―. ¿Cuál herejía? ¡Son familia! ¡Hicieron las paces! ¡Se acabó la guerra! ¡Ya está! ¿Cuál es el problema?

Escucharon el crujir de dientes de Dégel, que se debatía en un humor de perros, y el suspiro resignado de Kardia. ¿Sólo a Shion le parecía importante que esos dos comprendieran en dónde se encontraban parados?

―Los dimos por muertos, Dégel. Y en verdad, teníamos razones para creerlo. ¿Quién iba a sobrevivir a aquello? Y sin ti, Kardia no tenía modo de aplacar su enfermedad. Ha pasado... mucho tiempo desde la última vez que nos vimos, y como es natural, han sucedido muchas cosas. Todas desconcertantes para ustedes, me temo.

―A mí... a mí lo único que... me desconcierta... es que seas Patriarca... ―indicó Kardia con su voz oscilante como llamita a punto de apagarse―. Eres... ¡eres el más pequeño...! Salvo Dohko, claro... está. Todo lo... demás... lo puedo entender...

El Santo de Libra redujo sus ojos castaños a una rendija por la que despedía chispas.

―De verdad, Kardia, te he extrañado un montón, pero me había olvidado por completo de lo cargante que puedes llegar a ser.

―Y así, cargante, pero vivo y con nosotros, lo prefiero mil veces que heroico y perdido para siempre. Así los preferimos a ambos, Dégel ―añadió Shion con suavidad―. Escuchen: les explicaré lo mejor que pueda. Les pido que guarden la calma. No les negaré información: al final del relato, aclararé todo lo que deseen saber.

―Yo quiero saber sólo una cosa: ¿ganamos la guerra? ―demandó el de los cabellos negros.

―Sí, Kardia. Ganamos la guerra y perdimos a nuestra familia entera ―deslizó Shion, pesaroso―. Y con el tiempo siguió otra contienda que también ganamos al precio de los nuestros. Pero se acabó. ¿Entiendes? ¿Entienden ambos?

Dégel, anegado de lágrimas silenciosas, asintió. Kardia, cuya respiración se apaciguó poco a poco, hizo un ademán pidiendo al Patriarca que continuara.

»Largos y duros fueron los años que pasaron desde que nos vimos por última vez y felicísimo el instante en que hemos podido contemplarlos animados, con el espíritu insuflándoles vida. Penosa fue la guerra en la que derramamos juntos nuestra sangre. Dolorosa de mil maneras esa, en la que vimos morir a quienes consideramos nuestros hijos. Y sin embargo, de esa hecatombe en la que ofrendamos la existencia, surgió este remanso de paz del que todos disfrutamos. Todos: propios y extraños; amigos y enemigos.

»Escuchen. Abran su entendimiento privilegiado. Abran sus corazones generosos. Escuchen y comprendan: la guerra terminó para siempre. Y donde antes hubo odio y encarnizado encono, hoy tenemos concordia.

»Hoy tenemos una familia rarísima, de la que, espero, querrán formar parte...





Cuando Dégel abrió los ojos palpó con la mano sobre el colchón, buscando sus quevedos. Se los calzó en cuanto sus dedos dieron con ellos y miró en la penumbra.

Su hermana bellísima se hallaba a su lado, devorándolo con una mirada ansiosa y desbordante de amor. Dégel le ofreció la mano que fue tomada con rapidez.

Ledyanaya Roza... ―musitó el del cabello cobrizo. (5)

―Aquí estoy, niñito ―respondió Khíone con vehemencia―. Luego de tantos años, te he recuperado al fin, Malyshka... (6)

Dégel fue testigo, con un nudo en la garganta, de cómo el rostro de belleza imposible de Ledyanaya Roza se engalanaba con cristales diamantinos. Desplazó la diestra de entre las manos de aquella enorme mujer que le significó tantas cosas en su infancia y la dejó vagar, ligera, hacia los pómulos ornados de lágrimas congeladas.

―¿Por qué llora mi hermana amadísima? ¿Por qué destroza mi corazón con sus lágrimas?

―No, no, Malyshka. Son de alegría. No esperaba esta felicidad. Aquí estás: te he recuperado.

―A saber por cuánto tiempo.

―Así fuera por un minuto, la felicidad de verte y abrazarte de nuevo no tiene parangón. ¿Te encuentras mejor, querido?

El rostro lívido de Dégel se embelleció con una sonrisa, que si bien mostraba los signos de la debilidad que lo embargaba, también una alegría legítima, real.

―Me duele todo... que supongo es buena señal.

Las manos ebúrneas de su hermana acariciaron el cabello bermejo para acomodarlo detrás de las orejas.

―El viejo Katsaros lo afirmaría así, incluso el pequeño cabrón que se ha conseguido de hijo. De aquí en más, las cosas serán mejores.

―Kardia...

―Está decorosamente bien. Ya encontrarán el modo de condonar su situación.

―No creo que eso sea posible... Lo que Kardia padece no se cura. Y me preocupa. Me preocupa mucho.

Dégel tragó saliva, tratando de humectarse la garganta. Khíone le acercó un vaso con una pajilla y le hizo beber un poco de agua. Los ojos de amatista destellaron, agradecidos. Dirigió la vista auxiliada por los quevedos al ocupante de la cama vecina y sus cejas se contrajeron en un gesto preocupado.

»Despacio, me parece que voy recuperándome. Pero a él, aunque parezca lo contrario, lo veo muy debilitado. Apenas puede hilar una frase sin resollar. La fiebre lo acecha todo el tiempo. Despierta animoso un momento y con la misma rapidez se queda dormido de nuevo. Y no recobra el color de la faz.

»Está en el filo, Ledyanaya Roza. Está en el filo. Yo, me parece que estoy aquí, de este lado. Pero Kardia está caminando hacia la muerte. Él no está mejorando: es como si ya estuviera muerto, pero sostiene su último aliento. Su último latido. Lo... Lo estoy perdiendo...

No pudo evitarlo. Sus lagrimales liberaron una humilde gotita que de inmediato se cristalizó. Su hermana la limpió, conmovida por el dolor inocultable del convaleciente.

―Mi pequeño. Ya sé que te preocupa. Kardia es tan cercano a tu espíritu... ¿se lo confesaste?

El frío que la presencia de la Dama de la Nieve irradiaba, así como el que él mismo generaba con su ánimo estremecido, no evitaron el calor ruboroso que se le asentó en la faz. Apartó la mirada de amatista de la azul líquida.

―¿Confesarle qué?

Khíone contrajo sus cejas bifurcadas en un gesto enfurruñado que a Dégel le pareció encantador.

―¡No señor! ¡A mí no quieras verme la cara de estúpida! ¿Cómo que qué? ¡Pues lo que sientes por él!

El rubor se volvió franco incendio en aquella lividez inmaculada.

―Lo... Lo que siento por él lo sabe perfectamente ―carraspeó el ruso―. Es mi amigo. Mi más querido amigo. Mi amigo por quien moriría.

Mladshiy brat... ―gruñó Khíone, amenazante―. Quiero pensar que te haces el tonto... y finges no recordar que me pediste consejo sobre cómo decirle... (7)

Khvatit, dorogaya sestra. No estaba... no estoy listo para... para... No estoy listo. Nunca lo estaré. (8)

El pitido de la máquina que vigilaba el corazón de Kardia (el monitor cardiaco, le había dicho Angelo) dominó el ambiente penumbroso de la habitación. Dégel tuvo la sensación de que si no tragaba saliva, su garganta le escocería como si le restregaran granos de arena sobre una herida abierta. Igual tuvo esa sensación, una vez que el escaso fluido pasó por sus mucosas.

Quería no devorar a Kardia con la mirada. Pero el peso de su corazón y el de la posibilidad de perderlo lo asediaba, insidioso. ¡Ojalá despertara y empezara una de esas peroratas desfachatadas suyas, tan desesperantes como anheladas! Con todo y su ordinariez, Dégel sabía que nadie como Kardia le ofrecería el desafío de soportar (y esperar deseoso) aquel discurso rico en imprecaciones y vulgaridades.

»Nunca... estaré listo. Nunca. Y él... Kardia no merece medias tintas.

―Te lo concedo. No merece ambigüedades. Díselo del único modo en que él lo procesaría: brutal y directo. Como el enfrentamiento que siempre pidió de ti.

―No. No así. No ahora, que está tan... frágil.

―Dégel...

―Siempre lo ha sido, pero se esfuerza en recuperarse. Se ha aferrado a morir en una gran batalla final, en perseguir el gran trofeo que se llevará en su camino a la muerte. Pero ahora... ahora... no hay batalla. Ni trofeo. Y su camino está por concluir.

―Dégel...

―No tiene nada a qué aferrarse. No tiene que proteger a Sasha. No tiene que detener a Hades. No tiene que derrotar a Rhadamanthys. No tiene que protegerme para llegar a Poseidón. No tiene razones para continuar.

―Dégel... es que tienes que darle la razón para ello. Díselo. Díselo. Dale algo a lo qué aferrarse.

―Me rechazará.

―No hará eso.

―Eso no lo sabes, moya prekrasnaya sestra ―pronunció Dégel en un susurro doliente, pesaroso―. Si yo lo supiera a ciencia cierta, hace mucho que le habría hablado. (9)

»Para él... soy su amigo. Uno muy preciado, pero amigo, y ya. Decirle... lo pondrá en una encrucijada dolorosa. Lo que puedo ofrecerle le parecerá aberrante. Haría... lo que fuera por él. Incluso guardar silencio, si con eso conservo su bienestar.

―Dégel ―resopló Khíone, malhumorada―. No le haces ningún bien negándole esta verdad. Te lo concedo: el tipo es irritante, y seguramente dan ganas de matarlo a golpes al menos una ocasión por día, como sucede con la manzana de Rebenok. Pero con todo, es legítimo. Ofrece franqueza y es evidente que eso exige de vuelta. Dásela. Sincérate. Y déjalo decidir.

El picaporte giró y con ello la puerta se abrió para dar paso a un rubio de cabellera encrespada y a un tipo enorme, muy parecido a Khíone. Ésta torció el gesto cuando el de los cabellos dorados la saludó, con una sonrisa cálida en los labios.

―Buenos días, Khíone.

―Dama Khíone para ti, manzana boba ―gruñó la enorme mujer, arisca.

Sestra... ―advirtió Bóreas el Joven, cejijunto.

―Buenos días, Dégel ―continuó el muchacho como si no hubiera escuchado a Khíone y se acercó al del cabello negro, que permanecía dormido―. ¿Cómo ha pasado Kardia las últimas horas?

―Bien, me parece ―respondió Dégel parsimonioso y un tanto desconfiado―. ¿Quién se interesa?

El hombre rubio, que llevaba un paquete entre las manos, se acercó a un lado de Dégel y su hermana. Una sonrisa arrebatadora adornó un rostro que al ruso le pareció perfecto, casi apolíneo, de no ser por el brillo intenso y un tanto salvaje de sus ojos... ¿color turquesa?

»¿Te conozco... Te conozco de alguna parte?

―No, no. Esta es la primera vez que nos vemos. O más bien, la primera que tú nos ves a nosotros, porque la verdad es que hemos estado visitándolos desde que Katsaros lo ha permitido. Yo soy Milo. Y éste de acá es Camus ―señaló al gigantón.

Dégel se fijó con detenimiento en aquel hombrón que llevaba la estampa general de su padre, el gran Bóreas, con la salvedad de que era con toda evidencia muy joven. Camus, como lo llamó Milo, inclinó la cabeza a modo de saludo y esbozó una sonrisa tenue.

Bonjour, mon frère, ma petite soeur. Ça va bien ? ¿Te sientes mejor, Dégel? (10)

―¿Tú? ―deslizó Dégel, ajustándose los quevedos―. ¿Eres tú quien me ayudó con Kardia?

Mais oui, c'est moi. Es-tu bien, mon frère ? Est-ce que je peux t'aider avec Kardia une autre fois ? (11)

―Basta de francés, Rebenok. Te lo advierto...

―Ya te dije no sé cuántas veces que te hablo como quiero, Sestra. Aguántate, que bien que me entiendes.

―Pero Dégel, no ―masculló la dama con bronca.

―Sí... sí entiendo. Sin problema. A los rusos... nos viene bien aprender francés. ¿Recuerdas, Sestra?

La Dama de la Nieve torció el gesto, con impaciencia.

Da, Malyshka. Konechno, ya eto pomnyu. Anda pues, que Rebenok nos hable como se le dé la gana. (12)

―Me explicaron... Shion nos explicó... que nos dieron por perdidos. Que ha pasado... mucho tiempo. Si eres mi hermano, entonces eres Santo de Acuario. ¿Es así?

Do nedavnego vremeni bylo tak. C'était comme ça. Y Milo es el Santo de Escorpio ―dijo Camus señalando a su sýzygos, quien saludó con la mano. (13)

Dégel los analizó con cuidado a ambos. A Milo todavía más, desmenuzándole la estampa, los cabellos, las expresiones y los rasgos. Frunció un poco las cejas bifurcadas que eran la marca distintiva de la familia Boreal.

―¿Es que todos los escorpiones tienen facha de salvajes?

Milo soltó una ruidosa carcajada que reverberó en las paredes de la habitación. El ruido de seguro sacó a Kardia de su letargo, pues su monitor empezó a pillar un poco más. El rubio se apartó de la cama del pelirrojo para acercarse a la del que recién despertaba, y colocó sobre la mesa auxiliar un artilugio que a Dégel le pareció una pequeña caja.

―Hola, Kardia. Buenos días. ¿Estás listo para bailar la tarantela? ―dijo todo alegría.

Kardia pestañeó con debilidad, lo cual provocó que el propio monitor de Dégel soltara un par de pitidos agudos.

―Pues claro... ¿me trajiste... a los... músicos...?

―Sí, justo eso te traje. Bueno, a los dos.

Milo se sentó junto a Kardia, pero de manera que Dégel pudiera observarlo. Sacó un objeto plano que Kardia miró sin ningún sobresalto.

»Muy bien, chicos. Este aparato se llama celular. También le dicen móvil. Sirve para comunicarse con otras personas a la distancia, ¿va?

―Shion hace eso con telepatía ―soltó Dégel sin pensar.

―Sí, bueno. La mayoría no somos como Su Ilustrísima. Y si bien entre Dorados podemos hacer la gracia de comunicarnos con cierta soltura telepáticamente, no es igual de fácil para todos y definitivamente no es posible para la persona común. Entonces, esta cosa se llama celular. Y además de servir para hablar con otros individuos, también sirve para escuchar música.

Lo puso en la mano de Kardia. Éste tomó el objeto con las dos manos, para evitar que se le cayera, y lo miró por todos lados. Milo se lo acomodó entre los dedos de manera que pudiera manipular la pantalla.

»Mira, Kardia. ¿Ves las señales? Indican la acción que puedes ejecutar con el aparato. Este signo (señaló el del teléfono) es para que te comuniques con otros. Si lo oprimes (tomó un dedo de Kardia y tocó el símbolo) se despliegan los contactos a quienes puedes llamar. Tu teléfono, porque éste es tuyo, tiene tres contactos: Shion, Dohko y yo. Si quieres hablar con nosotros, sólo tienes que oprimir el nombre y saldrá la llamada.

El aparato emitió un débil chillido y vibró entre los dígitos de Kardia, cuyo ceño se frunció con curiosidad. A su vez, una música que a Dégel le pareció escandalosa y a Kardia alegre se hizo escuchar. Milo sacó de su bolsillo un aparato muy parecido al que había entregado al enfermo, deslizó un dedo por su pantalla y se pegó la cosa al oído.

»Se usa así, Kardia. Escuchas por el lado que pegas a tu oído y hablas por el otro extremo. Inténtalo para que me escuches.

Kardia quiso ejecutar la acción, pero el aparato se le resbaló de los dedos. Antes de que cayera entre las sábanas, Camus se acercó, lo colocó de nuevo en la mano de Kardia y así armada, la llevó hacia el oído del convaleciente.

―Ya está, Kardia. Háblale a Milo ahora.

―¿Hablarle...? Pero... lo tengo... por un lado...

―Sí, pero igual me escuchas por el aparato ―dijo el rubio con una sonrisa torcida en los labios que a Dégel le pareció idéntica a la de Kardia cuando estaba de buen humor.

―Es... Es cierto... Dégel... se escucha... ―declaró sorprendido el de los cabellos negros.

Milo se levantó con la alegría prendida de los labios, se acercó al hermano de su sýzygos y le puso su propio aparato al alcance.

―Habla, Dégel.

―¿Que hable qué? ―cuestionó el ruso, escéptico.

―¡Te escucho, Dégel! ―casi gritó, alborozado, Kardia.

El monitor fluctuó. Por unos segundos los pitidos se incrementaron y Kardia, a pesar de su alegría, pareció perder el sentido. Eso puso en alerta a Dégel, que hizo el amago de incorporarse, y a Milo, que abandonó su dispositivo en manos de su cuñado y volvió en un instante al lado del otro escorpión.

Camus, sin perder la calma, había puesto el artilugio sobre la cama y colocó su mano sobre el pecho del enfermo, para detener la fiebre. Fiebre que brillaba por su ausencia.

―¿Kardia? ―llamó con su acento dulcificado por el francés―. ¿Kardia? Estás asustando a Dégel. ¿Te encuentras bien?

Kardia apretó los párpados y asintió, agotado.

―Sí... Sí... estoy... bien... ¿Dónde...? ¿Dónde... está... mi tarantela...?

Milo sonrió y pulsó el bluetooth del celular, para luego dejarlo de nuevo en las manos de su dueño.

―Camus y yo les preparamos una... digamos que una fonoteca, ¿de acuerdo? Conversamos ―empezó a explicar el escorpión―, y decidimos que la música contemporánea va poco a poco. Pero les buscamos bastante música clásica y griega tradicional.

Dégel cerró un momento los ojos. Su rostro tomó un gesto evocador.

―A Kardia se le da bien el kalamatianos ―recordó como en un sueño―, aunque no suele tener con quien bailarlo. De tarde en tarde, Sísyphos lo acompañaba, o los chicos de El Cid. Manigoldo era su principal compañero de baile, sobre todo luego de que nuestro hermano le enseñó los pasos de la tarantela. ****

―¿Nunca lo acompañaste tú? ―preguntó Camus, intrigado.

―No. Bailar no se me da muy bien que digamos.

―¿En serio? No te creo.

―¿Por qué no habrías de creerme?

―Porque soy bailarín. La danza me parece una condición necesaria para ser Santo de Acuario.

―Pues no es así. Yo no sirvo para el baile.

―No... no es cierto... Dégel baila minué... pero... detesta que lo miren... *****

El hombre de los cabellos bermejos frunció el ceño y sus cejas bifurcadas hicieron un enorme esfuerzo por lucir temibles.

―Es decir que me miras...

Kardia, pálido y con su respiración poco profunda, desplegó los labios en una sonrisa encantadora.

―Tú... me ves... bailar tarantela... ¿Por qué... no te miraría... bailando... minué?

―La verdad es que incluí tarantelas en tu playlist sólo porque la mencionaste cuando nos vimos hace un rato. De no ser por eso, no habría imaginado que te gustaban tanto. También puse una que otra canción de rock, porque estoy seguro que te encantarán ―concluyó Milo mientras pulsaba un botoncito del otro aparato colocado previamente en la mesita auxiliar.

Una alegre melodía irrumpió en la habitación. Kardia se dio el lujo de compartir su contento con quienes lo acompañaban: una sonrisa plácida se afianzó en sus labios resecos. Dégel también compartió su sentir: una franca curiosidad que lo hizo incorporarse, no obstante que eso le hizo doler todo el cuerpo.

―¡Mi tarantela! ¡Sí...!

El monitor de Kardia se quejó de nuevo, lo cual coincidió con un espasmo que llevó su diestra a engarfiarse sobre su pecho.

―¡Kardia! ―se deslizó la voz de acento ruso por encima de la música.

―Deberíamos... Deberíamos... bailar... la...

La puerta se abrió de golpe y Angelo entró como tromba. Le indicó a sus hermanos que se apartaran y se cernió sobre el escorpión enfermo.

―A ver, a ver, ragazzo. ¿Qué tienes? Te vas calmando. ¿Qué hicieron que me lo han puesto inestable, fratellini?

―No... ―musitó apenas el del pelo negro―. No... me han... hecho... nada...

Angelo le había colocado el oxímetro en el índice y la frente se le arrugó como si fuera anciano.

―Cállate, Kardia. Te hace falta oxígeno.

Se movió al otro extremo de la habitación. Abrió un pequeño armario y sacó una mascarilla, que luego de desenvolver colocó sobre el rostro de su paciente.

Desde la otra cama, el taheño contempló aquellos movimientos con una desazón creciente.

―Angelo, ¿te podemos ayudar de alguna forma? ―preguntó solícito Camus.

El albino negó con la cabeza, sin dejar de mirar el oxímetro. La frente no se le relajaba, para inquietud de Dégel.

―Kardia, ¿algo te ha asustado?

El interpelado negó, lánguido. Su monitor pilló y él gruñó, con dolor. Angelo frunció todavía más la frente y pulsó un botón en la pared.

―Kardia, ¿te duele el pecho? ¿El brazo? ¿Me dices qué dolencia tienes ahora mismo? ―cuestionó al tiempo que colocaba el auricular de su estetoscopio en el pecho del enfermo.

Kardia, con la diestra hecha una garra sobre el pecho, refutó el dolor en silencio. Angelo, malencarado, continuó el reconocimiento.

La puerta dejó entrar a Shun, presuroso y la inquietud asomándose a su mirada verde.

―¿Qué hay, Angelo?

―Insuficiencia respiratoria ―determinó el albino sin inmutarse―. Ayúdame a despejar la habitación.

―¿Des... despe... jar...? ―jadeó el escorpión en crisis quien, en medio de aquel sinsabor, tendió la mano a su amigo―. Dé... gel... No... no me... sueltes...

―¿Kardia...? ―intentó incorporarse un poco Dégel.

Shun asintió y, volviendo a la puerta, hizo gestos de llamada con la mano. Un hombre y una mujer desconocidos se le unieron y entraron en la habitación.

―Lo siento ―sentenció Shun con voz mesurada y firme―, pero deben irse ―añadió dirigiéndose a los visitantes.

El joven médico descolgó la bolsa con la medicación de Dégel del soporte y el personal que llegó con él se encargó de mover la cama, que lentamente empezó a rodar.

―Esperen ―se alarmó Dégel, incapaz de separar la vista de la mano que su amigo tendía hacia él. La mano que de un momento a otro quedó exánime en el borde de la cama―, ¡esperen! ¡No me pueden sacar! ¡Me necesita! ¡No pueden apartarme de él! Él... ¡me ha pedido que no lo suelte!

―Lo lamento de verdad ―respondió el joven castaño―, pero no puedes quedarte aquí, Dégel. Ni tú, ni tus hermanos, ni Milo. Te llevaremos a la habitación de junto y te mantendré personalmente informado de todo. Cuenta con ello.

Net! Pozhalyusta! ¡Kardia! Moye serdtse! (14)

La dama Khíone intentó tranquilizar a su hermano, que trataba de incorporarse.

Malyshka, todo estará bien. Los médicos ayudarán a Kardia...

Angelo, presuroso, sacó del mismo gabinete de donde tomó la mascarilla un kit de reanimación, así como un ventilador manual. Apartó la bata y la ropa de cama del enfermo y se preparó para atender la emergencia.

―¡Sácalos ahora mismo, Shun! ¡Ya!

Net! Net! ¡Nadie puede ayudarlo! ¡Sólo yo sé cómo!

―Vamos a ver, ¿qué pasa aquí?

Camus ni siquiera tuvo que voltear para reconocer la voz de la Hidra. De Katsaros el Mayor.

»Pregunté qué está pasando, que ni mi hijo ni mi mocoso pueden contener la situación...

Shun estuvo a punto de protestar y optó, en cuanto abrió la boca, por volver a cerrarla. Angelo ni se inmutó por el zarpazo de papá.

»¿Qué tienes entre manos, Angelo? ¿Qué le pasa a tu paciente?

―¡Está cayendo en paro respiratorio!

―¿Ya está en ello?

―No señor, pero está en el borde.

―Bueno, pues soluciónalo ya. ¿Tiene fiebre, el corazón arde?

―¡No, no! ¡El corazón no arde, pero está cediendo a la crisis!

―Sí, es lógico. Este hombre está tocado de muerte. Pero aún podemos mantenerlo un poco aquí. Soluciónalo con el protocolo regular.

―¡Ya, pues, lo soluciono! ¡Pero necesito el área despejada!

Katsaros se volvió a contemplar el panorama. Fijó la vista severa sobre Camus.

Árchontas, te me vas de aquí y te llevas a tu esposo y a tu hermana. En este momento, por favor. (15)

―Pero, mi hermano...

El anciano fijó la vista en el otro paciente, que se hallaba al borde del colapso.

―Doctor Kido, sedación suave para el otro paciente, por favor. Si me lo sacas de aquí, también él tendrá un accidente cardiaco.

―¿Suave?

―Sí, sí. Me lo duermes pero ya. Aunque sólo por un par de horas. Rapidito, que era para ayer.

Net, net! ¡No me anulen! Moye serdtse! ¡Me necesita!

Katsaros dulcificó la mirada. Se acercó él mismo al gabinete y empezó a preparar una jeringa con la medicación para Dégel.

Serdtse... Tvoye serdtse te necesita tranquilo, muchacho. Y si no te calmas por tu cuenta, me dejas esa responsabilidad a mí.

»Por favor, doctor Kido, apoye al doctor De Santis en lo que necesite. Yo me ocupo del otro paciente. Árchontas, retírense ya. Sabes que no permitiré que se me muera ni uno ni otro.

―Vámonos, Sestra, Milo. Esperemos afuera ―dijo Bóreas el Joven mientras empujaba la espalda de su hermana y hacía un gesto a Milo―. El doctor dice la verdad: hará todo lo que esté en sus manos.

Katsaros inyectó en la válvula del intravenoso la medicación para Dégel, quien no perdía la inquietud mientras veía a Angelo y a Shun maniobrar sobre un extenuado Kardia, cuya consciencia parecía ir y venir.

Su propia consciencia empezó a jugarle rudo. Vio como su amigo abría los ojos y los fijaba insistentes sobre él. Volvió a extender la diestra en su dirección.

―Dé... gel... Dé... gel... Mí... Mírame...

Los ojos de amatista se fijaron sobre los de turquesas, cansados y cada vez más opacos. El escorpión agonizante, el del cabello como ala de cuervo, le sonrió con una expresión que era al mismo tiempo torcida y evocadora.

―Haces... que los... quevedos... sean... una... alhaja...

―Kardia...

―Mírame...

Dégel, con los párpados revoloteando frenéticos como alas de libélula, fijó los ojos en los de Kardia, que le dedicó la mirada y la sonrisa más francas de su existencia.

―Gracias... Gracias por... estar... siempre... por... mirarme...

―No... Kardia...

―Te... te...

Kardia cerró los ojos y antes de que la pérdida le anegara el espíritu, los párpados de Dégel cedieron también. En lugar de dolor, hubo olvido, que maldijo con el último resquicio de su consciencia devorada por las arenas del sueño.

Katsaros suspiró, pesaroso.

―Ya está, niños. Condonen la situación lo mejor posible. No podemos curarlo, pero sí dejarlo solucionar sus asuntos antes de que muera. Y aún no lo consigue. Shun, ocúpate de que el viejo Santo de Acuario conserve la calma. Angelo, si tienes que traerme el alma de este desgraciado desde Yomotsu cada cinco minutos, lo harás. ¿Estamos?

Sì, papà. Cuenta con ello.






Aclaraciones


¡Hola, hola! ¡Bienvenid@s a la actualización del mes de abril. Espero que estén pasando buenos y excelentes tiempos.

Y aquí estamos, en una nueva entrega de esta historia que ahí va floreciendo y de la que quisiera publicar actualizaciones con mayor frecuencia, pero por ahora no es posible. Espero, en todo caso, que el capítulo haya valido la espera y que les haya gustado.

No les voy a dar spoilers de para dónde se están moviendo Dégel y Kardia, pero la verdad es que no lo están teniendo fácil. En general, los personajes están pasando por un momento difícil y doloroso. Veremos si en el futuro próximo, el camino que tomarán estos dos (y todos los demás junto con ellos) les permite llegar a buen puerto.

A propósito, perdón por dejar el capítulo en un punto tan sensible. El próximo... también será sensible, pero interesante. O eso espero.

Ahora, las aclaraciones.

Estoy dejando sin listar varias expresiones que han pululado con regularidad en mis fics. Si hay alguno que les cause problema, pregunten sin dudarlo. Por lo pronto, las expresiones de dificultad mayor, son las que siguen:

1. Mon soleil... s'il te plaît... Ne me refuse pas ton regard... Ne me refuse pas tes yeux bien-aimés... Je m'evanouis sans toi (francés): Mi sol... por favor... No me niegues tu mirada... No me niegues tus ojos amadísimos... Desfallezco sin ti.

2. Je t'aime. Je serai de retour bientôt... Je serai de retour avec toi (francés): Te amo... Volveré pronto... Volveré a ti.

3. C'est ça. Avec ça tu te sentiras mieux (francés): Ya está. Con esto te sentirás mejor.

4. Calmati amico mio. Quel maledetto mascalzone sta... ragionevolmente bene (italiano): Tranquilo, mi amigo. El maldito sinvergüenza está... razonablemente bien.

5. Ledyanaya Roza (Ледяная Роза, ruso): Rosa de Hielo

6. Malyshka (малышка, ruso): Pequeñito.

7. Mladshiy brat (Младший брат, ruso): Hermanito.

8. Khvatit, dorogaya sestra (Хватит, дорогая сестра, ruso): Basta, hermana querida.

9. Moya prekrasnaya sestra (Моя прекрасная сестра, ruso): Mi bellísima hermana.

10. Bonjour, mon frère, ma petite soeur. Ça va bien ? (francés): Buen día/Hola, hermano mío, hermanita mía. ¿Va todo bien?

11. Mais oui, c'est moi. Es-tu bien, mon frère ? Est-ce que je peux t'aider avec Kardia une autre fois ? (francés): Y sí, soy yo. ¿Estás bien, hermano mío? ¿Puedo ayudarte con Kardia una vez más?

12. Da, Malyshka. Konechno, ya eto pomnyu (Да, малышка. Конечно, я это помню.ruso): Sí, Pequeñito. Por supuesto que me acuerdo.

13. Do nedavnego vremeni bylo tak (До недавнего времени было так, ruso): Hasta hace poco fue así. / C'était comme ça (francés): Así fue.

14. Net! Pozhalyusta! (Нет! пожалуйста!, ruso):¡No! ¡Por favor!

15. Árchontas (ο Άρχοντας, griego): Caballero, Señor.


Dejé algunas cuestiones marcadas con asteriscos porque no se refieren propiamente a expresiones idiomáticas. Sin embargo, están también referidas en comentario. son estas:

*Daimon: recordemos que Kardia llama así a Defteros.

**Platónico: para Platón, el filósofo griego, lo real está en el mundo de las ideas, a las cuales no podemos acceder con nuestros sentidos. Por eso a Kardia le parece que la situación que le plantea Milo respecto a Camus resulta platónica.

***Bergante: sinvergüenza

****Kalamatianos: Danza tradicional griega

*****Minué: según la RAE, "baile francés para dos personas, que ejecutan diversas figuras y mudanzas. Estuvo de moda en el siglo XVIII". Ya está, a Dégel le gustaba estar a la moda XD

Y ya está.

El crédito por la imagen de la portada es para su talentos@ artista. Kardia es bello en todos los fanarts, y en este resulta fantástico.

He estado escribiendo este fic desde hace casi un año y, aunque está en una fase sumamente avanzada, aún falta un trecho para que quede íntegro. Este retardo en el proceso de escritura se debe a muchas cosas: lo laboral, lo familiar, la salud, los estudios, los ánimos y un largo etcétera. Sin embargo, no deja de ser reconfortante cuando llega el momento de liberar un capítulo: todas las dificultades se desdibujan, por decirlo así.

Tengo muchas cosas por las que agradecer en este capítulo, ¿saben? A mi comadre Chantry-Sama, por haber cuidado la edición con tanto amor. A ustedes por seguir leyendo. A mi familia por el apoyo incondicional. Estos estan siendo tiempos de grandes cambios, y tengo la confianza de que son para bien. Espero que en sus vidas, el cambio también sea luminoso.

Gracias, como siempre, por su lectura, comentarios, sugerencias, observaciones, reacciones, por el tiempo compartido y por el amor. Amor con amor se paga y se los envío de corazón.

Cuídense: nos vemos en mayo.


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