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17. Día 3: Ahora que estamos juntos


Advertencia: Contenido adulto



Hoy me leyeron a San Francisco de Asís.

Me lo leyeron y quedé pasmado.

¿Cómo es que un hombre que gustaba tanto de las cosas

Nunca las mirara, no supiera qué eran?


¿Para qué debería llamar hermana mía al agua, si ella no es mi hermana?

¿Para sentirla mejor?

La siento mejor bebiéndola que llamándola cualquier cosa.

Hermana, o madre, o hija.

El agua es el agua y es bella por eso.

Si la llamo mi hermana,

Al llamarla mi hermana veo lo que no es

Y que si ella es el agua lo mejor es llamarla agua;

O, mejor todavía, no llamarla de ninguna manera,

Sino beberla, sentirla en las muñecas, mirarla

Y esto sin nombre alguno.

("Hoy me leyeron a San Francisco de Asís"

Fernando Pessoa, en su heterónimo Alberto Caeiro)



En cuanto había aparecido allí, en medio de los Campos Elíseos, todos los dioses y espíritus que disfrutaban del bonito seto boscoso se largaron.

Si encontrándose de buen humor Moro era temible, ahora, con sus modos de energúmeno...

Aquello era un sálvese quien pueda.

Lo habían dejado solo y vociferante.

Bueno. La soledad le duró poco.

―¡Lo voy a matar! ¡Lo voy a matar al maldito muchacho idiota! ¡Imprudente! ¡Grosero! ¿Cómo se atreve el muy truhán a enviarme lejos de mi hogar? ¡A mí! ¡A MÍ, AL GRAN DESTINO! ¿Cómo ha tenido la osadía de...?

Un gruñido que al principio fue de protesta y luego de placer velado se levantó de los labios trémulos, entreabiertos en la acción de maldecir e interrumpidos por el estremecimiento que se extendió por su piel.

La mano de Gigi se había colado en la camisa de cuadros. Ya lo había despojado del mono mugriento con que acostumbraba trabajar en el taller y lo había dejado con sus ropas regulares. Ahora lo tenía recostado plácidamente sobre la hierba, y sus manos suaves y cálidas lo recorrían sin prisa.

Incluso sin lascivia.

Tenía sentido, porque la lascivia no era precisamente lo que los unía a ellos dos. Se conocían desde el principio. Casi desde el principio. Uno conocía el dolor y la felicidad del otro, sin ambages ni disfraces. Se leían el pensamiento y los anhelos casi sin esforzarse ni desearlo. Se seguían las ideas sin esfuerzo. Se compartían los pequeños deleites del día sin sentirse comprometidos a obligar al otro a disfrutarlos.

Pasar al terreno del amor había sido natural. Ni se esforzaron. Gigi entendía que Moro, más que escribirle la historia funesta que había tenido con Urano, sencillamente había seguido su halo de luz primera, la que la había tocado al emerger de la vorágine originaria; que ese rastro de luz había transitado ese camino tortuoso. También entendía que la decisión de engendrar hijos que combatieran por ella en la Guerra Santa era más que una cuestión práctica: Moro tenía espíritu de padre. Amaba a los niños. Pero por la naturaleza de su misión, no podía tenerlos y disfrutarlos.

Había accedido a dárselos, en el entendido de que un hijo de ambos, un hijo precisamente de ellos dos, podía llegar a ser peligroso. Muy peligroso. Las fuerzas combinadas de la Tierra y el Destino, conjugadas en el ser de un solo niño, podían causar estragos.

Por eso trazaron con mucho cuidado los límites de los pequeños. Debían ser mortales. Debían tener el impulso de proteger a Gigi costara lo que costara. Debían tener absolutamente dormida la habilidad de trazar destinos. Aunque no se podía erradicar por completo: todos los niños tenían la tendencia a los sueños reveladores. A encontrar lo que estaba perdido. A tener un atisbo del porvenir. Y era imposible evitar que la tinta formara parte de sus atribuciones: por eso se convirtió en el veneno exudado por la Aguja Escarlata y se hallaba contenido, latente, en su sangre.

A lo que no había accedido era a lo otro. A darle una niña.

Eso sí que no.

¿Una hija de ambos?

¿Una hija?

¿Es que no veía de lo que eran capaces los pequeños varones que concebían? ¿Qué sería capaz de hacer una nena que compartiera la sangre y las habilidades de ambos?

Gigi tenía claro que sería un desastre. Una Niña dueña del poder, de la sensibilidad que sólo una mujer podía tener, y que además poseyera la habilidad de trazar el destino y la fuerza originaria de la Tierra.

Una niña con esas características, una pequeña con una fuerza semejante y sin pleno control de ella... Podía ser el fin latente de todo.

Y sabía que esa negación era un dolor punzante en el corazón de Moro. No haberle dado una nena. A su nena, con la que soñaba. Por la que usaría crocs ridículas y se colocaría tiara de princesa para jugar a tomar el té con ella.

Por eso Moro había cometido su imprudencia. La que casi se le desbordó en la Guerra que acababa de terminar. De la que por fin salieron victoriosos.

―Anda, agapité fíle mou. Relájate. ¿Cómo te atreverás a destruir al pequeño Hades? Previste perfectamente que te enviaría para acá en cuanto te me pusiste bronco. Es un niño atento a las necesidades de sus mujeres. Me vio en apuros y actuó. Además, te encanta que el niño sea así. Siempre lo has dicho, es el nene más honorable de la querida Rea. Es tu favorito en esa familia.

―¡No tengo favoritos en esa familia! ¡Son todos tontos! ¡Estúpidos! ¡Hasta la pequeña Ikómena se lució en esta ocasión! ¡Son todos unos...!

―Ah, ¿así que mi hermanito, adelfáki mou, te tomó los modos a ti? Ya me lo parecía. Con lo circunspecto que puede llegar a ser.

―¿A qué viene que me hables del ingeniero justo ahora? ¡El muy cabrón tiene sus modos muy...!

Gigi suspiró un tanto hastiada, con una sonrisita oblicua en la boca, y acarició las muñecas de su amigo, que retenía contra la suave hierba, para luego atrapar sus labios en un beso suave y amable, que al principio parecía tierno, compasivo, pero fue convirtiéndose en otra cosa. Pronto, fue Gigi la que estuvo de espaldas sobre el suelo y se permitió sentir las caricias calmas, sentidas de aquel hombretón que parecía terrible y rudo, pero que en realidad era sereno y delicado.

―Reconoce que se lo permitiste, querido. Reconoce que fue tu salida honorable, que de otro modo habrías ido a sacar a nuestro Solecito de las greñas y lo habrías apartado del Libro.

―Lo reconozco. Ya está. Ahora cállate y déjame hacerte el amor.

―Está bien. Pero tienes que dejar que yo te lo haga después. Si no, no hay trato.

―Ah, sí. Por favor, aprisióname tú también a mí. Eres mi hogar, Gigi querida. Con nadie soy más libre y feliz que contigo. Puedes ir y amar a quien tú quieras: esa es tu naturaleza, estar para todos. Pero no dejes de amarme a mí también, ni de dejarme un lugar en tu corazón.

―Nunca, agapité mou. Nunca dejarás de tener tu lugar. Eres el más fiel y amable de mis amigos. ¿Cómo podría apartarme de ti, sin sentirme incompleta? Además, es muy divertido recorrer el camino a tu lado. Eres un compañero encantador. Y no hay otro conversador como tú.

Moro desplazó las manos, los dedos, por la piel sedosa de su compañera. Aplicó los labios con adoración absoluta en los pechos turgentes. Se hizo un hueco entre las piernas generosas y oscuras. Le besó el mentón. Gigi lo obligó a mirarla a través de los gruesos cristales de los lentes.

―Deja de pensar en los niños. Milo salvará a Kardia. O no lo hará. No sabemos. En este momento, eso está en sus manos. No en las tuyas. Ya veremos en qué para este asunto.

―No quiero que se muera. Pero no veo qué más hacer.

―Lo sé. No puedes seguir el trazo de su luz.

―No. No puedo.

―Pero Milo probablemente pueda. Deja de pensar en ello. ¿No me tienes aquí, contigo, en tu hora oscura y dolorosa?

Moro hizo el esfuerzo supremo de dejar aparte los pensamientos que lo llevaban a sus hijos, a sus niños. La piel disponible, que estaba llena de imágenes de ellos, se aclaró en un instante. Quedó limpia, como lienzo sin mácula. Entonces el rostro de Gigi apareció en su pecho.

Moro sonrió.

Y la besó con dulzura.





Dégel le palpaba el rostro, con una actitud que Kardia le conocía demasiado bien: desesperación.

Le buscaba síntomas de fiebre. Kardia, sin embargo, no la sentía en absoluto. Aunque no podía negar que estaba cansado, como cuando su corazón se afectaba; ni el pinchazo repentino que venía sintiendo, las últimas horas de la tarde, en el pecho y el brazo izquierdo.

No era incapacitante. Vaya, ni siquiera incómodo. Era que, simplemente, su corazón estaba recordándole que seguía allí, y que su tregua se había terminado.

Eso, sin embargo, no se lo diría a Dégel. ¿Para qué darle más motivos de preocupación?

―Estás enfermo ―afirmó Dégel con la voz más neutra que pudo encontrar.

―No. No, Dégel. No estoy enfermo. Me siento muy bien.

―Te digo que estás enfermo. Estabas inconsciente.

La voz airada del cuervo se cimbró en el reducido refugio.

―¡Frígido necio, frígido necio! ¡Te digo que estaba dormido! ¡Tonto, tonto!

―¡Óyeme no, Kilídes! ¡No llames frígido a Dégel!

―¡Es frígido y es tonto! ―declaró sin piedad el ave―. ¡Y está histérico! ¡No lo traje para esto! ¡Que no!

―¿Tú lo trajiste? ¡Avechucha traidora! ¡Creí que eras mi amigo!

―¡Corazoncito idiota! ¡Por supuesto que soy tu amigo! ¡Tonto! ¡Pelafustán! ¡Si estás que te mueres por verlo de nuevo! ¡Te lo he traído, te lo he traído!

Kilídes aleteó furioso, y furioso le picoteó la mollera a Kardia, quien se encogió e intentó protegerse la cabeza, sin atreverse a espantar al animal.

―¡Ya vi que lo trajiste! ¡Ya vi, ya vi!

―¡Basta, deja de hacerle daño! ―exigió Dégel intentando quitárselo de encima.

Pero Kilídes se indignó todavía más y le propinó un tremendo picotazo en la mano al taheño, quien la retiró con un diminuto hilillo de sangre manando de la herida.

―¡No, Kilídes! ¡No le hagas daño!

―¡Tontos, tontos! ¡Idiotas! Ahora están juntos, ¡por fin! ¡Dejen de perder el tiempo que no tienen y hablen! ¡Estúpidos!

El ave saltó y se quedó a una breve distancia de ellos. Aplicó sendos picotazos en la tierra medio cubierta de grama y líquen y los miró desde sus ojos dorados, que esplendían como llamas.

»Les queda casi nada de tiempo. ¡Casi nada! ¡No puede ser que sean tan imbéciles de no hablar como personas inteligentes!

Aleteó enfurismado. Soltó una serie de graznidos beligerantes.

»Mitéra me pidió que cuidara de sus bebés. ¡A ti, Corazoncito, no puedo cuidarte más! ¡Te he traído a tu frígido cabeza de piedra! ¡Hablen de una vez! ¡No tienen más tiempo! ¡Zoquetes!

»Me iré a cuidar de Solecito. Aun ahora, ¡está tratando de ayudarlos! ¡Pero no sabe cómo! ¡Ese también es idiota!

Alzó el vuelo y se colocó en el hombro de Kardia, quien se encogió un poco al sentir su peso. Pero el ave le acicaló el pelo y la oreja de un modo que a Dégel le pareció cariñoso.

»Te he querido mucho, Corazoncito. Mucho. Nadie me ha dado tanta guerra como tú. Aprovecha tu tiempo. Duerme en paz. Si vuelvo a verte, te querré aún más que ahora. Y si no es así, siempre te recordaré como mi favorito.

Miró a Dégel y le lanzó un graznido que al pelirrojo se le antojó grito de batalla.

»¡No me maltrates al niño! ¡Pórtate bien! ¡Y duerme también en paz!

El ave voló definitivamente y se largó de ahí. Los dejó sentados sobre el suelo, protegidos por la cueva que se formaba entre la roca enorme y el piso.

Ya casi estaba oscuro. Podían verse los rostros con alguna dificultad. Kardia suspiró, tomó su celular y encendió la linterna, de manera que hubo luz entre ellos.

Dégel aún lo miró con inquietud.

―Estás enfermo ―repitió con la voz fluctuante―. Estás enfermo...

Y una lágrima tímida se le escurrió por la mejilla mientras palpaba el rostro de Kardia, todavía en busca de una señal de fiebre.

Kardia tomó la mano, la apretó contra sus labios y luego la puso frente a sus ojos, para mirar la pequeña herida, que empezó a proteger envolviéndola en un pañuelo.

―No tengo nada, Dégel. Cálmate, por favor. Te juro que no me siento enfermo. No me siento mal.

―No es cierto.

―Es cierto. Sé que no estoy enteramente bien: estoy cansado y esta tarde he tenido dolores difusos. Pero no he estado postrado. Ni he tenido fiebre. Ha sido un día bastante... benigno.

―Te fuiste... ―musitó Dégel con un nudo en la garganta que le trizó la voz―. Te me fuiste... Me he vuelto loco pensando en dónde podrías estar, cómo podrías estar... Si estarías alicaído o tendrías hambre. Si sentirías frío, o calor, o dolor...

Dégel quiso ocultar el puchero que le deformó los labios inclinando la cabeza y permitiendo que el cabello le ocultara el rostro. Pero Kardia lo tomó de la barbilla y lo obligó a mirarlo. Le limpió el caminillo de lágrimas con los dedos y le apartó el pelo de la frente.

―Haré una fogata. No me resigno a no verte con claridad ahora, que puedo estar contigo por última vez. Espérame, iré por leña.

―No. No me voy a separar de ti ahora. Te me vas a esconder otra vez.

―¿Qué? ¡No! ¡Por la pequeña Diosa, Dégel! ¡No haré eso!

―Entonces te me pondrás mal mientras estás apartado de mí. No te dejaré: iré contigo.

―Dégel... ―se quejó Kardia estrujándose el cabello que le caía sobre la cara y luego suspirando―. Este mal te lo he hecho yo a lo largo de nuestra vida en común: no tendrías por qué sentirte responsable por mí, ni estar siempre al borde de la desesperación, pensando en que me va a cargar la tristeza.

»Anda, acompáñame a buscar leña y a encender el fuego. Así no me pierdes de vista.

Kardia empezó a moverse para salir, pero Dégel lo detuvo y lo abrazó con fuerza. Kardia, sorprendido al principio, respondió el abrazo un momento después, estrechando contra sí al pelirrojo y hundiendo la nariz en su cabellera. Aspiró profundo el aroma de su piel, y luego lo soltó.

»Ven, vamos ahora.

Y lo tomó de la mano herida para ayudarlo a salir a cielo abierto.



Un fuego animado, pero calmo, crepitaba en el pequeño rodel de piedras que Kardia y Dégel habían formado en silencio.

Si bien aún había una leve claridad en el cielo, ya la noche estaba por caer. Había estrellas despuntando aquí y allá, y el azul crepuscular se iba convirtiendo poco a poco en añil.

Kardia había lavado con un poco de agua la herida de Dégel y se entretenía en la acción de vendarla de nuevo con el pañuelo. Dégel, en silencio, se dejaba hacer sin apartar los ojos como amatistas de encima del escorpión.

―¿Tienes hambre? Aún tengo bastante comida.

―¿Trajiste comida? ―preguntó Dégel con acento taciturno.

―No. Kilídes me la trajo. ¿Cómo? Los Dioses lo sabrán. Un momento me estaba graznando reproches y al otro tenía una cesta llena de comida junto a mí. ¿Quieres un poco?

Dégel negó, desganado.

Kardia, sin preguntar más, se levantó y se fue al interior de la pequeña cueva. Al regresar, puso junto a Dégel una cesta y junto a sí mismo la bolsa con sus bártulos. Tomó un termo y sirvió en la tapa una ración de café, que ofreció al pelirrojo.

»Por favor, bébelo. Es muy bueno.

Dégel lo aceptó y dio un sorbo. Su expresión lúgubre cambió a una de grata sorpresa.

―Y tienes razón. Está sabroso. Bastante.

El del cabello negroazulado asintió, pensativo. Se apropió de un mechón de su cabellera y empezó a rizarlo, distraídamente.

»¿No quieres...? ¿No quieres que... que hablemos?

Kardia aspiró hondo. Aunque llorar no era su intención, la sola idea de hablar con el taheño hizo que se le formara un nudo en la garganta y que los ojos se le empañaran. Tomó de entre las manos de Dégel el cuenco del café y se bebió el contenido de un trago.

―¿Qué...? ¿Qué quieres que te diga? ―murmuró con la voz ahogada.

Dégel se encogió un poco de hombros. No en señal despectiva, ni indiferente, sino como muestra de que él también se sentía perdido en esa situación.

Ambos sabían que tenían cosas importantes por decir. Pero no sabían cómo empezar. Cómo abordarlas.

―Dime... Dime qué estás pensando justo ahora.

A Dégel siempre le habían fascinado los ojos de su amigo. Eran grandes y vivaces. Y las pupilas parecían en verdad piedras vivas. Ver que Kardia los cerraba y dejaba escapar una brizna de humedad por el lagrimal lo acongojó.

»No, Kardia. No quiero que te entristezcas.

Kardia, las piernas plegadas contra el pecho, ocultó la cara entre las rodillas. No deseaba que fuera así, pero no pudo evitar que un suspiro se le trocara en sollozo.

―¿Qué quieres que te diga? Es nuestra hora final. Y debería ser sólo mía. Lo siento... ¡Lo siento tanto!

»No sé cómo sucedió, Dégel. ¡No lo sé! ¡Por mucho que me estrujo los recuerdos, no sé qué pasó! ¡No sé qué dije! ¡No sé qué hice! ¡Pero ha sido una felonía! No me has hecho sino bien en la vida y te lo he pagado con esta traición detestable...

Dégel se limpió una lágrima que Kardia, desde su postura de aislamiento, no fue capaz de ver. Se llevó una mano al bolsillo del pantalón y sacó un objeto menudo.

Tomó la mano que Kardia mantenía engarfiada en su rodilla y lo obligó a extenderla para dejarle una pequeña ofrenda.

Kardia, con un suspiro sentido de por medio, levantó la vista vidriosa y la fijó en el colgante que reposaba en su palma.

―Olvidaste tu collar en mi almohada.

Los cabellos negros, azulados como ala de cuervo, se menearon al compás de la negación de Kardia.

―No. No lo olvidé. Pensé que... que te arrepentías de habérmelo dado. Te lo devolví.

―¿Por qué me arrepentiría, Kardia? ―respondió Dégel, dolido.

―Dijiste que... Dijiste que yo te... te había obligado...

Las últimas palabras las susurró apenas. Sin que hubiera reproche en la voz, Dégel había detectado el duelo en ellas.

―¿Por qué no me dijiste, Kardia? ¡He sufrido lo indecible pensando que no te volvería a ver! ¡Que te sobreviviría! ¡Que tendría que resignarme a no verte más! Y la verdad es que partiremos juntos. ¿No crees que tenía derecho a saber lo que sucedía desde el principio?

―Tenía miedo ―masculló el otro, mordisqueándose el labio inferior.

―¿Tú? ¿Miedo de morir?

―No... Miedo de que mueras. Nada me aterroriza tanto como eso, ¿sabes? La sola idea de que te me mueras, me paraliza. En la Atlántida... Te vi morir en la Atlántida... Yo también me moría. Pero lo último que vi... Te vi a ti, congelado y perdido, en la masa de hielo.

»Muerto...

»No estoy seguro porque recuerdo poco y nada... Pero sé que enloquecí. Enloquecí, porque estabas muerto.

―Yo también enloquecí, Kardia ―dijo Dégel con voz ahogada―. Enloquecí cuando dejé de sentir tu cosmos... Cuando supe que habías conseguido tu muerte gloriosa y me dejabas atrás... No lo soporté...

Kardia hizo un puchero sentido.

―¿Te dejaste morir... porque yo me había muerto? Mi destino ha sido morir desde el principio y siempre lo has sabido. ¿Decidiste morir conmigo en cuanto lo comprendiste? ¿Estás demente?

Dégel se encogió de hombros y luego asintió, dubitativo.

―Supongo que al menos estoy tan demente como tú.

Ambos guardaron silencio.

»¿Puedo colocarte el colgante en el cuello?

Kardia asintió. Entonces las manos de Dégel tomaron el cordón de piel y lo pasaron por sobre la cabeza y su larga melena de cabellos tan negros, que el fulgor del fuego le arrancaba esos destellos de añil que tanto gustaban al pelirrojo.

Las manos pálidas de Kardia, que los últimos días se habían tostado un poco, acariciaron la piedrecilla engarzada en hilos de plata. Miró a Dégel, buscando a su vez el dije que días atrás le había regalado y no lo encontró. Torció un poco el gesto.

―¿Por qué me entregas tu presente cuando tú ya no portas el mío?

El pelirrojo desvió la mirada, avergonzado.

―Perdóname. Kilídes me lo exigió como pago por conducirme a ti. Lo más valioso que poseyera... Eso fue lo que me pidió...

Kardia abrió los ojos, maravillado. Y Dégel se perdió en la maravilla de su amigo.

―¿Mi obsequio es lo más valioso que poseías, Dégel?

El de los ojos color lavanda dio una leve cabezada afirmativa, que resultaba también tímida.

Encantadoramente tímida, según el parecer de Kardia.

Este se levantó un momento y empezó a buscar desesperadamente en sus bolsillos, mientras mascullaba expresiones de impaciencia.

―¿Kardia?

―Espera... Espera, Dégel querido.

Al fin, sus dedos dieron con el objeto de su búsqueda y volvió a sentarse junto al pelirrojo.

En algo así como una réplica de lo sucedido casi 250 años atrás, la noche en que subieron al filibote rumbo a Blue Graad, Kardia tomó la mano de Dégel y depositó en ella una brillante piedrecilla menuda.

Dégel la miró con algo parecido a la fascinación.

―¿Y esto?

―Es una piedra de luna. Kilídes me la acaba de entregar hace unas horas.

―¿Piedra de luna? Pero... No puedo aceptarla si es a su vez un regalo de...

―¡No es un regalo! Kilídes ha aceptado algo a cambio. Fue un... un trueque. Un trueque honorable en el que cada uno obtuvo algo valioso. Y ahora yo te lo entrego como presente. ¿Lo... lo aceptas?

»Así tengo algo tuyo, y tú algo mío. Así estamos iguales.

Dégel sonrió con alegría. Con verdadera alegría después de todas aquellas horas de larga angustia.

Besó la piedra y la depositó en el bolsillo de su camisa.

―¿Somos amigos de nuevo? ―preguntó el taheño con modestia.

El del cabello negro asintió, con una sonrisa dulce.

―Siempre, Dégel. Siempre.

―Me da gusto. Y sin embargo, creí que... he creído las últimas horas que...

»Que éramos más que amigos...

Kardia se atragantó con su propia respiración al escuchar las palabras casi tímidas de Dégel. La cabeza le dio vueltas ante la perspectiva de llegar a esa aclaración que necesitaban desesperadamente, pero que a la vez, tanto temían.

Kardia, cansado y anhelante, sintió por un momento el dolorcillo sordo, casi inadvertido, que hacía unas horas se le venía colando a ratos en el pecho.

―Más que amigos... ―repitió, trémulo.

Esta era su última noche. Y, como bien sabía, también la última para Dégel.

Estaba cansado de pensar en cómo decirle lo que sentía. Lo que se le desbordaba del corazón, del alma. De intentarlo y no atreverse.

»Te escribí una carta. Una carta en la que te explico que sí, que en mi corazón eres más que mi amigo. Y que anoche fui feliz como nunca porque pude expresarte un poco el modo en que me haces sentir...

Sacó de su bolsa el paquete de hojas dobladas y se lo entregó a Dégel, quien lo recibió y se quedó mirándolo por todos lados, sin atreverse a leerlo aún.

»Dégel. Eres... no tengo palabras para decirte lo que eres, lo que has sido y serás en mi vida. Lamento haberte obligado a hacer esta expedición ridícula. Te pido perdón por ello, pues te he apartado de tu hermana y tu hermano, junto a quienes seguramente preferirías estar...

―Estoy donde quiero, Kardia. Con todo y lo irritante que no dejas de ser... y que yo mismo soy. Estoy donde quiero... donde necesito estar. No pidas perdón por nada, por favor. No ahora. No esta noche...

Kardia asintió con levedad. Se preguntaba si tendría fuerza, no física, sino de espíritu, para finalmente decirle a Dégel lo que necesitaba escuchar.

―Yo... tengo algo que decirte...

Aspiró profundo. Bajó la vista y la dejó fija en sus manos, en sus dedos, que le parecieron... bonitos. La Aguja Escarlata finalmente estaba recuperada. Aunque todavía corta.

―¿Qué cosa, Kardia? ¿Qué quieres decirme?

―Yo... Yo... ―tragó saliva para deshacer el nudo de su garganta―. Yo quiero... Tu hermano... él me prestó algunos libros... O bueno... me los prestó y yo los... los secuestré. Los traje conmigo. ¿Crees que se enfade?

Dégel levantó la vista de inmediato y se le quedó viendo, azorado, a través de aquel armatoste que no le venía tan bien como los quevedos. Los ojos de amatista revelaban una sorpresa inocultable, pero también una suerte de decepción, por las palabras del escorpión.

Este creyó que el desencanto del taheño se fundaba en la imagen de bruto que siempre le había dado. Y claro, ¿cómo iba el bestia, el cerdo de Kardia a ocuparse en una actividad refinada como tomar un libro?

Impensable.

»Sí, Dégel. A pesar de lo que dejo ver de mí mismo, sé leer. Sólo que necesito motivaciones mayores para acercarme a un libro...

―Perdóname, Kardia ―lo interrumpió Dégel―. Ya sé que lees. Has pasado las últimas noches recitando poesía. Anoche me consolaste leyéndome poemas.

―Estabas muy alterado. No se me ocurría qué hacer, así que te procuré algo que te causara felicidad.

―Gracias. Fue muy considerado de tu parte. Sé también que finges ser un desgraciado y un basto. No me sorprende que quieras leerme. Un par de ocasiones te he visto escondido, hojeando algunos de mis libros.

―Ah, me has atrapado en el pecado...

―Eso no es pecado... Yo... esperaba escucharte decir... decir...

Kardia soltó una risita nerviosa. Se estrujó los dedos. Tomó aire.

―En fin. A eso voy. A que tu hermano me ha prestado algunos libros suyos. Le he contado... le conté que necesitaba decirte algunas cosas y que no encontraba forma de hacerlo.

»Así que él me ha sugerido que busque las palabras de alguien más. Alguien que haya sentido algo similar a lo que yo siento...

La respiración de Kardia trastabilló. Sentía una agobiante opresión en el pecho. ¿Sería su corazón tan traidor de fallarle justo ahora?

¿Pero qué decía? Claro que sería capaz. Mejor apurar el paso.

»¿Puedo...? ¿Me dejas compartirte algo que encontré? Son... son versos. De una señora. Dice cosas interesantes en todos sus poemas. Pero este... Si fuera más inteligente, menos tosco en mis palabras y tuviera idea de cómo hilar una frase coherente, podría haberlo escrito yo, pues refleja mi pensamiento y mi sentir.

Dégel le dedicó una sonrisa suave, triste. Buscó con su mano el antebrazo del escorpión y lo estrechó con cariño.

―Te he visto escribiendo con dedicación en tu diario. Nunca lo he leído, pero ese gesto de concentración no puede sino indicar que piensas y escribes con belleza. Y que sólo podría haber belleza en lo que elijas leer.

»Además, ¿no acabas de entregarme una carta escrita de tu puño y letra? Estoy seguro que en ella dices cosas ciertas y necesarias. Así pues, ¿me compartes lo que has encontrado, por favor?

―No sé pronunciar el nombre de la señora. Parece ser paisana tuya.

Le mostró el libro para que leyera el nombre y Dégel, entrecerrando los ojos en gesto de simpatía, hizo un gesto dubitativo, otorgándole a medias la razón. Le indicó con un gesto de la mano que prosiguiera.

La fogata ardía perezosa y prestaba una luz taciturna.

Kardia sostuvo el libro con una mano y el móvil que Milo le había entregado días atrás con la otra. Buscó entre las funciones y encendió la lamparita de la parte trasera. Con ella alumbró el volumen.

La voz le jugó una mala pasada: la sintió atorada en la garganta y tuvo que toser un poco para aclararla.

»"Nada... Nada sucede dos veces..."

El nudo de su garganta lo enmudeció. Tragó saliva pesadamente. El teléfono se le resbaló.

Cerró el libro y lo dejó a un lado, al igual que el aparatito. Tendió los párpados sobre los ojos. Respiró hondo. Luego de eso, sintiendo los latidos desaforados de su corazón, el del cabello negrísimo recitó de memoria, titubeante al principio y cadencioso después.


»"Nada sucede dos veces

ni va a suceder, por eso

sin experiencia nacemos,

sin rutina moriremos.


En esta escuela del mundo

ni siendo malos alumnos

repetiremos un año,

un invierno, un verano.


No es el mismo ningún día,

no hay dos noches parecidas,

igual mirada en los ojos,

dos besos que se repitan.


Ayer mientras que tu nombre

en voz alta pronunciaban

sentí como si una rosa

cayera por la ventana.


Ahora que estamos juntos,

vuelvo la cara hacia el muro.

¿Rosa? ¿Cómo es la rosa?

¿Como una flor o una piedra?


Dime por qué, mala hora,

con miedo inútil te mezclas.

Eres y por eso pasas.

Pasas, por eso eres bella.


Medio abrazados, sonrientes,

buscaremos la cordura,

aun siendo tan diferentes

cual dos gotas de agua pura." *


Kardia soltó el aire, despacio. Inclinó la cabeza y miró, titubeante, hacia la hoguera, que empezaba a extinguirse y crepitaba un poco.

No había nada más qué decir. O eso le parecía a él.

Lo que sentía le rebasaba el espíritu. Lo reconfortaba y lo atormentaba. Pero el tormento era demasiado dulce para soltarlo. Para dejarlo atrás. Tanto, que no podía expresarlo.

Recurrir a las palabras de esa otra persona, de esa mujer que había nacido tantos años después que ellos, que había sobrevivido horrores atroces, y había tenido fuerzas para vivir y sonreír antes de morir, era un recurso que se le antojaba cobarde.

Sin embargo, esperaba que fuera eficaz.

―Son... Son versos hermosos, Kardia.

El de los cabellos negros se permitió una sonrisa melancólica al tiempo que asentía brevemente. Una lágrima se le deslizó, lenta y silenciosa, por la mejilla.

―Triste. Me parece hermoso y triste. Y me ha parecido... me parece que puedo compartirlo contigo. Me parece que... dice con más claridad... cosas que no soy tan listo como para comunicarte.

Dégel, callado, observó a su amigo. La lágrima de pronto ya no fue discreta: se duplicó y triplicó hasta que dejó un brillante camino en el rostro del escorpión.

Cualquier atisbo de ira que hubiera anidado en su pecho por los altibajos de las últimas horas se le desvaneció. Sólo quedó la realidad del llanto silencioso de Kardia y su tristeza infinita.

―¿Por qué, Kardia? ¿Por qué lloras?

―Porque esta es mi última noche. No hay nada más para mí. Y he sido tan egoísta, que...

Dégel se obligó a respirar con profundidad. Lo sabía. Sabía sobradamente que esa era la última noche de Kardia. Que no lo volvería a ver. Que no volverían a estar juntos.

No con vida.

Su hermano, Camus, le había prometido que los sepultarían juntos. Que esta vez, reposarían uno al lado del otro, para siempre.

―¿En qué, Kardia? ¿En qué has sido egoísta?

―Siempre has dicho que soy egoísta. Y has tenido razón, por supuesto. Siempre tienes razón.

Dégel se retiró los lentes de la cara y los conservó entre las manos. Los vio indistintamente a través de sus ojos defectuosos. A pesar de lo cómodos que resultaban, no le gustaban tanto como los quevedos. Sacó el estuche del bolsillo trasero de su pantalón y metió allí el armazón negro para sacar aquello que echaba de menos.

Los quevedos lucieron triunfantes en el puente de su nariz.

Kardia, con los ojos brillantes de lágrimas y de adoración, observó la faz de su amigo. Luego apartó la mirada, fijándola en el azul oscuro y aterciopelado del firmamento nocturno.

»Haces que sean una alhaja.

―¿Qué cosa?

―Los quevedos. Haces que sean una alhaja.

―¿Por qué? ―inquirió el taheño con legítima extrañeza.

―Porque haces que se vean hermosos. Como una joya.

Dégel recorrió con parsimonia la estampa que aquella persona, tan allegada a su corazón, presentaba en aquel momento.

Kardia admiraba las estrellas en lontananza. Las mismas que se reflejaban en sus ojos. Las contemplaba como si quisiera tocarlas, como siempre había, secretamente, querido. Del mismo modo que las miró la noche anterior, en el observatorio.

Y no dejaba de llorar.

Al ruso se le estrujó el alma. Quería vivir con ese hombre imprevisible cada segundo que le quedara en la existencia. No quería vivir sin él. No quería sino morir con él.

Habían sido tantos los deseos, los anhelos, los suspiros acallados, las palabras liberadoras retenidas.

»Aunque supongo que si consigues eso, hacer que luzcan así, es porque la alhaja eres tú.

Dégel bebió las palabras de Kardia y cerró los ojos. Sintió sus propias lágrimas desbordándose.

Tanto qué decir. Tanto qué vivir.

Y ya no quedaba tiempo para nada de eso.

»Nunca... nunca alcanzaré a agradecerte todo lo que has hecho por mí. Que hayas tomado responsabilidad por mi bienestar. Todas las ocasiones que me has cuidado. Que me has soportado. Ojalá pudiera retribuirlo, pero soy tan egoísta y tan torpe que... Te he pagado tan mal... Te he pagado con la muerte...

El espíritu de Dégel se encabritó ante el menosprecio de que Kardia se hacía objeto. Del escarnio que se autoinfligía. ¿Cómo podía tener una idea tan triste de sí mismo?

Ah, sí. Él mismo, Dégel en persona, le había ayudado a creer eso las últimas horas. Si bien era cierto que ya llevaba la semilla sembrada, Dégel la había irrigado en la mañana, con los reproches nacidos de su desesperación. De su indignación.

Y ahora, tenía a Kardia en sus últimos momentos, vapuleándose.

Lo cual era absurdo, porque para Dégel, ese cabrón necio era la persona más valiosa que había tenido la fortuna de conocer.

Katsaros tenía razón. Siempre la había tenido.

¿Cómo podía dejarlo partir sin saber? ¿Sin escucharlo de sus labios?

―Te amo ―soltó con llaneza.

Y al hacerlo, el corazón le trotó plácido y el aire fluyó suave por sus pulmones.

Dégel se sorprendió de lo fácil que había resultado decirlo. De lo liberador. Y de la conmoción que causaba en Kardia.

―¿Q...?

Kardia se atragantó con el aire que respiraba. Las lágrimas fluyeron con mayor abundancia. Quiso hablar y no pudo.

Pero fijó sus ojos de aquel azul aturquesado en los violetas de Dégel.

»¿...Qué? ―graznó por fin, estremecido.

―Que te amo ―reafirmó Dégel con una calma que, ahora, después de haber entregado su verdad, le parecía obvia.

―Ya lo sé ―musitó Kardia con voz ahogada―. Te escuché decirlo mientras estuviste inconsciente. Me lo dijiste en sueños. Y luego ―añadió con pesar―, te he escuchado negarlo, reprochármelo esta mañana.

Dégel afirmó una sola vez y cerró los ojos, apenado.

―Lo sé. Sé que fui amargo esta mañana. Y por favor, entiende que antes guardara silencio y mostrara reluctancia. Tenía miedo de no ser correspondido. Tenía miedo de hablar y que me respondieras que sólo eres mi amigo. Estaba atemorizado de que quisieras... renegar de mí. No lo habría soportado, me habría muerto de tristeza.

»Ahora, en este instante, estoy rectificando todo: lo que dije y lo que no.

»Ya me has oído. Estoy cansado de ocultar mis emociones. Además, no puedo. Te amo. Te amo, Kardia.

Kardia asintió, asustado.

―No merezco que me ames, Dégel. Me has entregado todo lo que has podido, todos estos años. Y yo, en cambio, te lo he quitado todo. Te... Te estoy arrastrando en mi inmundo camino...

Dégel sollozó casi imperceptiblemente. El pecho le dolió con la intensidad de su sentir: lo afligía el autodesprecio de Kardia. La cabellera cobriza se balanceó al compás de la negación que hizo la cabeza.

―Nada en ti es inmundo, Kardia.

―Te até a mi suerte...

―Tu suerte no es inmunda. Es lo que es y ya.

―Tú... Tú ibas a vivir con tu hermana y tu hermano... Y yo te he quitado eso... Soy un inmundo egoísta...

La voz de Dégel se trizó en un quejido ronco, que levantó las alarmas del escorpión.

―Tú mismo lo has dicho, que no sabes cómo ha ocurrido. ¿Cómo ibas a saber que puedes hacer esa clase de cosas? Ni siquiera tenías idea de quién era tu padre...

―Eso no importa. He sido tan mezquino y egoísta que te lo he quitado todo, que te he quitado la posibilidad...

―Te amo ―declaró el ruso con tanta vehemencia, que su curioso acento se reforzó―. Te amo. Nada más que eso me importa. Eres la... la razón por la que... ¡Oh, Kardia! ¡Kardia...!

Dégel buscó la mano de su amigo y, una vez que dio con ella, la llevó hacia su pecho.

»¿Por qué querría una vida en la que no podré verte? Y no hablo de vivir sin mis estúpidos quevedos. Mi primer deseo al despertar por las mañanas es acompañarte. Cuidar de ti. Recibir una mirada tuya... No me has quitado nada, Kardia. En verdad, no me has despojado de nada... No deseo continuar sin ti. No me obligues a continuar sin ti... Moriré sin tu corazón inquieto, arrebatado, latiendo junto al mío...

―Dégel...

El taheño estrechó la mano de Kardia contra su propio corazón, dolorido de pronto. Un sollozo tan profundo y afligido se gestó en sus entrañas, que su cuerpo se sacudió como si lo zarandearan las olas en el mar.

―¡No me dejes atrás! ―se lamentó, desolado―. ¡No te apartes de mí! Así lo hiciste en la Atlántida... ¡Me dejaste! ¡Y tuve que ir tras de ti! ¡No me apartes...! ¡No me abandones, no me olvides...! ¡Te lo ruego...!

Se sintió estrujado y contenido. Se aferró a los brazos que lo sostenían y lloró con amargura, ocultando el rostro en el cuello cálido de su amigo. Aspiró, en medio de los sollozos convulsos, el aroma propio de Kardia y se embriagó, igual que la noche anterior. Más todavía, porque ahora no estaba aturdido por ningún malestar.

Sepultó la nariz en la piel ajena, y pensó en lo fácil que era perderse en la esencia de aquel hombre incontenible y entrañable.

Dioses... ¿Qué haría sin él?

Diosa... Pequeña y adorada Diosa... Qué inconmensurable bendición partir a su lado.

Dégel no se dio cuenta cuando paseó los labios por la piel tibia del cuello que le ofrecía refugio, en un intento de guardar en sus sentidos la presencia, la realidad tangible que era Kardia en aquel momento. Recogió el calor confortable que desprendía aquella epidermis ligeramente tostada por el sol recibido los últimos días.

Le pareció que la piel del escorpión gozaba de las virtudes del terciopelo: densa, acogedora, tersa. Era un placer de dioses sentirla contra sus labios. No se dio cuenta del ansia, del hambre devoradora con que los besos se desperdigaron, primero en la garganta y luego, en el mentón, en los pómulos, en los párpados del escorpión.

Pensó que el leve gemido que había escuchado, lánguido y adorable, se había escapado de su propio pecho.

Y fue un dulce descubrimiento apercibirse de que era la voz de Kardia, abandonado a las sensaciones que los labios rusos le prodigaban, la que lo había liberado.

»Te amo, Kardia. Te amo... Y me muero... me muero sin ti...

―Te mueres conmigo, mi amor... ―contestó Kardia, con voz dolorosa.

Dégel detuvo sus avances y aferró la nuca de Kardia de tal modo que pudo mirarlo a los ojos.

―Repítemelo...

Kardia se permitió acariciar la mejilla de Dégel.

―Te mueres conmigo...

Los ojos de Dégel brillaron atormentados por un momento. Kardia, sin ser consciente de ello, leyó el dolor de aquellas pupilas adoradas.

»Te mueres conmigo. Mi amor... Mi amadísimo Dégel...

El taheño extendió una sonrisa prístina en los labios delicados. En aquellos labios que por largos años sólo habían besado las manos de Ledyanaya Roza y Ledi, que apenas la noche anterior se habían aventurado en la piel anhelada de su amigo.

»Mi amor... Amor mío... Vida mía... He sido tan egoísta que te he arrastrado conmigo...

Moye serdtse... Has sido tan generoso, que finalmente pensaste en mí...

―He sido tan egoísta, que te he traído la muerte...

―Ya la tenía conmigo... Igual que tú y todos los demás. Me has amado tanto... que por fin piensas llevarme a tu lado...

―Dégel... que se me rompe el alma... Que no es esto lo que deseaba para ti, para mí... Deseaba contemplarte de nuevo... No matarte...

Dégel se empapó de las palabras angustiosas. Que, a pesar de todo, resultaban dulces. Dulces como la mirada atribulada del escorpión. Dulces como su piel. Como sus labios...

Rozó con su nariz la del otro y se dio permiso de gustar el aliento ajeno. La piel se le puso de gallina. Levantó la diestra y, en un impulso trémulo, delineó con el índice los labios de Kardia.

Éste se estremeció ante el tacto y cerró los ojos, anhelante, pendiente tan sólo de las atenciones que recibía.

El toque de sus dedos le recordó a Dégel lo que sabía desde la noche anterior: que los labios de Kardia eran suaves, tibios. Rotundos. Habían servido durante 22 años para sonreír, escupir palabras hirientes y, casi inadvertidamente, para pronunciar frases descuidadas que revelaban el alma generosa de aquel hombre inclasificable.

Algunas veces los había escuchado musitar oraciones a la pequeña Diosa.

Algunas veces los había visto posarse en la pequeña mano.

La noche anterior, en su arrebato de desesperación, por fin se había rendido y los había probado.

Qué blasfemia morir sin haberlos probado de nuevo. Sin comprobar, sin reconocer su textura y su sabor.

Se imaginó a sí mismo en la situación de catar sus manjares predilectos. Recordó la primera vez que probó el chocolate caliente, en su niñez, procurado por Ledyanaya Roza. La primera que probó revani y melekouni, que le hizo saberse griego además de ruso.

Recordó los sabores que supusieron un hito en su existencia y los contrastó con lo que probaba ahora: no había comparación.

Los labios de Kardia eran tiernos y al mismo tiempo, firmes. Cálidos. Dulces como la miel, como el almíbar de las baklavas. Como el anís que añadía al vodka en Siberia. Cuando los rozó primero con la punta de su nariz y luego con sus propios labios, soltaron un jadeo, leve pero febril, que hizo que se le erizara la piel. Y resultaron tan sabrosos, que el beso tímido, como mariposa posándose en una flor, resultó pronto insuficiente.

Pensó que estaba siendo descortés. Que, al igual que la noche anterior, se aprovechaba de la buena voluntad de su amigo. Supuso que Kardia podría protestar por aquella invasión alevosa de su espacio personal.

Pero cuando atrapó con sus labios la carnosa arista inferior del escorpión, lo que obtuvo fue un gemido que vibró en toda su piel. En su carne, en su espíritu.

Apresó el rostro ajeno con las manos, temiendo que escapara, y dejó que su lengua probara un poco aquella textura.

Kardia, no obstante que era ligeramente más alto y más ancho de espaldas, se derretía entre las manos de Dégel, como si de pronto sus habilidades hubieran mudado de naturaleza. Como si Dégel irradiara calor en lugar de frío. Como si Dégel se hubiera convertido en su justo contrario. Paseó la diestra, con la incipiente Aguja Escarlata, en la cabellera del pelirrojo y se afincó en su nuca, mientras la siniestra se aferraba a un hombro, con la intención de sostenerse de él.

Cuando Escorpio sintió que el beso de su amigo se volvía más húmedo e íntimo, abrió la boca y deslizó su propia lengua en una caricia que pretendió ser suave, mas no lúbrica. Kardia escuchó a Dégel ronronear y desesperar. Le pareció curioso encontrarse de pronto tendido sobre la hierba, con el cuerpo menudo de Acuario cubriéndolo y rozándolo de una manera que pudo haber considerado indecente en el pasado, pero ahora...

Ahora rogaría por sentir esta dulce prisión la eternidad entera.

Quiso hablar. ¿Pero qué cosa inteligente podría decir?

»Dégel ―musitó, laxo―. Mi Dégel...

Dégel no contestó. Estaba abstraído en el beso, cada vez más profundo y sentido. No se daba cuenta de que sus manos se movían con voluntad propia y que la acción tan cotidiana de abrir las ropas de Kardia para administrar el frío curativo había tomado otro cariz. Todos los estímulos de su cuerpo estaban pendientes de sus actos: los de sus labios y sus dedos.

Pronto, besar no fue suficiente. Los dientes se cebaron con levedad en el labio inferior del escorpión, quien emitió una queja. Pero no de dolor. Dégel tuvo de pronto la necesidad de saber si con sus haceres provocaba algún daño a Kardia y le aplicó una succión urgente en la comisura de la boca. La reacción que eso generó en el escorpión robó al pelirrojo el último resquicio de raciocinio que le quedaba.

Kardia no tuvo consciencia plena de lo que sucedía: sintió placer, luego dolor y al final, un dulce hormigueo en su boca. Gruñó desesperado. Apresó con la siniestra, con la otra Aguja en ciernes, el hombro de Dégel y los hizo girar a uno y otro de posición. Y al hacerlo, las hombrías de ambos se encontraron.

Dos voces tomadas por el placer se elevaron en la oscuridad. Dos pares de ojos se abrieron sorprendidos ante la revelación descarnada de su deseo. Uno y otro habrían querido enrojecer de vergüenza por las voces trémulas que se gestaban en sus gargantas. En el pasado, el pudor no les había permitido ni siquiera vislumbrar su proceder en el presente. Pero en ese momento de encuentro, de descubrimiento y, ellos lo sabían, de inicio y final de sus vidas, detenerse no era opción.

Lleno de anhelos, Kardia bajó el rostro para besar, delicado, al joven al que por fin se había rendido sin condiciones. Desperdigó besos leves en la boca, los corrió hacia el cuello, y el aroma guardado detrás de la oreja de Dégel lo enloqueció.

―Hueles a lirios ―susurró con voz ahogada―. Hueles a narcisos, a flores de invierno... Hueles a las delicias de los Elíseos.

Bajó la diestra y la deslizó una y otra vez en el muslo contrario. Dégel se agitó y, sin apenas darse cuenta, abrió las piernas. El contacto de las caderas se hizo entonces directo y arrollador.

―¡Oh, Dioses...! ―gimoteó el pelirrojo ante la avalancha de estímulos―. ¡Oh, Dioses! ¡Kardia, no me dejes...!

El joven ruso, cuyo comportamiento era de ordinario irreprochable, estaba volcado en aquella revolución de sus sentidos, explorando caminos sensibles que no había conocido sino superficialmente en sus momentos de consuelo solitario. En medio de su respiración rota por el goce, apresó con una de sus piernas a Kardia.

A Kardia, cuyo cuerpo le estaba permitiendo experimentar por primera vez la sensualidad plena. Kardia disfrutaba y padecía esta nueva vivencia en la que el dolor no era el protagonista. Se recordó a sí mismo en su cama, tocándose en la oscuridad de la noche, con la imagen inconfesable de Dégel prendida de sus recuerdos: Dégel leyendo, sonriendo, en la sencilla labor de acomodarse los quevedos. Dégel palpando su pecho desfalleciente por la fiebre. Dégel prodigando el frío delicioso que le devolvía la vida y le erizaba los poros.

El de los cabellos negros intentó llevarse la mano a la entrepierna, para dar alivio a la rigidez agobiante que se le había ido levantando. Sin embargo, se encontró con el ariete ajeno, el de Dégel, y no pudo contenerse: lo atrapó encima de la ropa para prodigarle una caricia urgente y demandante.

El rugido que exhaló el pelirrojo hizo que Kardia intentase retirar la mano. Pero Dégel la aferró antes de que lo consiguiera.

»¡No...! ¡No me dejes...! ¡Por favor...! ¡Por favor...! ¡No me abandones...!

El escorpión besó con ingenuo ardor la boca de Dégel y frotó sus caderas contra las otras. La oleada de sensaciones se tradujo en distintos resultados: la laxitud deliciosa, la ardiente ansiedad por tocar y beberse al otro, los suspiros y las voces entrecortadas.

Los candados del pudor quedaron enteramente rotos: Kardia metió la mano en la camisa de Dégel y acarició el tórax, incrédulo de la perfección que sus dedos experimentaban. Deslizó la mano hacia el bajo vientre, hacia el cinturón de Adonis, más abajo aún. Hurgó entre la ropa interior y encontró delicias que apenas había imaginado: la sedosidad de los vellos, la dureza cálida del falo, la untuosidad del presemen y el tacto aterciopelado de la piel del glande.

Acarició la intimidad de Dégel como si se tratara de una flor delicada.

Por un momento, a Kardia le pareció que el tiempo se detenía. La respiración de Dégel zozobró y quedó retenida en el pecho. Arqueó el cuello y la espalda, dejándole a la vista la apetitosa garganta nívea con su manzana de Adán. Los cabellos cobrizos, desprolijos, derramados sobre el pecho semidesnudo, revelaron los músculos discretos. El escorpión atrapó entre sus labios el pezón que se asomaba inocente entre la cabellera, y la dulce confusión que sembró en su compañero le supo a gloria.

»Más... ―musitó Dégel en un tono que le robó el aliento a Kardia―. Más, mi amor... Tócame... Tócame más... Bésame más...

"Dos cuerpos frente a frente..."

Dégel escuchó las palabras que se escapaban de los labios de Kardia, sin que éste pareciera consciente de lo que decía. Las dos noches pasadas, mientras él se encontraba en el lecho anulado por el cansancio y su rendición ante la muerte, lo había contemplado entregarse enajenado a la lectura de los volúmenes que Camus había llevado para que ambos pasaran las horas de hospital.

¿Kardia recitaba ahora las palabras leídas, mientras se hallaba asaltado por el placer?


»"Dos cuerpos frente a frente

son a veces dos olas

y la noche es océano".


El pelirrojo, sintiéndose flotar en un mar de delirios, se dejó llevar justo por esas olas que Kardia le evocó en el pensamiento. Adelantó las caderas buscando el contacto pleno con la piel amada. Su hombría chocó no sólo con la diestra, sino con el vientre del escorpión. Las manos de Dégel, arrebatadas de deseo, corrieron al sur de aquella geografía largamente anhelada; descubrieron entre las ropas y los músculos prietos la mata hirsuta y al mismo tiempo suave que protegía el sexo enhiesto de su amigo.

De su Kardia.

Su Kardia, que tembloroso de anticipación y gozo, se desbarataba entre suspiros y versos entrecortados.


»"Dos cuerpos frente a frente

son a veces dos piedras

y la noche desierto..."


Los dedos de Dégel se posaron casi por accidente en la húmeda corona del sexo ajeno, provocando el enmudecimiento de Kardia, que pareció olvidar las palabras que recitaba.

»¡Oh, Dégel...! ―musitó Kardia, trémulo―. Dioses... Dégel... Me muero... Me matas... Es... demasiado...

Dégel, al igual que Kardia, actuaba por pura intuición. Tenía la impresión vaga de que la fiebre que los consumía llegaba al culmen con el contacto de la piel ajena. Imaginó que Kardia necesitaba lo mismo que él: la caricia y el calor urgente de su amado.

Escuchar a Kardia decir que se moría lo hizo pensar en sí mismo; en que en efecto moriría, pero sólo si Kardia dejaba de tocarlo.

Buscó con mayor apremio el sexo de su par. Lo atrapó con dulzura. Lo recorrió con reverencia, concentrándose en su consistencia y tibieza. Se impregnó del temblor del escorpión, de su aliento contenido y el rubor que la luz amortiguada de la fogata le permitía vislumbrar. Buscó con sus labios los del escorpión y los besó con suave intensidad, casi con calma.

Kardia se embelesó y Dégel se hizo cargo de la iniciativa.

Con movimientos tórpidos, con ánimo contagiado más de entusiasmo que de certitud, apartó la ropa de Escorpio lo suficiente para descubrir su pelvis y hacer luego lo mismo con la suya. Buscó la mano de Kardia y la guió para que tomara los dos arietes.

Ambos exhalaron un gruñido intenso, medio retenido por sus dientes apretados y labios crispados. Kardia, demasiado hundido en el placer, pareció dudar un momento. Y Dégel, temiendo que se retirara, envolvió con su propia mano la de su amado. Se hizo cargo de impulsar el movimiento y dirigirlo arriba y abajo.

Kardia se sostuvo apenas con el antebrazo, para no derrumbarse sobre el pelirrojo. Siseó de placer.

»Mi Dégel... Mi amor... Qué... Qué gentil eres... Me muero... y es... delicioso...

El pelirrojo apresó con su mano libre la nuca de su amante y unió sus bocas. Se bebió los suspiros ajenos, los gemidos que se confundían con los suyos. Guardó en su memoria aquel tesoro largamente anhelado: los temblores de ese cuerpo que al fin había degustado, de aquel cuerpo que siempre había resultado frágil y fuerte al mismo tiempo, y que ahora sentía goce además de dolor.

Percibió el calor convulso de su vientre revolviéndose en sus entrañas, y por el agitado movimiento de Kardia, supo que este experimentaba lo mismo. La pelvis del de cabello negroazulado danzó frenética, despertando un ansia voraz en la del taheño.

El estallido ocurrió al mismo tiempo y les cortó la voz, la respiración, el pensamiento. Las manos se les llenaron de tibia humedad y en el aire flotó un aroma a almizcle. Almizcle combinado con otros perfumes: narcisos, tierra mojada, canela, sándalo...

El gemido profundo de Kardia fue el primero en escucharse, seguido de inmediato por el de Dégel, cuyo cuerpo, privado de fuerza, quedó desmadejado sobre la hierba.

Con una sonrisa de felicidad plena, el del cabello cobrizo buscó en su camisa, en el bolsillo, la piedrecilla ofrendada por su par amado. Una vez que la tuvo, le aplicó un beso efímero.

Kardia aún se sostuvo con dificultad sobre su amante. Se negaba a soltar los dos miembros. Restregó con dulzura su nariz contra la del pelirrojo y rozó sus labios con devoción. Le besó las comisuras de la boca.


»"Dos cuerpos frente a frente

son a veces raíces

en la noche enlazadas".


El escorpión acarició las mejillas de su amante. Besó sus pómulos y el mentón. Repasó con su nariz el contorno de las orejas y la hundió en el cabello. Dégel lo sintió besando su lóbulo derecho y lo escuchó recitar:


»"Dos cuerpos frente a frente

son a veces navajas

y la noche relámpago".


Soltó las hombrías. Dégel se sintió de pronto desvalido al echar de menos el calor de aquella piel ríspida, pero acariciante. Vio a Kardia llevarse la mano a la boca y probar la esencia que ambos habían liberado. En el corazón del ruso floreció una adoración absoluta por aquel hombre que se le había entregado por primera vez, en su más absoluta fragilidad y franqueza.


»"Dos cuerpos frente a frente

son dos astros que caen

en un cielo vacío." **


Guardó silencio y exhaló un suspiro profundo, sentidísimo. Se dejó caer a un lado suyo, aunque no se preocupó ni de apartar las piernas de entre las del taheño ni de arreglar el desorden de sus ropas. Buscó la mano de Dégel, también impregnada con la humedad de ambos. La estrechó, la llevó a sus labios y la besó.

―¿Me recitarás poesía cuando... cuando hagamos el amor?

El pecho de Kardia se cimbró con la expresión.

Sí, habían hecho el amor.

Sabía que esta era la primera y última vez que se amaban así, e ignoró el dolor que esa certeza le infligía en el espíritu. Se aferró tan solo a la felicidad del encuentro consumado.

―Lo haré sólo si eso es lo que quieres.

Kardia le sonrió. Una sonrisa cómplice. Bellísima. Candorosa y traviesa. Inocente y lúbrica. Acarició, con el dorso de su mano todavía húmeda, la frente de su amante.

El taheño la sintió fría. Y luego caliente.

Un calor demasiado conocido emanó del pecho semidesnudo del escorpión.

Por puro impulso, Dégel quiso controlar la fiebre con su toque helado. Kardia lo detuvo, negando una sola vez con la cabeza.

»No tiene caso. No hay nada qué hacer. ¿Te acuerdas?

»Esta... Esta es mi última... nuestra última noche. Te llevaré conmigo, mi amor. Perdóname...

Dégel exploró con su nariz el rostro pálido y afiebrado de Kardia. Le prodigó besos breves y amorosos en los labios.

―Te agradezco que me lleves contigo... Te agradezco que esta vez no me abandones... Eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Si me faltas, mi vida... el mundo... será un yermo...

En la penumbra que les otorgaba la fogata agonizante, Dégel vio que los ojos de Kardia, enfebrecidos, se opacaban un poco. Un breve fruncimiento en el ceño le hizo saber que el escorpión sufría dolor, pero se lo guardaba.

Dégel sintió a su vez una mordedura en su propio corazón. Un dolor que no había sentido antes y que asoció con la inminencia de la muerte.

Vio que Kardia parpadeaba débil, tratando de mantener los ojos abiertos. Posó la diestra sobre el pecho pecoso del pelirrojo.

―Te amo, Dégel.

Moye serdtse... Corazón mío...

Los ojos de Kardia se animaron un momento y brillaron con intensidad ante esa pequeña revelación. Los labios florecieron con una sonrisa feliz.

Moye serdtse... I kardiá mou... Corazón mío... Corazón amadísimo...

Sonrió. El brazo perdió fuerza. El calor se intensificó un momento y empezó a decaer.

―Te amo, Kardia. Te amo y te sigo...

Lo apretó contra sí mismo y contempló, en medio de una sonrisa amorosa y lágrimas cálidas, cómo la mirada de Kardia se apagaba. Todavía lo escuchó musitar...

―Te amo, Dégel... No me sueltes...

El calor dio paso al frío. Los ojos como turquesas quedaron de pronto vacíos de expresión.

Vacíos de Kardia.

Dégel le besó los labios y le tendió suavemente los párpados sobre los ojos abiertos.

―No te suelto, mi amor. Moye serdtse... No te suelto.

Acarició el pecho que poco a poco se volvía frío. Buscó la piedrecilla turquesa, pendiente de su cordón. La apresó, junto con la suya propia, con la piedra de luna.

Sonrió.

Los labios de Dégel suspiraron por última vez. Sus ojos violetas, a punto de perder la luz, capturaron una imagen postrera del rostro inanimado, pero bello y tranquilo de Kardia.

La noche los cubrió y la dulce hierba acunó sus cuerpos.

Gaia se preparó para iniciar otro giro sobre sí misma y para buscar la luz del nuevo día.

Las estrellas brillaron rabiosamente sobre ellos.

El resplandor de la hoguera recortó sus siluetas tendidas sobre el suelo. Uno al lado del otro.

Unidos al fin.








Aclaraciones


...

*Mustela se asoma desde detrás de una columna sigilosamente y carraspea antes de hablar...

Hola...

Bienvenid@s a la nueva actualización de Nada sucede dos veces, en la que por fin (¡por fin!) ha pasado lo que tenía que pasar entre Kardia y Dégel. 

Las circunstancias son, por supuesto... ¡pues circunstanciales! ¿Va?

Y bueno, antes de que me maten y me despellejen (no sé en qué orden) diré solamente una palabra:

Solecito.

Ya está.

Y bueno, aparte del trauma que puede suponer lo que ha sucedido en el último tramo del capítulo, espero que les haya gustado. Les confieso que esta parte del fic está redactada desde el primer trimestre de este año. Tuve un bloqueo monumental cuando empecé a trabajar con Moro y Milo, y lo pude superar escribiendo este episodio. Ha pasado por una adaptación, dado el desarrollo posterior de los acontecimientos entre Moro, Milo, Gigi y Skiá, y nuestros chicos, por supuesto. Pero en general, se conserva casi de manera íntegra como en la versión inicial.  

Este es, salvo que mi hámster me dé un susto y decida escribir otra cosa que tengo destinada para el fic final, el antepenúltimo capítulo. Espero, de veras, que sea de su agrado, y que cobre plenamente sentido en el final del arco argumental, con el fic último y que, por supuesto, no tengo escrito ni por accidente.

Pero sí esbozado y trazado. Hay claridad en el camino, lo juro.

En esta ocasión, no hay propiamente aclaraciones de vocabulario. Les paso a grandes rasgos las expresiones extranjeras, que ya conocen:

Agapité fíle mou (griego contemporáneo): Querido, amado mío.

Adelfáki mou (griego contemporáneo): Mi hermanito.

Mitéra (griego contemporáneo): Madre.

Ledyanaya Roza (que es ruso y el modo en que Dégel llama a su hermana): Rosa de Hielo.

Ledi (ruso): Dama

I kardiá mou (griego contemporáneo): Corazón mío.

Y la que tod@s estaban esperando, si no es que quedó implícito o lo investigaron, el modo en que Dégel llama a Kardia desde el principio del fic:

Moye serdtse (Мое сердце / ruso): Corazón mío. 

*El poema con el que Kardia le declara su amor a Dégel es "Nada sucede dos veces", de Wislawa Szymborska, y al cual le debe esta historia el título.

**El otro poema, el que Kardia recita mientras, ya saben, se ayunta con Dégel, es "Dos cuerpos", de Octavio Paz, que no es mi escritor favorito ni de chiste, pero este poema es genial.

Este ha sido un capítulo menos extenso, en comparación con los últimos. Pero es evidente que aquí no se podían mezclar asuntos, que Kardia y Dégel debían tener este momento para sí mismos. 

Y lo que ha sucedido entre Moro y Gigi al principio, pues supongo que se lo veían venir, y aunque no lo parece, era importante que ocurriera aquí. 

Les ofrezco disculpas si Kardia y Dégel se salen de lo que han esperado. Ni puedo imaginarme a Dégel como un caballero perfecto, siempre mesurado y elegante; ni puedo imaginarme a Kardia siendo un completo salvaje y zafio. Así que los chicos que les he entregado en este fic son los que me han aflorado en la mente y el corazón. Ahora, en la recta final de este fic, espero en verdad que hagan de alguna manera honor a los personajes originales. 

Y bueno, está por verse lo que Solecito ha estado haciendo en casa de su señor padre , y si sus lecturas le han aprovechado o no. En los próximos capítulos les entregaré la resolución de este, que ha sido el fic que más trabajo me ha dado (siempre digo eso), porque lo que se necesita para que el final de todo el arco argumental se desarrolle como se debe, se ha planteado aquí.

Ya está. 

El crédito de la imagen de portada es para su genial fanartista que nos entrega esta viñeta tan bella y sugerente: lo dice todo de una manera que me parece muy elegante. Tal vez hayan visto su versión original en color: sí, los cabellos de Kardia y Dégel son azul y verde, lo cual, en este fic, es un detalle impensable.  

Gracias a tod@s quienes han estado siguiendo el curso de esta historia y han puesto su dosis de amor en la lectura. Este ha sido un año crucial en mi vida, de maneras que no puedo ni explicarles: sufrí una gran pérdida, pero también se me han abierto caminos que no sabía que existían. Este fic ha significado un rinconcito de cordura, aunque no lo crean, y que hayan estado acompañándome aquí, justo en este espacio, ha sido inmensamente valioso para mí. De corazón, gracias y que el Universo se los retribuya.

Comadre, Chantry-Sama, hermanita: gracias por haber estado cuando la oscuridad fue tan densa y la tristeza tan profunda.  

Entonces, amor con amor se paga: les mando abrazos y besos. Que este año que se termina les haya traído bellezas además de rudezas, y que el año que se nos viene sea amable y lozano. Mis mejores deseos para tod@s. 

Nos leemos pronto. 

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