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16. Día 3: Dime por qué, mala hora



Lo terrible es el borde, no el abismo.

En el borde

hay un ángel de luz del lado izquierdo,

un largo río oscuro del derecho

y un estruendo de trenes que abandonan los rieles

y van hacia el silencio.

Todo

cuanto tiembla en el borde es nacimiento.

Y solo desde el borde se ve la luz primera

el blanco-blanco

que nos crece en el pecho.

Nunca somos más hombres

que cuando el borde quema nuestras plantas desnudas.

Nunca estamos más solos.

Nunca somos más huérfanos.

("En el borde", Piedad Bonnett)




Kardia entró a la sala sin mirar atrás.

Escuchaba perfectamente la voz rabiosa de Dégel. Pero lo que se repetía en su mente como eco insidioso era su reclamo: lo obligó a decírselo. A decirle que lo amaba.

¿Se lo había dicho en realidad?

¿Contaba lo que había musitado el ruso desde la inconsciencia?

Ciertamente las emociones que ambos pusieron en los besos, los abrazos y las caricias eran intensas y reales.

Pero también podían ser producto de un desvarío. De la conmoción terrible que suponía la separación próxima entre ellos.

Porque si bien Kardia ahora mismo no se atrevía a meter las manos al fuego para asegurar el amor de Dégel, sí lo haría por afirmar que la idea de la separación lo atormentaba.

Habían sido amigos carísimos, al fin y al cabo. Habían compartido mucho más que enfermedad y batallas. El vínculo afectivo existía. Era real y fuerte.

Pero, ¿amor? ¿Amor, como el que él sentía por el pelirrojo?

Ya no estaba tan seguro.

Se limpió las lágrimas con un movimiento certero y eficiente y miró alrededor suyo.

En una silla, estaba la maleta de tela en la que Camus les había traído, tres días atrás, ropa y atavíos para su estadía en La Fuente.

En el mundo, en realidad.

La tomó. Echó en ella algunos libros, los que más le habían gustado esas noches pasadas. Una libreta y lápices. El móvil. La talega con sus dineros y la que contenía sus piedras. Aventó todo en la maleta: la cerró y se la echó al hombro.

Casi al tomar el picaporte, la voz de Dégel resonó de nuevo en su memoria, como si lo tuviera enfrente: "¿Fue divertido orillarme a decírtelo?".

Una leve punzada le atenazó el pecho. Tan insignificante, que no le prestó atención.

Volvió sobre sus pasos, se detuvo ante la cama de Dégel y, con un nudo en la garganta, se sacó del cuello el colgante que le había entregado la noche anterior. Besó la piedra y la dejó en la almohada.

Sólo entonces se fue.

En el pasillo no se topó con nadie. Una enfermera lo vio a lo lejos y presenció su salida. No era raro que él y el otro joven entraran y salieran, así que no hizo aspavientos con su retirada.

Una vez afuera, en el descampado que había entre La Fuente y el área de las Doce Casas, Kardia apresuró el paso. Tenía que poner tierra de por medio.

¿A dónde sería bueno ir, que tuviera algo de paz?

―Una piedra ―dijo para sí mismo, con ánimo convulso―. Una buena y enorme piedra para echarme debajo. Eso es lo que necesito. Bien sería que pudiera encontrarla.

Empezó a caminar entre los árboles. Recordaba, de su propia juventud en Santuario, que aquel bosque era profuso y espeso. Más grande de lo que parecía a primera vista. Eso era lo que le gustaba de él, cuando llegó allí.

Luego de caminar un rato, se encontró en el declive arbolado una enorme roca saliente, que debajo de su promontorio formaba un pequeño refugio. Kardia lo recordaba: alguna vez había ido a ocultarse allí en sus primeros días como aprendiz.

Una sonrisa que era triste y cínica, torcida, le afloró en los labios: sí que había dado con una piedra debajo de la cual esconderse.

Se sentó en las sombras. La oquedad era fresca y acogedora, como la recordaba. Segura y protectora.

Si hubiera tenido una madre, su regazo se habría sentido así: como un refugio amoroso.

Replegó las piernas contra su pecho y pegó la frente en las rodillas. Dejó que un llanto sereno, pero no por ello menos doloroso, le humedeciera las mejillas.

Mientras los sollozos le estremecían el pecho, tuvo un conjunto de sensaciones discordantes. Le pareció sentir una angustia pesada y acuciante, una que no era la suya; ráfagas de viento helado que, desviadas por los árboles y el filón de piedra, no lo alcanzaron; una calidez que le hizo hormiguear la espalda, allí, donde tenía contacto con la roca.

Cuando lloró lo que le parecieron minutos interminables, una especie de letargo se apoderó de su espíritu. En esa suerte de sueño le pareció que unas manos suaves le acariciaban el cabello y la frente. Que unos labios frescos y amorosos, distintos a los de Dégel, le depositaban un beso.

Los había sentido muchas veces a lo largo de su vida. Siempre en sueños. Y siempre le dejaban el alma tibia y confortada. Y esta vez no era la excepción.

Abrió los ojos un tanto adoloridos por el llanto.

Estaba echado, acunado por la suave alfombra de hierba que cubría el suelo. Había dormido sobre su costado izquierdo, con la cabeza apoyada en la maleta. Algunas motas de polvo flotaban en los rayos de luz que se colaban entre las ramas de los árboles. La intensa luminosidad le hizo saber que era mediodía. No lo había sentido, pero había dormido algunas horas.

Se dio cuenta de que tenía compañía.

Un enorme cuervo, con la punta del pico blanco, al igual que las plumas de la nuca, lo observaba con fijeza desde la profundidad de sus ojos dorados.

Kardia se incorporó de inmediato. Quiso lanzarle una invectiva a aquel pajarraco que recordaba de sus tiernos días infantiles. Pero la verdad es que no estaba de humor.

Suspiró, cansado.

―¿Qué quieres, pequeño monstruo? No te entregaré nada. No llevo conmigo nada que puedas desear.

El ave dio un par de saltitos y se colocó cerca de la diestra de Kardia. Se las arregló para que los dedos del escorpión le acariciaran la cabeza.

―Corazoncito está triste ―graznó el animal.

Kardia frunció el entrecejo y quiso ladrar una respuesta ofensiva. Pero la cabeza del ave se restregó contra sus dedos, en algo que le pareció una caricia. Las plumas suaves y densas se le arremolinaron en las yemas de los dedos, y la sensación le trajo una paz consoladora.

―¿Corazoncito?

―¡Corazoncito, Corazoncito! ¡No estés triste! ¡Mitéra te envía besos! ¡Y Solecito trata de ayudarte!

―¿Quién me envía besos? ―pronunció Kardia, sin entender―. ¿Solecito quiere ayudarme? ¿Quién es ese? ¿De qué hablas?

Las tupidas pestañas negras de Kardia revolotearon como signo de su azoramiento. Luego ralentizaron su actividad, quedándose estáticas.

Mon soleil. Sol mío, le tradujo Dohko cuando le preguntó.

Así llama Camus a...

»¿Milo? ¿Milo es Solecito?

―¡Milo, Milo! ¡Solecito tonto, tonto! ¡Lo está intentando! ¡Lo intenta, lo intenta! ¡Pero es lento! ¡La tinta lo ha dejado lelo, lelo!

―La... ¿La tinta?

―¡No estés triste!

―No puedo evitarlo ―murmuró―. El amor de mi vida me detesta.

―¡No te detesta! ¡El frígido es un zoquete! ¡Pero no te detesta! ¡Lo agarraré de las greñas, de las greñas! ¡Tonto, el frígido es un tonto!

―No... No lo llames frígido. Por favor.

―¡Frígido, frígido! ¡Tonto! ¡Tonto y zoquete! ¡Y tú también, por callarte tanto! ¡Esas cosas no se callan, que no!

Kardia tragó saliva y recapacitó en los reproches del cuervo.

La verdad es que tenía algo de razón.

»Mitéra dice que tienes hambre. Te ha enviado el almuerzo.

¿Mitéra? ¿Madre? ¿Almuerzo? ¿Dónde?

El cuervo graznó y volvió la cabeza hacia la izquierda.

Kardia casi da un brinco del susto, al notar que cerca de su mano derecha había una canasta con viandas.

―¡Come, come, Corazoncito! ¡Mitéra quiere que te alimentes! ¡Ahora, ahora! ¡Y mientras comes, te traeré manzanas!

―Ya te dije que no tengo nada qué darte.

―¡Algo podrás darme! ¡Piedras bonitas!

―No. Mis piedras bonitas son mías. Perdona, pero no te las daré. Lo siento...

Kardia suspiró compungido. Extendió el índice, con la Aguja Escarlata aún recuperándose, y rascó un poco la mancha blanca en la nuca del animal.

»Lo siento, Kilídes. No tengo nada qué darte. (1)

El cuervo graznó con fuerza. Y con alegría, según le pareció al escorpión.

―¡Manzanas para Corazoncito! ¡Kilídes traerá manzanas, traerá manzanas!

Y tomó el vuelo en un estruendo de alas y plumas, dejando atrás a Kardia, con cara de incomprensión.

Luego de un momento, Kardia suspiró y se volvió hacia la canasta. La abrió. En el fondo había cubiertos, servilleta y dos termos, además de tres recipientes con mousaka, spanakópitas y baklavas.

Una sonrisa leve le adornó los rasgos entristecidos y tomó el recipiente con mousaka. Luego del primer bocado, que le resultó reconfortante y lo llenó de energía, su mente se orientó a Solecito.

A Milo.

Y pensó que, incluso si su intento por ayudarlo quedaba en esperanza huera, lo bendeciría la eternidad completa por su impulso altruista.

―Los escorpiones de la Diosa se ayudan entre sí, ¿verdad, Milo? Los hermanos... Los hermanos se ayudan.

Dio cuenta de otra porción de mousaka.

»Si el Destino lo permite, Solecito, yo también te ayudaré un día. Yo también cuidaré de ti.





Dégel había sufrido un irremediable decaimiento de su ánimo. Mismo que se había reflejado en el quebrantamiento de su cuerpo.

Como se había vuelto usual, no ardía en fiebre, pero sentía como si fuera así.

Katsaros el Mayor se había ocupado en persona de ir y asistirlo. Le había tomado el pulso, revisado la temperatura, escuchado los pulmones, revisado los ojos, preparado y aplicado la medicación.

Al final, incluso se apostó en una silla, junto a él, para ver su lenta o inexistente evolución; se quedó en silencio, leyendo uno de los libros que Árchontas, como él llamaba a Camus, había llevado para sus pacientes.

Eventualmente, el viejo recibió, hacia mediodía, la visita de su hijo y el mocosito de las cadenas, quienes se mostraron atónitos ante el nuevo panorama: Kardia quién sabe en dónde y Dégel hecho un ovillo en su cama, lloroso y febril.

Papà? Cosa sta succedendo?  (2)

―¿Qué iba a suceder? Estos dos lerdos se han peleado. ¡Eso es lo que ha pasado!

―¿Cómo que se pelearon? ―se indignó Shun―. ¿Y justo hoy?

―Justo hoy. Son un par de zoquetes liosos. Ahora tengo aquí al renacido de los hielos eternos autocompadeciéndose, a la hermana mayor cabeza dura lloricosa y sin nada útil qué hacer, y a Árchontas hecho un energúmeno tratando de dar con el hermano imbécil de su escorpión idiota.

El anciano bufó, enardecido, y echó una mirada que quiso ser dura sobre Dégel, que lo escuchaba silencioso, hecho bolita sobre uno de sus costados.

»Mikrí Kyría está intentando dar con él, muchacho ―le dijo, en un tono que quiso ser beligerante y fue apenas aclaratorio―. Y su prometido marinero y su tío rockero también. Relájate.

Dégel asintió levemente, en silencio. Angelo soltó un profundo y sentido suspiro, mientras Shun arqueó una ceja.

―¿Tienes idea de dónde buscarlo, Dégel? ―preguntó el castañito.

El taheño encogió los hombros de modo casi imperceptible y se acurrucó aún más. Eso, a Shun, no le hizo ni tantita gracia.

»Anda, Dégel; alguna idea debes tener ―insistió Andrómeda―. Si a ese zoquete nadie lo conoce mejor que tú.

Un delgadísimo camino de lágrimas fluyó desde los ojos de Dégel.

―Porque lo conozco, sé que es inútil ir y buscarlo. El cabrón se las ingenia para esconderse y que nadie dé con él. No quiero contarte las ocasiones en que se me ofendió y me tuvo como imbécil, mordiéndome los nudillos de desesperación porque podía estar enfermo y yo sin poder atenderlo.

Los tres médicos escucharon en silencio a su paciente y se miraron entre ellos.

Dove sono il Gelato e la Signora delle Nevi? (3)

Árchontas está buscando a nuestro desaparecido ―masculló Katsaros, limpiándose los lentes en la bata blanca―. Y la señora hermana de estos dos está afligidísima, con su novio cara de pocos amigos. No deja que se le acerque nadie, ni Mikrí Kyría.

―Al menos no está sola y rumiando por su cuenta. No parece tener muchas luces cuando está cabreada ―razonó Angelo.

―Igual, el único de ellos que está haciendo algo útil ahora mismo, es mi suegro ―matizó Shun en un tono de voz que no sonaba amable―. ¿Y sabes qué, Dégel? Él no tendría por qué buscarlo. Aquí quien está interesado en encontrarlo, eres tú.

―Lo ofendí ―murmuró el enfermo.

―Pues ve y desoféndelo ―reclamó el castañito, cabreado.

―No lo encontraré. Y si lo hiciera, no me escucharía.

―¡No me jodas, Dégel! ¿Cómo vienes a resultarme tan cobarde?

―Shun, fratellino...

―¡No, no! ¡No me lo defiendas, Angelo! ¡Que justo hoy se nos ponga así! ¡Que se nos hayan puesto así, los dos! ¡Yo mismo iré a buscar al asno ese y lo traeré de los pelos, para patearlo hasta que me duelan las puntas de los pies!

―Shun...

―¡Y luego seguiré contigo, cretino! ―gruñó a Dégel, quien frunció el ceño―. ¡Este comportamiento es inaceptable! ¡Mira que malgastar así las últimas horas...!

―¡Shun!

Dégel se incorporó mientras se limpiaba las lágrimas. Miró furibundo a Shun, convirtiéndose así en un espejo de las emociones que turbaban al joven médico.

―Ya sé. Ya sé que hoy me muero junto con Kardia. ¡Ya lo sé! ¡Ese es el maldito problema! ¡Que el muy idiota no tuvo los arrestos para decírmelo y me tuvo engañado!

―No sé si te tuvo engañado. Lo que sí sé es que hizo todo lo que estuvo en su mano para hacer por ti lo que tú, por años, hiciste por él: mantenerte a salvo.

―Glupost'! (4)

―¿Ah, sí? ¿Tonterías? ¿Era una tontería para ti mantenerlo con vida, protegerlo?

Dégel apretó los párpados. Y así, con la vista oculta, meneó negativamente la cabeza.

»¿Dirías que siempre empleaste el mejor método posible para cumplir con ello, Dégel?

El taheño abrió los ojos. Una mueca triste le desfiguró la boca. Negó suavemente.

»Ya está. No hay un modo perfecto de cuidar de quienes amamos. Sólo intenciones perfectas. ¿Puedes aceptar eso? ¿Que Kardia la cagó, como seguramente tú lo hiciste más de una vez?

Dégel suspiró, pesaroso. Luego afirmó de una cabezada.

»Perfecto. Qué bien que nos entendemos. Ahora que es así, ponte los zapatos, ¡y lárgate a buscarlo!

―¡Pero si está enfermo! ―gruñó Angelo.

―¡Enfermo mis bolas! ¿Cuántas veces lo hemos elucubrado los tres desde que lo atendemos? ¡La fiebre es un reflejo del padecimiento de Kardia! ¡Y le sobreviene cuando se nos pone depresivo!

Y se le quedó mirando, enfadado, al aludido.

»¿Entiendes eso, Dégel? Yo ya lo comprobé: cuando estás enojado, o al menos, cuando no te sientes triste, se te olvida que estás enfermo.

Dégel sosegó un poco sus emociones. Aún lloraba en silencio, pero se mantenía sentado en la cama, con los pies colgando hacia el piso. Contempló a los tres hombres que tenía ante sí y los evaluó: sus expresiones, sus silencios, sus miradas.

Cada uno manifestaba, a su manera, preocupación por su estado. Por su situación. Por el modo en que acabaría esa noche.

―¿Cuánto tiempo tengo? ―preguntó con voz firme.

Mikrí Kyría y sus familiares ejecutaron su ritual raro en las primeras horas de la noche. Eso es lo que te queda. Ocho, nueve horas.

La cabeza pelirroja se inclinó un poco y la cabellera ocultó parcialmente los rasgos de Dégel. Apoyó la barbilla en la palma de la diestra. Luego la deslizó hacia sus labios y se estrujó un poco la boca.

―En verdad, dispongo de muy poco tiempo.

―Tal cual ―respondió Shun, cejijunto―. Deberías dejar de perderlo.

Dégel levantó la cabeza con lentitud y fijó una mirada de cabreamiento total en el jovencito.

―Y tú, deberías dejar de juzgarme.

Dicho lo cual, se levantó con un humor de pocos amigos, para dirigirse al baño y encerrarse en él.

Katsaros y Angelo dirigieron la vista a Shun, cada uno con una sonrisa aprobatoria en los labios.

―Me llenas de orgullo, doctor Kido. Así: sin un ápice de condescendencia. No hay otro modo de hacerlo reaccionar.

―Eres más frío que el Gelato, fratellino. Y es mucho decir. ¿A quién se lo aprendiste?

―Te diría que a Hyoga, pero la verdad es que no estoy seguro. Supongo que me cansé de que me subestimen.

―Por algo el tío Oscuridad te eligió de recipiente ―aseguró Cáncer con una mueca torva en el rostro.

―No quiero hablar de eso ―repuso Shun, incómodo―. Y más te vale no decirlo delante de mi hermano: por fin tiene la atención puesta en alguien que no sea yo. No quiero recuperarla por ningún motivo.

Dégel salió del baño. Se había lavado el rostro y recogido la cabellera con un elástico, a la altura de la nuca. Angelo lo miró con admiración.

―No te imaginas cómo te pareces a tu hermano, Dégel.

―¿A mi hermano? ¿A Camus? ¡Qué va a ser! ¡Es idéntico a nuestro padre!

―Ahora. Pero hace unas cuantas semanas... La única diferencia evidente es que él tiene los ojos azules. Y su cabello es de un rojo más profundo.

Dégel hizo un mohín de incomprensión. Se encogió de hombros y se cruzó de brazos.

―No se ofendan, pero no me interesa saber eso ahora. Saldré a buscar a Kardia. No me lo impedirán, ¿verdad?

Los tres hombres menearon la cabeza.

»Bien. Lo agradezco. Agradezco... que hayan cuidado de Kardia. Y de mí.

Los tres médicos soltaron un suspiro, con distintos matices de emoción. Los tres, sin embargo, denotaron algún grado de tristeza.

―Me despido de ti, muchacho. Sé que no volveré a verte. Que encuentres al zoquete ese y puedas aclararte con él. Que esta noche sea feliz para ambos y que dure para siempre.

Katsaros se acercó a Dégel: sin que nadie pudiera preverlo, lo abrazó efímeramente y le aplicó los labios en la frente. Luego lo soltó y salió de la habitación. Angelo y Shun miraron a su paciente, sorprendidos.

―¿Qué? ―graznó Dégel, incómodo.

―Nada. Que Batman acaba de tocarte y sigues vivo ―replicó Angelo, rascándose la cabeza―. Cálzate. Te ayudaré a buscar a tu escorpión idiota. *

―¿Quién es Batman? ―cuestionó Dégel acomodándose los lentes.

―Alguien que te simpatizaría mucho si lo conocieras ―contestó Shun―. Apúrate: yo también te ayudo.





Isaac permanecía sentado en el jardín exterior de La Fuente, sobre una roca.

Entre sus brazos, mantenía apresada la grácil y menuda figura de Khíone. Esta tenía apenas un rato sin llorar, aunque conservaba el ánimo convulso y a punto de estallar en cualquiera momento.

Isaac soltó un bufido que levantó un poco un mechón de cabellos negrísimos mezclados de filamentos plateados nada más de recordar los acres reproches que hacía un par de horas habían intercambiado Camus y Khíone. Habría dado cualquier cosa porque no fuera así, pero a su pesar, comprendía el enojo de su señor padre. Tenía que reconocer que Khíone, en su excesivo amor y afán de proteger a su hermano menor, había precipitado un impasse que le parecía innecesario.

Un sollozo ahogado trizó el pecho de Khíone, quien se encogió todavía más en el abrazo de su amado. Este aumentó el cerco de sus brazos y le besó los cabellos que brillaban tenues, como si estuvieran escarchados.

―Tranquila, Khíone. Camus encontrará a Kardia. Todavía no lo conoces: el cabrón es más terco que una mula y no se va a rendir.

―No llames cabrón a tu padre ―sollozó la vocecita ahogada de la muchacha.

Kraken se apartó el pelo de encima de su único ojo funcional. Meneó un poco la cabeza, con hastío.

―Mi amor, no te metas en mi relación con mi padre y yo procuraré no meterme en la de ustedes. Perdóname, pero me he ganado el derecho de llamarlo cabrón. Además, no creas que él es más suave conmigo.

―No te creo: Rebenok es un terrón de azúcar. Salvo Dégel, no he conocido a nadie más dulce que él.

Isaac frunció la boca en franco desacuerdo. Aún así, acarició amorosamente la cabellera de azabache y plata.

―Era duro como roca e implacable como glaciar. Aunque reconozco que siempre tuvo el corazón cálido: así como no nos tenía compasión en el entrenamiento, se desvivía por nosotros una vez que estábamos en la cabaña.

―Le costaba mucho ser duro ―murmuró la muchacha―. Ustedes no podían saberlo, pero yo lo observaba. Tenía el corazón gentil y se obligaba a ser inflexible. Creía que con eso los fortalecía.

―Supongo que así fue.

―Los tres eran fuertes. Pero ni ustedes ni él podían verlo. Ya no importa. Ahora, son lo que son. Y mi hermano está enfurecido conmigo, con justa razón.

―No sé si su razón es justa, Khíone. Y aunque entiendo su enojo, no te culpo. Al menos, no enteramente. Creo que yo también trataría de proteger a mi padre y a mi hermano, aún si el método no fuera el más recomendable.

El ruido de pasos en la grava del camino hizo que Isaac soltara a Khíone y se volviera hacia atrás. Vio a Angelo, Shun y Dégel aproximándose.

Dégel lucía bastante recompuesto para como se lo había descrito Khíone.

Esta, nada más verlo, se levantó y lo miró con aprensión.

―¿A dónde vas, Malysh?

Dégel, vestido con los jeans, la camisa y los zapatos casuales que Camus le había heredado, saludó a su hermana con una inclinación de cabeza y miró, quizás un poco torvamente, al joven que la tomó de una mano.

El joven que le pareció diminuto en comparación con ella.

―¿Cómo a dónde? ―graznó la respuesta―. A buscar a Kardia, claro está.

Khíone se tensó. Se estrujó las manos. Dirigió una mirada suplicante a su hermano.

―Pero... No, bratishka, no. Rebenok está buscándolo. Yo también lo he buscado. No está en ninguna parte.

―Pues te agradezco, y a él también, que se empeñaran en encontrarlo. Ahora me toca a mí ir buscarlo debajo de cada piedra en los alrededores.

»O lo encuentro y lo traigo a rastras, o me muero en el intento. Y si es así, al menos me moriré haciendo algo y no hecho un ovillo, dando lástima en mi cama.

Los ojos de la Dama de la Nieve se humedecieron.

―No das lástima, Malysh ―gimoteó Khíone―. No digas eso.

Dégel suspiró, apesadumbrado.

―Sabes a qué me refiero, Leyanaya Roza. No lo digo por ofenderte ni hacerte sentir mal. Así es como me siento: patético. Ahora, por favor, déjame ir. Déjame ir sin que te duelas. Yo ya no estaba entre tus preocupaciones, Khíone. Hasta hace unos días, había salido de tu existencia.

―Nunca has salido de mi vida ―gimoteó la vocecita trizada de Khíone, quien se abrazó a sí misma―- Nunca te olvidé, Malysh. Nunca. Tu ausencia me lastimó mucho, aún lo hace. No quiero que te vayas.

―No te quedarás sola, Ledyanaya Roza ―dijo Dégel, señalando a Isaac―. Y me alegro mucho, porque tu tristeza me roía el corazón. Te deseo felicidad. Ahora deséame tú lo mismo y déjame buscar a Kardia. Por favor.

Las ramas de los árboles se azotaron unas contra otras unos momentos, y se estabilizaron una vez que Camus tomó sustancia. Se aproximó unos pasos hacia el grupúsculo que se había formado allí, cerca de la entrada de La Fuente, y se fijó en su hermana y su hermano.

Se colocó a un lado de Khíone y saludó de una cabezada a Dégel.

―¿Te vas a buscarlo? ―preguntó simplemente.

Dégel asintió en silencio.

»Ya veo. Seguramente, si alguien puede encontrarlo, serás tú.

―No meteré las manos al fuego para afirmar tal cosa ―murmuró Dégel encogiéndose de hombros―. Pero al menos puedo intentar. No tiene caso que consuma mis últimas horas en lamentaciones, ¿no crees?

Camus sonrió con una tristeza que le ennobleció la expresión en lugar de angustiársela. O al menos, eso le pareció a Dégel, quien deseó haber contado con más tiempo para conocer a aquel hermano por el que su padre había decidido sacrificar todo.

Lo vio acercarse unos pasos hasta situarse frente a él y extender una mano para acariciarle el cabello.

―Que la Diosa guíe tus pasos, mon frère. Que lo encuentres. Que tus últimos momentos sean de dicha. Que consigas estar con él cuando el final llegue. Hoy, me alegraré por ti. Mañana te lloraré. Y te llevaré en mi corazón hasta que mi existencia termine.

Dégel aspiró profundo, para tragarse el nudo que se le formó en la garganta. Sin embargo, no consiguió ocultar la humedad de sus ojos, ni el temblor de sus manos.

Camus lo notó, por supuesto.

»Y no te preocupes. Yo cuidaré de nuestra hermana y le impediré ir y esconderse de nuevo. Isaac no se lo permitirá tampoco. Puedes confiar en nosotros.

El taheño asintió.

―¿Podrías...? ¿Podrías asegurarte de que nos sepulten juntos? ¿A Kardia y a mí?

Bóreas el Joven... Camus le sonrió con una dulzura absolutamente humana.

―Te lo prometo, mon frère. Reposarán juntos, uno al lado del otro, para siempre. Me encargaré de ello.

Dégel dio un paso impetuoso y abrazó en silencio a su hermano, quien acarició los cabellos bermejos con levedad.

Así, con los ojos cerrados, Dégel sintió como si su hermano en realidad fuera esbelto y menudo, y pudiera rodearlo con sus brazos sin dificultad.

Pero sabía que esa era sólo una impresión equivocada.

Se separó de Camus para buscar luego a Khíone. La abrazó rápido y le depositó un beso sentidísimo en la frente.

Ya lyublyu tebya, sestra. (5)

Y se retiró, dejando a Isaac consolando a Khíone.

Shun y Angelo se apresuraron a ir en pos de él.

Camus, profundamente triste, se acercó a Khíone y la abrazó.

―No dejes que se vaya ―murmuró, dolida―. No dejes que se vaya: no lo encontrará.

―Si alguien puede encontrarlo, es Dégel. No tenemos derecho de retenerlo aquí, Sestra, de estorbar su camino. Tenemos que dejarlo ir. Lo siento.

―¿Lo encontrará, Rebenok?

―Sí, Sestra. Lo encontrará. Deja de preocuparte. Todo estará bien. O al menos, todo lo bien que es posible en este caso.





Kardia se bebió el jugo de melocotón que encontró en uno de los dos termos que contenía la canasta. El otro estaba lleno de café. Aún no lo había probado, pero lo había olido y le pareció que sería el más sublime que jamás hubiera probado.

Tomó una baklava que crujió deliciosamente al morderla, y el sabor del almíbar y de los pistachos lo conmovieron sin querer: recordó los labios de Dégel y sus besos, que habían resultado más dulces que la miel y más suntuosos que el mejor de los manjares.

Se recargó contra la roca, saboreando, abstraído, el pastel. Y el batir de alas lo trajo de vuelta a la realidad.

De un momento a otro, el peso de una manzana enorme y roja reposó en su regazo.

―¡Come! ¡Come, Corazoncito! ¡Come manzana! ¡Tu favorita, tu favorita!

Kardia se sonrió y, dejando su trozo de baklava a un lado, le pegó un mordisco sonoro a la fruta, cuyo jugo le escurrió un poco por las comisuras de los labios.

―Está buena ―dijo con dificultad.

―¡Patán, patán! ¡No hables con la boca llena!

Terminó de masticar y sonrió torcido, luego de pasarse el bocado.

―Lo siento. A nadie suele importarle que me comporte bien o mal mientras como.

―¡A mí sí, basto! ¡Maleducado!

Kardia suspiró invadido de un sentimiento agridulce. No podía decir que estaba deprimido, porque no era así; y sin embargo, tampoco se sentía bien. Había una suerte de dolor, encastrado muy dentro de sí mismo, que casi no se sentía, pero estaba continuamente presente. Lo percibía con cada poro. Con cada respiración y cada latido.

»¡Deja de pensar en tonterías!

―¿Es una tontería, Kilídes? ¿Es una tontería sentirme desgarrado por el desamor de Dégel?

―¡Que sí te ama, idiota! ¡Pero es más idiota que tú y no es capaz de responsabilizarse sin recular! ¡Es un tonto! ¡Frígido...!

―¡Que no le digas así!

―¡Pues tú también eres un tonto! ¡Corazoncito tonto! ¡Tonto tú, y tu hermano, y tu frígido, y el hermano tonto de tu frígido! ¡Tontos todos, todos!

El de los cabellos negros bufó, exasperado.

En respuesta a eso, el ave dio saltitos y buscó la diestra de Kardia, para envolverse en los dedos como si de una manta se tratara.

A Kardia le parecía extraño eso: que la maldita avechucha resultara tan mimosa. Mimosa y agresiva. ¿Qué rayos le pasaba?

»¡Extiende la mano! ¡Te he traído un regalo!

Torció la boca en un gesto de duda, pero el escorpión igual extendió la palma. El ave aleteó un poco y soltó un objeto diminuto que, una vez recibido, Kardia tomó entre los dedos para observar con detenimiento.

Una piedra blanca y pulida, brillante y con un suave brillo azul que tiraba a tornasol, refulgía entre sus dígitos.

―¿Qué es esto, Kilídes?

―¡Una piedra de luna! ¡Dijiste que querías una!

Kardia se atragantó con su propia respiración. Tragó saliva, se deshizo como pudo el nudo que se le formó en la garganta y se dirigió a su...

A su amigo emplumado. Sí.

―¿Me escuchaste?

―Siempre... Siempre te escucho. A ti y al tonto de tu hermano. A cada uno de tus hermanos tontos y frikis. Me gustan. Me gusta cuidarlos. Me gusta cuidarte. Y complacerte. Es agradable.

El ave guardó silencio y empezó a buscarse parásitos debajo de un ala. Kardia, conmovido hasta las lágrimas con las palabras del animal, le rascó la cabeza negra con un amor que no sabía que podía tenerle.

―¿Es...? ¿Es una piedra de la Luna? Quiero decir... ¿De la Luna?

―¡Piedra de luna! ¡Piedra de luna! ¡Se acerca, se acerca! ¿No te basta?

Kardia sonrió de oreja a oreja y asintió suavemente.

»Guárdala. Guarda la piedra en tu colección. Se la entregaré a Mitéra si no hay otra opción. O a Milo. O a tu Pequeñita. No permitiré que se pierda. ¿Está bien?

―Claro. Claro que está bien. Gracias.

―De nada. Ahora descansa.

―¿No te parece que estoy por descansar bastante? Para siempre, ni más ni menos.

―¡Que descanses, te digo! ¡Tonto y terco! ¡Cabeza dura! ¿Para qué estás alerta, si es para tristear? ¡Duérmete entonces!

Picoteó el suelo con furia. Croscitó. Aleteó. Kardia no se atrevió a objetarle nada. Suspiró entristecido, cerró los ojos y se recargó en la pared de roca de su refugio.

―Cuéntame...

―¿Qué cosa? ¿Qué cosa he de contarte?

―¿Por qué te gusta cuidar de nosotros? ¿De mí?

El cuervo... Kilídes, graznó con fuerza. Dio algunos saltitos hasta que se posó en el hombro de Kardia y le rascó la cabeza con el pico. Kardia tardó apenas un instante en entender que Kilídes lo acicalaba y mimaba de ese modo.

―Antes que todas las cosas, en el principio, fue que existió la Vorágine. Y su existencia fue buena y fértil. Y la Vorágine, que lo contiene todo, todo lo origina y todo lo reclamará de vuelta, se abrió y dio paso a Gaia bendita...

Kardia abrió los ojos como platos al escuchar aquello. No tenía idea de qué hablaba el avechucho. Pero de algún modo, le concernía.

»Y de la Negrura de la Vorágine, surgió un rayo de Luz purísima...

El escorpión imaginó el rayo de luz, y le pareció que la luz era buena y noble. La imaginó tocando cada cosa en el Universo y le pareció que las cosas eran buenas. Al menos, en esencia. Incluso aquellas que le despertaban desconfianza y temor.

Después de todo, todas las cosas en el Universo habían sido tocadas por la luz al menos una vez, ¿no? Y algo de esa nobleza prístina debían conservar.

Tal vez la luz se ocultaba tanto, que era necesario tener muy buena vista para notarla. Tal vez sólo unos pocos seres (tal vez incluso apenas uno), poseían esa habilidad de ver hasta el último resquicio de esa luz primera. Tal vez ese ser podía verlo todo: todo absolutamente. Y estaba tan embebido en dar con el rastro que esa luz había dejado, que no siempre era muy ducho en el modo en que trataba a las cosas que habían sido iluminadas.

Tal vez papá, con toda su inmensa habilidad, no se daba abasto en su labor de seguir el camino que la luz había trazado.

Tal vez mamá, que había visto el primer rayo de luz antes que nadie, entendía los apuros de papá, y por eso permanecía a su lado, como su soporte.

»...y la Luz hizo lo que le es dable en su naturaleza: hizo que todo, lo bello y lo horrible, lo bondadoso y lo malvado, lo blanco, lo negro, lo gris, lo suave y lo áspero, cobrara consistencia y despertara a la vida...

Kardia sonrió, pacífico.

―Y así, despertamos todos...

El cuervo graznó.

―Sí. Así despertamos. Y así dormimos, para poder volver. Y despertar y dormir son parte de lo mismo. Son parte de la Vorágine. Son parte de la Luz que se abre paso en la Oscuridad. Son la misma cosa, en distinto punto del camino. No debes tener miedo.

Kardia asintió casi sin que se notara antes de quedarse dormido. El cuervo le acomodó el cabello que le caía en la frente con el pico.

»No debes temer, Corazoncito. No debes temer: cuando vayas a dormir, será bueno.





Saori permanecía sentada en su salón principal.

Habría pasado por una nena común y corriente, con sus jeans deslavados, su camisa a cuadros y sus zapatos deportivos. La cabellera color miel recogida en una trenza que empezaba a dejar escapar algunos mechones.

Pero su actitud, si bien sedente, era marcial.

Nike en la diestra y el escudo en la siniestra. Los ojos cerrados y en entrecejo fruncido por el esfuerzo. Un tenue resplandor dorado la rodeaba y se expandía lentamente a su alrededor.

Buscaba en silencio. Barría todos los rincones del Santuario en busca del escorpión fugado.

El escorpión que no parecía estar en ninguna parte.

Julián la observaba, preocupado.

Los brazos cruzados, la línea recta que formaban los labios y el leve zapateo con el pie izquierdo, indicaban que Poseidón estaba tenso y listo para provocar un terremoto.

―Mejor cálmate, señor Prometido ―dijo Dohko, cuya expresión y actitud eran una réplica de la del novio de su niñita―. No porque estemos histéricos la damita dejará lo que hace. No es su estilo.

―Igual y podríamos hablar con ella.

―¿Para qué? Es la señora del Santuario. Aquí, puede hacer lo que le dé la gana. Y ahora mismo se le antoja buscar a Kardia.

―Cuando lo encuentre, lo colgaré de los dedos gordos de los pies ―rumió Julián, amenazante.

― Pues te vas formando detrás de mí y Shion: nosotros tenemos derecho de antigüedad sobre ese cabrón.

La damita bufó y abrió los ojos de golpe.

―No se deja encontrar ―masculló mientras se levantaba y dejaba sobre la silla a Nike y el escudo recargado contra una pata.

―¿En serio? ―respondió Poseidón, torciendo el gesto―. Mira nada más; por lo que me has contado, me suena a Camus cuando estaba sepultado en el alud.

―No es lo mismo: Camus no quería ser encontrado, pero además, estaba muy débil. ¡Este cabeza hueca no se deja encontrar porque no se le hinchan los huevos!

―¡Cariño! ―gritaron al mismo tiempo Dohko y Poseidón, horrorizados.

―¡Cariño, nada! ―rugió a su vez la nena, malencarada e iracunda―. Además, no es nada más que él no se deje encontrar. Juraría que hay otra voluntad entrometida que lo esconde.

―Podría tratarse de su padre ―dijo la voz de Hades, que no parecía venir de un lugar concreto.

Hades se materializó en las sombras, vestido con su atuendo de metalero y tomado de la mano de Kore. Esta lucía un adorable capri de mezclilla bordado con motivos de cerezas. La camisita color verde tierno y las flores de su cabello la hacían parecer un jardín recién plantado.

―No sé si es su padre, tío, ¡pero me tiene bomba! ―gruñó la muchacha, beligerante, mientras zapateaba en el piso, impotente―. ¿Por qué? ¿Por qué lo está ocultando? ¡No le beneficia a nadie! Yo quiero... ¡Yo quiero estar con Kardia en este momento tan difícil!

Kore se separó de Hades y se acercó, solícita, a su hermana, a quien envolvió en un abrazo apretado y cariñoso. La damita ocultó la cara llorosa en el cuello perfumado de la Primavera, y sintió en sus brazos, cruzados sobre la cabellera bullente de vida, las flores que se abrían a la luz para luego de unos instantes marchitarse y convertirse en un capullo nuevo.

―Entiendo que quieres verlo ―musitó Kore con dulzura―. Entiendo que lo quieras junto a Dégel. Pero no se trata de lo que quieras tú, Ikómena. Tal vez Kardia en verdad necesita estar solo, apartado de todos nosotros.

―¿Incluso de Dégel?

―Incluso de Dégel. Sabemos lo que se dijeron porque tus padres adoptivos te lo han contado. Pero no sabemos cómo se sintió Kardia. Tal vez necesita digerirlo.

―¿Digerir qué? ¡Se va a morir! ¡Solo! ¡Y Dégel también! Morirán separados. No se suponía que debiera pasar así.

―Tal vez ―intervino Hades con su voz mesurada―, Thánatos tenía razón y empeoramos las cosas con nuestra intervención. Te confieso, Ikómena, que esa idea me molesta bastante.

La nena soltó un sollozo casi imperceptible, que provocó una mueca triste en Kore y miradas desalentadas en Poseidón y Hades. Este último se estrujó los cabellos de la frente.

»No, Ikómena. No he dicho esto para atormentarte. Lo que quiero decir es que no me arrepiento: por poco que haya sido lo que se hizo por ellos, obtuvieron un premio del que jamás gozaron en su camino original. Bien o mal, sin importar el estado de su convivencia en este momento, pasaron juntos un tiempo que no soñaron jamás.

»Y eso, niña amadísima, es bueno. Y valioso.

Saori lloró con mansedumbre. Sintió la mano de su tío acariciándole la cabellera, y cuando levantó la vista de sobre el hombro de su hermana, se dio cuenta de que Shion acababa de unirse a Dohko y Poseidón, y la observaba con tristeza. Se limpió las lágrimas y trató de sonreír a sus familiares.

―¿Todo bien, querido Shion?

―Camus ha dejado de buscarlo ―replicó Shion―. Dégel partió en su búsqueda, acompañado de Shun y Angelo.

―¿Cómo que ya no lo busca? ¡Habrase visto! ¿Cómo se le ocurre?

―Y tiene sentido, niña ―explicó Hades―. Monsieur Nord sabe que si alguien puede encontrarlo, es Dégel. Ninguno de nosotros, ni siquiera tú, tenemos una conexión tan estrecha con Kardia como su compañero.

La nena bajó la cabeza, compungida.

―Quería que tuvieran una oportunidad. Nada más.

―Y se las facilitaste. Está hecho. Lo que ellos hagan con la oportunidad, no nos concierne ―replicó el Señor del Inframundo.

―No es justo ―porfió.

―Tú sabes, porque la sabiduría es tu potestad, que no tiene que ser justo. Sólo correcto. Y lo correcto es diferente para cada ser en el Universo.

―Esto no me parece correcto.

―Ni a mí. Pero es lo que hay. Y no sabemos lo que el Gran Destino tiene en mente.

―Lo que sea, me tiene harta. No tiene pies ni cabeza lo que hace con su propio hijo.

―Tal vez no hace nada en particular ―intervino Poseidón, encogiéndose de hombros.

Las miradas de los presentes se posaron sobre él, que se mostró un tanto incómodo.

»Tal vez ―continuó― simplemente lo deja ser. Tal vez este es su modo de amarlo. De hacer algo por él.

Suspiró, desalentado. Inclinó la cabeza y se rascó la mollera. Luego buscó la mirada de su damita.

»Me parece que sabemos de qué cosas es capaz un mal padre. Y por mucho que la vida parece no haber favorecido a Kardia, yo veo que tuvo tiempo y espacio para crecer. Entonces... no sé... tal vez lo que pasa ahora es lo que el amor de Moro ha dispuesto para su hijo. Tal vez su amor coincidió con nuestras intenciones. Fueron tres días, y en general, no han sido malos. Le han permitido... florecer... A ambos.

Athena se abrazó a sí misma y bajó un poco la cabeza, mohína. Poseidón se aproximó y la abrazó con suavidad. La estrechó con dulzura contra su pecho y acarició la trenza medio deshecha. Besó la coronilla y arrulló a la novia impensada con el murmullo de su corazón.

»No se ha terminado el día, mi amor. No se ha terminado el plazo. Y nosotros, a diferencia de Moro y sus hermanas, no podemos ver lo que viene. Relájate. Suéltalo. Suéltalos a los dos. Los amas, te juraron lealtad. Pero no te pertenecen.

Saori soltó un largo lamento mientras se apretujaba contra el tórax de Julián, quien la meció dulcemente, acunándola. La dejó vaciar el dolor y la frustración sin decir palabra, acariciando la espalda menuda con suavidad.

Shion y Dohko bajaron la vista: ellos también se sentían dolidos. Ciertamente, lo último que esperaban era aquel final para la historia de sus hermanos. Y ahora, junto a ese pesar, estaba el otro, el de no poder proteger a su niña de aquel trago amargo.

Amarguísimo.

Saori era Saori. Pero su espíritu divino, ese que se encarnaba cada 243 años, sabía. Sabía demasiado bien.

Porque los dos veteranos recordaban perfectamente lo mucho que Sasha había amado a Kardia, y cómo ese amor se había reflejado también en Dégel. Kardia había sido un hermano mayor rudo y desfachatado, pero protector y dispuesto siempre a contenerla. Y Dégel... Si hubiera tenido que arrancarse el alma para proteger a la Pequeñita, lo habría hecho sin dudarlo.

Hades emitió un suspiro desalentado. Ello atrajo la atención de Kore, en primer lugar, y del Patriarca y Libra, en segundo.

Kore lo hizo fijar la mirada en la suya.

―¿Qué cosa, Amadísimo? ¿Qué cosa turba tu corazón, que es el mío?

―Las lágrimas de Ikómena me duelen como si fueran las de mis hijas. Bien lo sabes.

―Lo sé. Pero no puedes arrebatarle esta experiencia. Me parece que eres consciente de ello.

El Señor del Inframundo fijó los ojos verdes como la Primavera en las figuras de dos de las personas más amadas de su corazón: su hermano menor y su sobrina.

Había sido capaz de cometer tantas insensateces por ambos...

Kore frunció el ceño.

»Amadísimo mío...

―¿Sí, mi Señora?

―No.

―¿No, qué?

―No. No por ningún motivo. Recalcitrantemente, no.

―No he dicho nada, Dueña de mi Espíritu.

―Ni falta que hace, mi Señor. Bien que te conozco. Y por eso mismo, te pido que te quedes quieto.

Hades bajó la vista y suspiró de nuevo. Tomó las manos blancas de su dama y las besó con un fervor que llenaron la mirada ajena de aciagos temores.

»Hades... No. Por favor. No me hagas suplicar...

―Nunca te haría eso, Perséfone amadísima. Y sé que tú nunca, después de lo que hemos padecido por dejarme cegar por la ira, me permitirás desoír los llamados de mi corazón.

Kore se cubrió la boca con la palma de la diestra. Negó con la cabeza, con un temblor convulso alterándole los párpados.

―No pronuncies mi nombre, mi Señor. No lo hagas...

―No tardaré, Kore. No tardaré. Mientras regreso, cuida de mi hermano y mi sobrina, ¿quieres?

Y se dio media vuelta rumbo a las sombras, mientras su vestimenta mundana se trocaba en sus vestiduras protocolares.

La oscuridad lo devoró en un segundo, para consternación de la Primavera, cuya cabellera estalló en flores que nacían y morían en un instante.

―Señora, cálmate. ¿Qué te turba? ―preguntó Shion, sin atreverse a tocarla, aunque su vocación de padre lo impulsaba a abrazar a aquella muchacha con el espíritu trizado.

―Va a buscarlo ―musitó, acongojada de tal manera que una lágrima se le deslizó hacia el mentón.

―¿A Kardia? Pero si ya medio Santuario lo está buscando.

―No, no a Kardia ―gimió, por fin, desconsolada―. No a Kardia.

»Se ha ido a buscar a Moro.





Todos los habitantes del Inframundo, todos, sin excepción, conocían los caminos para encontrarse con las Moiras. Y con Moro, por supuesto.

Conocerlos y transitarlos, sin embargo, eran dos cosas distintas.

Si bien el impasse entre Moro y Thánatos fue sabiamente callado, para nadie en el Reino de las Sombras pasó inadvertido el hecho de que la Muerte Pacífica tuvo un desencuentro con su pariente.

El hecho de que Hypnos declarara lacónicamente la conveniencia de no molestar a Moro bajo ninguna circunstancia lo hizo aún más evidente.

Así pues, Hades y los suyos respetaban los espacios y tiempos de la estirpe de los Destinos. Las Moiras manifestaban una vez cada milenio alguna necesidad ínfima que era de inmediato subsanada. Y Moro, ni sus luces. No asomaba la nariz fuera de su antro por ningún motivo.

Cuando el asunto de la Guerra Santa empezó, motivado por la indignación de Hades ante el trato que su hermano menor recibió de su sobrina favorita, el Gran Destino le envío un mensaje. Uno nada más, y lo recordaba perfectamente.

Le envió a aquel ser que jamás en su existencia había visto, pero que nada más avizorarlo, lo reconoció como uno con el que compartía naturaleza: un ctónico.

―¿Estás seguro, Señor de los Abismos? ―oyó graznar a aquella criatura hecha de sombras.

―¿Qué dices, Hijo de la Oscuridad? ¿Qué te atreves a preguntarme?

La criatura le graznó de un modo que a él, Hades, en aquel momento en el que hervía de ira, le pareció amenazante.

―El Hado Inescrutable te pregunta, a través de mí: ¿Estás seguro, Amo Abisal?

Hades, tan propio y responsable de sí mismo como era la mayoría de las veces, sintió un nudo de angustia en la garganta cuando escuchó aquello: el Hado Inescrutable. El que lo ve todo. Moro.

Moro le preguntaba si en verdad estaba dispuesto a dar aquel paso.

Tragó saliva, pensando en todas las cosas que podían salir mal.

Pensó en su hermano menor. Aquel al que había recibido en las entrañas pútridas de su horrible padre; el pequeño al que intentó consolar y proteger en medio de aquella tortura que se le antojaba infinita. Aquel que se había forjado en el infortunio y que, pasados los eones, aún no podía enderezar los intrincados caminos de su carácter.

Pensó en su sobrina, aquella a la que había amado sin ambages ni secretos desde el momento en que la había conocido, la niña nacida de la desdicha de su madre. Amada en apariencia por un padre banal que, sin poderlo ocultar demasiado, la temía. La nena que hablaba y pensaba bellezas, que era bondadosa por naturaleza, y que, en las raras ocasiones en que se desbordaba, era capaz de cometer enormes torpezas.

Los amaba tanto a los dos. Su amor por ellos era inmenso e imperecedero.

Pero también la ira que la situación presente le causaba.

Si bien reconocía que Poseidón había sido un imbécil al provocar con el Diluvio la muerte en masa de los seres humanos (esos a los que su sobrina protegía como parte de la misión que le había sido confiada por su padre), la reacción de Athena le había resultado desmedida. ¿Cómo se atrevía la chiquilla cabeza dura a confinar a su amado hermano a una prisión sellada con su poder?

¡Poseidón era necesario para el equilibrio de Gaia!

Y si bien Athena argumentó que había sellado a su tío por tiempo limitado y, por lo tanto, su función continuaba latente, eso a Hades no le hizo ni maldita gracia.

Su hermano ya había padecido la prisión ignominiosa en las entrañas de Cronos. Del Tiempo.

Los lazos de sangre le pedían hacer justicia pronta y frontal. La Guerra Santa era su única opción.

¿O no?

―Di a Moro que todo lo ve que sí. Que mi resolución está tomada.

Iba a añadir algunas palabras más a su discurso, palabras que habrían abundado en sus razones y motivos.

Pero aquella ave extraña volvió a croscitar. Y su voz se hizo escuchar en sus dominios enteros.

―¡Acuérdate de tus palabras cuando la calamidad venga! ¡Cuando el corazón te sangre! ¡Cuando comprendas que te has partido el alma en dos! Y no te quejes por lo que perderás.

No volvió a ver a aquella criatura jamás.

Y desde la primera Guerra Santa sufrió la calamidad dichosa de la que le habló: su Perséfone Bienamada estuvo a un paso de repudiarlo. En lugar de eso, se alejó.

Y sus hijas, si bien no se pronunciaron al respecto y tomaron sus posiciones como criaturas del Inframundo, se envolvieron de un mutismo tal, que el corazón, en efecto, le sangró.

Y le sangró de nuevo, cuando se dio cuenta de que su Ikómena era una guerrera a la que no le temblaba la mano a la hora de enfrentarlo: guardó todo el amor que le tenía (porque él sabía que lo amaba) quién sabe en dónde y le hizo la guerra frontal y fulminante como a un enemigo cualquiera.

Y su alma se dividió cuando, liberado de su prisión, su hermano le echó en cara aquella guerra... ¿cómo había dicho?

Ah, sí. Absurda.

Tan absurda, que el maldito cabeza hueca volvió a someterse al sello. Porque aquella guerra no le movía interés alguno. Y aunque de cuando en cuando se soltaba y decidía tomar las armas contra Ikómena, tampoco era como que pusiera mucho empeño en derrotarla.

Y Kore, al final, tuvo razón: era un asunto de cama entre esos dos. Y él... se entrometió.

Se entrometió y todos sus allegados de alguna manera sufrieron: su familia amada, sus parientes cercanos y lejanos, sus súbditos, a los que había prometido protección.

Y su corazón. Y su alma.

Casi había bendecido a Ikómena cuando finalmente lo hirió "de muerte" y lo venció con ello.

Volvió al seno de su Amada, a lamerse las heridas y reconocer el yerro. Tuvo a sus hijas a su lado, cuidando su salud. A su hermano, preocupado por su bienestar.

Y cuando recuperó a la niña, a la hija adoptiva, la felicidad fue completa.

Los pasos de Hades se detuvieron ante la cueva ominosa en la ribera del Tártaro. Tomó una bocanada de aire y entró.

El suelo de piedra tosca no repitió el eco que habría esperado hicieran sus pasos. Las teas crepitaban en los muros de roca viva. Se detuvo cuando el espacio se extendió ante su vista. Bajó la cabeza e hizo una reverencia.

Las tres damas vestidas de blanca lana burda no separaron la vista de su labor. Aunque Hades igual escuchó sus voces.

―Qué cosa tan extraordinaria es tenerte en nuestro hogar, querido muchacho ―musitó la voz de Klothó.

―¿Deseas que te regalemos con un café, Señor del Inframundo? ―continuó la dama Lákhesis.

―Quedan algunas galletas enviadas por la amiga de nuestro hermano. Con gusto podemos convidarte, Guardián Bienamado ―terció la dama Átropos.

―Señoras. Damas Poderosísimas. Hijas de la Tenebrosa, de la Eterna Noche... ―empezó a salmodiar Hades.

Tres profundos suspiros fueron la respuesta de aquella invocación.

―Por favor, no, querido. No aquí ―solicitó la dama Klothó, con un profundo hastío en la voz―. A veces nos cansamos, ¿sabes?

―Y sí, corazón. No es como que seas uno de los cachorros descarriados de nuestro señor hermano, que necesitan unos buenos azotes a ver si se tranquilizan ―dejó caer, categórica, la dama Lákhesis, torciendo la boca―. ¡Cómo me fatigan, en verdad!

―Lo peor es la querencia, Lákhesis querida. Si nos abstuvimos de traer crías a la existencia, fue por no atarnos el corazón. Y henos aquí, ligadas a un par de potros sin domesticar. ¡Las cosas que quiero decirle a nuestro hermano...! ―concluyó la señora Átropos, resoplando con cierto enfado.

Hades abrió la boca, con la intención de contestar algo a aquellas palabras. Se lo pensó mejor y mantuvo los labios cerrados. Luego frunció la nariz y la frente, como pensando qué decir. Extendió la diestra, pero no terminó de hacer el ademán con el que pretendía llamar la atención de las damas.

Acabó rascándose la cabeza.

―Yo... Yo quisiera... ¿Es posible que les pida consejo?

―Si nos lo preguntas, lo pides con muchos milenios de retraso. Pero eres un familiar muy amado, muy cercano a nuestro corazón ―dijo Klothó con cierta conmiseración en el tono―. Así que habla, querido muchacho.

―Habla, cielo. Siempre es una dicha escuchar la voz del hijo más discreto de ese bestia que te tocó de padre ―añadió Lákhesis, juiciosa―. Pobre Rea, haber terminado en las garras de semejante espécimen.

―De que los hay miserables, los hay ―asintió con la cabeza Átropos mientras pronunciaba su discurso―. Ya ven de qué cosas es capaz el hermanito más pequeño de nuestro querido muchacho. Que tú no hayas acabado siendo un cabrón, es siempre un gran consuelo, Hades querido.

La voz de Hades se quedó atascada en la garganta por unos momentos.

―Ah... Gra-Gracias, queridas Señoras. Yo... Como saben... Yo... Tengo... una ¿querencia? Una querencia particular por mi sobrina...

―Sí, sí, cielo. Ya sabemos que adoras a la pequeña Ikómena. Lo veíamos venir, desde el momento en que tu hermano palurdo no vio más allá de sus temores y devoró a la pobre Metis. ¡Su propia tía! Será tamaño cabrón miserable...

―Klothó querida, el pez por la boca muere ―sentenció Lákhesis, lacónica.

―Y gracias a nuestro padre y nuestra madre, de ninguna manera soy un pez, al igual que ustedes y nuestro hermano. En fin. Que ya lo veíamos venir, Hades querido: tú sí tienes corazón de padre. Nunca lo dirás, pero así amaste al bobalicón de tu hermano marinerito.

―¡Se-Señora!

―Tranquilo, cielo. La verdad es que el marinerito nos agrada bastante en esta familia. Se carga un carácter que se lleva de encuentro a todos los monstruos de las profundidades. Pero en general, tiene buen corazón ―declaró la dama Lákhesis sin apartar la vista de su labor―. El genio se lo debe domesticar tu Ikómena, por supuesto..

―Y lo está haciendo bastante bien ―cerró la señora Átropos, en medio de una risita que sonó a cloqueo.

―Mi sobrina... Mi Ikómena sufre. Necesito encontrar a su guerrero.

Tres bufidos fueron exhalados por las Damas del Telar.

―Déjalo ser, Hades. Déjalo ser de una buena vez. Deja de meter las manos en este asunto. ¿No te basta con lo que sucedió la primera vez? ―cuestionó Klothó con un supremo hastío impregnando su voz.

―El muchacho debió pasar hace casi 250 años, cielo. Ya es hora de dejarlo ir, ¿de acuerdo? ―añadió Lákhesis, con pesar―. Esto no es fácil para nadie: nunca hemos querido amar a nuestros sobrinos, pero la voz de la sangre es fuerte. Es difícil dejarlo ir: para nosotras, para su padre, para su madre. No lo hagas más tortuoso, ¿quieres?

―El otro niño, el pequeño necio, ha estado intentando idear el modo de conservar a su hermano aquí, entre los que existen, sin alterar más el equilibrio. No es posible, querido. Entonces, ¿por qué dificultarlo más? ―zanjó Átropos.

―Justo por lo que ustedes dicen: aman a sus sobrinos. Yo amo a mi sobrina. Y no quiero que sufra. No pido que perdonen la vida de Kardia. Pido que nos dejen encontrarlo. Que nos permitan... Que me permitan entregárselo a Ikómena.

―Kardia no le pertenece a Ikómena ―declaró la dama Klothó, fijando sus ojos de oscuridad en Hades, quien se estremeció.

―No pertenece a su padre y a su madre. ¿Con qué derecho pides para Ikómena algo que no le corresponde? ―reprochó Lákhesis, levantando su mirada helada del Telar.

―Si a alguien cabe la legitimidad de ese reclamo, sería a Dégel. ¿Es por él por quien hablas, muchacho querido?

Los ojos oscuros de Átropos se fijaron en Hades, quien contuvo la respiración.

―Hablo por Ikómena, quien en su corazón siente gran amor por Kardia. Pero ciertamente, su tristeza proviene de que él y Dégel están separados.

―Dégel habló con ligereza. Con poca responsabilidad.

―Sí, dama Lákhesis. No lo dudo ni un instante. Tampoco dudo de que su espíritu estaba atribulado por la separación que se aproxima. Aún lo está.

―¿Le da eso derecho de comportarse como un cretino?

―No, dama Átropos. Pero si yo, siendo un dios, actué como un cretino con mi sobrina hace milenios y milenios, ¿no es esperable que lo sea un mortal, cuyo tiempo se escurre como granos de arena?

―Eres blando, señor Hades.

―Sí, dama Klothó. Lo soy. Soy padre: estoy obligado a ser indulgente. Lo olvidé mucho, mucho tiempo. Hoy, quiero vindicarme por esa falta.

Las tres damas guardaron silencio, mientras escrutaban con sus ojos oscuros a su visitante. Nunca dejaron la labor de sus manos, de manera que el Tapiz continuó siendo tejido.

―Nosotras no tenemos potestad sobre Kardia. Es su padre, quien ahora mismo llora la escritura que ha fijado en el Libro, el que la detenta.

Hades asintió.

―Lo sé, señora Lákhesis. He venido a preguntarles si es posible que hable con su señor hermano.

―No eres su favorito en este momento, querido muchacho ―musitó Klothó―. No podemos asegurar tu integridad si insistes en verlo.

―Lo entiendo. Aún así...

―¿Y la pobre Kore? ¿Así te olvidas de ella?

―No puedo olvidar un instante a Perséfone, señora Átropos. ¿Cómo podría, si con ella mi corazón terminó de aprender a amar? Pero deben entenderme: esta desgracia la propicié yo, por mi necedad. Debí claudicar y no lo hice. Quiero hablar con el Gran Destino. Ofrecerle disculpas, reparación, penitencia.

―¿Para que entregue de vuelta a Kardia?

―No vengo a pedir un intercambio. Vengo a limpiar mi honor, si es que me queda alguno a los ojos de Moro. Y a suplicarle... A suplicarle por nuestros niños: el suyo y la mía.

Las damas se miraron entre sí. Volvieron la vista al Telar.

―Sigue el camino a tu derecha. Llegarás a una puerta vetusta. Toca tres veces. Si te responde, puedes pasar. Si pasas, no sabemos si serás visto de vuelta. ¿Entiendes, querido muchacho?

―Sí, señora Lákhesis. Lo entiendo.

―Ve entonces.

―Gracias, damas excelsas.

―Adiós, muchacho. Que tu camino siga hasta el final de todo.

Hades hizo una reverencia fervorosa y caminó en la dirección indicada. Fue tragado por la oscuridad como si jamás hubiera estado allí.

―Debimos advertirle que nuestro hermano está de un humor de perros ―murmuró Klothó.

―Él también está de ese talante. ¿Para qué añadir más peso a sus ánimos trizados?

―Quizá por esa razón, Átropos querida ―expresó Lákhesis―, este sea el mejor momento para que se entiendan.





Cuando papá salió hecho una tromba del estudio y se dirigió más bien ofuscado hacia el taller, Milo decidió que era buen momento para entrar de nuevo a reanudar su lectura.

Entró acompañado del silencio. Hacía ya un rato que Skiá había levantado el vuelo y se había ausentado, Cuando quiso preguntar a mamá a dónde se había largado el avechucho, la vio levantarse y, con su paso absurdamente garboso, dirigirse a la cocina a preparar quién sabe qué cosas.

Milo se acercó al Libro. Frunció los labios. Inclinó la cabeza a uno y otro lado, como evaluando el objeto que tenía ante sí, con las páginas desplegadas y... ahora lo notaba... escribiéndose por sí mismo.

¿Por sí mismo?

Mamá le había dicho que papá no dejaba un instante de escribirlo. De corregirlo. Que no necesitaba estar frente a él para continuar su trabajo.

Pero sí para trazar el porvenir. Y definitivamente para fijar lo inamovible.

Se sentó ante él y leyó lo que papá acababa de fijar, al final de la página a la que pronto habría que dar vuelta.

Abrió los ojos, sorprendido, y luego se levantó, indignado.

―¿Separados? ¡¿Separados?! ¡¿En serio?! ¿Después de tantas dificultades para que el par de imbéciles estuvieran juntos y reconocieran que se aman?

Recorrió la estancia como si fuera una fiera enjaulada. Se jaló los cabellos, encolerizado.

»¡Me cago en todo! ¿Qué carajo es esto, papá?

Los ojos se le cristalizaron de lágrimas de furia. La sola idea de que algo como eso les hubiera acontecido a Camus y a él...

Pero algo como eso pudo haberles pasado. No exactamente lo mismo, pero...

―No, Solecito mío. No, bebé. No es lo mismo. Tú y tu pingüinito no comparten la misma historia con sus hermanos.

Milo se talló los ojos, frustrado. No había sentido a mamá entrar en el estudio.

―Hay similitudes.

―No lo niego. Pero no es la misma historia. Deja de buscar puntos en común. Mejor piensa en cómo hallarles el camino.

―¿Para qué? Tenías razón: papá les ha fijado el rumbo. Y su rumbo es la muerte.

Gigi se encogió de hombros, indolente.

―Lo estás enfocando muy mal, bebé de mis entrañas. La muerte es el sendero que todos recorremos, incluso tu padre y yo. Los altos, vericuetos y aventuras en el camino... eso es lo que importa. Y esa es la carencia de Kardia en este momento: tu papá lo ha enviado al derrotero final, directo y sin escalas.

―¡¿Por qué lo hizo?!

―Algo habrán hecho esos dos bobos para que tu papá se haya puesto tan riguroso. ¿No los crees capaces?

―Ya no importa. Papá ha fijado su destino: morirán solos, separados el uno del otro. Qué fiasco.

Hundió los hombros, desalentado. Emitió un largo suspiro de derrota. Levantó la vista entristecida y miró a mamá, que lo contemplaba con atención.

Se sentía tan apesadumbrado, que la inmovilidad le pesó. Se puso a deambular un poco por la habitación. Miró las paredes, llenas de estantes. Estantes llenos a su vez de cosas, muchas cosas, muy variopintas.

Unos folios de grueso papel antiguo, vetustos, enrollados y anudados con una tira de cuero, le llamaron la atención.

»¿Qué es eso?

Gigi dirigió la vista al objeto señalado por su hijo.

―¿Eso? Ahmmm... ―se tomó la barbilla con la diestra y frunció los párpados hasta dejar apenas una rendijita por la que asomaban sus ojos azul turquesa―. Eso es... La primera versión de Romeo y Julieta.

Milo observó a su madre desconcertado.

¿Romeo y Julieta? ¿La primera versión? ¿A qué te refieres?

―Es el primer borrador que Shakespeare escribió de Romeo y Julieta. Tu papá lo conserva. Digamos que... es un placer culposo para él, porque está horriblemente escrito, ¿me entiendes?

―¡No, no lo entiendo! ¿Por qué guardaría algo que no le gusta?

―Sí le gusta ―se explayó pacientemente Gigi―. Pero... está muy mal escrito. ¿Me explico?

―O sea que tiene malos gustos ―dejó caer Milo sin piedad, ante el gesto ambiguo de Gigi, que parecía valorar aquellas palabras―. ¡Pues ya se explica que tome decisiones tan terribles!

―No tiene malos gustos, mi pequeño... Sólo... le resulta un poco difícil lidiar con los humanos. Así que se busca parámetros para entender... cómo piensan y sienten.

―¿Y eso? ¿Qué tiene que ver que no nos entienda a los humanos con un borrador viejo?

―Humano... ¿tú?

―¡Sí, humano, yo!

Gigi lo miró con conmiseración.

―Ay, bebé. De acuerdo, humano tú. Mira a tu alrededor. ¿Ya viste que tu papaíto tiene los estantes llenos de libros? ¿Cómo crees que aprende a tratar a los humanos?

―¿Con manuales?

―¡No, pequeño zoquete! ―rugió Gigi con una voz tan potente que a Milo se le erizó la piel―. Contemplando, estudiando lo mejor que los humanos hacen. Valorando sus obras de arte, sus pequeñas miserias y sus glorias más prístinas. ¡A tu papá le gusta leer lo que escriben los humanos! ¡Así es como logra entenderlos mejor!

Milo miró detenidamente los estantes. Tomó un libro de una de las baldas intermedias.

―¿Jane Austen?

―Sí. Es buena. Me gusta Sensatez y sentimientos.

―¿Y eso es...?

―¡Una novela, bebé! ¡Creí que tu marido era un nerd!

―¡Él es un nerd! ¡Yo no!

―¡Pero eso se contagia!

―¡Pues me temo que yo aún no soy tan... tan nerd!

―¡Pues me vas solucionando eso rapidito! ¿Cómo piensas acercarte al Libro si eres un palurdo?

―¡Mamá!

―¡La verdad no peca, pero incomoda, bebé! ¡Tu padre es el nerd de nerds! ¡No tienes derecho a ser un zafio!

―Pero...

―Pero... necesitas encontrar un camino para tu hermano.

Milo frunció los labios. Miró el libro en sus manos.

―Si reescribo lo que papá fijó... ¿se lo tomará muy a mal?

Gigi se encogió de hombros sin dejar la cara con expresión de muina.

―No sé. Supongo que te borraría de la existencia. O te haría eunuco. O impediría que a Camus se le vuelva a parar por el resto de la Eternidad...

―¡Mamá!

―¡Tu padre es muy mal bicho cuando está enojado! ¡No escribas en el Libro, bebé!

―¿Y entonces cómo...? Si quisiera hacer una anotación, un borrador, una corrección...

―¡Te di notitas!

―¡Son post-its!

―¡Y eso bastará!

Milo respiró profundo y se sacó las notitas del bolsillo.

―Y... ¿qué hago? ¿Escribo y pego el post-it en el Libro?

―No lo sé. ¿Cómo puedo yo saber cómo haces tu trabajo?

―¡Si yo ni sabía que tenía un trabajo!

―Pues lo tienes. Aprende a hacerlo, ¡ahora mismo, bebé!

El rubio se llevó las manos a la cabeza. Se mesó los cabellos con lo que pareció ser bastante desesperación.

―Bueno. Y... Y si... ¿Qué dices que le gusta leer a papá?

Gigi resopló de tal modo que los mechones en su frente se levantaron.

―Los últimos cincuenta años le ha gustado una autora espantosa... Una tal Corín Tellado.

―Ah, sí. Me dijo que no... que no te gusta.

―Pues eso. Después de todo tienes razón: tiene mal gusto. ¿Por qué no se aficionó a Anne Rice?

Milo dejó a la Austen donde la había encontrado y buscó libros de la Tellado. Había bastantes. Tomó un par de ellos.

―"Entre el pasado y el presente" ―leyó el título frunciendo las cejas―. "Mi noche inolvidable" ―musitó, mientras empezaba a hojear el último―. Vaya. Es muy fácil de leer.

―Sí, sí. Alguna virtud debía tener la pobre mujer ―refunfuñó Gigi―. ¿Vas a leerla? ¿Para qué?

―Pues... no sé. Supongo que me conviene saber qué le gusta a mi papá. Entender cómo piensa. Cómo... ¿toma sus decisiones? A lo mejor se me ocurre qué puedo o no hacer mientras le busco un camino a mi hermano.

Gigi se le quedó viendo cruzada de brazos. Lo contemplaba con... duda.

―Te suplico, Solecito mío, que no te arruines el buen gusto, ¿estamos?

―Bueno...

―¿Quieres café? ¿Tienes hambre? ¿Te pongo música? ¿Qué te apetece que te prepare?

―No, no, mamá. No tienes que prepararme nada: así estoy muy bien.

―¡Buñuelos de manzana! ¿Verdad que te gustan? He visto que tu pingüinito te los prepara. Te prepararé algunos. Y ahora mismo pondré algo de música bonita.

Gigi salió con su paso garboso y Milo la escuchó ir y venir en las habitaciones de uso común. De pronto, una melodía resonó alegre en la tornamesa.

"You can dance, you can jive

Having the time of your life

Ooh, see that girl, watch that scene

Digging the dancing queen"

Milo sintió cómo el párpado derecho le temblaba.

Respiró hondo, se sentó rígido en la silla frente al escritorio donde estaba el Libro. Hizo su mejor esfuerzo por ignorar la música y se dispuso a leer su novelita de Corín Tellado.





Hades se detuvo ante una puerta de madera.

Bueno, llamarla puerta era hacerle demasiado honor.

Era un tablón enorme, vetusto, carcomido por el tiempo. Oscurecido por los eones y eones de uso.

Se quedó de pie, observando pensativo la barrera que lo separaba del Gran Destino.

Pensó en su Perséfone bienamada. En sus hijas. En sus allegados. En sus súbditos.

En su misión sagrada.

En su hermano.

En su sobrina.

En el muchacho... En los muchachos que ahora mismo esperaban la muerte solos. Separados de quienes amaban.

Los nudillos pálidos chocaron tres veces contra la madera desgastada. Dejó caer el puño a un costado.

Esperó.

Esperó lo que le pareció una enormidad.

Hizo de cuenta que no lo notaba, pero los dedos de su diestra empezaron a tamborilear sobre su muslo. Controló su respiración para que pareciera tranquila. Frunció un poco la boca y se mordisqueó el interior de los labios, haciéndose un poco de daño.

Ni un sonido en el interior.

―¡Pasa de una maldita vez, Señor de los Abismos! ¡Y más te vale que me hayas traído una Coca-Cola!

Hades frunció el ceño.

¿Una...? ¡¿Una Coca-Cola?!

Al trasponer la puerta, se dio cuenta de que llevaba de nuevo sus ropas mundanas. Las punteras de plata de sus botas resonaron un poco contra el piso de concreto burdo, que estaba cubierto por una gruesa capa de aceite viejo y solidificado. La amplia habitación (cobertizo, más bien) estaba llena de herramientas, refacciones, piezas de chatarra y motocicletas en distintas fases de armado o desarmado.

Junto a una de esas máquinas estaba arrodillado un hombre enorme, vestido con ropas tan llenas de grasa, que parecían tiesas.

Hades reconoció sin problemas a Moro en aquel hombretón musculoso y tatuado, con los lentes oscuros sólidamente montados en el puente de su nariz.

Con los tatuajes ocupando la parte visible de su piel.

―¡Salve, hijo bienamado de la Noche Eterna y la Densa Oscurid...!

―¡No! ¡No, señor! ¡Cállate, muchacho! ¡Mira que me olvidaré que eres el niño luminoso de Rea! ¡El niño besado por la Luna! ¡Tú y Hestia, ambos fueron tocados por la luz de tu madre! ¡Los demás son una decepción! Así que... Así que... ¡Te me callas en este instante, rufián!

―Pero...

―¡Pero nada! ¡Hay que ver para creer! ¿Cómo ha sucedido que tú, el niño bendecido con la luz de plata de tu madre, haya demostrado tan tremenda estrechez de miras? ¡Hay que ser un mocoso descendiente de Titanes para mostrar tamaña estolidez!

Los ojos verdes como brotes tiernos se abrieron al máximo de su capacidad. De algo así como incredulidad y sorpresa.

¿Cómo lo había llamado?

―Ah... ¿Estólido? ¿Yo?

―¡Estólido! ¡Estólido, tú! ―acusó el Gran Destino con un cabreo monumental, uno que lo tenía colorado como tomate y vociferante como Erinia―. ¿A qué vienes, muchacho bobo? ¡¿Y dónde está mi Coca-Cola?!

Hades disimuló ―aunque eso le servía de poco y de nada― la ira incipiente que se le arremolinaba en el corazón, ahogada en parte por la angustia que se le hacía nudo en la garganta y la boca del estómago. Efectuó un elegante movimiento con la diestra, en cuya palma apareció, triunfante, una lata roja y helada que presentó a Moro.

Este la arrebató de un certero movimiento, le quitó el exceso de gotitas de agua condensadas por el choque de temperaturas y jaló la anilla, que dejó escuchar un chasquido que continuó con el suave crepitar de las burbujitas carbonatadas.

El Gran Destino le aplicó un largo sorbo a la lata. Empinó un poco más el refresco hasta que dio cuenta de él. Entonces, sin apartar la vista velada de sobre su huésped no deseado, estrujó el envase hasta que lo dejó compactado.

El ruido que hizo el aluminio al ser recibido por el piso provocó en el Señor del Inframundo una suerte de escalofrío.

―¡Oh, Hado Inescrutable! ¡Oh, Señor que Conoces Todos los Caminos! ¡Vengo a ti humildemente para...

Moro estalló, como si fuera un montón de paja seca a la que le cae una chispa flamígera.

―¡Hado Inescrutable mis cojones! ¡Hasta aquí! ¡Hasta aquí, bendito de Rea! ¡Hasta aquí se queda mi buena voluntad contigo! ¡Hasta aquí me recuerdo a mí mismo que eres el mejor de tus hermanos, el mejor de los niños de tu madre! ¡El bendecido, el luminoso! ¡El sensato y el justo!

»¿Vienes humildemente? ¿A mí? ¿Para qué? ¡Para que te meta en cintura! ¡Cabrón! ¡Cabrón hijo de tu padre! ¡Porque tu madre bastante sufrió con el animal ese! ¿A qué vienes tú, zoquete, con humildad y un carajo aquí, eh?

―Señor Moro, yo...

―¡Señor Moro y una mierda! ―bramó el mecánico, ante la consternación oculta de Hades―. ¡Dos mierdas! ¡Todas las de la Existencia! ¡Quiero arrastrarte de las greñas desde un carro de combate! ¡Pero no puedo dejar sola a la pequeña Kore y sin cabeza al Inframundo de los cojones! ¡Argggh!

Contra su voluntad, Hades emitió un sutil suspiro que extendió un leve aroma a clavo. Clavo y...

»Pino... hueles a maldita resina de pino... ¡Dioses! ¡Quiero eviscerarte y me sales con tu maldita naturaleza noble! ¡La que ganaste gracias a la pequeña Kore! ¡A la que ya estabas predispuesto por la luminosidad de tu madre! ¡Tramposo! ―aulló Moro la perorata.

Hades se rascó la cabeza con una expresión parecida a la timidez.

―No es mi intención hacer trampa de ningún tipo, señor Mo...

―¡Deja de llamarme señor, mocoso petulante! ¡Deja de una vez tus modos protocolarios y dime a qué has venido, tío Metallica!

―Tío... ¿Tío Metallica? ―soltó Hades frunciendo la nariz con desagrado―. ¡Oye! ¡Ese ha sido tu crío berrinchudo! ¡Entre él y Monsieur Nord me tienen...!

―¡Ja! ¡Ahora sí me tuteas! ¡Cabrón! ―soltó el Gran Destino con tono burlista―. ¡No me vengas con que te tienen harto, porque bien que te gusta andar detrás de críos! ¡Tienes alma de niñero!

Hades, finalmente exasperado, levantó los brazos al cielo y meneó la cabeza, con incomprensión.

―¡De niñero, no! De padre y mentor, ¡eso sí, no lo niego!

―¿De niñero, no? ¿Y qué haces aquí entonces, buscando complacerle el capricho a la nenita del Santuario, eh?

El rostro de Hades se tiñó de rojo y miró sulfurado a su contendiente verbal.

―No... ¡No es una nenita! ¡Es la Diosa de la Guerra y la...!

―¡La Sabiduría! ―se desgañitó Moro―. ¿Por qué entonces no la dejas volverse sabia? ¡No puedes evitarle las triquiñuelas del...!

―¡Del Destino! ―gritó Hades, enfurecido―. ¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! ¡Y aún así, trataré de evitarle un dolor si está en mi mano lograrlo!

Hades sintió las manos de Moro engarfiadas en el cuello de su camisa negra. Sintió la furia de la mirada escondida por los cristales negros devorándolo como incendio.

Y en esa ira quemante contenida en las pupilas ocultas por la oscuridad, se generó una lágrima sentidísima que resbaló por la barba hirsuta.

―Pudiste evitárselo desde el principio. Desde que te lo advertí. ¡Te lo advertí, mocoso insolente! ¡A ti! ¡A ti, el luminoso, el sensato, el justo! ¡A ti y a nadie más! ¡Y osaste desoírme!

Hades escuchó el lamento sordo que se ocultaba apenas en el pecho del enorme mecánico.

»Y ahora... ahora... ¡Dioses! ¡Todos los niños...! ¡Mis niños...! ¡Mi niño...!

Hades, con la mirada cristalizada, puso sus manos sobre las del Gran Destino. Las tomó con suavidad y las estrechó, sin apartarlas de su ropa.

―Reconozco mi yerro, Moro. Pero con todo lo enorme e inocultable que es, yo no te obligué a tener hijos. Y mucho menos a entregarlos como soldados.

Los dedos atezados y cubiertos de figuras cambiantes se aferraron un poco más a la tela negra.

―¿No tenía por qué enviar a mis hijos como soldados? ¡Pues tú tampoco tenías por qué hacer el tremendo desbarajuste que te anotaste! ¡Tomaste a todos tus servidores como ejército! ¡Todo el aparato del Inframundo! ¡Concebido para mantener bajo prisión y bajo vigilancia a los más grandes horrores que han transitado por la Existencia!

»Los metiste a todos como soldados, ¡a todos! Los verdugos, los vigilantes, los guardianes, los Jueces... ¡Hypnos y Thánatos! ¡Una maquinaria eterna, concebida para resguardar aquello que ya no puede permanecer en el mundo de los vivos, usada como instrumento de muerte!

»Tomaste una decisión tan errada. ¡Tan errada! ¡Y la tomaste libremente, me ataste de manos! ¡Yo no actúo contra el albedrío! Ibas a arruinar la fábula, desde el principio. Ibas a arrasar el Tapiz y no podía coartar tu voluntad. Y sin embargo... ¿Cómo podía permitirlo? No era el momento para que todo terminara... ¡No era el momento! Y no podía fulminarte... aunque ganas no me faltaban... ¡Por eso envié a mis hijos! ¡Como un intento de equilibrar las fuerzas que actuaban contra la fábula!

»Y tu última gracia... cuando ya todo estaba acomodado para terminar... Tu sangre... ¡Le diste tu sangre a Rhadamanthys! ¡No tenías por qué prolongar más tiempo este desatino!

―Lo siento... ―musitó Hades―. Lo siento... Es cierto: lo dijiste con todas sus letras en el funeral. Todo estaba dispuesto para que las cosas terminaran de una vez. Y yo... no me resignaba a perder. A reconocer que estaba equivocado. Pero ya no es así.

»Por eso he venido... Para suplicarte por tu niño y mi niña... ¿Qué deseas de mí, para que nos permitas encontrarlo? ¿Qué deseas como compensación, para que le permitas a Kardia reunirse con Dégel antes de morir?

Moro se le quedó viendo con expresión desolada.

―No dudas que lo dejaré morir...

Hades negó con la cabeza, sin perder el contacto con la mirada de su anfitrión forzado.

―Sé que no te detendrás para asegurar el curso de la existencia. Y sé que lo dejas ir porque es lo que le toca...

Moro suspiró con pesar. Un mohín profundamente triste le afloró en los labios.

―Kardia... es un niño tan maravilloso, Hades ―musitó el hombretón.

Hades asintió, comprensivo.

―No puede ser de otro modo. Es tu hijo, y no dejarías de esmerarte en él. Así lo hiciste con Milo...

―Mi Solecito... Ha intentado salvar a su hermano... pero no hay nada más qué hacer, Hades. El muchacho es peligroso... Y su momento pasó...

Apartó las manos de encima de Hades y se las llevó al rostro. Le dio la espalda al Señor del Inframundo.

Hades contempló cómo se quitó las gafas de sol y se las limpió. Suspiró, compungido, porque sabía que no podía hacer nada por aminorar el dolor de ese otro padre.

»Vete, Amo Abisal. No puedo ayudarte con lo que vienes a pedirme. No hay nada que quiera de ti o que puedas darme. Las cosas fueron como fueron. Y ahora, son lo que son. Mi hijo está perdido. Y se quedará así porque libremente ha elegido irse, el muy zoquete.

―Pero...

―Nada ―pronunció Moro con tristeza, ya sin agresión en la voz―. No hay pero posible. Vete ya, muchacho. He tenido un cabreo apoteósico contigo por la estupidez de la guerra, y todavía más porque le entregaste tu sangre a Rhadamanthys. Y aunque todavía no termino de tragarte, ya estoy en paz contigo. No olvidaré tu gesto ni tu buena intención, no olvidaré que trataste de compensar a mi hijo. Te lo tendré en cuenta en el porvenir.

―No... ¡No, Moro! No estoy de acuerdo. Algo... ¡Tal vez se pueda hacer algo!

El Gran Destino negó, desganado, con la cabeza.

―Me importa un grano de mostaza que estés o no de acuerdo, Señor de los Abismos. A Kardia se le concedieron tres días para entregarlos a Dégel, y el muy bobo ha elegido huir en cuanto su amorcito se le ha puesto bronco, en lugar de encarar la situación. Entonces, como se ha rendido, he fijado su destino. Ya está.

―Pero...

Una ráfaga de aire impulsada por un vigoroso aleteo levantó los cabellos de los dos dioses.

―¡Que te vayas, que te vayas! ¡Vete, Señor de los Abismos! ¡Preocupas a tu mujer! ¡A la dulce Kore! ¡Dulce Kore!

Hades y Moro se volvieron hacia el ser vociferante que emitía aquellas admoniciones. Hades abrió los ojos de aquel verde primaveral como si no creyera en lo que veía.

Moro resopló, impaciente.

―Ya está, ingeniero. Relájate. Puedo despedir de mi casa al pequeño de Rea sin ayuda, ¿sabes?

―¡Tonto! ¡Tontísimo! ¿Por qué te has dado el lujo de ser un zoquete, Amo Abisal? ¿Por qué todos se dan el lujo de ser tontos hoy? ¡Fastidio, fastidio!

»¿Por qué no te has quedado con la pequeña Kore? ¿No te basta su castigo para aceptarte de vuelta? ¿No te basta ser su esclavo de cama por los próximos milenios? ¿Quieres más sanciones de su parte, loco, temerario?

Hades abrió la boca, incrédulo, mientras contemplaba a aquella... criatura... que percibía como una... una...

―¡Cállate, ingeniero! ―exigió Moro, indignado―. ¿Cómo te atreves a tratar así a quien me visita? ¡A revelar intimidades de pareja! ¡No te hacía tan patán!

―Eso es... ―musitó Hades, confuso, mientras señalaba al ave―. Eso es...

―¡No me insultes a mi amigo, Hades! ―continuó Moro, exasperado―. ¡No es en modo alguno un dechado de belleza, pero es bien cabal!

El ave soltó un chillido beligerante.

―¡Como si tú fueras hermoso, mastodonte! ¡No sé qué te ve Mitéra!

―Es un hijo de la Oscuridad... ―pronunció finalmente Hades―. La Oscuridad originaria...

El Hijo de la Oscuridad graznó con fuerza y se colocó cerca de Hades, quien retrocedió un paso, impresionado.

»No... No lucía así la última ocasión que lo vi... ¿Cómo es posible? ¡Yo conozco a todos los primigenios! ¡Y más si habitan en mis dominios! ¿Cómo es que a este Hijo de la Oscuridad no lo conocía? ―acusó Hades con un tono que iba abandonando el azoro para volverse álgido―. ¿Cómo que este ser se me ha estado ocultando en mis dominios todo este tiempo?

Moro observó, torvo, al ingeniero.

―No me jodas, calandria bonita, con que al muchacho de Rea te le muestras como eres.

―Yo no me le muestro de ningún modo ―reclamó el ave con una voz que sonó ronca y amenazante, clara, lejos del graznido que le resultaba natural―. Cada quien me ve como puede. ¡Tonto! ¡Moro tonto! ¡Por eso tus hijos son unos zoquetes! ¡Zoquetes y tontos todos!

―Agapité fíle mou!

El ingeniero croscitó y alzó el vuelo.

Hades escuchó aquella voz, que era suave y autoritaria al mismo tiempo. Una presencia que le pareció dulce, pero imperiosa, lo estremeció a sus espaldas. Se volvió con recelo y observó.

Los ojos se le llenaron de humedad tibia y bajó, reverente, la cabeza que siempre mantenía alzada y altiva.

La dama que sostenía tiernamente en su mano a aquella criatura que de muchas maneras le parecía colosal, lo miraba con serenidad.

»Compórtate, adelfós. Compórtate con las visitas. Tú sabes ser amable.

―Señora...

La mano oscura de Gigi... Los dedos delgados y suaves de Gaia se deslizaron con delicadeza en el mentón de Hades, para hacerle levantar el rostro.

―Anda, querido muchacho. Mi querido amigo ya te ha dicho que está en paz contigo y que puedes irte. Y mi hermanito... No se lo tomes a mal, a veces se pasa de deslenguado. Pero es bueno y amable... a su modo.

Hades estrechó con deferencia absoluta aquella mano que se demoraba en su mentón.

―Señora... Señora...

Gaia le dedicó una sonrisa prístina.

―Vete ahora, niño querido. Lo que suceda con mi hijo no está en tus manos, sino en las de mi otro bebé. ¿De acuerdo?

―Tu... ¿Tu hijo? ―musitó Hades con repentino horror al escuchar la confirmación de lo que Bóreas el Viejo alguna vez había insinuado―. ¿Tus hijos?

―¿Qué, qué? ―vociferó Moro, cabreadísimo―. ¿Cómo que en manos de tu otro bebé? ¡Óyeme, no, Gigi! ¡Que ya he fijado el rumbo! ¡Y mi Solecito no lo torcerá de nuevo!

Por un momento, la estatura de Moro pareció aumentar y su gesto volverse más fiero. Los tatuajes en su piel visible se sucedieron uno tras otro a una velocidad vertiginosa.

Hades vio que la expresión de Gigi se volvía torva. Muy, muy torva. Y que las alas de aquella criatura se volvían grandes. Inconmensurablemente grandes.

Le pareció terrible estar presenciando aquel potencial exabrupto entre aquellos tres seres que, evidentemente, tenían lazos que él desconocía.

Tres primigenios, cuyos ánimos se le antojaron atroces.

Pero el de Gaia... No quería saber cómo de peligrosa podía ser estando enojada.

No lo pensó.

Sólo lo hizo.

El portal se abrió al paso de Moro y lo engulló en un instante.

Los increíbles ojos aturquesados de Gigi se fijaron sobre el Señor del Inframundo y una sonrisa rutilante se configuró en su rostro de ébano.

―¡Querido Hades! ¡Mi querido, querido muchacho! ¡Pero miren el tamaño de esos huevos! ―aplaudió la dulce Gaia, feliz―. ¡Sí que eres valiente, mi niño! ¡La estirpe de Rea sí que tiene esperanzas, después de todo!

Hades tragó saliva. Su mano maciza y pálida buscó un soporte que encontró en una de las motocicletas a medio armar del taller. Sentía las rodillas estremecidas. Se quedó tieso, sin moverse apenas, incrédulo de sus acciones inmediatamente anteriores.

―Por todos los Dioses... ―musitó estremecido―. Estoy... estoy...

La risa cantarina de Gaia se deslizó en el cobertizo y un momento después, sus labios rotundos se estamparon en la mejilla del Señor del Inframundo, quien se sobresaltó.

―Sí, sí. Estás frito. Pero sólo un poquito. ¿Lo hiciste por apoyarme, querido?

Hades afirmó imperceptiblemente.

»Nunca dejarías que una dama permanezca en apuros, ¿eh?

Hades suspiró, cansado.

―Es la costumbre, Señora. No me viene bien que Kore tenga disgustos. Ni mis hijas. Ni Ikómena. Ni... Ni tú. Pero no he sido ducho en evitarlo durante los últimos milenios. Supongo que con esto, he empeorado todavía más la situación.

Gigi le palmeó dulcemente la mejilla... lo cual provocó el azoro de Hades.

»Tranquilo, querido. Aunque no lo creas, mi querido amigo se lo vio venir ―dijo Gaia, hecha un cascabel―. Acuérdate, se trata de Moro: el que todo lo ve. Estará cabreado, por supuesto. O tal vez no, porque permitió que lo sacaras de aquí.

»Es más que probable que haya previsto que tu intervención sería el único modo digno de evitar que él y yo termináramos enzarzados. En fin, no te preocupes: sin importar cuál sea su ánimo, lo atemperaré. Yo sé cómo.

Y le guiñó, coqueta, un ojo.

»¿A dónde lo mandaste, querido Hades? ¿A los Elíseos?

Hades asintió, con un gesto que revelaba su ánimo un tanto desorientado.

»Muy bien. Entonces, es hora de amansar a esa fiera. Hades querido, reúnete con la dulce Kore. No te preocupes por nada. No permitiré que mi querido amigo se te vuelva a poner bravo. No te pondrá un dedo encima. Ni a ti, ni a los tuyos.

―¿Que me vaya con Kore? Pero, ¿y Moro? ¿Y Kardia?

―Todo bajo control, niñito mío. Las cosas con mi Corazón estarán bien, tanto si mi pequeño Sol consigue encontrarle un camino como si no. Deja de preocuparte. Polilogás querido ―continuó Gigi dirigiéndose al ave―, cuida de mis dos bebés. ¿De acuerdo?

El ave graznó sonoramente.

―¡De acuerdo! ¡De acuerdo! ¡Cuidado con esa bestia! ¡Es un tonto, tonto! ¡Un bruto! ¡No lo dejes gruñirte!

―No hables así de fíle mou, hermanito. Es el padre de mis hijos. Tiene... privilegios.

Y se fue sin mirar atrás.

Hades, con aquella suerte de aturdimiento en su ánimo, seguía tomado del manillar de la moto descompuesta.

―¡Anda, héroe! ¡Anda, ahora! ¡Ve con Kore! ¡Tienes nuestra gratitud! ¡La mía y de mi hermanita! ¡Tal vez, incluso la de Moro! ¡Vete, vete!

―Pero...

―¡Anda, héroe! ¡Ahora, vete, vete!

Y en medio de un torbellino de graznidos y oscuridad primigenia, aquella ave desapareció.

Hades suspiró, con una extraña sensación de incertidumbre y hastío en el espíritu. Se alejó de la moto y, taciturno, empujó el viejo tablón y regresó por donde vino.





Milo había pasado un buen rato leyendo aquellos libros que tanto le gustaban a papá. Y había llegado a una conclusión: eran extremadamente fáciles de leer.

Y también la cosa más cursi y melosa que jamás había leído.

Consideró con toda la seriedad del mundo preguntar a Camus su opinión de esa autora. Después de todo, sabía que conocía a todos los autores y las autoras que papá primero y mamá después le habían mencionado.

Seguro que también conocía a Corín Tellado y tendría algo interesante qué decir acerca de su obra y estilo.

Ahora mismo, lo que le preocupaba era el Libro. Había leído varias veces la historia original de su hermano los días anteriores, y lo estaba haciendo de nuevo, junto con la nota final que su padre había añadido categóricamente apenas unas horas atrás.

Entendía el por qué de la resolución de Moro: sin importar si habían sido Kyría y sus mayores los que habían facilitado a Kardia su extensión de tres días o si había sido papá en persona, huir a descampado no era lo que unos y otro habrían pensado como corolario para el don otorgado.

El Gran Destino se había enfadado...

No. No era eso.

Milo empezaba a conocer a papá.

Estaba enojado por la decisión de Kardia de largarse. No le cabía la menor duda. Pero más que enojado, estaba... ¿decepcionado? No. ¿Contrariado? Tampoco.

Entristecido.

A papá lo entristecía que las cosas... las personas no alcanzaran su potencial. Y Kardia y Dégel no lo habían logrado.

Así que, ¿para qué alargar el camino, si ya habían tomado su decisión?

Sin embargo... Dégel lo estaba intentando.

Estaba buscando a Kardia.

¿No tenía derecho el hermano menor de Khíone y Keltos de enderezar lo que se había torcido?

Escuchó primero el aleteo y luego las garras del ave se aferraron en su hombro derecho. Y el graznido sonoro, si bien el día anterior le taladró los oídos, hoy no le pareció molesto.

―¿Se te ocurre algo, Solecito? ¿Se te ocurre, se te ocurre? ¡Apresúrate! ¡Tu hermano morirá en poco tiempo!

―Lo sé ―dijo Milo con el ofuscamiento a punto de brotar en su voz―. Lo estoy estudiando, en serio que sí. Pero no veo cómo abrir el camino. Para padre, Kardia es peligroso porque no lo ve venir.

»Y aunado a eso, tiene su legado latente: podría abrir la boca y cambiarle el destino a alguien. A varias personas, a muchas. Y papá no se daría cuenta sino hasta que las cosas hubieran cambiado, quizás para peor.

―¡Tú haces lo mismo! ¡Lo mismo!

―No del todo. Lo hice la primera vez, cuando me negué a que Camus muriera. Y no estoy del todo seguro: no me extrañaría que papá lo previera. Poco a poco, estoy entendiendo cómo y bajo qué condiciones hago funcionar mi legado. Eso no sucede con Kardia.

»Es un elemento potencialmente anárquico.

―Entonces, ¿no hay camino para Corazoncito?

La pregunta le llegó con un tono que a Milo le pareció triste. Triste y atroz.

―Se me ocurre uno. Pero no puedo abrirlo yo. Tiene que ser papá.

―¡Tu padre tonto ya ha trazado el camino de Corazoncito! ¡Tu papá es un tonto! ¡Tonto y bru...!

―Papá es papá. Hace lo que puede, que no es poca cosa ―pronunció Milo con un poco de bronca contra el cuervo―. Me doy cuenta que, dada su labor, debería ser intratable, debería encontrarse totalmente alienado. Sin cabeza ni espíritu para nada que no sea el Libro. Pero no es así.

»Le ha abierto el corazón a mamá. Y a ti. Y a todos nosotros, a sus hijos. La guerra, de algún modo, evitó que se desvaneciera por completo en el deber. Lo mantuvo con el corazón atento. Sensible. Por lo tanto, debe ser posible persuadirlo de abrir el camino para Kardia.

El cuervo movió la cabecita de un lado a otro. Rascó con el pico el cuero cabelludo del rubio, en una caricia que iba resultando cada vez menos rara.

―¿Cómo lo harás? ¿Cómo vas a persuadirlo? ¿Cómo convencerás a tu papá necio de dar su brazo a torcer? ¡Es un necio! ¡Un terco de miedo!

Milo extendió la mano hacia el cuervo y le acarició las plumas de la cabeza con ternura. Le sonrió.

―Escribiré una glosa. Los haré encontrarse.

―¿Y eso qué? ¡No vivirán porque se reencuentren!

―No. No vivirán por eso. Tal vez no consiga que papá los reinserte en el Libro. Pero facilitaré que de una vez por todas tengan un momento para ellos. Que alcancen su potencial.

»Y a papá... le gusta que alcancemos nuestro potencial. Creo que por eso nos ha permitido vivir a Camus y a mí. Porque a pesar de todas nuestras estupideces, hemos procurado vivir hasta las últimas consecuencias.

El cuervo picoteó suavemente la oreja de Milo, quien empezó a reír a causa de las cosquillas que la caricia le provocó.

»¡Basta, Skiá! ¡Me haces cosquillas!

―¿Cómo te ayudo? ¿Cómo? ¿Cómo?

―No lo sé. No tienes que ayudarme. No imagino qué podrías hacer.

¡Mitéra me pidió cuidar de sus bebés! ¡Sus bebés! ¡Mis pequeños! ¡Te ayudaré! ¡mogizīti ayudará a Solecito!

―¿Pero cómo?

―¡Solecito escribe su glosa! Y Skiá... ¡Skiá cuidará de Corazoncito!

―Skiá... Ni siquiera estoy muy seguro de cómo escribir una glosa.

―¡Mitéra te dió el instrumento para escribirla!

―¡Por todos los Dioses! ¡Son post-its! ¡Con el dibujo de un pingüino de caricatura malencarado!

―¡Es lo que hay! ¡Empléalos y deja de hacerte el tonto! ¡Tonto, Solecito...!

―¡Tonto! ¡Ya lo sé! ¿Qué no ibas a cuidar a mi hermano, pájaro irritante?

Skiá le dio en la cabeza un picotazo beligerante antes de emprender el vuelo. Milo se masajeó un momento e inmediatamente después de sacó del bolsillo el dichoso paquetito de post-its.

»No sé qué pensar de tu sentido del humor, madre ―masculló el rubio en cuanto retiró la carátula que protegía las notitas―. Ya sé que Camus parece estar de malas pulgas casi todo el tiempo, pero eso no es... no es... cierto...

Se lo pensó un momento con seriedad.

»Ash. ¿A quién engaño? La verdad es que sí tienes cara de pocos amigos casi siempre, chouchou. Que hasta mi mamá lo sepa es para tenerlo en cuenta.

Se rascó la cabeza un momento, sin apartar la mirada de las notitas y el pingüinito. Luego, la desvió hacia el Libro, desconcertado.

»Y ahora, ¿qué? ―preguntó impaciente―. ¿Tengo que recitar una invocación? ¿Orar a mis tías, a mi papá? ¿Qué carajo hago?

Miró el reloj. Ya era bastante tarde; a pesar de todo, se había tomado su tiempo para leer y estudiar. Para pensar y meditar. Infructuosamente, porque lo que se le había ocurrido era azaroso y no había garantía de que funcionara.

Y no sabía cómo lograr que su legado aflorara.

Cerró los ojos, pensando en cómo conseguir plasmar la glosa.

Pero no. Pensar no servía de mucho, porque sus pensamientos, justo en ese momento, eran más bien erráticos.

Suspiró.

Lo que daría por estar con Keltos. Justo ahora: lo que daría por estar en sus brazos.

En su antebrazo, apareció una figura negra como la tinta: un árbol. Y junto a ese árbol, muchísimos más.

El gesto de Milo se torció y la frente se le pobló de gotitas de sudor. Aquello dolía. Bastante.

Sin embargo, no claudicó.

El bosque se pobló de coníferas y setos. De pajarillos cantores. De insectos despertando en la noche próxima.

Un búho ululó entre ramas desconocidas.

Al pie de los troncos, al ras del suelo, aparecieron las figuras de tres hombres jóvenes. Un albino, un castaño y un pelirrojo.

La Aguja escarlata de Milo se desplegó, aunque no era roja, sino negra. Se dirigió hacia el papel de la notita de más arriba y empezó a trazar una escritura insegura. Milo frunció el entrecejo por el esfuerzo.

»"Ya... ya buscamos aquí... Dégel..." ―musitó con dificultad.

La imagen cambió un poco: Dégel se detuvo en seco.

El cambio provocó un dolor agudo en la piel sensible de Milo.

¿Eso era lo que sufría papá todo el tiempo, cada milésima de segundo? ¿Cómo lo soportaba?

Él se lo había dicho: le gustaba el resultado. Era el jardinero del jardín más bello de la creación.

Papá veía la belleza implícita de cada ser que desfilaba por su Libro.

Incluso la de Skade, a quien Milo consideraba incapaz de poseer una sola cosa buena.

Pero no era a ella a quien le buscaba camino. Al menos, no en ese momento.

Era a Kardia, su hermano. Y a Dégel. El amor de su existencia.

Abrió los ojos, poblados de densa oscuridad.

»"Ya buscamos aquí, Dégel. No quiero darme por vencido, pero..."



―... tal vez sea hora de volver ―dijo Angelo, con profunda tristeza en su voz.

Shun miró al albino con mala expresión y luego a Dégel, queriendo decir palabras animosas que, sin embargo, se le atoraron en la garganta.

No quería darle la razón a Angelo, pero...

―Vuelvan a La Fuente. El buen doctor los espera. Y la Pequeñita. Y sus amores ―respondió el taheño con la voz distorsionada por una tormenta en ciernes―. Yo no puedo volver sin Kardia.

―No vamos a dejarte solo, Dégel. No digas necedades ―replicó Shun, fastidiado ante la perspectiva de abortar la misión―. Irnos no es opción. Angelo ni debería haberlo mencionado.

―¡No lo digo por necedad! ¡Es que en serio ya pasamos por aquí! ¡Esta es la tercera vez!

―Pues aunque sea la cuarta ―siseó Shun, cabreado―, ¡no vamos a regresar! Ya quiero verte explicándoselo a la Hidra. ¡Porque lo harás tú, yo ni de chiste!

―Señores ―intervino Dégel antes de que Angelo se enzarzara con Shun―, agradezco su gentileza. De verdad. Pero no es necesario que continúen.

El albino y el castañito miraron al pelirrojo con un tanto de zozobra en los ánimos. Dégel suspiró, desalentado.

»Seamos prácticos, por favor. Kardia está ofendido y no se dejará encontrar con facilidad: lo dije desde el principio. Pero eso es irrelevante, ¿saben? Porque no dejaré de buscarlo, sino hasta que nuestro plazo se cumpla. Hasta que llegue nuestro momento de... de morir.

Angelo suspiró entristecido.

―Anda, Dégel. ¿Qué pretendes? ¿Que te dejemos solo, para... para morir en quién sabe qué rincón del bosque mientras tratas de dar con ese zoquete necio?

―Igual moriré ―musitó Dégel―. Al menos que sea intentando solucionar las cosas con Kardia.

―Mira, Dégel, si eso es lo que quieres, está bien ―asentó Shun con un ademán categórico―. Lo entiendo. Lo entendemos ambos. Pero no nos pidas que te dejemos solo.

―Deberían dejar de considerarme su paciente. Ya no lo soy: no hay nada que puedan hacer por mí o por Kardia. Así que tranquilos. Se los diré si es lo que necesitan escuchar: han hecho todo lo que han podido por nosotros. Los libero de toda responsabilidad sobre mí y mi... y Kardia.

―Dilo con todas sus letras, Dégel: tu amor. Ese cabrón revoltoso es tu amor. Lo sabemos todos desde antes de que los trajeran de vuelta, desde antes de que sospecháramos que estaban vivos. Puedes decirlo sin rubores: amas a Kardia.

―Y si he propuesto volver, es porque no me parece justo que te mueras aquí, empeñado en una búsqueda infructuosa. No me lo tomes a mal, fratellino, que no ha sido mi intención ofenderte. A estas alturas, eres más que un paciente: eres nuestro hermano también. Y nos duele que lo estés pasando mal.

―Es lo que me toca ―murmuró el taheño―. Ahora mismo, Kardia y yo estaríamos juntos si no hubiera tenido ese exabrupto estúpido. Ya lo conozco: era un hecho que se ofendería.

―Y te diré: más que ofendido, me parece asustado, Dégel. Estos tres días, el stronzo ha estado con el alma en vilo, temiendo por ti.

Dégel bajó la cabeza, apenado. Ya que tenía la oportunidad de escuchar de parte de su hermano, su hermana y ahora, de sus médicos, lo mucho que Kardia estuvo atento a su estado, lo mucho que se esmeró en protegerlo y cuidarlo, se sentía un patán por haberlo tratado como lo hizo.

―Si está asustado, lo cual es una situación que me resulta inusitada, entonces con mayor razón necesito encontrarlo. De verdad, no tienen que quedarse conmigo. Yo lo encontraré. Y si ello no es posible, entonces emplearé el tiempo que me resta en buscarlo. Así, si consigo reunirme con él del otro lado, podré decirle legítimamente que lo siento. Que lo siento en serio.

El graznido potente, casi tanto como el sonido de las alas batiendo, dominó unos momentos el ambiente. Los tres jóvenes se volvieron al origen de aquellos sonidos y miraron.

Angelo torció el gesto.

―No jodas. ¿Un grajo? ¡Ya sabemos que hay dos muertes en ciernes! ¿Qué necesidad hay de enviar pájaros agoreros? Porca miseria!

―Es una corneja, Angelo ―aclaró Shun―. Estoy de acuerdo que se parecen mucho, pero este no es de ningún modo un grajo.

Dégel se quedó viendo primero a sus dos acompañantes y luego fijó los ojos color lavanda en aquella ave. Hizo unos cuantos movimientos de negación con la cabeza y se dirigió a Shun y Angelo.

―Todos... Los tres lo vemos de distinta manera.

El cuervo croscitó con tanta fuerza que lastimó los oídos de los tres hombres que lo veían. Levantó un ala y empezó a acicalársela con el pico.

Dégel se acercó un paso al animal.

»Tú... ―dijo modulando con toda claridad las palabras―. Tú sigues a Kardia. Sabes dónde está. Hablas con él. ¿No es cierto?

»¿Podrías...? ¿Podrías mostrarme dónde está?

―¿Qué harás? ¿Qué harás si te llevo con él? ¡Eres un tonto! ¡Frígido tonto! ¡Lastimaste a Corazoncito! ¡Los dos son tontos! ¡Tontos! ¡Idiotas!

Dégel palideció un momento y luego enrojeció de vergüenza.

Angelo y Shun, por su parte, miraban al pajarraco vociferante con expresiones que iban de la sorpresa a la consternación.

―Este... Este no es un pájaro normal, non è vero? (6)

―Es evidente que no ―señaló el castañito.

―Si me llevas con Kardia... me disculparé.

El pájaro soltó un largo graznido que reverberó en el espacio inmediato. Hizo que los tres se taparan los oídos y cerraran los ojos. Por un momento, entre los párpados apretados y las pestañas arremolinadas, Dégel vio que el ave se desdibujaba y se volvía enorme. Enorme y cambiante.

Pero cuando abrió los ojos, lo que tuvo ante sí fue al cuervo picogordo con las manchas blancas en la punta del pico y la parte trasera de la cabeza. El mismo que había visto antes, cuando iba con Kardia entre las calles de Rodorio.

―¡Tus disculpas son tontas! ¡Pueriles! ¡Has tenido tres días y no los has aprovechado en absoluto!

―¡No sabía que iba a morir! ―gritó Dégel, furioso.

―¡Pero sí que él moriría! ¡Eso lo sabías a la perfección! ¡Y en lugar de afrontar el tiempo final con valentía y determinación, te atragantaste con tu propio corazón y te callaste! ¡Te callaste lo único que valía la pena decir!

Las lágrimas se agolparon en los ojos violetas de Dégel.

―Dijo que era su amigo... Su amigo y nada más...

―Corazoncito agonizaba. Escuchaste la angustia de un moribundo y te rendiste. ¡Te rendiste a tus propios temores! ¡No a sus palabras! ¡Y él también! ¡Los dos son tontos, idiotas!

El cuervo croscitó furioso.

»¡No merecen reunirse! ¡Esa es la verdad! ¡No lo merecen! ¡No mereces que te lleve con él!

El taheño se limpió las lágrimas con un ademán furioso. Hundió los hombros, pero alzó la cabeza y miró al pájaro directo a sus ojos dorados.

―No. No merezco reunirme con él. Tienes razón: malogré nuestro tiempo. Lo agosté.

»Pero él... él sí merece escucharme pedirle perdón. Merece escuchar que fui feliz cuidando de él y que he bendecido cada segundo a su lado, sin importar cuán angustiado estuve cada vez que creí que se me moría.

»Merece escucharme decir que lo amo. Así: sin dudarlo y sin sonrojarme.

»Por favor, llévame con él.

El ave alzó el vuelo y se posó en las ramas de un árbol sólo para brincar a las de otro. Y así sucesivamente por un par de minutos. Al final se posó en la rama de un arbusto, justo frente a Dégel.

―¡Tienes que pagarme! ¡Tienes que pagarme! O no podré llevarte con él.

El pelirrojo abrió unos ojos enormes.

―¿Qué? ¿Pero qué quieres que te pague? ¿Para qué te sirve el dinero a ti?

El ave aleteó furiosa. Ofendida.

―¡No quiero dinero! ¡Tonto! ¡Frígido tonto! ¡Quiero lo más valioso que posees!

Dégel se espantó y se llevó, de manera automática, la diestra al cuello.

―Espera... Esto no. Es un regalo de Kardia.

―¡Es un regalo de Kardia! ¡No es Kardia en persona! ¿Es más valioso el regalo que aquel que lo entrega? ¿Qué más te da?

Dégel pareció considerar seriamente las palabras del ave.

Con un movimiento que empezó titubeante, pero que ganó seguridad casi de inmediato, se desabrochó la cadenilla y la entregó junto con el colgante de astrolabio al pájaro, que la recibió con el pico. Se la echó al cuello con un movimiento ondulante y la joya se adaptó de pronto al tamaño del animal.

»¡Me veo guapo, guapo! ¿Has visto, frígido? ¡Kilídes es guapo con su nuevo tesoro! ¡Lo es, lo es!

Dio unos cuantos saltitos en su rama y se buscó parásitos con el pico.

Dégel se acercó a sus acompañantes.

―Ya está, amigos míos. Aquí nos separamos. Vuelvan al Santuario, con los suyos. Yo... ahora iré en busca de Kardia.

―De ninguna manera te dejaré sólo, Piccolo Gelato. Yo no sé qué intenciones tenga el ...

―¡Que te vayas! ¡Vete! ¡Váyanse ahora, los dos! ¡Groseros, groseros! ¡Sólo el frígido me ha pagado franqueo! ¡A nadie más llevaré!

Shun se mordisqueó las mucosas de los labios. A veces tenía ese tic que, ya se lo había hecho notar el terapeuta, era un rasgo autolesivo. Se obligó a dejar de hacerlo y a respirar con la mayor tranquilidad que pudo. Al igual que Angelo, le preocupaba dejar a Dégel solo. Sabía que, si se separaban de él, no volverían a verlo.

Al menos, no con vida.

Pero si Camus había sido capaz de dejarlo ir... ellos también debían serlo.

―Pero...

―¡Largo, largo! ¡No le haré daño! ¡Lo llevaré con Corazoncito! ¡Lo que hagan con sus últimos minutos, es cosa suya!

―Vámonos, Angelo. Lo que sigue ahora, es misión de Dégel. Suya y de nadie más. Sólo le estorbaremos. No creo que... Kilídes le haga daño.

El graznido del cuervo se abrió paso en el bosque. Angelo torció el gesto con un dejo de dolor. Shun se mantuvo incólume, aunque el sonido le había molestado.

Dégel les ofreció la mano, que fue estrechada de inmediato por sus dos médicos. Angelo, además, le dedicó una breve caricia en la cabellera bermeja.

―Que la Diosa te sea propicia, Dégel. Que un día nos volvamos a ver. Que la misión llegue a buen puerto.

―Que sus vidas sean prósperas ―dijo Dégel con sencillez―. Adiós.

Shun asintió al tiempo que lo soltó. Dio media vuelta y emprendió el camino de vuelta, sin mirar atrás.

Angelo lo siguió.

Cuando se quedaron solos, Dégel observó al ave.

―Por favor... Por favor, Kilídes. Llévame con Kardia.

El cuervo, sin emitir un solo sonido más, abrió las alas y voló unos cuantos metros, hacia la rama baja de un árbol. Miró a Dégel.

Esperando.

De inmediato, Dégel fue detrás de él. En silencio.





Kardia tenía un par de horas leyendo y escribiendo. Más o menos desde que Kilídes se había retirado.

Siguió su recomendación y durmió lo que le parecieron apenas unos minutos, al cabo de los cuales se sentó pegando su espalda contra la roca.

Tomó algunos de los libros que había llevado consigo, y se dio cuenta de que en ese momento había encontrado las palabras precisas que hubiera querido decirle a Dégel; las palabras para entregarle el alma y el corazón. Pero no estaba ahí, con él, para escucharlas.

Pensó con tristeza en lo mucho que le habría gustado pasar aquellas últimas horas en compañía de su ami... de su Dégel. Y ya que eso no era posible... empezó una larga epístola que serviría únicamente para purgar sus emociones todavía convulsionadas.

Le contaba todo. Cómo lo había amado desde el momento en que lo había tenido junto a sí, aplicando el aire frío sobre su corazón cuando el viejo Krest ya no estuvo para ocuparse de ello. Cómo lo devoraba con la vista cuando tenía la cabeza ocupada en sus libros. Cómo le picaban las manos por acariciar sus labios y su rostro cuando, durante las noches en que cuidaba su recuperación, lo contemplaba dormir. Cómo se perdía en el extraño color de sus pupilas cuando lo auxiliaba y entonces podía mirarlo sin temor a ser descubierto.

Cómo rabiaba cuando algún otro ponía los ojos sobre él. Y cómo deseaba morir cuando él, Dégel, miraba a alguien más. Quien fuera.

Seraphina y Unity fueron su pesadilla constante: estaba seguro de que un día lo abandonaría por acudir al llamado de aquellos dos que, lo sabía, tenían un lugar profundo en su corazón.

Ahora mismo, mientras recordaba el doloroso encontronazo con Dégel, se devanaba los sesos intentando entender qué había hecho. Qué había dicho para precipitar aquella absurda tragedia en la que ambos morirían. En qué momento la había sembrado. Pero lo que fuera que hubiera ocurrido, estaba confinado a lo más profundo de sus vivencias.

Un momento perdido en la frontera entre la vida y la muerte. Eso era lo que había sucedido. Lo que había dicho y hecho.

Un momento al que, si pudiera, daría marcha atrás. Incluso si hubiera significado no volver a verlo jamás. Ni siquiera esos tres días precarios que estaban a punto de terminar.

―Pero no, Dégel. ¿Cómo puedo renegar de lo que hice, si, a pesar de todo, he pasado los tres días más felices de mi vida contigo? Soy egoísta, y no me arrepiento de ellos. Incluso hoy, con este absurdo final, he sido feliz porque pude contemplar tus ojos amadísimos. Porque pude acariciar tu cabello y guardarte entre mis brazos. Es más, mucho más de lo que me atreví a soñar alguna vez.

»Te amo. Y lamento haberte lastimado. Lamento ser el responsable de tu furia y tu ruina...

Arrancó los folios del cuerpo del cuaderno y los dobló por la mitad. En una de las caras exteriores de aquel paquete de papeles, escribió dos palabras, con la letra más prolija que pudo trazar:

"Para Dégel".

Apesadumbrado, con el corazón sombrío, se recargó contra la roca y cerró los ojos.

Una leve, levísima punzada en el pecho pasó rápida, como un relámpago.

Hacía un par de horas que venía sintiéndola ir y venir, casi inadvertida.

»Y claro. Después de todo, el plazo está por cumplirse ―musitó para sí―. Mi corazón vuelve a ser el de siempre.

Permaneció con los párpados velados y la respiración cuidadosamente acompasada. Sintió pequeños pinchazos en las yemas de los dedos y pensó que su cuerpo elegía un momento incómodo para volverse a activar.

Pensó en las palabras que nunca le dijo a Dégel. Se apesadumbró. Una lágrima sutilísma se deslizó por su mejilla, y murmuró, casi dormido:

»Dégel...

Escuchó, a lo lejos, los graznidos de Kilídes. A él también debió escribirle pensando con gratitud en el bien que aquella ave endemoniada le había procurado durante sus últimas horas de vida.

»Gracias ―murmuró casi dormido.

No quiso abrir los ojos cuando sintió el peso de Kilídes sobre el pecho y su pico haciéndose espacio en la hermosa cabellera negra.

Suspiró, complacido en medio de su tristeza y su voluntad de dejarse morir.

―Kardia...

Sintió una mano palpándole el rostro con preocupación. Kardia sonrió al darse cuenta de que en verdad estaba muriendo y, en su último instante, la Diosa le tenía la deferencia de enviarle este delirio glorioso que le hacía aflorar de sus recuerdos la voz bienamada.

»¡Kardia...!

―¡Cálmate, frígido tonto! ¡No te traje para que te pongas histérico! ¡Está durmiendo! ¿Qué no ves?

―No, no. No es un sueño normal. Así se me hunde cuando lo ataca su enfermedad.

Sintió los dedos delgados y largos, de pianista, apartarle el cabello de la frente para luego desplazarse a sus hombros. Tuvo la sensación clara de que lo sacudían un poco y lo tendían en el suelo después.

Unas falanges hábiles se entremetían debajo de su camiseta para palpar su pecho.

Su corazón.

»Anda, Kardia. Reacciona, por favor. Tenemos que hablar. ¡Tenemos que hablar, tengo que hablar contigo! ¡Vengo a dártelo, Kardia! ¡Vengo a entregarte mi corazón! Por favor, por favor, abre los ojos y mírame.

»Te lo suplico...

Kardia frunció el ceño.

―No... Tú no debes suplicar... No debes suplicar jamás...

Abrió los ojos, sin haber dejado enteramente los senderos del sueño.

Con la cabeza dándole vueltas, perdida en recuerdos fugitivos.

Dégel lo miraba desde lo alto.

Bueno. En realidad, lo miraba mientras estaba inclinado sobre él, intentando entender qué le sucedía.

»Mi... Mi Dégel...

La sonrisa hechizante de Dégel se extendió en aquellos labios que ya había probado la noche anterior.

―Aquí estoy, querido Kardia. Aquí estoy, para sostener tu mano. Para tomarla y partir contigo al Reino de la Sombra.

Kardia abrió los ojos de golpe y miró espantado a su... a su Dégel.

Se levantó con rudeza y retrocedió sobre su trasero unos pocos centímetros más. Lo que la pared de roca le permitió.

"Tierra, trágame. ¡No deseo que me vea así, como el palurdo que soy."

Le pareció escuchar en sus oídos una risita extraña. Melodiosa. La sangre se le heló, y no por la cercanía de Dégel.

Las manos menudas del taheño lo tomaron de los hombros.

»Kardia... Aquí estoy. Para hablar contigo. ¿Crees que... crees que sea posible que hablemos...?

El del cabello nagroazulado tragó saliva para aminorar la sensación de agobio que le provocaba el nudo en la garganta.

Asintió, ya que no se atrevía a hablar.

»Bien. Gracias. Muchas gracias, en verdad.

Y vio un par de lágrimas sentidas rodar desde los ojos de Dégel.

Se indignó tanto como se espantó.

―No. No, Dégel. Tú no has de llorar. No por causa mía.

Y se enderezó con toda la entereza que pudo reunir para, finalmente, encarar su momento final.

El final. Con Dégel a su lado.

Su Dégel.

El amor de su existencia.






Aclaraciones


Bienvenid@s a la nueva actualización de Nada sucede dos veces.

En las postrimerías de su plazo, Dégel y Kardia vuelven a encontrarse. Y para que eso sucediera, muchas voluntades tuvieron que ponerse en movimiento y facilitarlo, porque estos dos... no lo iban a hacer tan fácil.

Y bueno, espero que este capítulo (que quedó muy largo, lo siento) haya sido de su agrado. Y que los desfiguros que muchos personajes hicieron no hubieran resultado bobos sin más. 

¿Les ha gustado el rumbo que está tomando Milito con su trabajo en el antro de Moro? ¿Qué les parece el modo en que Gigi se relaciona con sus seres amados? ¿En qué terminará la intervención de Hades a favor de Kardia y sus acciones de contención contra Moro?

¿Creen que Moro lo deje seguir existiendo?

¿Les ha gustado Skiá-Kilídes?

En este punto se han realizado nudos que perdurarán hasta el cierre definitivo de la historia. No les diré cuáles son, pero los notarán cuando el punto necesario llegue. Espero que cuando eso suceda, el resultado les guste.

Ahora, las aclaraciones, que son bien pocas, no obstante lo extenso del capítulo.

1. Kilídes (Κηλίδες, griego contemporáneo): Manchas.

2. Papà? Cosa sta succedendo? (italiano): ¿Papá? ¿Qué pasa?

3. Dove sono il Gelato e la Signora delle Nevi? (italiano): ¿Dónde están el Helado y la Señora de las Nieves?

4. Glupost'! (Глупость!, ruso): ¡Tonterías!

5. Ya lyublyu tebya, sestra (я люблю тебя, сестра, ruso): Te amo, hermanita.

6. Non è vero? (italiano): ¿No es cierto?

Casi al final del relato, Angelo llama a Dégel Piccolo Gelato. Es decir, Heladito.

Por fin, Gigi puso la canción que es probablemente la más conocida de ABBA: Dancing Queen, por si alguien estaba con el pendiene y quería saber cuál era. 

Eso de que Moro es el nerd de nerds me parece indispensable. Si alguien en el Universo debe ser un sabelotodo, es este señor.

Y sobre las técnicas de contención que Gigi emplea contra Moro... pues nos enteraremos próximamente de si funcionan o no. 

Las Moiras me hicieron otra trastada, que es esencialmente buena. Aunque me deja con menos tiempo libre que nunca. No es queja, es más bien azoramiento. Todavía no me creo el camino que la vida me ha puesto bajo los pies. 

Queda una nota de autor, que es la siguiente:

* Durante el año 2005, tuvo lugar en DC el evento "La era de obsidiana", del guionista Joe Kelly. Casi al inicio de los eventos y para resolver una crisis, como siempre, Batman tocó a Flash en el hombro para darle una instrucción importante. Esa acción dejó a toda la Liga de la Justicia perpleja. Y Flash simplemente dijo: Batman me tocó. Voy a morir. En mi mente, Batman es un personaje que le encanta a Camus. Y por lo tanto, a Dégel.

Listo: dato inútil del día de hoy compartido ;) 

EL crédito de la imagen de portada es para su portentos@ artista: Jegel o Degel, no estoy muy segura. Y es también una alusión al recuerdo que tiene Hades de sí mismo al momento de declarar la guerra a su sobrina. En mi cabeza, sería el momento justo antes de que el Hijo de la Oscuridad se le manifieste. 

Hace apenas unos días que Aiolos de Sagitario cdelebró su cumpleaños. Y aunque esta publicación no es precisamente conmemirativa, me parece importante recordar al nerd más sexy del mundo a los ojos de Saga... y nosotr@s XD

Les doy las gracias por su lectura y acompañamiento. Con una frecuencia que no se imaginan, sus comentarios y reacciones me hacen el día. Así, agradezco de corazón las lecturas, votos, comentarios, sugerencias, tiempo y amor que comparten. El amor, como siempre, tiene vuelta.

Espero que la vida sea amable con cada un@ de ustedes. Que en esta aventura en que cada un@ de nosotr@s está inmers@, la felicidad tenga su sitio importante, y que el dolor deje lugar a la dicha. Les deseo lo mejor en estos días que de un modo u otro son especiales y que los deseos de su corazón y sus necesidades sean colmados. 

Hasta pronto.. 

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