15. Día 3: En esta escuela del mundo
¿Y si despertara miedo en la gente,
o sólo asco,
o sólo compasión?
¿Y si hubiera nacido
no en la tribu debida
y se cerraran ante mí los caminos?
El destino, hasta ahora,
ha sido benévolo conmigo.
Pudo no haberme sido dado
recordar buenos momentos.
Se me puede haber privado
de la tendencia a comparar.
Pude haber sido yo misma, pero sin que me sorprendiera,
lo que habría significado
ser alguien totalmente diferente.
("Una del montón", Wislawa Szymborska)
Quería hacerlo. Pero no podía dejar de mirarla.
Mientras papá lo mantuvo recostado en el sofá de la sala, hizo lo que pudo para mantenerla a tiro y observarla. Cuando pasó un par de minutos con el cuello torcido para verla, papá suspiró, fastidiado, y lo ayudó a recostarse sobre el otro brazo del sofá, para que pudiera mirar hacia la cocina y no perder de vista a mamá.
Ella, a propósito, tarareaba las canciones del disco en marcha.
"He likes the lilacs in my garden
I love to watch him fly
He's just a tiny, fuzzy ball
And I wonder how he can fly at all
A world without him
I dread to think what that would be
And I imagine my distress
It would be a new kind of loneliness"
―No me suena ―murmuró Milo―. Todas las demás me suenan, pero esta no.
―Porque es de un disco reciente ―contestó papá, mirando arrobado a Gigi, quien cocinaba quitada de la pena―. Por mucho que haya sido escuchado, no es tan célebre como los demás álbumes.
―Ese grupo ya ni existe ―insistió Milo, con la vista clavada en las manos de mamá que vertían la mezcla del pastel en su molde para luego coronarlo con los cubitos de manzana―. ¿Cómo crees que tienen un disco reciente?
―¿Y qué te digo? Gigi y yo no nos resignamos a ya no escucharles nada nuevo, así que...
―¡¿Los trajiste de vuelta?! ¿Pero qué te pasa? ¡Desatarás el Apocalipsis zombie!
La risa de Moro dominó un momento el ambiente, pero el graznido del ingeniero la acalló.
La voz de Gigi volvió a deslizarse en el aire. Milo la vio meter el molde en el horno para luego tomar un plato con frutas y un vaso con jugo.
Sus pasos cadenciosos la llevaron a un lado de Milo en un momento. Le sonrió pletórica y le entregó el vaso con jugo de melocotón. Milo lo sostuvo entre sus manos y se quedó viendo a Gigi, con una sonrisa boba en los labios y los ojos nuevamente cristalizados con lágrimas de felicidad.
La mano oscura como chocolate acarició el mentón del rubio.
―Y bueno, Sol mío, ¿no vas a beber tu jugo?
Milo se llevó el vaso a los labios y lo degustó con deleite. Lo sintió correr de su lengua a la garganta y de ahí al estómago. Un calorcillo suave y agradable le recorrió las venas, las carnes, la piel.
»¿Nos sentimos mejor? Me alegra. Nos pusiste un buen susto.
―¿En serio?
―¡Susto de muerte, susto de muerte! ¡Estúpido! ¡Desconsiderado! ¡Así no se puede, adelfí! ¡Así no se puede! ¡Tu hijo es un patán! (1)
―Un descuidado, adelfáki. Un descuidado. No es estúpido. ¿Cómo va a ser estúpido mi niño Sol? (2)
―¡Estúpido y desconsiderado! ¡Patán!
―Por favor, mogizīti. Tú sabes que no es nada de eso. Ninguno de mis niños lo ha sido. Los conoces demasiado bien a todos para tener una opinión tan fea de ellos.
―¿mogizīti? ―cuestionó Milo, pensativo. Su madre le ofreció un plato con frutas y lo tomó―. ¿Niñera? ¿Así se llama?
El cuervo graznó tan alto que Milo hizo una mueca de incomodidad y se llevó una mano a un oído, como muestra de que el sonido lo había lastimado.
―No molestes a mi querido amigo, Sol mío. Su nombre es cosa suya, ¿entiendes? Cultiva su confianza y tal vez te lo revele alguna vez.
―Entonces, ¿tú tampoco sabes su nombre?
―Sí, lo sé. Pero como es su nombre y no el mío, es él quien te lo tiene que decir, ¿me explico?
Milo repasó la mirada sobre los tres personajes ante él. Gigi, que lo observaba encantada desde sus ojos aturquesados. Papá, que más bien la miraba a ella, a Gigi, con una mezcla de camaradería y adoración. Y al cuervo, que se dejaba acariciar la cabeza con mansedumbre por los dedos finos de su amiga.
De Gaia.
Se llevó distraídamente un higo a la boca y lo mordió, sintiendo cómo se deshacía en sabores y sensaciones.
―Nunca había probado un higo tan dulce y sabroso. Ni un jugo de melocotón tan bueno. ¿Cuál es el truco?
―Sí, Gigi. ¿Cuál es el truco? ―reviró Moro, con una sonrisa feliz en su rostro hirsuto.
Gigi correspondió el llamado con una sonrisa igual o más feliz. Entornó los ojos con algo de... ¿coquetería?
―Tú sabes, fíle mou, cuál es el truco ―respondió Gigi con voz acariciante. (3)
Milo miró la dinámica de ambos, de sus padres.
Gigi, con su figura curvilínea, llena de redondeces generosas, tenía un aire de matrona madura y seductora imposible de ocultar. Llevaba una túnica que, si bien era holgada y de un suave color menta, mostraba las caderas anchas y los pechos turgentes sin ningún recato. Los cabellos oscuros y rizadísimos estaban recogidos en lo alto de la cabeza en una larga trenza que se enrollaba sobre sí misma, formando un tocado con apariencia de corona. Algunos ricillos y mechones se le escapaban del peinado y caían gráciles sobre su cuello, terso y fino. Cuello de cisne, pensó Milo. Hacía que los pendientes de filigrana que portaba lucieran aún más largos de lo que eran.
Aquella estampa, en la que se combinaba la majestad de una reina y el sencillo desgarbo de una mujer que se sabe hermosa por naturaleza, la dotaban de un aire encantador.
Moro, por su parte, no apartaba los ojos, velados por los lentes oscuros, de aquella figura que a Milo le parecía el arquetipo de lo femenino. El Gran Destino no podía borrarse la sonrisa tonta de la cara, ni apartar la vista de...
¿Cómo lo había dicho hacía un par de días?
―Benditas... Benditas y alabadas sean tus tetas maravillosas y alucinantes, Gigi bellísima...
Milo abrió la boca como si se le hubieran desencajado las quijadas y miró a su padre con escándalo.
―¡Bestia! ¡Orangután! ¡Patán, basto! ¡No hables así delante del niño! ―se hizo escuchar una voz áspera e histérica ―. ¡No le hables así a agapité mou, a mitéra! ¡Enfríate las gónadas, bruto! (4)
El ingeniero unió las increpaciones a la acción y revoloteó por encima de la cabeza de Moro, quien recibió despreocupado un par de picotazos del cuervo. Los reclamos del pájaro sólo avivaron las risas estruendosas del Destino.
―¡Sí, ingeniero, sí! ¡Soy todo eso y más! Pero es que, ¡mira que portento de señora tengo enfrente! ¿Cómo no le voy a cantar las bellezas cuando la tengo a tiro?
―¡El niño, el niño! ¿Por qué debería escucharte las cochinadas que se te ocurren? ¡Que lo maleducas!
―Ya... Ya estoy maleducado ―balbuceó Milo―. Sin ayuda de papá. Pregúntale a Camus.
―¡No le eches la culpa a Camus! ¡Tonto, Solecito...!
―¡Sí, sí! ¡Solecito tonto! ¡Ya entendí, ya entendí! ¡Ahora cálmate, Skiá! (5)
Gigi exhaló un suspiro que expresó satisfacción. A Milo le pareció que la habitación se llenaba de un aroma combinado de hierbas y petricor. Extendió la mano fina, en cuya muñeca delgada tintineaban una serie de aros metálicos, y el cuervo voló para posarse en ella. Los labios carnosos de la mujer se posaron sutiles en la cabeza emplumada, que luego recibió la caricia de los dedos.
―Portémonos bien, agapité adelfáki. Ambos sabemos que mi amiguísimo tiene lengua viperina y corazón generoso. Podemos perdonarle la falta de tacto. (6)
―Reconoce que te encanta que sea un bruto ―canturreó Moro, feliz.
―Sólo a ti te lo aguanto porque eres encantador, fíle mou. A cualquier otro ya lo habría dejado a la buena voluntad de los cíclopes.
―¿Los cíclopes tienen buena voluntad? ―preguntó Milo con cara de incomprensión total.
―No, Solecito ―respondieron al mismo tiempo mamá y papá, con tonito burlón.
―¡Solecito tonto! ¡La tinta lo dejó lelo, lelo!
Milo bufó, fastidiado, y le mostró los dientes con agresividad al ave.
―No me molestes, Skiá, que te desplumo.
―¡Primero me alcanzas! ¡Y no eres tan rápido! ¡Pero sí eres bruto, bruto! ¡Se lo sacaste a Moro!
―Cállate, ingeniero, no me quieras quitar el buen humor ―se desternilló de risa Moro.
―Pero bueno, basta ya. Yo quiero saber si mi niño Sol se siente mejor ahora. Por un momento creímos que te dejarías tragar.
―¿Tragar por qué?
―Por la Vorágine. Por la oscuridad. Tu papá sabe lidiar con ella, ¿pero tú? Ni siquiera deberías poder invocarla.
―No creo que mi Solecito pueda. Fue una casualidad ―aseguró Moro, quitado de la pena.
―A mí no me parece casual. El caso es que la Vorágine vino a él. Y una vez que sucede, no hay nada que le impida manifestarse de nuevo.
»Instrúyelo. Así, cuando la Vorágine regrese, no se lo tragará. Es demasiado joven, y aunque ya no es un mortal, no está hecho para tolerarla. Sufrirá si la vuelve a experimentar. Y Bóreas con él.
―Ah, este Bóreas me salió delicado.
―No digas eso. El viejo también era vulnerable a las inclinaciones de su corazón. Pero el deber le pesaba más. Se cansó, sin embargo. Perdió tantos amores, que finalmente se quebró. Lo mismo pasará con éste si no se le libera presión.
―No puedo liberarle la presión. Es quien es y tiene una labor específica. No hay cómo aligerársela.
―Sabes que no es cierto. Tienes previsto un modo de ayudarlo.
―No es viable. Ya lo has visto. No arriesgaré más la fábula. Fijé un camino que funciona. No es todo lo feliz que quisiéramos, pero lleva los acontecimientos al cauce necesario. Bóreas y todos nosotros tendremos que estar bien con ello.
―¿Camus corre peligro? ―cuestionó Milo con un atisbo de ansiedad en la voz.
―No, no corre ningún riesgo ―refunfuñó Moro.
―Ninguno inmediato. Pero a largo plazo, podría ser ―contradijo Gigi.
―Anda, queridísima. Hoy estás beligerante.
―No, no, no. Estoy con ganas de ser clara. Tú eres el que mira en la oscuridad y ve los caminos. Lo ves todo: todas las posibilidades. Las encauzas y las llevas al Libro. Del Libro, tus hermanas toman el diseño del Tapiz.
»Pero es un proceso delicado. El menor atisbo de voluntad de cualquiera de las criaturas cuyas vidas escribes hace que el camino se desvíe. Por eso tu destreza es tan importante y por eso me preocupa la carencia de ella que padece Milo.
»Si la Vorágine vuelve a él, se lo tragará. Y nos quedaremos sin Bóreas: Milo entretejió sus hilos, ¿te acuerdas?
―Ya lo sé. No se suponía que pudiera hacer eso.
―Papá, no hables de mí como si no estuviera aquí o no te escuchara.
―No te me pongas delicado, cachito de cielo. La verdad es que no deberías poder hacer eso. Pero tu voluntad es grande: por eso pudiste despertar tu legado. Y no se diga el cabeza dura de tu hermano.
―¡Ah, mi niño Corazón es un encanto! ¡No te me quejes de él!
―¿Cómo que no me queje de él? ¿Por qué demonios se me aparece de la nada, sin que yo me dé cuenta? ¡Ese cabrón es un punto ciego para mí! ¡Y yo no debo estar ciego para ninguna cosa que exista!
―Estás ciego para otras cosas.
―¡Óyeme, no! Limitado tal vez. Pero ciego...
―¿Cómo lo ayudo, madre? ―preguntó Milo, pues vio en ella mayor posibilidad de apoyo―. ¿Cómo ayudo a mi hermano? No quiero que muera. No quiero que Dégel muera...
―No querríamos que sucediera, Sol mío. Pero ha de suceder. Ellos debieron pasar en su guerra lejana
―Creí que... que lo querías. Que querías a Kardia.
―¿Qué dices, niñito mío? ¡Claro que lo quiero! ¡Lo amo! Pero su tiempo ya fue. Y ustedes dos no deben estar juntos. Es riesgoso. Tú puedes ver en la oscuridad y él se le cuela a tu padre sin que se dé cuenta. Cada uno por separado puede hacer destrozos en el Libro y el Tapiz.
―Esa no es nuestra intención. No la mía, en todo caso. Y Kardia no piensa en ir por ahí causando destrozos porque sí.
—No lo piensa, te lo concedo ―dijo Moro en un susurro―. Pero lo hace.
―Enséñanos a no hacerlo. Así podemos quedarnos los dos. Así puede quedarse Dégel.
―Ya te dije que Kardia debe hacerse cargo de sus propios yerros. Así como lo hiciste tú.
―Salvar a Camus no fue ningún yerro ―masculló Milo de mal talante.
―¿Ah, no? ¡Qué huevos los tuyos de afirmarlo! Pero te lo concedo: Camus tenía que estar allí para tomar el relevo de su padre. Tal vez Kardia deba llegar a la misma conclusión que tú: que enlazar su vida a la de su amor no es un error. Al final él metió esa pauta en la fábula, justo como lo hiciste tú en su momento.
―¿Y cómo hago que Kardia llegue a esa conclusión?
―¿Tú? ¿Y tú por qué? ¿Quién te hizo a ti llegar a esa conclusión? ¡Nadie! ¡Lo hiciste y punto!
―¡Pero tengo que ayudarlo! ¡Me has dado permiso para trazarles un camino!
―¡Te di permiso de intentarlo! Trazar el camino y manipular la voluntad de tu hermano son cosas distintas. ¡No te pases, rufián!
―¡Pero oye! ¡Así no se puede!
―¿Así no se puede, qué? Ese cabroncito tiene que llegar a su convencimiento por sí mismo. Si lo manipulas, estarás haciendo tu voluntad, no la suya. Tiene que hacerse cargo de sus acciones, tiene que tomar responsabilidad de su vida y la que está arrastrando consigo.
»¿Te das cuenta que pretendes llevarlo al camino que tú quieres? Ya te lo dije: su historia no es la tuya. Tú y Camus hicieron las cosas según su voluntad y sus deseos. Lo mismo tiene que aplicar para Kardia y Dégel: tienen que vivir su amor a su modo, no al tuyo.
―Si a esas vamos, ¡tú también manipulaste a Camus en tu historia original! ¡Lo orillaste a quedarse con Sinmone por una promesa tonta! ¡No la amaba, no de esa manera! ¡Y a mí sí me amaba y me dejó atrás! ¡Y sufrió por eso! ¡Ahora dime que yo pretendo manipular a mi hermano!
―No. No manipulé a tu esposito, cachito de cielo. Eso sí te lo estás alucinando.
―¡Pues no me lo parece! ¿Qué clase de responsabilidad dejaste sobre sus hombros, que alguna de sus acciones desencadenó la ruina del mundo entero? ¿Por qué? ¿Por qué ese monstruo asgardiano tenía que vejarlo para que la humanidad, para que Gaia sobrevivieran?
―¡Tu esposo no causó la ruina de nada! ¡No hables de lo que no sabes, Solecito! ―rugió el Gran Destino.
Y junto con los tatuajes que aparecieron en miríada sobre su dermis, el ambiente en la vivienda se enrareció.
Gigi, Gaia suspiró un tanto fastidiada, mientras cruzaba una pierna sobre la otra y apoyaba su bonito mentón sobre su mano tintineante de pulseras.
―La verdad es que sí lo manipulaste un poquitín, fíle mou. Yo te advertí que lo que hacías no era buena idea.
―¿Ves? ¿Qué le hiciste?
Moro se masajeó las sienes, como si tuviera una jaqueca a punto de desatarse.
―No le hice nada. De verdad que no.
―¿Y por qué tuvo que sufrir así? ¿Por qué Skade tenía que... lastimarlo para salvar al mundo? ¿Por qué tenías qué hacerle daño?
―Le das mucho crédito a Camus, mi niño ―moduló Gigi con cuidado―. Si en serio crees que era tan importante en la fábula original de tu padre, es porque no has leído el Libro como es debido. A ver, ¿a que sólo estás revisando aquello que te conviene o interesa?
―¿Qué? ¿Cómo que... cómo que le doy mucho crédito?
―Deberías leer con cuidado, mi vida, de verdad. Aunque después de lo que ha pasado, preferiría que no lo hicieras. Es evidente que tu contacto con el Libro es lo que te ha permitido canalizar la oscuridad y ver en la Vorágine. Tal vez, si te mantienes alejado de él, estés a salvo...
―¿Qué? ¡No! ¡Así no podré ayudar a mi hermano! Papá me dijo que puedo intentar, nada más no debo interrumpirlo en su sesión de escritura y no puedo escribir sobre el Libro, ¡tengo que hacerlo en esta ridiculez!
Se sacó del bolsillo la libretita de Hello Kitty y se la mostró a Gigi, cabreadísimo. Ella miró el juguete con extrañeza para luego centrar su atención en el Gran Destino.
―Pero bueno, fíle mou, ¿no te parece que ya va siendo hora de que superes tu pérdida? ¿Cómo se te ocurre entregarle esa prenda a mi bebé?
―No sé de qué me hablas, Gigi. Le he entregado al niño un juguete para que se entretenga. ¡Ya está!
―¡Óyeme, papá! ¿Cómo que para entretenerme?
―Me parece de pésimo gusto, fíle mou. No está bien. Te respeto que la conserves por cariño y por nostalgia, pero mi bebé no tiene nada que ver con lo que perdiste.
»Bebé, regrésale esa prenda a tu padre, por favor.
Milo se quedó de una pieza, con la libreta en la mano, y entonces prestó atención a sus interlocutores.
Las miradas que se dirigían estaban cargadas de muchas y muy intensas emociones.
Y no eran para nada amables.
―Ah... Pero... Pero papá dijo...
―Te acabo de dar una orden, bebé. Obedece.
Milo tragó grueso. Miró a su padre con temor. Este pareció entender el sentido de aquella mirada.
―Ya escuchaste, mi niño Sol. Tu madre te ha dado una orden. No te atrevas a desobedecerla jamás, ¿entiendes? Tu corazón siempre se inclinará a protegerla. Si la desoyes, si le niegas algo, lo que sea, sufrirás.
El rubio tendió tímidamente la mano con que sostenía la libreta y la devolvió, con algo parecido al remordimiento.
Moro tomó el juguete, lo besó y se lo llevó a un bolsillo. Gigi asintió, satisfecha, pero sin perder la rispidez en la expresión del rostro.
―Gracias, fíle mou. Y no te preocupes, entiendo la necesidad de que mi bebé no escriba sobre tu Libro.
Gaia se metió una mano a un bolsillo que Milo no le había visto en las ropas y la sacó con un objeto que le entregó enseguida.
El escorpión miró aquello y frunció las cejas.
―¿Y esto?
―Es lo que emplearás para seguir las pautas que te impuso tu padre.
―Pero... Pero son post-its.
―Sí, mi amor. Son notitas.
―De... De... ¿Cómo se llama el monigote de...?
―¿De tus sandalias bonitas, mi amor? Se llama Badtz-Maru. ¿Verdad que es una monada? Y a propósito, ¿te gustan tus chanclitas, bebé?
―¿Monada? ¿Mis... mis chanclitas?
―¡Sabía que te encantarían! ¿Y cómo no, si el muñequito es una referencia a tu esposito?
―¡¿A Camus?! ¿Por qué?
―Porque Badtz-Maru es un pingüinito y tu maridito... pues también. Los dos son animalitos del frío, mi amor. Por eso. ¿Verdad que te encanta?
Milo se mordió la lengua para no decir lo que en verdad pensaba.
No le sorprendió ver la mueca burlona de papá, quien conocía perfectamente su opinión sobre el muñequito dichoso.
Lo que le provocó escalofríos fue la certeza absoluta de que mamita también sabía su aversión por el monigote. Y por supuesto, le importaba un rábano y se divertía de lo lindo a costa suya.
―Sí. Sí, mamá. Me encanta...
―Pues qué maravilla. Yo te sugiero, bebé, que leas correctamente el Libro y que a partir de eso, te plantees abrir un camino para tu hermano y su noviecito. Nada más acuérdate que no puedes manipular su voluntad y que es deseable que no haga de las suyas. No demasiado, al menos.
Moro rechistó, molesto.
―Que no haga demasiado ni poco: que no haga nada, así de simple. Y mejor te apuras, hijito. Esos dos tienen 24 horas de vida. Si pretendes hacer algo, que sea rápido. Y oportuno. Y bien hecho.
»No me compliques más la existencia, ¿de acuerdo? Si el camino que pretendes trazarles no es viable, entonces, por favor, déjalos pasar. También ellos se han ganado el descanso.
»Me ducharé. Tú puedes leer un poco en el Libro si te apetece, pedacito de cielo.
―¿Te ducharás? ―preguntó Gigi con coquetería―. ¿Quieres que te talle la espalda?
La boca de Milo volvió a descoyuntarse. Las alas del cuervo batieron con furia.
―¡Siempre es lo mismo con ustedes dos! ¡Lo mismo, lo mismo! ¡El niño los oye, par de libidinosos! ¡El niño, el niño!
―¡Ya me voy al estudio! ¡Ya me voy, ya me voy!
―Nada, nada. Mejor te vas a dormir. En un rato inicia mi jornada de escritura.
―¡Pues mientras empiezas a escribir, yo voy al estudio! ¡Ya dije!
Y el escorpión se levantó seguido de las miradas burlonas de papá y mamá. Sin embargo, se detuvo en seco luego de haber dado unos pasos.
»Yo... ¿con qué escribo? Papá tiene el lápiz. ¿Me pincho el dedo con cualquier aguja?
Tres pares de ojos lo estudiaron con distinto grado de interés.
―Viste la Vorágine, bebé. Ya no necesitas lápiz.
―¿Ah, no?
―No. La tinta corre por tus venas y se concentra en tu instrumento de trabajo; en tu arma de combate, bebé. Como viste la Vorágine, te servirá para escribir.
El rostro de Milo se quedó en blanco. Como si tratara de entender una fórmula que se le escapaba.
―No entiendo.
―Tu aguijón, Solecito. Ahora puedes escribir con tu aguijón.
―¿Con veneno? ¿Debo escribir con veneno?
El Gran Destino negó con la cabeza.
―Con tinta, hijo. Tu aguijón rezuma tinta, que es venenosa para todos, excepto para ti. Y con ella escribes el destino de tus oponentes: la rendición o la muerte. ¿Me explico?
Katsaros se había mesado los cabellos con frustración.
También soltó un gruñido.
Dégel se debatía inquieto y lloroso en la cama, mientras Kardia lo contenía entre sus brazos.
―Sedación suave ―había dictaminado con llaneza.
―¿La fiebre le bajará con eso? ―preguntó Kardia, trizado.
El viejo había apretado los párpados para masajearse seguidamente el puente de la nariz.
La fiebre de Dégel era insignificante si se presentaba en una persona común y corriente. En él, sin embargo, era arrolladora.
―Antipirético estándar ―añadió el anciano sin inflexiones en la voz.
―¿Eso lo aliviará? ―insistió el moreno, ansioso, mientras estrechaba a Dégel contra su pecho.
Los ojillos castaños del anciano se le engancharon al escorpión como anzuelo. Kardia tragó saliva.
―Me parece que saberte a salvo lo curaría en medio segundo. Como no podemos darle eso, sedación suave y antipirético estándar tendrán que ser suficientes.
»Y a ver si se le ilumina el entendimiento y se acuerda de que tienes el tiempo contado, para que se le tranquilice el ánimo y pase un buen rato contigo. Pero no será así, claro que no. Es desmesurado como su hermano. De otro modo, pero desmesurado al fin.
―No sé a qué se refiere con eso, pero le ruego que no insulte a Dégel ―murmuró Kardia con la voz contenida.
―¿Cómo va a ser insulto llamar a las cosas por su nombre? ―refunfuñó el viejo médico.
―Yo... por favor, no lo maltrate. A él no. Nuestro estado... Su estado es precario.
El viejo, enfurruñado, bufó. Vio a Angelo acercarse con la medicación indicada y le hizo con la mano la señal para que procediera.
―Encárgate, Angelo. Tú y Shun me lo mantienen bajo vigilancia. Más tarde le haré una visita.
―Nosotros nos encargaremos, papà. Tú puedes ir a descansar.
―¿Me vas a decir qué hacer, alcornoque? ¿A mí? ―siseó Katsaros el mayor a Katsaros el menor―. Ubícate, muchacho: todavía me sigues los pasos.
Angelo soltó un suspiro profundo mientras veía a su padre salir de la sala, furibundo. Luego le indicó a Kardia con una señal que tendiera a Dégel en la cama.
Este se resistió aún un poco.
―Net, net, moye serdtse. Ne ukhodi!
Kardia lo miró, consternado.
―¿Cómo dices, Dégel? Perdóname, no te entiendo.
―Que no te vayas ―explicó Shun, acercándose un poco―. Te pide que no te vayas.
―No me voy, Dégel, no me voy. Sólo le hago espacio a nuestros médicos. Van a ayudarte, ¿ves?
Shun le ofreció un par de tabletas y un vaso de agua, que el taheño rechazó, reluctante. Angelo, sin muchos aspavientos y aprovechando que Kardia mantenía a Dégel recostado, efectuó una punción rápida y le instaló un catéter sin que apenas se diera cuenta. Luego le aplicó la medicación indicada por el viejo Katsaros.
―Dame las tabletas, doctor ―dijo Kardia con voz suave a Shun, quien se les entregó sin dudar―. Mira, Dégel; debes tomar el remedio, por favor. Te va a ayudar, te bajará la fiebre.
―No tomaré nada.
―Sí, sí lo harás. Por favor. ¿No te das cuenta de que te sientes mal?
―¡Te vas a morir! ¿Cómo me voy a curar de eso?
Angelo y Shun guardaron un silencio fúnebre y fijaron la vista en sus dos pacientes. Vieron cómo Kardia tragaba saliva e intentaba acomodarse las ideas.
―Aún no sucede eso. Mientras no suceda, me quedaré contigo. Y sería un enorme consuelo para mí saber que estás bien. No soporto tu dolor, Dégel. Por favor, toma la medicina.
Dégel pestañeó con furia. Se llevó la mano con el catéter a la frente, se restregó los cabellos pegados a la piel sudorosa. Kardia la tomó y la puso suavemente sobre el pecho de su amigo. Le despejó él mismo los filamentos cobrizos de la cara.
El pelirrojo relajó un poco el ritmo de su respiración y la tensión de sus músculos. Miró a Kardia con expresión somnolienta.
―Está bien. Dámelas. No quiero... No quiero que estés intranquilo.
Kardia acercó las tabletas a los labios de Dégel, quien abrió la boca y bebió luego agua del vaso que la mano fibrosa de su amigo mantuvo firme para él.
Kardia colocó el vaso en la mesita de noche y se ocupó de acomodar las almohadas a Dégel, buscándole un ángulo que le facilitara el descanso.
El pelirrojo buscó la mano del moreno y entrelazó sus dedos. Si bien la ansiedad parecía haber bajado ostensiblemente, aún había una angustia espesa en la mirada de amatistas.
Kardia sonrió con ternura, acarició con delicadeza el rostro de Dégel, besó su frente y luego, con toda la naturalidad del mundo, aplicó sus labios a los del pelirrojo en un roce efímero y dulce.
Eso aplacó por entero la angustia de Dégel, cuya diestra se hundió en la cabellera de Kardia y lo acercó a sí mismo, para ofrecer un beso más profundo y demandante.
Angelo y Shun se miraron el uno al otro en silencio, y sin mediar palabra, dieron media vuelta y se retiraron.
Al fin que tanto Kardia como Dégel sabían pulsar el botón de emergencia médica.
Kardia rompió el beso y llenó de pequeños ósculos las mejillas pecosas.
―Ya está, queridísimo mío. Ya está. Ahora te sentirás mejor.
―Te me irás ―murmuró Dégel, aunque sin angustia.
Lo dijo como un hecho incontrovertible. Como explicar que en el cielo discurren nubes que ensombrecen el sol.
Kardia cerró un momento los ojos y asintió, sin permitir que su rostro mostrara otra cosa que tranquilidad.
―Sí. Pero ahora estoy aquí. Estamos aquí. Juntos. Y soy feliz, porque te cuido. ¿Te das cuenta? Te estoy cuidando, estoy velando tu descanso. ¿Qué quieres que hagamos?
―Que te quedes. Que te quedes siempre. Que no te apartes de mí. Que no me dejes atrás.
Kardia sonrió, acarició los labios ajenos con el pulgar y los besó suavemente.
―Aquí estoy ahora. ¿Quieres que te lea?
―No te gusta leer.
Kardia rió sin malicia, sin dobles intenciones. Besó los pómulos lechosos.
―No me gusta que me veas leer.
―¿Por qué?
―No lo sé. Por tonto, supongo. No me gusta que me veas con la guardia baja. ¿Me explico? Quisiera que siempre me vieras fuerte. Seguro. Imbatible...
―Nadie es imbatible.
El de los cabellos negros dejó escapar la sombra de una sonrisa. Asintió.
―Cierto. Apenas lo estoy entendiendo. Mejor tarde que nunca, me parece. ¿Quieres que te lea?
―¿Eso quieres tú, leerme?
―Sí. Eso quiero. Eso y abrazarte toda la noche. Eso y velar tu sueño. ¿Me das permiso?
Dégel, relajado y un tanto adormilado, asintió. El sedante le había hecho efecto y su ánimo, si bien templado artificialmente, se mostraba sereno. Apacible. Se desplazó un poco y dejó con ello lugar en la cama.
―Ven ―solicitó con simpleza. Y esperó a que su petición fuera acatada.
Kardia buscó los libros con la vista, los tomó y los colocó sobre una mesita rodante, que desplazó de tal modo que quedó al alcance de la mano. Ajustó la inclinación del lecho. Se despojó de la chaqueta y se trepó a la cama.
Dégel se le arrebujó. Colocó la cabeza sobre el pecho, buscando el sonido del corazón. Lo apretó contra sí mismo con la mano que llevaba la venoclisis fija.
Kardia depositó un dulce beso en la frente que empezaba a sentirse más fresca. Tomó un libro y empezó a leer.
"En la primavera florecen
los membrillos de Cidonia, regados
por las corrientes de los ríos,
ahí, en el jardín inmaculado
de las doncellas, y retoñan
los brotes de la vid. Pero el amor
no está quieto para mí en ninguna
estación: igual que bajo el relámpago
y el fuego el Bóreas de Tracia
se agita dejando atrás Chipre
con indomable fuerza enloquecida,
así, sin piedad, oscuro, invencible,
devora mi corazón desde el fondo." *
―¿Arquíloco? ―musitó Dégel.
―No. Un tal Íbico ―respondió Kardia, comprobándolo en el volumen―. Lo acabo de conocer anoche.
―¿Cómo...? ¿Cómo me resultaste... tan afecto a la poesía?
Kardia se encogió de hombros. Acarició los cabellos cobrizos con ligereza.
―Quién lo hubiera creído, ¿verdad? En fin, ¿te gusta?
―No. Es muy meloso. Y no me gusta que mencione a mi Padre.
Kardia soltó una risita alegre.
―Mira tú. Creí que te gustaría justo por eso. A ver, busquémoste algo menos azucarado.
Buscó entre las páginas del mismo volumen y se detuvo de pronto. Empezó a leer.
"Alma, mi alma, agitada de incontrolables penas,
ponte en pie y defiéndete mostrando al enemigo
el pecho en la primera línea del combate,
con valor. Y si vences no presumas en público
ni en casa te derrumbes llorando si te vencen.
Con la dicha alégrate y con la tristeza aflígete,
mas no mucho. Recuerda: la vida tiene un ritmo." *
―Ese... Ese sí es Arquíloco.
―Sí. Este sí es. ¿Cómo lo sabes?
―No se anda por las ramas. Dice lo que necesita y listo. Me gusta. Pero es muy... triste.
Kardia suspiró, sentido. No quería darle la razón, pero...
―Perdóname. Tal vez soy yo el que busca los temas. ¿Intentamos de nuevo? Anoche conocí a otra poeta. Escucha.
"Ambos están convencidos
de que los ha unido un sentimiento repentino.
Es hermosa esa seguridad,
pero la inseguridad es más hermosa.
Imaginan que como antes no se conocían
no había sucedido nada entre ellos.
Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos
en los que hace tiempo podrían haberse cruzado?
Me gustaría preguntarles
si no recuerdan
—quizá un encuentro frente a frente
alguna vez en una puerta giratoria,
o algún «lo siento»
o el sonido de «se ha equivocado» en el teléfono—,
pero conozco su respuesta.
No recuerdan.
Se sorprenderían
de saber que ya hace mucho tiempo
que la casualidad juega con ellos,
una casualidad no del todo preparada
para convertirse en su destino,
que los acercaba y alejaba,
que se interponía en su camino
y que conteniendo la risa
se apartaba a un lado.
Hubo signos, señales,
pero qué hacer si no eran comprensibles.
¿No habrá revoloteado
una hoja de un hombro a otro
hace tres años
o incluso el último martes?
Hubo algo perdido y encontrado.
Quién sabe si alguna pelota
en los matorrales de la infancia.
Hubo picaportes y timbres
en los que un tacto
se sobrepuso a otro tacto.
Maletas, una junto a otra, en una consigna.
Quizá una cierta noche el mismo sueño
desaparecido inmediatamente después de despertar.
Todo principio
no es más que una continuación,
y el libro de los acontecimientos
se encuentra siempre abierto a la mitad." **
Kardia guardó silencio y escuchó la suave respiración de Dégel. Lloraba en silencio, pero no había violencia ni dolor en su espíritu. Estaba en calma.
Una calma falsa, se recordó a sí mismo. Una calma de fármaco.
Pero calma al fin.
Acarició la cabellera bermeja. Apoyó sus labios en la frente pecosa.
»¿Quieres que siga leyendo para ti?
Dégel mantuvo el silencio. Pero asintió contra el pecho cálido que lo cobijaba. Kardia, sin dejar de abrazarlo, buscó otro poema y permitió que su voz, calma y sonora, dominara la habitación:
"Soy la que soy.
Casualidad inconcebible
como todas las casualidades.
Otros antepasados
podrían haber sido los míos..." ***
Dégel se concentró en la voz de Kardia. Trató de no pensar en la realidad insoslayable de la partida de su amado. Trató de no sentir la tristeza incurable que encontraba en cada palabra pronunciada por aquella voz profunda, que siempre había escuchado entregada a la intensidad del momento.
Ahora la escuchaba sosegada, contenida, enfocada en proporcionarle paz. Cerró los ojos, atesorando en su memoria el acento profundo y cadencioso.
Se deslizó al sueño entre palabras que hablaban de melancolía y verdades inocultables. Entre la voz y el batir regular de aquel corazón añorado, pudo finalmente encontrar una paz, si bien efímera, real.
El sedante permitió a Dégel pasar una noche de sueño profundo que, sin embargo, no resultó reparador.
Sus horas nocturnas estuvieron alteradas, en más de una ocasión, por malos sueños que Kardia aplacó con besos suaves que el pelirrojo no se atrevía a considerar reales.
¿Y si todo ese amor y cuidados que ahora le prodigaba el escorpión necio resultaban producto de un delirio, de una ensoñación? Luego de años intentando hacerse entender por ese zoquete de cabellos alborotados, ¿de pronto un día le llegaba el mensaje así, sin más?
Las dos ocasiones que Angelo y Shun acudieron a revisar al pelirrojo, lo encontraron contenido entre los brazos del escorpión, cuyo sueño ligero mudaba a vigilia en cuanto los sentía cerca.
Así los encontró la madrugada: Dégel sumergido en un sueño inquieto y Kardia empeñado en velar su descanso.
El escorpión sintió el movimiento en la habitación: los pasos de los médicos en su último rondín, antes de terminar su turno, el rápido chequeo de la temperatura de Dégel por parte de Angelo, las notas registradas en la historia clínica de puño y letra de Shun, la verificación de que los medicamentos habían sido debidamente administrados.
Kardia bostezó como bestia perezosa antes de tallarse los ojos y abrirlos definitivamente, para fijarlos luego en los dos hombres que se le habían vuelto entrañables.
―¿Qué hay, Kardia? ¿Cómo nos sentimos hoy? ―deslizó Shun al tiempo que le tomaba el pulso.
―Perfectamente. Si acaso, un poco torcido de la espalda.
―Más torcidas tenías las intenciones cuando te conocí, cabrón ―resolvió Angelo, con una sonrisa burlona en los labios.
― Ya ―masculló Shun como si su compañero no hubiera hablado―. Nada que un relajante muscular no cure. Te lo doy ahora mismo.
―No tardarán en traerles el desayuno. ¿Quieren algo en especial?
―Frutas frescas. Es lo que Dégel preferiría. Para mí, lo mismo.
―De acuerdo. Dejaremos indicado el desayuno. Nosotros nos iremos a clase ahora y los veremos por la noche. ¿De acuerdo?
―¿Están seguros de que nos veremos?
La pregunta dejó desarmados a Angelo y Shun, quienes observaron con aprehensión a Kardia. Éste les devolvió una sonrisa alegre, aunque un poco melancólica. Sin soltar a Dégel, les tendió una mano, que los otros dos tomaron de inmediato.
»Les agradezco todo lo que han hecho por nosotros. Pediré a la pequeña Diosa que se los retribuya, en esta vida y en la otra.
―No te despidas aún, Kardia. Volveremos en un rato ―aseguró Shun, con voz que pretendía dar ánimos, pero que se escuchó un poco destemplada.
―Sì, fratellino. Calma. Volveremos en cuanto se termine la escuela. Y beberemos unas cervezas juntos, ¿eh? No te nos pongas fúnebre todavía.
Kardia extendió una sonrisa rutilante en los labios.
―Creo que he estado fúnebre desde que desperté entre ustedes. Pero está bien: los esperaré y beberemos. No tarden demasiado.
Cuando se quedaron solos, Kardia se reacomodó en la cama, buscando algo de confort. Pero era difícil porque Dégel no se le separaba. En cada ocasión que pretendió tenderlo correctamente, o colocarle una almohada bajo la cabeza, el pelirrojo se remolineó y se le abrazó insistente al torso. Kardia entonces lo estrechó a su vez y sepultó la nariz en el cabello de Dégel, para embriagarse con su aroma y calidez.
El suave perfume en la piel de Dégel, ese olor que Kardia asociaba con lirios, lo adormeció un poco. Cuando abrió los ojos de nuevo, el día recién despuntaba. Shion y Dohko los contemplaban a ambos, sentados cada uno en una silla.
―Hola, Kardia ―saludó con voz suave Dohko, en un intento de no perturbar al pelirrojo―. Mu primero y los chicos después nos dijeron que la noche fue difícil para Dégel, pero que tú estuviste a tiro para contenerlo. ¿Están bien?
Kardia asintió y en su rostro se mezclaron aquellas expresiones que eran tan suyas: alegría, desfachatez, temeridad. Tanto Shion como Dohko lo vieron en sus recuerdos lejanos, en los que no podían explicarse a aquel hombre que era fiero y arrebatado como pocos, pero también generoso y amable.
Compasivo de un modo que casi nadie podía entender.
―Tengo a Dégel entre mis brazos y finalmente he conocido el sabor de sus labios. ¿Cómo crees que estamos?
Un suave suspiro de satisfacción brotó de la boca del Patriarca, cuya diestra fue apresada y besada por un exultante Santo de Libra.
Kardia estrechó un poco más a Dégel, quien en medio del sueño se aferró con mayor ahínco al pecho que lo sostenía. Paseó los labios entre las hebras cobrizas para posarse finalmente en la frente pálida.
Miró a sus hermanos, y aunque había felicidad en sus ojos, en el fondo leyeron también una tristeza profunda. Shion y Dohko no necesitaban escuchar la razón que la provocaba: la tenían perfectamente clara.
―Me alegro de que por fin hayan hablado, Kardia. Hace años que Dohko y yo conocemos sus sentimientos: era absurdo que no hablaran de ello entre ustedes.
―¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabían?
―Por los diarios ―respondió Dohko con suavidad―. No, no te enfades ―solicitó mientras levantaba las manos pidiendo paz ante el gesto adusto del escorpión―. Debes entender: los diarios son documentos oficiales del Santuario.
―Y a ustedes dos se les dio por muertos. Así que, como era menester, tuvimos que hurgar en ellos para tratar de reconstruir lo que había sucedido en la Atlántida. Entre sus diarios y los dichos de Unity, pudimos trazar un panorama bastante cercano a la realidad.
―Y el relato que luego nos hicieron Camus y la delegación que los trajo de vuelta, nos entregó las últimas piezas que nos faltaban para entender a cabalidad lo que había pasado.
―No nos guardes rencor, por favor. Nunca pretendimos ofenderlos.
Los párpados de Kardia obturaron por un momento sus pupilas; relajó un poco la frente crispada y asintió, dando a entender que estaba en paz con sus hermanos.
―De acuerdo. Sin rencores. No me veo reprochándoles nada. Sólo puedo agradecerles por su compañía. Son unos estupendos hermanos menores venidos a mayores, eso sin hablar de sus hijos.
Los dos veteranos del Santuario asintieron.
―Es una felicidad que no podemos explicarte tenerlos a ustedes dos de nuevo con nosotros ―moduló la voz cadenciosa de Shion―. Y un dolor cruel pensar en la despedida.
―Pero vamos, fue bueno mientras duró, ¿no creen?
Una lágrima se deslizó por el rostro de Dohko, quien no se molestó en limpiarla.
―Es una maravilla que no se ha terminado aún.
―¿Se lo has dicho? ―preguntó con cuidado Shion―. ¿Le has dicho... que no te vas solo?
Aunque la sonrisa en el rostro de Kardia no desapareció, se tiñó de amargura. Negó con la cabeza.
―Mi valor no llega a tanto...
―Tal vez, deberías...
―¿Tú tienes coraje para decirle? ―musitó Kardia―. Te confieso que yo no. No puedo.
―Igual ya estaban muertos ―razonó el Patriarca.
―Sí. Pero ahora disfrutamos de la luz del sol. ¿Te atreverás a decirle que la noche que viene no se terminará nunca? ¿Le confesarías a Dohko que eres responsable de su caída?
Ambos veteranos hundieron los hombros, decaídos. Kardia restregó su mejilla contra la cabellera de su compañero, quien se agitó un poco en sueños.
»Ayer departimos con algunos de sus hijos, hermanitos. Y conocimos a su Guiverno endemoniado. No es tan terrible como lo recuerdo. Exactamente, ¿en qué está asistiendo a Camus?
Un suspiro abatido escapó de los labios de Shion, en cuyo rostro afloró un rictus adusto que no le gustó a Kardia. ¿Qué le había sucedido al hermano de Dégel para poner sombrío al borreguito devenido en Patriarca?
―Ah... eso... No necesitas saberlo, Kardia ―murmuró Dohko, sombrío―. Que te baste saber que lo estamos solucionando.
―Lleva la sangre de Dégel. Quiero saber.
―No necesitas llevarte eso al otro mundo, Kardia ―explicó Shion lo más paciente que pudo―. Ni tú, ni mucho menos Dégel.
Kardia frunció los labios con desagrado.
―He escuchado mencionar a Katsaros que Camus era como Dégel. ¿Qué pasó, que ahora ha tomado el lugar de su padre? No pudo ser una cosa cualquiera.
―No lo fue. Pero no necesitas saberlo, ya te lo dije. Lo estamos solucionando. Camus será resarcido y continuará el hilo de su existencia. Ya está.
―Pero...
―Ya está ―reafirmó Dohko―. No te preocupes. Milo cuidará de él. Aunque ya te das cuenta: el cabrón puede cuidar de sí mismo.
Kardia bajó un poco el rostro y suspiró, desalentado.
―Díganle a Milo... a mi hermano... que lamento haber sido un imbécil con él. Me habría gustado conocerlo. Esa es la verdad.
―Tal vez lo veas.
―No. No lo creo. No sé por qué, pero me parece que no puede regresar. Espero que cuando lo haga, esté bien. Y que Camus me perdone por haberlo separado de él. Ciertamente, yo no podría perdonar a quien me separe de mi Dégel.
El móvil de Kardia vibró y una melodía escandalosa empezó a sonar.
"First things first
I'ma say all the words inside my head
I'm fired up and tired of the way that things have been, oh-ooh
The way that things have been, oh-ooh"
El escorpión mostró los dientes en una sonrisa alegre, mientras Dégel se remolineó incómodo.
―Qué... Qué ruido más horrible ―se quejó con un lánguido acento ruso que arrancó un suspiro enamorado del pecho de Kardia―. Acalla ese estruendo espantoso, por favor, moye serdtse.
―Claro que sí, carísimo. Tu cerdo favorito se deshace ahora mismo de los ruidos impertinentes.
Y se apresuró a tomar el teléfono para silenciar la canción que Milo le había dejado fija como despertador.
―Anda, no es tan terrible ―se carcajeó Dohko―. Milo escucha cosas mucho peores.
―¿Milo? Kanon y Deathmask sí que tienen gustos dudosos.
―También Kiki ―se burló Libra―. Y Seiya... a veces me pregunto de dónde sacó tan mal gusto.
―Tanto él como Miho escuchan lo mismo que los niños del orfanato. Eso los ayuda a estar en sintonía con los pequeños ―replicó el Patriarca―. En cuanto a Kiki, tengo la impresión de que sus gustos musicales dependen de Shaka. Entre más lo hace rabiar una canción, más le gusta al pequeño truhán.
Dohko se detuvo a pensar un momento en la situación que Shion le planteaba y soltó una risotada estruendosa, que arrancó un gesto alegre de su pareja. La algarabía terminó de despertar a Dégel, quien se talló los ojos y, lejos de cohibirse porque sus hermanos lo encontraban en brazos de Kardia, buscó el calor de su pecho.
El rumor de su corazón.
―¿Qué hora es? ―preguntó el pelirrojo con voz pastosa.
―7:30. Es temprano ―replicó Shion con una sonrisa leve en los labios―. Quisimos acompañarlos a desayunar, pero tal vez prefieran la soledad.
―No, no. Quédense, por favor. Pero les advierto que pedí frutas frescas para Dégel y es lo que nos traerán. Supongo que ustedes dos tienen mejor diente...
―Shion pidió que trajeran además algunos otros platillos más decentes que eso, no te preocupes.
―¿Cómo que más decentes? ¿Qué problema tienes con desayunar frutas? ―siseó Dégel ofendido.
―Ninguno. Pero las proteínas también son necesarias, Dégel.
―¿Proteínas?
―Kardia diría "comida sustanciosa". No te preocupes: comeremos fruta. Pero no sólo eso.
―¿Pediste que trajeran miel para mi fruta, Shion? ―se interesó Dohko con acento de niño antojado.
―Sí, sí. Miel para acompañar tu fruta.
Los dos veteranos se levantaron de las sillas con la clara intención de corroborar que el jardín estuviera dispuesto para tomar allí el desayuno.
Kardia tomó la diestra de Dégel, todavía maculada con el catéter (ahora sellado) que había sido necesario la noche anterior y le besó los dedos con devoción. Paseó los labios por la frente pecosa del pelirrojo y hundió la nariz entre sus cabellos. Aspiró profundo.
―Yo no necesito desayunar. Con tenerte así, en mis brazos, tengo bastante sustento.
Dégel acarició el mentón de Kardia y perdió luego los dedos entre los cabellos negroazulados. Buscó los labios del contrario y les aplicó un beso efímero, pero sentido.
―Hoy no quiero despegarme de ti ni un momento ―declaró con sencillez.
―De acuerdo. Te seguiré a todas partes. Me tendrás pegado como tábano. Excepto si entras al baño.
―Gracias por pensar en mi privacidad.
―Por nada ―replicó el otro con coquetería.
Y Dégel se dio cuenta de pronto de que ese tono, que recién descubría coqueto, insinuante, era el que Kardia empleaba la mayoría de las ocasiones para dirigirse a él. Siempre lo había asociado a un tufillo de burla. Pero no era así.
Kardia también había pasado mucho tiempo enviándole señales que él no había sabido captar.
El catéter se le enredó un poco con los cabellos negros y bufó, molesto. Luego hizo el amago de quitárselo de un tirón, lo cual impidió Kardia.
»No, señor. Espera a que Katsaros te lo retire.
―Me siento bien.
―Lo cual es una maravilla. Pero anoche no lo estabas. Así que, quietito. Hoy me dejas cuidar de ti y te dejas en paz la cosa esa con la que te transfunden los remedios. Ven: te llevo con nuestros hermanos.
―Puedo caminar, Kardia.
―Y yo puedo llevarte. ¿Me negarás esa felicidad?
Dégel pintó una sonrisa suave. Era tímida y triste al mismo tiempo. Negó con la cabeza y permitió que el otro lo levantara.
Kardia lo alzó sin ningún esfuerzo aparente y disfrutó de la cercanía de Dégel: del modo en que enredó los brazos alrededor de su cuello y el peso leve de su cabeza apoyada en el pecho.
Cuando recorrió los exiguos metros del jardín que lo separaban de sus hermanos, lamentó dejar su valiosa carga sobre la silla. Como consolación, se permitió la dicha de ofrecer a Dégel la comida, atención que el otro premió con sonrisas y caricias en el rostro.
Para el escorpión, aquella fue la felicidad más dulce que había experimentado en su vida: ser amado a la vista de todos, sin sonrojos ni evasiones por aquel muchacho del que podía decir que era su todo.
Esa mañana, Milo llevaba un rato leyendo el Libro cuando papá se plantó a sus espaldas y lo invitó a salir con un nada sutil "lárgate, el Libro me ha llamado".
Milo se cabreó, porque no hacía más de dos horas que había empezado su turno de lectura. Pero no discutió y salió en silencio.
La noche anterior, no tuvo más remedio que ir a dormir cuando mamá lo pidió. Aún no daba la medianoche, pero la petición fue hecha y, tomando el consejo de su padre, no la desoyó.
Mamá no lo despertó sino a las 7:00. Y papá tampoco lo hizo, probablemente porque Gigi no lo había permitido.
Aunque se habían zampado el desayuno opíparo que mamá había preparado, en cuanto salió del estudio se la encontró sentada en el comedor, bebiendo un fragante café.
Gigi le sonrió y le mostró, con un gesto, una silla delante de la cual había una taza y tortitas en un plato.
―¿Son panqueques? ―dijo el rubio evaluando la repostería.
Gigi hizo un gracioso mohín de rechazo: arrugó la naricita respingona y su sonrisita incrédula mostró sus dientes marfileños y perfectos.
―¡Claro que no! Son teganitai. Igualitas a como se preparaban hace 2500 años. ¿Quieres miel?
―Sí, gracias. Yo la alcanzo, no te preocupes.
―Nada, nada. Mami puede atender a su bebé, faltaba más.
Y Gigi se levantó para poner miel en las tortitas de Milo, quien sonrió tímido ante las atenciones. El cuervo revoloteó y se posó en el respaldo de la silla contraria a la del rubio.
―¡Más, más! ¡No seas tacaña, mitéra! ¡Se bañan en miel!
―Sí, adelfáki mou. Se bañan. No tienen por qué nadar en ella ―resolvió la mujer con una sonrisa fulgurante y pícara en la faz de ébano.
―¡Así se comen las teganitai! ¡Tienen que nadar en miel! ¡Nadar, nadar!
―Está bien, Skiá. Camus me tiene habituado a comer poco dulce.
―¡Amargado que es tu marido! ¡Rancio, limón! ¡Iré a jalarlo de las greñas, de las greñas! ¡Al niño le gustan los dulces!
La risa alegre y cómplice de Gigi le alegró los oídos a Milo y al cuervo. Las pulseras tintinearon como respuesta a la acción de la mujer de acariciar el lomo negrísimo del ave. En seguida sirvió una taza de café a su Solecito.
Milo dio el primer bocado a las tortitas y las degustó, fascinado.
―Están muy buenas, mamá. Gracias. ¿Cómo las haces?
―Con amor, bebé mío ―respondió sencillamente Gigi y dio a su vez un bocado a su platillo.
―Te lo pregunto en serio. Le diré a Camus cómo prepararlas. Seguramente le gustarán.
―¡Yo se lo explico a ese rancio! ¡Rancio, rancio! ¡Mira que no mimar al niño!
El rubio comió un poco más y bebió unos cuantos sorbos de café, sin quitar la mirada de encima del cuervo.
―Camus me mima bastante, Skiá. Soy yo quien suele ser un patán con él. Aunque en los últimos años he procurado educarme.
―¡Eso, edúcate! ¡O te jalo las greñas! ¡Solecito tonto! ¡Tonto!
Milo se restregó el mentón rasposo por la falta de afeitado. Ese pájaro tenía unas fijaciones muy raras.
―¿Por eso lo llamas mogizīti? ¿Niñera? ¿Skiá es mi niñera? ¿Por qué ahora y no cuando era niño?
―Mi querido ābisarī a veces accede a cuidarlos un poco. No lo recuerdas porque sólo estuvo contigo en el momento de entregarte al orfanato. Llorabas y te dejó una manzana entre las manitas, para que te tranquilizaras.
»Luego de eso, se aseguró de que estuvieras bien hasta que el Patriarca te recogiera. Nos preocupaba que no estabas muy bien alimentado, pero en parte era cosa tuya: eras muy disgustado para comer. ābisarī entonces te dejaba manzanas sobre la cama porque nunca las rechazabas, ¿te acuerdas?
Milo asintió en silencio.
―Siempre creí que eran las monjas las que me dejaban la fruta en la almohada.
―No, no. Era adelfáki quien lo hacía. Tú eras bastante tranquilo, por eso no se te mostró nunca. Kardia, sin embargo, sí lo vio bastante.
―¡Corazoncito es un idiota! ¡Un cabrón! ¡Siempre se pone en peligro! ¡Le cobraré en mayor tasa mis servicios!
―¿Qué? ¿Cómo que cobras?
―ābisarī debe recibir un pago por sus labores. Siempre. Así debe ser con todos. Y aunque yo puedo pagarle lo que hace por mis hijos, los servicios, al ser personales, han de pagarse de ese modo. ābisarī colecciona cosas bellas. A Kardia le cobraba en guijarros, que son valiosos para él.
―¿Y a mí cómo me cobraba? Nunca me ha pedido nada.
―No. Pero siempre le entregaste un pago libremente. Le diste tu primera risa, por ejemplo. Cuando te dio tu primera manzana.
Milo se quedó boquiabierto.
―¿Es en serio?
―Ajá. ¿Por qué es tan difícil creerlo?
―Ah... pues a veces no me reía luego de recibir mi manzana.
―¡Cabellos de Solecito! ¡Los cabellos de la almohada! ¡Esos fueron mi pago! ¡Míos! ¡Guardados en mi nido! ¡También tengo cabellos de Corazoncito! ¡Pero las piedras bonitas son mejores!
Los ojos de turquesas de Milo se alegraron ante la perspectiva de Skiá cuidando de Kardia, lo más probable que contra su voluntad: saber ahora que ni él ni su hermano estuvieron nunca desprotegidos lo hacía sentir agradecido.
Ojalá todos los pequeños pudieran gozar de una protección semejante.
Esa idea le removió la espina que llevaba clavada en el corazón hacía tiempo, pero que le escocía particularmente desde que se había acercado al Libro. La frente se le frunció un poco, ante la necesidad de expresar del mejor modo posible lo que diría a continuación.
―Leí el Libro, mamá. Sigo sin entender. En la escritura original de papá, Camus tenía trazado un buen camino en lo general. No se cruzó nunca con Skade y no sufrió ninguna vejación. Pero no fue feliz. No sólo eso: de alguna manera, una de sus acciones, y no logro identificar cuál, dio lugar a la destrucción del mundo. A tu destrucción. La felicidad de Camus trajo la victoria total de Hades. ¿Por qué?
―Tu comprensión lectora es terrible, querido mío. Tu esposito no me destruía en esa versión de la fábula ―musitó mamá negando con la cabeza, mientras bebía un sorbo de café.
―No, no. Algo hizo Camus que te hizo daño. Esta vez estuve atento al Libro, mamá, y no me gustó nada de lo que leí.
―Ah, pero claro que estuviste atento. Ya te lo dije: le das demasiado crédito a Camus. Y perdóname que te lo diga, mi amor, pero tu esposo sólo es importante para ti. Y sus familiares cercanos, por supuesto. La verdad es que mientras no apartes los ojos de Camus, no vas a entender un carajo. Y el tiempo de tu hermano se pasa volando.
―¡Mamá!
―¿Qué? Es cierto: estás tan distraído con tu esposito y lo que sufrió que no te das cuenta de nada. Y no sé cómo sentirme al respecto. Los amo: a Kardia y a ti. Pero lo mejor sería dejar que mi pobre bebé siga su Sino.
»Tu padre y yo lo hablamos al principio: un solo hijo por un limitadísimo periodo de tiempo. Un agente y un guardián fidelísimo cada Guerra Santa. Y aún así, siempre he tenido mis dudas: un hijo de nosotros dos puede llegar a ser peligroso. Mucho.
»Sin embargo, él se empecinó en que hubiera un hijo suyo protegiéndome. Y como el primer escorpión, el de la era del mito, fue una ocurrencia suya, decidió que nuestros hijos serían los escorpiones.
―¿Cómo que una ocurrencia suya?
―¿Y qué te digo? Tu padre es escritor: puede darle vida a lo que sea que se le ocurra imaginar. Y su imaginación se alimenta de la Vorágine, nada más.
»El primer escorpión era él, en realidad. Encarnó una ínfima fracción de su voluntad en una de las más pequeñas de mis criaturas, sólo para demostrar a Orión que incluso un ser insignificante podía ser un enemigo formidable. Orión lo pisó y lo mató, pero antes, el escorpión lo picó y lo envenenó... con tinta. ¿Me explico?
»La verdad, es que siempre he creído que ese fue su pretexto para conseguir que me acostara con él. Siempre me ha coqueteado. Y siempre me ha parecido encantador.
―¿Así fue como se casaron?
Gigi... Gaia, se le quedó viendo a Milo como si se hubiera vuelto loco. Su cara crispada y su boca abierta le daban una idea al rubio de qué tan descolocada se encontraba su madre.
―¿Casada? ¿Yo? ¡¿Yo?! ¿Por qué? ¿Qué no sabes lo que me pasó con Urano? ¿Por qué querría casarme con tu padre?
―Pues... pues porque es tu pareja desde entonces. Yo creí que...
―¿Pareja? ¡¿Estás demente, hijito?! ¡No soy estúpida para forjar ese vínculo con tu padre! ¡Es un insoportable! ¡Y sólo existe para el Libro!
―Pero... ¡Pero están juntos! ¡Y se llevan tan bien...! Como si fueran una pareja de... de... ¡De milenios!
―Sí, bueno. Eso sí es cierto, nos llevamos espectacular. Pero no somos pareja. Nos gusta follar juntos. Nada más. ¿Entiendes?
El cuervo croscitó estruendoso, con algo que a Milo le sonó a protesta y fastidio, mientras él se bebía otro sorbo de su taza para ocultar su perplejidad.
¿Les gusta follar juntos? ¿En serio? ¿Mamá y papá son amigos con derechos?
¿Follamigos?
―Pero... Ustedes... Parecen una pareja estable...
―Lo somos. Pero no ESA clase de pareja ―musitó Gaia como si revelara un secreto que debía permanecer así, oculto―. Somos... los mejores amigos del mundo. Del Universo. ¿Entiendes?
―Tan amigos que... ¿que se revuelcan?
―Oye, el sexo es importante. Creí que lo entendías. ¿No iniciaste así tu relación con tu esposito?
―Ya, mamá. Ya. Lo entiendo ―se apresuró a decir el rubio para dejar atrás el tema―. Pero me parece que el sexo es mejor cuando lo tienes con quien amas. Por eso me revuelve el estómago esa historia de papá en la que Camus y yo no estábamos juntos. Y te repito que no entiendo por qué Camus...
―Camus no tiene nada qué ver con lo que pasaba al final en esa historia. No has leído como se debe.
―¡Oh, mamá!
―Ya te lo dije. Lee bien. Aunque a estas alturas, no importa. Tu hermano va a morir, y su noviecito con él. Que tu padre se haya encerrado con el Libro a una hora desacostumbrada sólo puede significar eso.
―¿Qué?
―Eso. Tu papá sólo escribe de media noche a seis de la mañana. Y escribe lo que vendrá en el futuro intermedio y lejano. La fábula que corre ahora mismo la escribió hace tiempo: las correcciones las hace al momento en cuanto llegan a su piel, sólo necesita pensarlas y se reflejan en el Libro. Y si bien ha invertido mucho tiempo en estabilizar la fábula, no suele dedicarle trabajo directo a menos que requiera establecer un punto fundamental.
»Tu hermano morirá. Porque su momento pasó. Porque es peligroso que dos escorpiones de Moro coexistan. Porque, tal vez, tu padre ha aprendido a no involucrar su corazón, su amor por sus niños, en la historia que desarrolla.
»Justo por esa razón permitió la entrada de Skade. No puede controlarla a ella pero sí a quienes discurren a su alrededor. Pocas cosas le han dolido tanto como dar paso a esa intervención, pero con ello, el elemento que desataba el fin de todo fue removido. Aunque te joda, mi niño, existimos en este momento porque Skade actuó.
―Porque esa perra abusó de Camus.
―Camus es circunstancial.
―¿No me digas? ―masculló con amargura Milo, los ojos brillando con lágrimas de ira que se le fueron acumulando―. Mi Camus, según tú, ¿fue un daño colateral?
Gigi enderezó los hombros y la cabeza para aspirar profundo. Su mirada también estaba enturbiada por emociones tormentosas.
―Sí, bebé. Tu esposo fue un daño colateral. Un lamentable daño colateral. Pero nos abrió esperanza a todos.
―No es justo.
―No. No lo es. Pero es lo que hay. Y conociendo a tu Camus, si vamos y le exponemos la situación... Vindicará la decisión de tu padre. Tu Camus es más que capaz de sacrificarse por otros. Y lo sabes perfectamente bien.
―No quiero que papá mate a Kardia y Dégel.
―Tu papá no mata a nadie. Tu papá traza el curso para que las cosas sucedan. Él no es asesino, ni despiadado, ni malvado. Pero tiene un deber que lo define y lo obliga, y el equilibrio del Universo depende del compromiso con que lo cumpla.
»Él lo ve todo: la Vorágine le muestra todo. Y no ha encontrado lugar para tu hermano. Por eso lo dejará irse.
―Y entonces, si eso había de ocurrir, ¿por qué me animó a intentarlo?
―¡Porque él tampoco quiere que su niño muera, hijito! ¡Creyó que tú verías algo que él dejó pasar!
Gigi cerró los ojos con fuerza y unas cuantas lágrimas se le desbordaron. Milo sintió que el corazón se le hacía nudo nada más avizorar las gotas tibias resbalando por la piel oscura de su madre.
―No, mamá. No llores, por favor. Que me muero nada más de verte llorar.
―¿Y qué esperabas? ¡También es mi niño! ¡También lo quiero! ¡Pero no se puede quedar! ¡No bajo las reglas que tu padre y yo establecimos! ¡Creyó que tú podías proporcionarle un nuevo punto de partida!
―¿Y cómo? ¡No puedo escribir en el Libro!
―¡No, escribir no! ¡Pero ya has intercalado glosas con tus intervenciones anteriores!
Milo tragó saliva con dificultad.
―¿Cómo que glosas?
―Tus intervenciones del pasado... Alteraron la fábula. En mayor o menor grado. Pero han aportado estabilidad a la larga.
»Creemos... que esa es tu función... Que tus avistamientos son también producto de la Vorágine. Que captas detalles que a tu padre no le parecieron importantes en su momento. Y los intercalas en forma de glosas. De anotaciones... Y como han resultado prometedoras, tu padre las ha integrado al relato.
Milo sintió como le temblaba el labio inferior de pura ansiedad y terror. A pesar de que sus tías y luego el mismo Moro se lo habían dicho ya, la sola idea de que él hubiera metido inadvertidamente las manos en el Libro y lo modificara de ese modo lo asustaba.
¿A quién le había alterado la vida? ¿Y a costa de qué? ¿A quién había dañado en el proceso?
―¿Eso es lo que hago? ¿Glosas? ¿Anotaciones?
El cuervo croscitó con potencia.
―¡Glosista! ¡Comentarista! ¡Escoliador!
―¿Cómo voy a hacer eso con el trabajo de Moro?
―¡Abres escolios! ―graznó el cuervo con una voz que le sonó clara y poderosa.
―¡No! ¡No hago eso!
―¡Scholiastís! ¡Scholiastís!
―¡Skiá, basta!
―Tú me diste nombre. Yo también puedo darte el tuyo. ¡Porque lo he encontrado! ¡Lo he encontrado en medio de la Oscuridad!
Voló hasta quedar justo delante de él, en la mesa. Por un momento, a Milo le pareció que el ave había adquirido mayor tamaño y que la negrura de sus plumas se volvía densa, como aceite.
―¡Scholiastís! Yo, Skiá, te digo que ese es tu nombre y tu deber. ¡Scholiastís!
A Milo se le desorbitaron los ojos y los cerró, para combatir la violenta sensación de vértigo que de pronto lo embargó.
»Scholiastís ―continuó el cuervo con su voz demasiado clara y modulada para ser de un ave, incluso una que hablaba―. Comentarista... Escoliador... Deja de sentir lástima por ti mismo y haz lo que debes... Abre el camino para Corazoncito.
―No puedo. Papá está escribiendo su muerte.
―¡Escríbele una glosa! ¡Escríbele una glosa! ¡No dejes que se vaya! ¡Me gusta cuidarlo!
El pájaro buscó la mano del rubio. Este abrió los ojos y descubrió al cuervo buscando la caricia de aquellos dedos que ahora mismo sentía paralizados.
»Puedes escribirle una glosa. Una tan buena, que tu padre decida tomarla en cuenta.
Un graznido dominó el comedor. Milo se dio cuenta de que mamá no apartaba los ojos turquesas de encima de él. Le dedicó una sonrisa tierna y una caricia leve en el rostro.
―¿Puedes hacerlo, Sol mío? ¿Puedes leer desapasionadamente el Libro? Puesto que lo has avizorado, ¿puedes entender lo que ha pasado?
»¿Puedes ayudar a tu padre a encarrilar a Skade? ¿Puedes abrir un camino para tu hermano? ¿Puedes conservar a Dégel junto a Camus? ¿Puedes conservar a tu hermano sin que sea un peligro?
»¿Puedes conservar a mi otro bebé?
Una jaqueca espantosa le taladró las sienes.
¿Podía?
Lo sintió con una fuerza que lo aturdió: el dolor.
Sintió la tinta escociendo en la piel. La sintió formar una figura diminuta que fue creciendo hasta cubrir el dorso de su mano y viajar luego al antebrazo.
Kardia sentado junto a Dégel en el jardín de La Fuente.
Kardia alimentándolo.
Kardia siendo feliz cuidando de quien era caro a su espíritu.
Al amor de su vida.
Las turquesas de Milo se llenaron de oscuridad. Y recobraron el azul del cielo un momento después.
―Sí, madre. Puedo hacerlo ―dijo Milo con convicción fluctuante al principio, que se fue fortaleciendo poco a poco―. Puedo conservártelo. Puedo preservar la vida de tu hijo. De mi hermano.
»Encontraré el modo... Encontraré su camino. Y lo fijaré para él.
Se habían quedado recostados en el kliné después del desayuno.
Frutas frescas, yogurt y miel de flores. Jugos y leche fría.
Además, Shion había ordenado que les sirvieran kalathaki y marathopita, que recordaba como dos platillos que gustaban especialmente a sus dos hermanos.
El desayuno fue jubiloso: los cuatro hombres conversaron tranquilos de banalidades, mientras Kardia y Dégel disfrutaban de su cercanía recién conquistada y Shion y Dohko de ver a sus hermanos mostrando a las claras el amor que se profesaban.
Aunque agridulce, era una alegría legítima.
―¿A dónde irán hoy, hermanitos? ―preguntó Dohko mientras dejaba en una mesita su taza de café―. ¿Qué planes tienen?
Dégel suspiró profundo. Por un momento pareció que tomaría la palabra, pero no lo hizo. En lugar de eso, rodeó los hombros de Kardia con ambos brazos y buscó el hueco del cuello para ocultar su rostro.
Allí permaneció, en silencio, sin apartar la cara de aquella piel tibia y acogedora que ahora mismo reconocía como su hogar.
Kardia lo abrazó, en medio de una sonrisa pacífica. Le olisqueó el oído y se perdió un momento en ese levísimo pero inconfundible perfume de lirios. Luego depositó un beso leve en la sien pecosa.
―Me parece que hoy no hay planes. Dejaremos que el día nos diga qué hacer. ¿Qué les parece?
―Suena bien ―replicó Shion, tomando la mano de Dohko―. Es un buen día para dejarse sorprender. Tal vez... sólo tal vez deberían recorrer el Santuario. Visitar los viejos sitios donde solían refugiarse. Rememorar momentos dichosos. ¿Ya visitaron sus templos?
―¿Visitar, visitar? Sabes que no ―dijo Dégel, abandonando finalmente su escondite―. Y también sabes que ya no son nuestros.
―Bueno, hay nuevos ocupantes, es verdad. Pero las viejas piedras reconocerán a quienes las guardaron antaño. Así me sucede con el Templo de Aries: ya no soy su guardián, pero igual me recibe con gusto.
Los dos, Kardia y Dégel, sonrieron nostálgicos ante la perspectiva. Los cabellos de los cuatro se mecieron un poco con la brisa. Brisa que pronto se sintió un poco más fría.
Bóreas el Joven, con su apariencia flexible y grácil no obstante su estatura, se materializó de una leve vorágine de escarcha. La dama Khíone lo acompañó apenas un segundo después.
Dégel dirigió una mirada luminosa a su hermana y le tendió una mano, sin dudar un instante.
―¡Ledyanaya Roza, has llegado!
La dama Khíone se acercó alborozada a su hermano. Le besó la mano, que se veía diminuta en comparación con la suya, se arrodilló para besarle la frente y le acarició luego los cabellos.
―¡Ah, pero si estás levantado! ¡Me alegro tanto!
Y luego de mirarlo en los brazos de Escorpio, permitió que una mueca pícara le floreciera en los labios.
»Y en buena compañía. Eso es todavía mejor...
Camus se acercó a Shion y a Dohko para saludarlos con familiaridad, y se volvió luego un poco, para dedicar un asentimiento a Kardia y Dégel.
―¿Cómo estamos hoy, chicos? ―preguntó con su acento afrancesado―. ¿Fue una buena noche?
―La noche tuvo lo suyo ―respondió Kardia sin dudar―, pero fue buena de muchas maneras. Ahora mismo estamos bien. ¿Qué hay de ustedes? ¿No es un poco tarde para la hora en que suelen llegar?
―Un poco, sí ―concedió Camus―. Pasamos por casa: se suponía que sólo sería una visita rápida, pero Sestra necesitaba buscar algo y nos entretuvimos un poco con eso.
―¿Casa? ―cuestionó Kardia, con extrañeza.
―Fuimos a Yakutsk ―deslizó Khíone, sin dejar de acariciar la cabellera de su hermanito―. Quería... Quería traer algunas cosas para ti ―dijo a Dégel, pero un gesto de Camus la hizo corregirse―. Para ambos, quiero decir.
Y mostró una especie de canasta. Aunque en lugar de estar hecha de mimbre, era de hielo.
―¿Qué traes allí? ―preguntó Dégel señalando el recipiente.
―Cosas ricas ―respondió con sencillez―. ¿Ya desayunaste? Quiero decir, ¿ya desayunaron?
―Ya lo hicieron, Sestra. Hay platos por todas partes ―replicó Camus al tiempo que colocaba unos sobre otros para llevarlos adentro.
―No hagas eso, Camus. Ya vienen a recoger en unos momentos ―protestó Shion.
―Et quel est le problème ? Me pasé la vida enseñando a Hyoga e Isaac a ordenar su entorno sin importar si ellos eran o no responsables. ¿Resulta que debo dejar el desorden sólo porque otros pueden recogerlo? (7)
―Camus... ―advirtió Dohko, cansino.
―Isaac llegará de un momento a otro para ver a Sestra y me va a encontrar esperando a que los mozos limpien. Bien sûr que non ! (8)
―¡Pero qué necio eres, muchacho, en serio que sí! ―se levantó Dohko, gruñendo su frustración―. ¿Cuándo vas a aprender a relajarte? ¡Ni siendo Bóreas te bajas del papel de maestro!
―Et ça, jamais ―continuó Camus con la cháchara, seguido de cerca por Dohko y Shion―. Y no sé qué me reprochas al respecto, ¡si tú estás igual! (9)
―¿Qué trajiste, hermanita querida? ―musitó Dégel luego de besar la mano de Khíone.
Esta le devolvió el beso al apoyar los labios en los nudillos del pelirrojo.
―Zefir ―respondió―. Zefir y Syrniki. Y manzanas horneadas. Rebenok se las arregló para que se conserven tibias. ¿Quieres probarlas, o prefieres hacerlo más tarde?
Kardia se incorporó y aplicó los labios en la frente de Dégel.
―Puede probarlas ahora mismo. Iré por un plato.
Dégel corrió los pies hacia el suelo y se sentó sobre el kliné. Tomó las manos de su hermana y las acarició con parsimonia, disfrutando el tacto suave de aquella piel inusualmente blanca y tersa. Sonrió a la Dama de la Nieve mientras perdía los dedos entre los mechones blancos, platinados, y sondeaba aquella mirada azul líquida, tan similar a la de su padre.
―¿Ha sido una buena jornada, dorogaya sestra? ¿Ha sido fructífera? ¿Has acompañado a nuestro hermano? Recuerdo que no te movías de Siberia cuando era pequeño.
―Ha sido buena, sí. Rebenok es un buen guía, no obstante lo bobo que puede llegar a ser.
―¿Mejor que otets?
―Nadie es mejor que Otets. Rebenok es diferente. Es quien es y ya está.
―Pero te hizo salir.
―No me dejó opción. Ni yo se la dejé a él, a decir verdad. Cuéntame: ¿qué pasó?
―¿Qué pasó con qué?
―¡Nada de con qué! ¡Con quién! ¿Te le has declarado?
―¡Khíone!
―¡Nada de Khíone! Dame detalles. ¿Quién se declaró a quién? ¿Lo besaste, te besó? Ty yego trakhal? (10)
―¡Khíone! ―gritó Dégel, horrorizado―. ¿Cómo puedes ser tan inapropiada? ¡No pasó nada deshonesto entre nosotros!
―¿Cómo que no? ¿Qué puede ser más divertido que lo deshonesto? ¿Qué tengo qué hacer para que te lo comas? ¡Por la barba de nuestro Padre! ¿Qué te pasa? ¡No es como que les quede mucho tiempo juntos!
La respiración de Dégel zozobró y se atragantó un poco con su propia saliva. Khíone, arrepentida por un momento de ser tan directa, respiró profundo y se obligó a guardar la compostura.
Kardia regresó con un platito en la mano y se quedó congelado al ver el estado alterado del pelirrojo.
―¿Estás bien, Dégel? ¿Te sientes enfermo? ¿Traigo a Katsaros?
―Net, net. Estoy bien. Es sólo que... que...
―Perdona, Kardia. Hablábamos de algo... delicado.
El del cabello negroazulado asintió, pensativo. Dejó el platito en una mesa baja, al alcance de Dégel. Luego los miró a ambos: al pelirrojo y a la Dama de la Nieve.
―¿Te apetece café? A mí me gustaría una taza. ¿Quieres un poco? ¿Tu hermana quisiera también?
―Sí. Café estará bien ―dijo Khíone, con una sonrisa forzada―. Para los tres. Para todos, si lo pensamos; no creo que Rebenok o los viejos quieran privarse de él. Y deberías traer platos para todos. He traído los dulces para compartirlos, ¿me explico?
―Claro ―concedió Kardia, dubitativo, llevando la mirada de Dégel a Khíone, alternadamente―. Pediré café para toda la concurrencia. Y platos. Veré si nos traen pastitas.
Y se retiró dejando a los hermanos solos.
Dégel emitió un suspiro pesaroso y se retiró los lentes para limpiarse la levísima acuosidad que se le formó en los ojos.
―Sé que no nos queda más tiempo juntos. No es como que pueda olvidarlo, ¿sabes? Pero hemos avanzado en unas horas lo que no nos atrevimos en toda una vida. No soy de arrebatarme, sestra. Yo... me gusta ir a mi tiempo. Y al suyo. La verdad es que las cosas han ocurrido al modo y tiempo de ambos.
Khíone se retorció un poco las manos, en señal de abatimiento.
―Ya lo sé, mladshiy brat. Es sólo que... no quiero que te quedes... que te vayas... que tu corazón no sea pleno ahora que están juntos.
―Sestra...
Khíone sintió que una lagrimita traicionera se le deslizó por el pómulo y se la limpió rápido. No obstante la celeridad, Dégel contempló aquella señal de tristeza con un pesar creciente en su espíritu.
»No... ¿Por qué llora mi hermana bellísima? ¿Por qué lloras, Ledyanaya Roza? ¿Cómo puedo impedir tu dolor?
―Está bien, mladshiy brat. Estoy bien. Es que... me... la expectativa me lastima un poco, ¿sabes? Por mi experiencia propia. No por otra cosa.
El joven con los cabellos cobrizos se llevó los nudillos de la mano que sostenía a los labios.
―No puedo... No es correcto forzar las cosas, ¿sabes? No diré que hemos hablado, porque no sucedió exactamente eso. Pero algunas cosas han sucedido y es bueno. ¿Por qué obligarnos a Kardia y a mí a dar un paso para el que hay que caminar con sumo cuidado?
»No sé qué haré sin él. Ciertamente, no caminaré esta senda con otro compañero: él ha sido el único en mi vida. No me interesa amar a nadie más. Pero no por ello, lo obligaré a correr en un momento en el que su espíritu probablemente le exige reposo.
Un llanto silencioso, pero sentido, estremeció el pecho de Khíone, para consternación de Dégel: que su hermana llorara, siempre le parecía una atrocidad.
―No, Ledyanaya Roza. Te lo ruego, no sufras.
―Eres tan caro para mí, pequeñito. La idea de que te pierdas un sólo ápice de felicidad me muerde el espíritu. Lo que daría porque no te fueras... porque no se fueran... Te amo tanto...
Dégel limpió las lágrimas cristalizadas con presteza. Khíone sólo notaba en esos movimientos precisos la deferencia de su hermano.
Aunque también vio su ceño fruncido.
―¿Irme a dónde, Ledyanaya Roza? ¿Por qué dices eso? Kardia morirá, pero yo me quedaré aquí, contigo. No me iré a ningún lado. Me conservarás para ti...
Khíone se atragantó con el nudo que de pronto se le atenazó en la garganta y observó a su hermano con estupor.
»Me conservarás para ti. Permaneceré a tu lado hasta que mi hora definitiva llegue. No hay motivo para que llores.
Khíone asintió en silencio, mordiéndose los labios. El rumor de pasos y conversaciones se hizo eco a unos pasos de ellos: Camus, Kardia, Shion y Dohko volvían con platos, cubiertos, tazas y cafetera.
Cuando Kardia vio la escena de Khíone llorosa y Dégel con el semblante ensombrecido, se detuvo en seco. Camus, quien frunció un momento el entrecejo, deslizó después una expresión ominosa en el rostro.
―Sestra, ¿qué haces?
―Yo...
―Nuestra hermana llora. ¿Acaso no lo ves? ―replicó Dégel con acritud―. ¿Serás tan patán de no darte cuenta y venir a consolarla?
―No pretendo ser patán. Ella lo sabe.
―¿En serio? ¿Lo sabe? Porque a mí me pareces un patán insoportable. Y también me parece que quiere decirme cosas que no se atreve. Me ha dicho que no quiere que me vaya. ¿A qué se refiere con eso?
El rostro de Camus se volvió pétreo de tan inexpresivo. Sin embargo, su cabello revoloteó ligeramente y la temperatura bajó unos grados. Shion y Dohko se preocuparon, se apresuraron a dejar su carga en una mesita y se aproximaron a Camus, con la intención de apaciguarlo.
Pero éste no tenía trazas de hacerlo: mantenía la mirada acusadora fija en Khíone, quien permanecía muda e invadida de una palidez que no parecía la que la acompañaba siempre.
Al final, Khíone habló.
―No... No seas impertinente con nuestro hermano, Dégel. Nunca hace un reproche gratuito: modérate.
Dégel se enfurruñó. Se revistió el rostro de frialdad y soltó la mano de su hermana.
―De acuerdo: me moderaré ante Borey Neukrotimyy. Y tú me dirás en este instante de qué rayos hablas y por qué demonios te has puesto sensible. Tú no eres así. Siempre has sido directa conmigo. Y exijo que lo seas ahora mismo: ¿qué te traes, Ledyanaya Roza? *
―Nada. No me traigo nada, pequeñito ―balbuceó Khíone―. Me he enredado al tratar de expresarme, eso es todo. Te ofrezco disculpas.
La dama se levantó e hizo el amago de aproximarse a Bóreas el Joven, que no dejaba de dedicarle aquella mirada dura. Pero Dégel, con el corazón picado de una amargura que no sabía precisar, la detuvo con su voz.
―No soy estúpido, hermana amadísima. No lo soy, aunque a veces lo parezca. ¿Qué está pasando? ¿Qué no me estás diciendo?
―No pasa nada. No te oculto nada ―dijo Khíone mientras tendía la mano a Camus, quien la tomó con presteza―. Todo está bien, querido, Malysh.
Los ojos color amatista se ocultaron por un momento. Dégel repasó los numerosos momentos en que había escuchado la voz de Ledyanaya Roza como ley y mandato, y no porque ella ejerciera un poder fáctico sobre él. En Siberia, Khíone era más que una guardiana y una maestra, más que una hermana y tutora nombrada por Otets. Khíone era la voz que le hablaba con la verdad desnuda al tiempo que lo cubría con su enorme corazón de madre protectora.
Era su hermana amadísima, pero había hecho papel de madre. No podía olvidarse de ello.
Y si ella, la figura que con mayor justicia se había ganado su confianza, no era capaz de hablarle con la verdad, ¿qué podía esperar del resto del mundo?
―Ty vresh'... (11)
―Malysh...
―No puedo creerlo... ¡No puedo creerlo, pero mientes! ¡Tú, entre todos los seres en el Universo, mientes! ¡Me mientes, a mí! ¿Cómo te atreves?
―Basta ya, Dégel ―solicitó Camus con la voz más calma que pudo modular―. Deja en paz a Khíone.
―¿Vas a mentirme tú también, patán? ¿Cómo se atreven los dos? ¿Cómo pueden llamarse mis hermanos, si me mienten? ¿Qué diablos les pasa? ¡Lo que sea que se estén guardando, suéltenlo de una vez!
―Dégel, bratishka, por favor...
―Bratishka, moi yaytsa! ―vociferó, furioso. (12)
―Morirás esta noche.
Dégel recibió aquel golpe con absoluta entereza. O eso pareció, porque muy apenas parpadeó. Miró a Ledyanaya Roza, que se cubría la boca y los sollozos con una mano, y a Camus (el patán, como lo había llamado unos segundos antes) hundir los hombros con desaliento.
Su mirada violeta se trabó en los ojos de Shion y Dohko, que lo observaban amedrentados. Y finalmente se enlazó con la azul turquesa de Kardia.
Kardia, cuya voz, destemplada y rota, había pronunciado su sentencia.
―¿Qué dices? ―pronunció Dégel, con voz perfecta y mesurada.
Dulce.
―Morirás esta noche. Conmigo.
Dégel se desmontó los lentes. Los volvió a un lado y otro entre sus manos. Los limpió un poco con su camisa y se los volvió a colocar.
―Moriré esta noche. Contigo. ¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?
―Dé-Dégel...
―¿Quién te lo ha revelado? ―preguntó con voz meliflua.
―Yo...
―Tú... ¿qué? ¿Qué cosa? ¿Qué cosa, Kardia?
―Yo. Yo lo sé ―respondió Kardia con voz queda. Profundamente avergonzada.
Dolorosa.
―Mi pregunta es: ¿cómo lo sabes? ¿La pequeña Diosa y sus mayores lo determinaron?
―No, Dégel. Ni ella, ni ellos. Fui yo. Yo lo determiné. Yo... Yo enlacé tu destino al mío. En la Atlántida. Antes de morir.
»Y como he de morir esta noche, tú morirás conmigo. Esa... Esa es la verdad.
Dégel aspiró profundo y sostuvo el aliento en sus pulmones unos segundos. Necesitaba oxigenarse la cabeza, pensó. Necesitaba hacerlo, a ver si así se deshacía de esa sensación horrible de avispas revoloteando dentro de su cráneo.
Lo adoraba. Los dioses lo sabían. Y también sabían como odiaba esa horrible tendencia suya a guardarse las cosas importantes. A callarse lo que no debía. A ser egoísta hasta tal punto de dejarlo atrás siempre.
Esta vez también lo hacía, al ocultarle la verdad.
Al mantenerlo, otra vez, ajeno a él. Al ocultarle los secretos de su corazón.
―¿Cuándo ibas a decírmelo?
―No... No lo sé...
―¿No lo sabes? ¡Por favor! ¿Tú, no sabes? ―masculló el pelirrojo, ácido―. ¡Por supuesto que sabes! ¡No ibas a decírmelo nunca! ¡Me ibas a dejar sufrir pensando que te perdería y luego...! ¿Y luego qué? ¿Nos reencontraríamos en el Yomotsu?
»¿A que habría sido divertido para ti? ¡Oh, Dégel, qué casualidad encontrarte aquí! ¡Se me olvidó decirte que tú también te morías! ¡Oh, qué risa, qué divertido! ¡Hubieras visto tu cara mientras sufrías pensando que me moriría y te quedarías solo! ¡Ridícula y patética!
―Dégel... ―suplicó Kardia, con los ojos brillantes.
―¿Fue divertido orillarme a decírtelo? ¿A vomitártelo? ¿A admitir que te amaba?
Kardia tragó saliva.
―¿Te... te obligué?
―¡Claro que lo hiciste, escorpión idiota! ¡Lo hiciste al fingir una situación que no era tal! ¡Debiste decírmelo! ¡Nos habríamos embriagado! ¡Nos habríamos largado a fornicar por ahí! ¿O eso es lo que esperabas obtener hoy, el último día de nuestras vidas? ¡Eso también, al fin que tomas todo lo que quieres de mí!
Una mano enorme estrujó el hombro de Dégel. Entre sus lágrimas furiosas, vio el rostro pálido y sombrío de su hermano. Este negó con la cabeza, advirtiéndole silentemente.
―Cállate ahora, hermano. Deja de decir cosas que lamentarás después.
―¿Tú qué sabes lo que puedo o no lamentar, patán idiota?
Kardia suspiró profundamente. Inclinó la cara y permitió que los cabellos azulados de tan negros le ocultaran las lágrimas que se le deslizaban lentas por los pómulos. Dio media vuelta, dirigiéndose a la sala que había sido su hogar los últimos días.
―Kardia ―dijo Dohko, tendiendo una mano hacia él.
―Necesito soledad, ¿de acuerdo? ―replicó con voz rota.
―¡Y claro, cabrón! ¡Ahora irás a esconderte! ¡Como un bicho rastrero!
―¡Ya cállate, Dégel! ―exigió Bóreas el Joven, desatando una ráfaga de viento frío que los envolvió a él y a su hermano―. ¿En verdad no escuchas lo que dices? ¿Cómo puedes ser tan hiriente?
―¿Por qué no me lo dijo? ―gritó el otro, desesperado y aumentando con su ánimo el soplo helado que escarchó las briznas de hierba en el jardín―. ¿Por qué? ¿Por qué me escondió los hechos, la verdad? ¿Por qué me hizo creer que lo perdería cuando ambos estamos perdidos?
―¡Porque está aterrado! ¡Porque daría su vida entera para conservar la tuya y no puede! ¡Porque no tiene idea de cómo es que te ha arrastrado a su final! ¡Porque destruiría su alma si con eso conservara la tuya! ¡Pero no sabe cómo hacerlo!
Dégel dejó caer los brazos en sus costados y permitió que su dolor fluyera libre, con sus lágrimas. El frío que provocaba cesó tan pronto como sus emociones se abrieron paso.
Cayó de rodillas y se abrazó a sí mismo.
Camus hizo que el viento se detuviera. Sus cabellos cayeron sobre sus hombros y, a un movimiento de sus dedos, el hielo que cubría el jardín y que había salpicado los muebles, el edificio y a todos quienes se encontraban allí, se empezó a derretir.
Suspiró con dolor y colocó una mano sobre la cabeza de Dégel, quien lloraba más afligido que indignado.
―¡Es un tonto! ¡Es un tonto! ¡Lo único que he deseado el tiempo que he estado a su lado es que se quede conmigo! ¡Que se quede conmigo o que me lleve con él! ¡Con él! ¡No quiero vivir sin él! ¿Por qué no me lo ha dicho? ¿Por qué me ofende así?
―¿Cómo iba él a saber que eso es una ofensa para ti, Malysh? ¿Cómo iba él a saber que deseabas seguirlo? Si ni siquiera yo sabía eso, bratishka. Ni siquiera yo, que presumo de conocerte tan bien...
Dégel se arrastró al principio y se levantó después para buscar los brazos de su hermana, que lo acogieron amorosos. Sintió los dedos fríos y finos correr entre sus cabellos mientras el otro brazo lo contenía y arropaba.
―Lo siento, Ledyanaya Roza. Lo siento de verdad... He acusado a nuestro hermano de ser un patán y yo mismo lo he sido contigo...
―No, no. No importa. No ha pasado nada, Malysh... Todo está bien.
―¿En serio...? ¿En serio no te importa... seguirlo? ―preguntó Camus, inseguro.
―Net. No me importa. Pero me encabrona que sea así de idiota. ¿Cómo se atreve a esconderme eso?
―¿Y qué más iba a hacer, si sabe cómo te las gastas cuando estás encabronado? ―masculló Shion, de mal humor―. Ni siquiera nosotros nos atrevíamos.
―¿También ustedes sabían?
―A estas alturas, no hay un alma en el Santuario que no lo sepa, tonto testafría ―rezongó Dohko.
―¿La pequeña Diosa...?
―¡La pequeñita, su pez apestoso y su tío el de las sombras lo saben perfectamente! ¡Todos, te digo!
―Pues ahora me siento más ridículo aún.
―¡Pues sábete que ese es problema tuyo! ―ladró Shion―. ¡Aquí nadie es responsable de cómo te sientes, más que tú! ¡Y deberías habértelas olido, si hasta te sentías enfermo de modo inexplicable!
Dégel se quedó silencioso, sopesando aquella afirmación.
La verdad era que... en cuanto entendió que la muerte de Kardia era inevitable, él...
―Yo deseé morir ―pronunció en voz casi inaudible―. Yo deseé morir, cuando vi que Kardia moriría sin importar cuánto se esforzaran por mantenerlo vivo...
―Claro. Tiene sentido ―musitó Camus.
―¿Lo tiene?
― Sí. He deseado morir cada segundo de estos días en que no he sabido nada de Milo. Así que sí: tiene sentido que desees morir si amas a Kardia hasta el punto de enlazar tu vida a la suya.
―Pero... Yo no la enlacé. Lo hizo él.
―Tal vez ―dijo Khíone―. Pero la verdad, es que... tu deseo pudo precipitar las cosas.
El joven de los cabellos cobrizos asintió. Se limpió las lágrimas. Aunque quiso sonreír, no pudo. Y sin embargo, purgada la ira, lo único que le quedaba era... su amor por el de la cabellera negroazulada.
―Será... Será mejor que hable con él. Le dije cosas muy desagradables.
―Está bien ―aceptó Bóreas el Joven―. Conversen y arréglense. No pueden pasar sus últimas horas enfadados. Y mucho menos, separados.
Dégel asintió y se encaminó a la sala. Sus hermanos (los de sangre y los de espíritu) lo vieron entrar a la habitación para buscar a Kardia.
Camus entonces se dirigió a los veteranos.
―¿Por qué no me dijeron que puede llegar a ser un patán insufrible?
―¿Porque con él eso siempre se olvida? ―replicó Shion, enfadado―. ¡No te hagas el idiota! ¡Tú también pasas por persona civilizada, pero cuando te enojas eres un energúmeno!
―Lo traen de familia. ¿Qué se puede esperar de un hijo del viejo gruñón?
―Dohko, no insultes a mon père...
―¿Qué lo voy a insultar? ¡Si más le vale que lo considere un cumplido, viniendo de mí. ¡Y tú también lo llamabas patán!
―Lo llamaba cosas peores, pero era algo entre él y yo.
―Y él no se quedaba atrás contigo, Rebenok. Te adoraba, pero su amor no era enteramente ciego: te veía los defectos.
―¡Tú no digas nada! ¡Quedamos que no íbamos a intervenir! ¿Y qué es lo primero que haces una vez que tienes a Dégel enfrente? ¡Ir y decirle las cosas! ¿Qué te pasa, Sestra? ¡Te creí más razonable!
―No fue mi intención. Esa es la verdad ―murmuró Khíone, llorosa―. Se me parte el corazón de saber que ya no lo tendré más.
―¡Lo sé! ¡Lo sé y lo siento! Pero eso no quita las consecuencias. No había necesidad de esto.
Los pasos leves de Dégel antecedieron su presencia, que pronto se detuvo entre sus hermanos.
Lucía azorado.
―Kardia no está ―dijo con simpleza.
Cuatro pares de ojos se detuvieron sobre el del cabello cobrizo.
―Habrá ido al baño ―sugirió Shion.
―No. No está en el baño. Ya lo busqué allí: está vacío. También fui al vestidor, y a las habitaciones de al lado. No está en el pasillo, ni en la estación de enfermeras. Ni con el viejo Katsaros, quien está solo en su oficina.
Shion y Dohko exhalaron frustrados, mientras Khíone y Camus se pusieron alertas.
―¡A este cabrón le gusta dar trabajo! ¡De veras que sí! ―protestó Dohko―. Debe haberse ido al otro jardín. ¡Lo voy a traer de las greñas!
―No, Dohko. Sin violencias, por favor ―solicitó Shion, apretándose el puente de la nariz―. Tranquilidad: eso es lo que todos necesitamos justo ahora.
―Se fue ―dijo Dégel, con sencillez.
Y al decirlo, sus lágrimas silentes se deslizaron por sus mejillas.
―No, bratishka. ¿Cómo va a irse? Estará por ahí. Dijo que necesitaba soledad. Vendrá en cuanto se sienta mejor.
Camus aspiró profundo. Cerró los ojos y empezó a escudriñar, lento y concienzudo, en busca del cosmos de Kardia.
―Se fue, te digo. Se llevó cosas.
Bóreas el Joven abrió los ojos de golpe y gruñó. Se mesó los cabellos de la frente, murmuró algunas maldiciones en francés que nadie alcanzó a distinguir con precisión. Fijó su mirada zafirina sobre su hermano.
―¿Qué se llevó?
―Cosas. Su talega de guijarros. Y libros. Algunos libros de los que trajiste para ambos...
―¿Qué más?
―Dejó... dejó esto.
Dégel levantó, lloroso, un cordel de piel negra, del que colgaba una turquesa montada en hilos de plata.
Apenas la mostró reventó en llanto doloroso.
»¡Se largó, se largó a saber a dónde!
Los cabellos de Camus se levantaron y una ráfaga intensa lo disgregó en todas direcciones. Dégel, que había presenciado aquella metamorfosis en su padre más de una vez, igual se impresionó de ver que su hermano la dominaba tan bien.
Khíone se apostó junto a Dégel y lo abrazó. Lo sintió pequeño e indefenso, así, trizado como estaba. Y se lamentó profundamente por no haber sido capaz de atemperar mejor su dolor. Ahora, su hermano sufría las consecuencias de su propio ex abrupto intenso e inútil.
Rebenok tenía razón, por supuesto: tendría que haber dejado que ellos caminaran a su modo y tiempo el escaso trayecto que les quedaba.
―Lo vamos a buscar, Dégel. Tranquilo ―aseguró Shion―. Pondré a todos los chicos a buscarlo.
―No. Ni siquiera te esfuerces. No vale la pena ―musitó Dégel entre los brazos de Khíone―. No vale la pena: lo conozco a la perfección.
»Cuando no quiere que lo encuentren, nadie lo encuentra. No sé cómo demonios lo hace, pero el maldito necio se desaparece como si no existiera.
―Mira nada más, ¡qué sorpresa! Igualito que Milo ―se quejó Dohko, abriendo los brazos con impotencia.
―Igual lo buscaremos. Se lo pediré a Saga y Aiolos: siempre se dieron maña para encontrar a Milo cuando era pequeño.
Khíone frunció el entrecejo y estrechó un poco más a su hermano: la frente cubierta de cabellos bermejos, pegados a la piel por el sudor, se sintió un poco distinta.
―Malysh, ¿tienes fiebre?
―No sé. No importa. Kardia se ha ido, ¿qué importa la maldita fiebre?
»Kardia se ha largado y no lo encontraremos. Se ha largado para morir solo. ¡Morirá solo! ¡Y yo también! ¡Ambos solos, por imbéciles!
Y una risa convulsa se le confundió con los sollozos dolorosos. Se soltó de su hermana y empezó a deambular, histérico y errático. Los cabellos rojos, color cobre, revolotearon un poco por efecto del viento que en su desesperación invocó con su cosmos.
»Estaremos separados. En nuestro último día. Se irá de este mundo con mi acusación y mis insultos en los oídos, en el corazón. No es justo, pero es lo que yo mismo he determinado. Yo, que he deseado vivir cada instante de mi vida junto a él, lo he apartado de mí, cuando más me necesitaba. Cuando más nos necesitábamos.
Cayó de rodillas entre la grama, que se escarchó de inmediato. Y permaneció así, no supo si mucho o poco tiempo, hasta que Khíone, impulsada por esa devoción que no podía ocultarle ni escatimarle, lo levantó de allí y lo llevó al interior de la sala, en espera del médico.
Aclaraciones
¡Hola a tod@s!
Bienvenidos a la nueva actualización de Nada sucede dos veces, esta ocasión en honor a Milo de Escorpio, que según la Taizen cumple años el día de hoy, 9 de noviembre :D
Aquí está el sujeto en cuestión XD
Dejando de lado que el camino se les acaba de complicar de nuevo a Kardia y Dégel (¡no me maten, prometo que el resultado será satisfactorio!) espero que el capítulo les haya gustado y que el papel que cumple (y cumplirá) Milo les haya parecido adecuado.
No sé si lo parezca, pero quedan ya pocos capítulos para terminar el fic. Yo estoy cerrando el último y me queda por escribir el epílogo. Ya no voy a prometerles terminarlo para pronto porque se me atraviesan cosas. Ayer, sin ir tan lejos, pasó algo muy bonito pero que promete dejarme con todavía menos tiempo del que ya dispongo. No es queja, aclaro, sino lo contrario. Estoy muy sorprendida de la cantidad de cosas que han pasado este año, y estoy segura que tendré sorpresas hasta el último minuto. Todo lo recibo agradecida, claro está.
¿Les ha gustado el modo en que se llevan Gigi y Moro? ¿El modo en que se comporta Skiá? ¿La relación que Milo está contruyendo con ellos? Habrá que ver cómo se las gastarán en el futuro.
Ahora, las aclaraciones lingüísticas. Están todas concentradas en la primera sección y la última, y muchas no están mencionadas porque ya han sido tratadas en los capítulos anteriores. Aún así, si hubiera algo que se les escapa, por favor háganmelo saber y les cuento.
1. Adelfí (αδελφή, griego contemporáneo): Hermana.
2. Adelfáki (αδελφάκι, griego contemporáreno): Hermanito.
3. Fíle mou (φίλε μου, griego contemporáneo): Amigo mío.
4. Agapití mou / Mitéra (αγαπητή μου / μητέρα, griego contemporáneo): Querida mía / Madre.
5. Skiá (Σκιά, griego contemporáneo): Sombra.
6. Agapité adelfáki (αγαπητέ αδελφάκι, griego contemporáneo): Querido hermanito.
7. Et quel est le problème ? (francés): ¿Y cuál es el problema?
8. Bien sûr que non ! (francés): ¡Seguro que no!
9. Et ça, jamais (francés): Eso, nunca.
10. Ty yego trakhal? (Ты его трахал?, ruso): ¿Te lo follaste?
11. Ty vresh' (Ты врешь, ruso): Estás mintiendo.
12. Bratishka, moi yaytsa! (Братишка, мои яйца!, ruso): ¡Hermanito, mi pelotas!
Ya sé que es evidente que me encanta la poesía: este fic en particular está plagado de ella. Pero aunque parezca que está aquí por capricho, no es así. En el Renacimiento era común que los soldados fueran también poetas, y mi Kardia definitivamente lo es. Entonces, en esa tesitura, sobre los poemas y la música de este capítulo, tengo la siguiente información:
* Los dos poemas que lee Kardia al principio de su noche de hospital con Dégel son versión de Luis Arturo Guichard, y son ambos muestras de la poesía griega antigua.
** "Amor a primera vista", un poema bellísimo de Wislawa Szymborska (como absolutamente todos sus poemas). Versión de Gerardo Beltrán.
*** "Una del montón", otro poema de Wislawa; una parte de este mismo poema es el epígrafe de este capítulo.
La canción que Kardia tiene como despertador en su celular (bueno, la puso Milo, pero ya me entienden) es "Believer", de Imagine Dragons. En casa los escuchamos mucho y nos parece que Kardia sería sin dificultad fan de ellos.
La cancioncita que se escucha en casa de Moro es "Bumblebee", de ABBA, en el álbum Voyage.
Por otro lado, están los platillos.
Las teganitai, que son el antojo que se cumple Gigi en el comedor de Moro, eran tortitas que en la antigua Grecia se preparaban para el desayuno, según me he informado. Se comían bañadas en miel. Bueno, según Skiá, nadando en miel.
En el caso de Kardia y Dégel, los platillos que Shion les ordena son los siguientes: kalathaki, que es un queso tradicional griego elaborado con leche de oveja. La marathopita es un pie de espinacas, que al menos en fotografía luces delicioso.
Los dulces rusos que Khíone lleva para Dégel son zefir, que es muy parecido a los malvaviscos, pero preparado con frutas y turrón; y las syrnikis, que son tortitas, parecidas a las teganitai mencionadas antes por Milo y Gaia.
Scholiastís, que es el nombre que Skiá designa para Milo, significa glosista o comentarista. Antiguamente, el scholiastís (término relacionado con nuestra palabra "escolar") era la persona que hacía las glosas o aclaraciones al margen de las páginas, en los libros. En la Edad Media, los copistas hacían glosas que a veces eran más importantes que el texto mismo.
Y pues eso es lo que hace Milo: abrir glosas en el Libro de Moro.
La imagen de la portada que nos trae a Dégel pelirrojo (!!!!!) es de mandydarklord. No le he pedido permiso para reproducirla, pero es tan bella, que debe lucirse. Felicidades por a la artista por sus haceres y talentos.
Ya está. Perdónenme por la fárraga de tonterías. Feliz cumpleaños a Milo, cuyas aventuras son interminables y nos traen tanto placer y esparcimiento. Deseo que tod@s estén pasando un día bello acompañado de sus seres amados.
Como siempre, agradezco su amable acompañamiento: su tiempo de lectura, comentarios, sugerencias, estrellitas y amor. El amor tiene vuelta y espero que l@s alcance ahí donde sea que estén.
Hasta pronto.
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