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14. Día 2: Sin rutina moriremos




La vida en la tierra sale bastante barata.

Por los sueños, por ejemplo, no se paga ni un céntimo.

Por las ilusiones, sólo cuando se pierden.

Por poseer un cuerpo, se paga con el cuerpo.

Y por si eso fuera poco,

giras sin billete en un carrusel de planetas

y junto a éste, de gorra, en un torbellino de galaxias,

en unos tiempos tan vertiginosos

que nada aquí en la Tierra llega ni siquiera a moverse.

Porque mira bien:

la mesa está donde estaba,

en la mesa una carta, colocada como estaba,

a través de la ventana un soplo solamente de aire,

y en las paredes ninguna terrorífica fisura

por la que el viento se te lleve a ninguna parte.

("Aquí", Wislawa Szymborska)




Jember ―Milo― tenía apenas diez minutos en el taller.

Chopper le había sonreído en cuanto lo vio en el quicio de la puerta y le señaló una vieja motocicleta, bastante venida a menos. Milo ―Jember― se acercó al vehículo, lo miró por todos lados, lo tomó del manillar y le dedicó una larga caricia que recorrió el asiento, como para comprobar si era o no cómodo.

Luego probó la flexibilidad del pedal de arranque. Lo sintió un poco rígido y empezó a revisarlo, parsimonioso.

―¿De quién es esta moto? ―preguntó al aire, sin dirigir la vista al hombretón que a su vez trabajaba en otro aparato.

―De nadie. La encontré en el deshuesadero y me dio lástima. Me la traje, a ver qué se puede hacer por ella. Será tu proyecto mientras estés aquí.

―¿Pretendes que me quede mucho tiempo?

―Te quedarás lo que tengas que quedarte. Y mientras tanto, tienes trabajo para distraerte. Disfrútalo.

Milo observó, ceñudo, a su padre. Luego redirigió su mirada al aparato que le había sido asignado.

―Es bonita.

―¿Tú crees?

―Sí. Sólo está un poco descuidada. Pero es hermosa. O lo será una vez que esté en forma.

―Pues ya está. Empieza a desbrozarla: quítale la fealdad de encima y ponla a punto.

Milo se dirigió hacia el depósito de herramientas del local. Empezó por buscar un trapo para limpiar la moto. Y aceite, a ver si con eso bastaba para hacer más flexible el pedal.

Apenas estaba limpiando el pedal cuando ambos, Chopper y Milo ―Jember―, escucharon un batir furioso de alas.

El enorme cuervo de lustrosas plumas negroazuladas empezó a graznar.

―¡Adentro, adentro! ¡Solecito tonto, tonto! ¡Adentro, que te miran!

Fue cosa de medio segundo para que Milo se enfureciera y dedicara al ave una mirada asesina.

―¿Adentro por qué? ¿Me mira quién, además de papá y tú, remedo de pajarraco?

―¡Ingrato, ingrato! ¡Tus hijos son patanes, patanes! ¡Adentro, que te miran, te miran!

―No me quiero ir ―siseó Milo, cabreado―. Aquí estoy muy bien y a gusto.

―¡Corazoncito está cerca, cerca! ¡Vete ahora, tonto, zoquete! ¡Solecito tonto, vete ahora, ahora!

―Entra a la casa, mi niño Sol ―dijo Chopper poniéndose de pie―. El ingeniero te viene a hacer una advertencia en buena ley. Cuando sea seguro que salgas, yo te lo diré.

―He dicho que no me voy y no me voy. Por mí que reviente tu dichoso ingeniero del mal.

El cuervo croscitó con fuerza y se cernió sobre el rubio, como si se tratase de un ave a punto de elegir el camino de la violencia en una película clásica de suspenso.

Un amasijo de alas y plumas revoloteó sobre la cabeza de Milo y alborotó, enredó y jaloneó sus cabellos. El rubio levantó las manos con la intención de arrancarse a su atacante de encima, pero éste se movió de sitio.

Para cuando Milo acordó, tenía las garras del cuervo bien prendidas del cinturón y al ave picoteando, furiosa, los bolsillos del pantalón.

Metió el pico con rapidez en un bolsillo y levantó el vuelo una vez que tuvo su botín bien aferrado con el pico. Se posó en un cajón, cerca del dintel de la puerta que daba acceso a la vivienda.

Milo enrojeció de ira cuando reconoció su rarísima moneda de plata, la misma con la que Krishna le pagó la compostura de la moto de Misty, en posesión enemiga.

»¿Cómo te atreves, animal endemoniado? ¡Regrésame eso!

El ingeniero dichoso voló hacia el interior de la casa y el joven rubio, olvidando cualquier ápice de dignidad que le quedara ―si es que, con los pelos aún parados, podía quedarle algo―, lo siguió acuciado por una rabia que no recordaba de su pasado reciente.

Chopper suspiró y negó con la cabeza, hastiado. Continuó trabajando en su máquina en turno mientras escuchaba a su muchacho vociferar contra la calandria bonita, como él llamaba a su amigo emplumado.

El ruido de la loza cayendo y quebrándose le hizo saber que su Solecito tendría que limpiar algunos estropicios.

Sin embargo, el estruendo glorioso de un motor acercándose opacó el de la trifulca doméstica en desarrollo.

El enorme mecánico sonrió al contemplar a sus visitantes.

―La adoro. ¿Cuándo me dejas manejarla?

―Cuando hagas suficientes méritos.

Kanon de Dragón Marino ―o de Géminis, según la circunstancia lo requiriese― desmontó del asiento de la preciosa motocicleta de Rhys Wybert ―o Rhadamanthys de Wyvern, según fuera el talante del mencionado.

―No jodas, Rhys. Nunca te alcanzaré la cuota de méritos después de haberte despachado hace cinco años.

―Bueno, pues si en serio piensas eso, no te la soltaré nunca, Dragón idiota.

―Hola, hola, muchachos. ¿Qué cosa tan bonita traen allí, eh?

Kanon se acercó todo sonrisas al hombretón y lo saludó con un fuerte apretón de manos. El mecánico, por su parte, envolvió al gemelo menor en un fuerte abrazo de oso que dejó sin aire a su víctima por un momento.

Rhys se sonrió torcido al notar el predicamento de su compañero.

»¡Ah, Kanoncito guapo! ¡Qué gusto me da verte, pequeño desgraciado! ¿Cómo está tu hermano, eh? ¿Ya lo dejaste calvo a base de corajes?

―¡Qué se va a quedar calvo ese! ¡Y no lo subestimes, que él también me causa disgustos!

Chopper pintó una sonrisa ancha en su rostro barbado, misma que hizo pensar a Rhadamanthys en que no le gustaría encontrarse con ese fulano en un callejón oscuro. Kanon, como pudo, se deshizo del abrazo que lo retenía.

»Mira, Chopper. Te presento a Rhad... a Rhys. Mi pareja.

―Buen día, señor ―saludó el mencionado acompañado de una breve cabezada―. El zoquete ese que se le acaba de escurrir de entre los brazos me ha hablado mucho de usted.

―¡Oye, no me zoquetees!

―Hola, muchacho. Que bonita máquina traes allí, ¿eh? ¿Qué le pasa?

―A mi parecer, no le sucede nada. Pero Kanon insiste en que se la traiga a revisión. Pensamos salir a campear con ella por un tiempo, así que supongo que no está de más que le dé una mirada.

Chopper se paró delante del vehículo y soltó un silbido de admiración.

―Softail Springer 99. ¿A que sí?

―Sí señor, esa misma.

―Es una preciosidad, de veras que sí. Se ve que la cuidas.

―Sí. Confieso que al principio la compré por capricho. Pero resulta tan bonita y eficiente que me encariñé con ella. Y sinceramente, sólo la he llevado con mecánicos genéricos, no con alguien especializado. ¿Cree que podamos dejársela para que usted la valore?

―Sí, sí, niño; por supuesto. Mi muchacho y yo le haremos una inspección profunda, y si tiene algún mal, la curaremos. Por ningún motivo permitiría que Kanoncito y su gente amada sufra un mal por andar en una máquina estropeada.

―¿Tu muchacho? ―preguntó Kanon, extrañado.

―Sí. Tengo un aprendiz temporal, muy talentoso. Lástima que se irá pronto, pero es lo que hay. El chico tiene otro camino. Igual disfrutaré su compañía mientras esté conmigo.

―¿Y dónde está? Es tan raro que tengas un ayudante que quiero ser testigo de eso: nadie me va a creer cuando lo cuente.

―Acaba de entrar a la casa. Ahora mismo lo lla...

―¡No puede ser que el mundo sea tan pequeño y la suerte tan traicionera! ¿Cómo que nos encontramos contigo, rufián endemoniado, el día que finalmente podemos salir a vagabundear?

Chopper frunció el ceño y ladeó la cabeza, con un gesto de incomprensión en el rostro. Se rascó detrás de la oreja, como signo de que procesaba lo que veía y escuchaba.

Kardia y Dégel permanecían de pie a unos metros del taller, próximos a Rhadamanthys. Lo devoraban con miradas furiosas, mientras ellos, a su vez, eran calcinados por la intensidad desprendida de los ojos verdes de Kanon.

―¡Ah, no, par de cabrones! ¡Se me mantienen lejos de mi Wyvern o les arranco la piel a tarascadas! ―gruñó el menor de los Géminis mientras se apostaba a un lado del Juez y le tomaba la mano posesivamente―. Se me van perdiendo por ahí, ¡a menos que quieran terminar embarrados en las paredes!

―¿Tú me vas a joder a mí, pedazo de animal? ¿Tú y qué ejército? ―contraatacó Kardia, furibundo.

Dégel, con la cara contraída de disgusto, miraba sin embargo asombrado a Kanon.

Se parecía a...

―Kardia, mejor te calmas. El caballero aquí presente forma parte del ejército de la Pequeñita. ¿No lo sientes?

―¡Sí, sí lo siento! ¡Y también siento el estómago revuelto de ver a este menguado delante de nosotros después de...!

―Buen día, Kardia, Dégel ―pronunció Rhadamanthys con absoluta tranquilidad mientras hacía una grácil inclinación de cabeza―. Me da gusto verlos de pie y con buen talante. ¿Hay algo en lo que podamos ayudarlos?

Cuatro pares de ojos, con distintas expresiones, se posaron sobre la figura del hombre rubio. Éste, armado de una serenidad total, concentraba una mirada libre de tensión y agresividad en las figuras airadas de los arcontes veteranos de Escorpio y Acuario.

Quienes, por cierto, se quedaron clavados en su sitio, desconcertados, desarmados con las buenas maneras del otro.

Kardia se rascó la cabeza.

―No me quieras engatusar, mentecato. ¿A qué viene tanta amabilidad? ¡No me he olvidado de la Atlántida!

―Lo sé y lo lamento. Bien quisiera que pudieran olvidarse de eso, porque yo no lo tengo sino como un recuerdo residual. Como si fuera un sueño. Y Kanon, aquí presente, no sabe de qué carajo hablan.

»Lo cierto es que yo no lo he vivido. No en esta existencia. Y la guerra ha quedado tan atrás, que considero un dispendio de energía guardar un resentimiento que no me sale del corazón. Así pues, ¿en qué puedo ayudarlos?

―Me ayudas yéndote al infierno ―siseó Kardia.

Kanon apretó los dientes enrabietado y dio un paso en dirección a la pareja beligerante. Rhys tomó suavemente de un hombro a su pareja.

―Lo siento, pero con eso no te puedo ayudar. Pienso quedarme al menos el tiempo que Kanon decida permanecer aquí, y bien que mal, en Santuario me retiene una misión oficial asignada por mi Señor.

»Sin embargo, puedo ayudarte guiándote por Rodorio. Guiándolos a ambos, por supuesto. Kanon y yo iremos a comer con nuestros familiares en el Theseus. ¿Nos acompañan?

―¿Qué, qué? ¡Fíjate que no, Milord! ¡Yo no pienso compartir la mesa con el idiota que...!

―Yo sí pienso compartirla con ellos ―declaró Rhys con simpleza―. Conservan una imagen espantosa de mí. Una que no corresponde conmigo en la actualidad. Y considero que es mi responsabilidad borrarla.

»Así que, mientras que Chopper nos hace el favor de dar una revisión exploratoria a mi moto, bien podemos ir los cuatro a beber un poco de retsina. ¿Les viene bien el plan?



―Yo digo que esperemos a que lleguen.

―¿Para qué? Los dos son fáciles: a Rhadamanthys le pedimos whisky; a Kanon, cerveza.

―Saga...

―¡Oh, bueno! ¿Te he reclamado algo porque le has ordenado a tu hermano y la aguilita?

―No les he ordenado nada...

―Pues qué mal hecho. Seguro les gustaría llegar y que ya haya una bebida esperándolos.

―Lo que les gusta a ambos es hacerse cargo de lo que desean comer y beber. Además, no sé si quieren beber alcohol.

―¿Bromeas? ¿En qué universo paralelo se rehusará Aiolia a beber una cerveza?

―No lo sé. Lo que sí sé es que a él le gustaría pedir lo que Marín desee beber: no perderá una sola ocasión de complacerla. Así que estate quieto.

Phaidros, el patrón del Theseus, se acercó a la mesa que ocupaba la pareja y dejó delante de cada uno un buen vaso de retsina. Además, les puso un plato de spanakópitas y un pequeño bowl con queso y aceitunas para que picaran. Ambos le agradecieron el servicio y se cebaron en los alimentos. * 

Marín, de la mano de Aiolia, entró en el local y se acercó a ellos con una sonrisa de oreja a oreja.

―¡Ah, ya estamos comiendo! ¡Qué bien! ¿Qué ordenaron?

―Spanakópitas. ¿Quieres?

―No, no, buen provecho. Ahora mismo ordenaremos.

―¿Qué se te antoja, Marín? ―preguntó Aiolia, solícito.

―Moussaka, por favor. Y Choriatiki. Tú elígeme la bebida.

―De acuerdo. También vendrán Kanon y Rhadamanthys, ¿verdad? Pediré a Phaidros que nos traiga mezes para todos y que cada quien se sirva lo que quiera. Ya regreso. **

Aiolia se dirigió a la barra y empezó a realizar su orden al patrón. Marín, sentada plácidamente, se acomodaba el cabello y colgaba su bolso de lona del respaldo de su silla.

―¿Ya ves que Aiolia sí pedirá mezes para todos? Y tú que no querías ordenarles nada ―reprochó entre sonrisas Saga a Aiolos.

―Está pidiendo algo genérico para que hagamos el tonto mientras ordenamos lo que queremos. Y ya ves, Marín ordenó cosas específicas. Habría sido de mal gusto asumir que sabemos lo que le gusta comer.

―Eso me encanta de ti, Aiolos: que no te permites suponer lo que quienes te rodeamos queremos. Y también me gusta mucho que Saga se esfuerce en hacernos sentir cómodos a todos.

―Nos dejas donde mismo, aguilita ―se carcajeó Saga mientras estrechaba, afectuoso, una mano de Aiolos―. Quedas bien con dios y con el diablo.

―Con el diablo, que ni ustedes ni nosotros tenemos nada de divino. Pero son dos diablillos encantadores, no se preocupen. Y siempre procuraré tenerlos de nuestro lado. Además, los necesitamos un montón.

―Ya no sé qué pensar con eso de lo divino, ¿sabes? ―dijo Aiolos, reflexivo―. Luego de las cosas que hemos experimentado, y más en los últimos tiempos, tendríamos que plantearnos con seriedad nuestra conexión con los dioses. De alguna manera nos protegen y nos consideran suyos.

―No te lo discuto. Pero yo me refiero más a nuestros modos que a nuestra naturaleza más simple. En eso, somos humanos e imperfectos. Y si me permites decirlo, creo que así estamos bien.

Aiolia se acercó. Llevaba un vaso con ouzo para sí mismo y dejó frente a Marín otro con sangría que recibió con una sonrisa.

―¿Todo salió bien con tus trámites? ―preguntó Leo a su hermano.

―Sí, todo ha salido sin contratiempos. El profesor Theocharis me inscribió al posgrado.

―No jodas. ¿Y ese era tu plan?

―Pues no lo había verbalizado en los últimos tiempos, pero sí. Es sólo que el profesor lo tenía más claro que yo.

―Será su esclavo de aquí en adelante ―intervino Saga, jocoso.

―Su asistente, Saga. Su asistente.

―Es lo mismo ―conjeturó Aiolia, sonriente―, pero como te encanta el dichoso claustro de profesores, supongo que serás feliz en tu esclavitud.

―Esa ha sido siempre la vocación de Aiolos: enseñar. Así que será feliz si está involucrado en ello, no lo molesten ―reflexionó Marín mientras bebía un poco de sangría.

Un coro de voces que discutían en el exterior de Theseus los hizo guardar silencio por un momento. Entre ellas, reconocieron la de Kanon.

―¿Con quién estará trenzado este idiota? ―preguntó Saga al aire―. Igual y Rhadamanthys ya se enteró de que embarazó a una incauta y me lo está matando ahora mismo.

―¿Que Kanon hizo qué? ―preguntaron Aiolos y Aiolia al mismo tiempo, mientras Marín pintaba una franca consternación en su rostro.

Saga se quedó congelado en la acción de levantar su vaso de retsina para llevárselo a los labios: tenía tres miradas con distinto grado de sorpresa fijas sobre él.

―Ahm... bueno, es un decir. La verdad es que no sé si embarazó a alguien. Pero como me dijo que me tenía noticias y con ese bobo las noticias son calamidades, pues...

―¡Saga, eres un idiota! ―lo regañó Marín de mal talante―. ¿Cómo se te ocurre decir así, nada más, algo tan serio acerca de tu hermano?

―Es que así se llevan ―explicó Aiolia, tratando de tranquilizar a Marín―. Ya sé que no te gusta que haya bromas pesadas entre hermanos, pero...

―¡Si esto no es una broma pesada! ¡Está diciendo que Kanon es capaz de darle esquinazo a Rhys! ¡Está asumiendo una mala conducta de su hermano!

―Es que... es muy calamitoso. Aunque supongo que no me viene bien hablar de calamidades, ya que me lo pienso.

En la entrada del Theseus se perfiló la figura de Rhadamanthys, cuya expresión aparecía alegre y mortificada, a partes iguales. Llevaba a rastras a Kanon, quien no dejaba de discutir con otro tipo que, luego de unos segundos, se dejó ver por fin.

Los cuatro comensales abrieron tamaños ojos.

―¡Carajo! ¿Qué no son esos los ex difuntos?

―Me parecen demasiado saludables. Pero deben ser. Kyría y sus familiares metieron las manos por ellos ―musitó Saga, pensativo.

Los cuatro ―Kanon y Rhadamanthys, Kardia y Dégel― se acercaron con distintos matices emocionales en las caras. Rhadamanthys y Dégel parecían un tanto hastiados, mientras Kanon y Kardia se mostraban fúricos.

―Pues si no querían venir ―ladró Kanon con saña―, no hubieran aceptado la invitación, estúpidos.

―¡Yo no la acepté! ¡Pero Dégel dice que es de cobardes eludir los asuntos pendientes! ¡Y yo no soy cobarde!

―No, Kardia, no eres cobarde ―pronunció, cansino, el mentado Dégel―, pero sí te estás comportando como un tarado. Ya cállate, aceptamos venir y estás dejando una impresión horrorosa en...

―¿En quién, por todos los Dioses? ¿En nuestro enemigo idiota?

―No soy su enemigo y tampoco idiota. Aunque... creo que Saga me considera idiota por ser pareja de su hermano.

―No, no; en absoluto. Para mí eres un héroe por torear al cabrón de Kanon. Tengo pendiente organizarte una fiesta por tremendo despliegue de valor.

―¡Oye! ―rezongó Kanon, furioso.

―Señores ―intervino Phaidros desde la barra―, si tienen algún problema, resuélvanlo afuera, por favor, que molestan a la señorita ―dijo señalando a Marín.

―La verdad es que no me molestan, pero están haciendo el ridículo. Por favor siéntense y sean bienvenidos todos. Si después de comer aún tienen ganas de matarse, los acompañaremos al Coliseo y los animaremos a que se den con todo.

―A mí me parece un buen trato ―dijo Rhadamanthys tomando asiento frente a Aiolos―. Por favor, chicos, siéntense y los presentamos.

―¿Para qué? Todos en Santuario sabemos quiénes son ―masculló Kanon.

―Sí, Dragón zoquete, pero ellos no saben quiénes son los demás ―declaró llanamente el Wyvern.

―Hola ―dijo Marín tendiendo una mano a Dégel―. Soy Marín, Santa de Aquilae. Y estos son Aiolia de Leo, Aiolos de Sagitario y Saga de Géminis. Y puesto que vienen acompañando a Kanon y Rhadamanhys, me supongo que a ellos ya los conocen bien.

―A este menguado lo conozco a la perfección: por su culpa se malogró el asunto de la Atlántida ―siseó Kardia con rencor mientras Rhadamanthys suspiraba, resignado―, al otro zoquete recién lo conocimos hace cinco minutos.

―Kardia... ―llamó Dégel a la mesura.

―¿Se conocieron hace cinco minutos ―inquirió Aiolos―. ¿En dónde? ¿No venían juntos de Santuario?

―¡Qué va a ser! ¡Nos los topamos en el taller de Chopper!

―¿Es cierto que tienes una Harley, cuñado? ―intervino Saga, sonriente.

Que Saga se refiriera a Rhadamanthys como cuñado sacó de balance a Kardia y Dégel, quienes guardaron un profundo silencio que el resto de sus acompañantes juzgó prudente respetar. Al cabo de unos momentos, el taheño y el moreno intercambiaron miradas profundas, de mutuo entendimiento.

―¿En verdad son familia? ―cuestionó Kardia, cauteloso.

―Sí, Kardia. Lo somos ―aclaró Saga con naturalidad―. Y supongo que ya te lo aclararon, pero si te quedan dudas, este Rhadamanthys no es tu Rhadamanthys.

―Es idéntico ―dejó caer Dégel―. O casi. Tú ―titubeó un poco dirigiéndose al objeto de su prevención―, no sé cómo expresarlo. Eres idéntico y al mismo tiempo no. Pareces más... pacífico.

―No estoy en guerra. No tengo por qué ser agresivo ―declaró el Wyvern―. Las hostilidades terminaron hace cinco años. Y si bien nunca contemplé la posibilidad de codearme con sus hermanos de orden, eso fue justo lo que terminó sucediendo.

―No te "codeas" con sus hermanos de orden ―se carcajeó Aiolia―. Te revuelcas con el cabrón que te mató hace cinco años ―concluyó señalando a un malencarado Kanon.

Kardia y Dégel abrieron tanto los ojos y la boca que dieron la impresión de ser peces apartados del agua. Además, fijaron una mirada incrédula sobre los dos implicados en aquella afirmación que el muchacho de los cabellos de miel había soltado entre risas alegres.

―¿Qué remedio? ―musitó Rhadamanthys como respuesta a Leo―. A algunas personas nos gusta la mala vida.

―¡Oye, Wyvern! ¿Qué mala vida te doy? ¡Si me tienes pegado a tus...!

―¡Por favor, no, hermanito! ¡Yo no quiero saber en dónde te le pegas!

―Bien que nos lo imaginamos ―comentó Aiolos entre risas coreadas por Aiolia―. Si tiene más o menos tus hábitos, doy fe de...

―¡Cállate, nerd! ¡Aquí a nadie le interesan nuestras intimidades!

―A mí, sí ―asentó Kardia con llaneza, ante la estupefacción de Dégel y el resto de la concurrencia―. En nuestra vida regular, esta convivencia que llevan, en todos los sentidos, habría sido imposible.

»Necesito... entender. Para empezar: ¿cómo que este... patán ―señaló a Kanon― mató a este... menguado ―volteó hacia un Rhadamanthys que lo miraba tranquilo―, y ahora están ayuntados? ¿Cómo es eso posible? Si es... es... ¡una barbaridad! ¡Una salvajada!

»Quiero decir, ¡este cabrón nos la hizo difícil mientras estuvimos en guerra y no encuentro el modo de perdonarlo! ¡Y tú! ―señaló frenético al gemelo menor, que lo miró reticente―. ¿Tú lo mataste? ¿En serio? Y ahora... ¿ahora te lo... te lo...? ¡Te lo follas!

―¡Kardia! ―llamó Dégel, escandalizado.

―¡No, no, no! ¡Necesito entender, en serio que sí! Se hicieron daño mutuamente y ahora, ¿han tomado estado? ¿En serio?

»Aun si en nuestro Santuario hubiéramos alcanzado la paz, no me parece que la coexistencia fuera posible. ¡Y menos de esta naturaleza! ¿Qué les pasa? ¿Qué tienen en la cabeza?

―Pues eso te lo concedo ―concluyó Dégel―. Incluso con el hecho de la paz a la vista, no me explico que, para empezar, ustedes dos ―señaló a los dos dragones― estén juntos. Y que todos ustedes sean tan buenos amigos de quien fue un enemigo acérrimo y cruel.

Todos guardaron un silencio contemplativo. Kanon, además, se rascó la cabeza. Su expresión de recelo se diluyó y en su lugar, apareció la curiosidad.

―Ustedes... no saben lo que pasó con Camus, ¿verdad?

―No tienen por qué saberlo, Kanon ―aclaró Rhadamanthys, juicioso―. Acaban de despertar en circunstancias totalmente ajenas a ellos. Dégel ni siquiera se imaginaba que tendría un hermano.

―Ya lo sé ―aseveró con algo de impaciencia el del cabello cenizo―. Pero están preguntando cómo es que tú y yo terminamos juntos, y la verdad es que sin el asunto de Camus de por medio, yo no habría ido a buscarte. Y no habríamos terminado en donde estamos ahora.

―¿Qué tiene qué ver Camus con que estén relacionados de un modo o de otro con Rhadamanthys? ―quiso indagar el taheño.

El Wyvern exhaló un suspiro compungido, al igual que el resto del grupo.

―Tu hermano tuvo una experiencia muy nefasta en su infancia y digamos que las consecuencias lo han ido persiguiendo a lo largo de su vida. Ahora yo... En realidad, mis hermanos y yo, incluso mi Señor, estamos involucrados en ayudarlo a solucionar ese problema.

»Si así lo desean, les contaremos lo sucedido; en el Santuario, el asunto es del dominio público. Pero les advierto que no será agradable.

―Bebamos primero ―propuso Aiolia―. Pensar en lo que Camus ha experimentado por culpa de ese monstruo, y en las consecuencias que se han extendido a Milo y todos nosotros, siempre me altera los ánimos. Si vamos a hablar de ello, quiero anestesiarme con alcohol.

―De acuerdo ―aceptó Kanon―. Pediré a Phaidros cerveza para ocho.

―Para mí no, gracias. Yo no puedo beber alcohol.

Todos, incluso los dos agregados al grupo, miraron a Marín con distintos matices de curiosidad. Excepto Aiolia, que le dedicó una sonrisa espléndida para abrazarla cómplice por los hombros delicados.

―¡No! ―exclamó Saga―. ¡No me vas a contar esa novedad, Marín!

―¡Que sí! ¡Que mi hermanito nos hará tíos a todos en el Santuario! ―soltó Aiolos alegre como cascabel y arrojándose a los brazos de Aiolia, a quien llenó de besos cariñosos en las mejillas.

»¡Bendita seas, nena, que le aguantas el temperamento a este patán que hasta hijos le vas a dar! ―continuó sus muestras de amor con la pelirroja, que lo abrazó pletórica―. ¡Me alegro tanto por ambos!

―Sí, chicos, felicidades ―declaró el Wyvern levantándose y otorgando un caluroso apretón de manos a Aiolia, para luego tomar la mano de Marín y ofrendarle un dulce beso―. Serán padres magníficos.

―Caray, Marín. ¡Qué noticia más bonita! ¡No veo el momento de avisar a la Orden entera que seremos tíos! ¡Y Shion y Dohko serán abuelos de nuevo!

»Y ya que estamos en periodo de buenas nuevas, entonces deben ser los primeros en saber que Rhys y yo nos quedaremos oficialmente juntos.

―¿Harán un contrato de convivencia? ―preguntó Saga―. Tal vez eso es lo que deberíamos hacer Aiolos y yo.

―No haremos eso, a menos que Kanon lo quiera así.

―¿Entonces?

―Mi Dragón quiere que su Diosa nos bendiga públicamente. Y si eso ha de ser, entonces yo quiero lo mismo, pero de parte de Kore, mi Señora.

―Eso es una boda en toda la regla ―dijo Marín, risueña―. Quiero ver eso: de muchas maneras, implica la unión de los tres ejércitos.

―No es para tanto ―declaró Kanon, intimidado de golpe.

―Pues sí ―contradijo Rhadamanthys―. Tú eres al mismo tiempo parte de la Orden Dorada de Athena y de la Marina de Poseidón. Y yo soy parte del ejército de Hades. Entonces, Marín tiene razón. Mejor piensa en ello y tómatelo en serio. Nuestra unión va a terminar en Tratado de Paz.

―Pues ambas son noticias muy buenas ―declaró Saga, todo algarabía―. Tanto, que empezaremos la borrachera, digo, la celebración, ahora mismo.

»Celebraremos todavía más, porque yo estaba seguro de que Kanon me daría un susto de muerte.

―No me jodas, hermanito. ¿Qué clase de susto esperabas de mí?

―Creyó que habías embarazado a alguien ―respondió Marín, risueña.

―Carajo, Saga. ¿Por qué te piensas siempre cosas tan macabras de mí? Ni voy a ir de idiota a embarazar a una chica ni voy a pasarle por encima a Rhys. ¡Eres un zoquete!

―Pues si lo que quieres son hijos, no tengo problema con que embaraces a alguien ―meditó el joven rubio en voz alta y tuvo, con ello, todas las miradas sobre sí―. Pero tenemos que hablarlo largo y tendido. Y quiero tener voz y voto en la elección de la madre.

―¡¿Qué?! ¿Piensas follártela tú también?

―Pues... me parecería lógico que si tuviéramos la intención de traer hijos al mundo, sean de ambos. Y como es evidente que no estamos habilitados para embarazarnos uno al otro... Anda, haz la suma que es sencilla. Las condiciones son inoperantes.

»Y me parece interesante que hables de follarte a una mujer cuando existe la inseminación artificial, Dragón zoquete.

Kanon se quedó pensativo un momento, con expresión de haber sido atrapado en la travesura. Le sonrió torcido a su pareja mientras le tomaba la mano.

―Mira, tal vez sea una experiencia interesante que tengamos un trío con una chica que quiera hacernos el favor de concebir a nuestros niños.

―¿Van a ayuntarse con la misma mujer? ―inquirió, preocupado, Dégel―. ¿En serio son capaces de... tolerarse eso mutuamente?

―Ustedes son... son... unos libertinos ―concluyó Kardia, confuso.

Kanon y Rhadamanthys se encogieron de hombros ante la incomprensión expresada por los dos... invitados. Rhys, además, le dirigió una sonrisa torcida a Kanon, mientras se rascaba el mentón en un gesto apreciativo.

―Si nosotros somos unos libertinos, ustedes son unos escrupulosos de miedo ―se carcajeó Kanon.

―No sé ―intervino Rhys con una sonrisa leve en los labios― si yo sería capaz de una aventura así, contigo o con alguien más, Kanon. Deberíamos hablarlo, ya te lo dije.

―Cuando lleguen a sus conclusiones retorcidas, nos lo notifican, par de cabrones.

»Mientras se lo piensan, cerveza para todos, menos para Marín. ¿Qué quieren ordenar ustedes dos, chicos? ―preguntó Saga alegre a los visitantes añadidos.

―Lo que ustedes beban estará bien ―respondió Dégel, juicioso―. Aunque sólo los acompañaremos un poco. No creo que en el lugar a donde Kardia quiere ir nos dejen entrar ebrios.

―¿A dónde se dirigen? ―preguntó Marín, solícita.

―Kardia quiere ir al cine. Ayer se nos despegó un rato a nuestros hermanos y a mí y lo conoció por su cuenta. Ahora quiere mostrármelo.

―¡Ah, qué buena idea! ―se entusiasmó Kanon olvidando la mala actitud por un momento―. ¡Te gustará un montón, Degel! Pero aún es un poco temprano para que haya función. Las películas buenas las proyectan a partir de las seis.

―¿Qué no hay ciclo especial en el Centro Comunitario que abrió Saori? ―preguntó Marín, interesada―. Y es permanente, desde la mañana hasta la noche. ***

―Sí. Cine de culto ―contestó Aiolia―. Deberíamos ir todos.

―Claro, hagamos el bulto a Kardia y Dégel. ¿Qué problema puede haber en ello? ―soltó Rhys negando con la cabeza.

―¿Qué están dando? ―preguntó Marín sin prestar atención al Wyvern, quien resopló divertido.

Aiolia sacó el teléfono y se puso a consultar algo en una aplicación.

―Pura joya. En estos momentos están dando Rebecca. Y en un rato más, Los pájaros. Y luego, 300. Y luego...

¿Los pájaros? ¿300? ¿Qué cosa es eso? ―preguntó Dégel, intrigado.

―Películas, claro está. ¿Quieren verlas?

―¿De qué se tratan? ―preguntó Kardia―. La que vi ayer era interesante. Una historia de vikingos.

―Ya. Northman. No está mal ―dijo Rhadamanthys―. Las que menciona Aiolia tratan sobre pájaros malvados y las Termópilas.

―¿Pájaros malvados? ¡Qué absurdo! ―asentó Dégel, con desdén.

―Mira, Dégel... Yo puedo hablarte de pájaros malvados ―masculló Kardia de mal humor―. Y si hay espartanos de por medio, me interesa sin lugar a dudas.

»Entonces, ¿nos dicen a dónde ir?

―Los acompañaremos ―asentó Kanon, permitiendo que una sonrisa torcida se le dibujara en el rostro―. Será divertido hacerlos rabiar.

―Ya que esa es tu intención, no te lo haremos fácil ―concluyó Dégel, todo estoicismo.

―Pues no sé. En la media hora que llevo tratándolos, ya vi que tienen la mecha bien corta. Y tú, aunque seas hijo de los hielos, tienes todavía menos paciencia que tu amigo aguijones rápidos.

―Mejor deja de provocarlo ―advirtió Kardia, con un tono de voz más ligero―, porque no te imaginas lo severo que puede llegar a ser.

―No será más que Camus.

―A Camus no lo conozco. A Dégel, sí. Ya te advertí en buena ley: tú sabrás lo que haces.

―Ahora tengo más curiosidad: me esforzaré en hacerlos perder los papeles.

―Kanon... ―advirtió Rhadamanthys.

―Ash. Aburrido tú también. Por algo piensas en la inseminación artificial.

―Ahora que lo mencionas de nuevo, ¿qué cosa es eso? ―preguntó Kardia, con candorosa curiosidad secundada por la expresión de Dégel.

―Anda, ¿pues cómo te lo explico? ―replicó malicioso el gemelo menor―. Déjame buscar papel y lápiz, y te hago un par de dibujitos para que me entiendas mejor...



Cuando salieron del Theseus con rumbo al Centro Comunitario de Rodorio, se acercaban apenas a las tres de la tarde.

Comieron y bebieron copiosamente y, a pesar de que Kardia y Dégel deseaban aferrarse con uñas y dientes de su encono añejo por Rhadamanthys, verlo conversar con tanta naturalidad con los demás comensales, probar el trato suave que dispensaba a Marín, la facilidad con que le paraba los pies a Kanon y la cordialidad que les dedicaba a ellos, les hizo bajar, si no las defensas, sí las revoluciones.

Fue él quien moderó el tono de Kanon cuando empezó a explicarles qué era la inseminación artificial. También el que precisó los hechos en los dichosos dibujitos prometidos por el gemelo menor cuando éste empezó a divagar y subir de tono los garabatos.

Sin contar que la tarde de cine había resultado... alucinante.

Dégel podía decir sin mentir que aquella había sido la experiencia más sorprendente y placentera de su vida.

―Pero a ver, ya, en serio, ¿por qué se comportan así los pájaros? ―soltó el pelirrojo mientras se llevaba a la boca una palomita de maíz―. Es una conducta absurda: antinatural.

―¡Díselo al pajarraco horrendo que me molestaba hace... hace un rato! ―masculló Kardia para atragantarse de palomitas y luego pasárselas con refresco―. Ese animal no ha sido sino odioso desde que se me cruzó en el camino...

―¿Pajarraco? ―preguntó Rhys para luego ser callado con una petición de silencio de parte de Marín―. ¿De qué pajarraco hablas?

―Del cuervo aborrecible que me quita mis guijarros ―siseó Kardia intentando no subir mucho la voz, pero la ira lo traicionaba―. El muy truhán me los cambiaba por manzanas cuando era pequeño, pero luego me los quitaba porque sí. ¡Y siempre se quedaba con los más bonitos!

―No puede ser el mismo animal, Kardia ―razonó, juicioso, el de los cabellos bermejos―. ¿Cuánto puede vivir un cuervo? ¿Diez años?

―Me parece que quince a lo mucho ―intervino el inglés―. Mi mamá era afecta a la observación de aves. Casi estoy seguro que alguna vez me lo mencionó.

―¿En serio? ―se rascó la cabeza el moreno―. ¿A tu mamá le gustaba ver aves?

―Sí. Las grababa cuando cantaban.

―¿Grababa?

―Hay aparatos que te permiten guardar el sonido: canciones, conversaciones, el canto de las aves... ustedes mismos podrían hacerlo con sus celulares ―dijo Kanon, distraído.

Rhadamanthys asintió y se acurrucó en el pecho de Kanon, quien le pasó el brazo por los hombros. La apacible postura de la pareja, que compartía displicente el mismo recipiente con palomitas y el mismo vaso de refresco, causó en Kardia y Dégel mayor revolución que cualquier discurso explicativo.

El tipo era realmente apreciado entre los Santos de Athena. A nadie le extrañaba la naturalidad con que Kanon lo estrechaba ni había actitudes de prevención en su contra.

Era uno más en aquella familia.

El ánimo de los viejos arcontes de Escorpio y Acuario, un tanto trizado después de ver Los pájaros, se les enardeció con la siguiente película: 300. Kardia estuvo al borde de su butaca todo el tiempo. Y Dégel, aunque parecía conservar la templanza, no perdía detalle de la cinta. Rhys observó, con una sonrisa de simpatía, que el ruso no se atrevía ni a pestañear.

―¡Sí, cabrón demente, degenerado! ¡Esto es Esparta! ―gritó Kardia jubiloso en cierto segmento de la película, para alegría de sus acompañantes―. ¡Apréndetelo y no salgas nunca más de tu sucio agujero!

Dégel, que en otra circunstancia habría reñido a su amigo por su comportamiento tan poco ortodoxo, sonrió con satisfacción ante la emoción que desbordada.

Luego, cuando más avanzada la película, los persas conminaron a los espartanos a entregar sus armas, Dégel pronunció en perfecto tsakonio:

Molòn labé. (1)

Lo cual provocó que Kardia le palmeara la espalda, eufórico, y que Saga y Kanon lo contemplaran con absoluta complicidad.

Anochecía cuando la película terminó y la curiosa tropa abandonó el Centro Comunitario. Sin que nadie se pusiera de acuerdo, empezaron a deambular por las callecitas céntricas de Rodorio, animadas por un alegre bullicio.

Dégel observó un puestecillo en el que un muchacho vendía bisutería. Se acercó y curioseó unos minutos para luego volver al lado de Kardia, que aún comía palomitas de su recipiente de cartón que rellenó varias veces.

»Kardia... ¿por casualidad, tendrás contigo...?

Vaciló un momento, carraspeó y se rascó la cabeza.

―¿Qué cosa, Dégel? ―quiso indagar el de los cabellos negroazulados.

―Ahmm. No, no. Nada. No te preocupes.

―A ver, despacio. ¿Qué podría llevar conmigo, Dégel? ¿Qué necesitas?

―Es que... Quería saber si... ¿Tendrás contigo aquello que...? ¿Que te obsequié en nuestro...?

Kardia tragó saliva, perturbado.

―¿En nuestro viaje a la Atlántida? ―concluyó el viejo Escorpio.

Dégel asintió, cabizbajo.

Kardia se metió la mano al bolsillo para depositar luego en la palma de Dégel aquello por lo que preguntaba.

―Aquí está. Pero no me la pierdas, ¿estamos?

―Estamos ―respondió Dégel con una suave sonrisa en el rostro para de inmediato retirarse unos pasos.

―¿Qué te gustaría hacer ahora, Kardia? ―preguntó Kanon con tono casual.

―No sé. Tal vez ir a la playa. Contemplar el cambio de la marea, si es aún buena hora. Beber alguna cerveza, comer aceitunas.

Saga, Aiolos, Marín, Aiolia y Rhys habían formado un corro alrededor del escorpión, quien miraba soñador el cielo en penumbras.

Una suave sonrisa nostálgica se pintó en su rostro sereno.

»Me gustaría... ver las estrellas. Me gustan mucho, ¿saben? Y ya que he de disfrutarlas tan solo un poco más, me gustaría contemplarlas con la mayor nitidez posible. Supongo que le pediré a Shion que me permita ir a Star Hill.

»Se morirá de risa. Cuando éramos jóvenes era del dominio público que detestaba acompañar a Dégel y Sage en sus observaciones. En realidad, me fastidiaban un montón las lecciones del viejo. Me quería morir de aburrimiento.

―Aún eres joven ―dijo Aiolos con una sonrisa límpida.

―Sí ―murmuró Kardia, dubitativo―. Sí, lo soy ―concluyó con convicción―. Pero Shion y Dohko... bueno, lucen jóvenes... y no lo son.

―Ah, sí, es cierto. Lucen más jóvenes que algunos de nosotros, pero su comportamiento los desdice ―se carcajeó Saga.

―Pero vamos, tú y Dégel sí que son jóvenes. De hecho, son menores que nosotros. Y si lo deseas, podemos pedirle a Su Santidad que les permita ir a Star Hill.

―Lo que sería genial ―reflexionó Aiolia―, es una visita al observatorio universitario, Aiolos. ¿Verdad que tienes llave para entrar?

―Sí. Tengo llave.

―Lo que no tenemos es permiso para sacar a Kardia y Dégel de Rodorio ―mencionó Saga como si comentara el clima―. O eso me ha contado Angelo: que sus andanzas están limitadas al Santuario y sus alrededores inmediatos.

―Ah, eso ―murmuró Kardia enfurruñado―. Sí, nos han explicado Shion y Dohko que esa es la recomendación de... de Thánatos. Interactuar lo menos posible con otras personas.

»No entiendo qué importancia tiene. De cualquier forma, mañana se termina mi plazo y moriré. Y me llevaré a Dégel conmigo.

Los seis acompañantes de Kardia demudaron el gesto ante aquella revelación. Sabían que Kardia y Dégel estaban entre ellos bajo condiciones especiales. Tomar conocimiento de estas les cimbró el corazón de un modo o de otro, pero a Marín y Rhys pareció causarles una punzada más aguda.

―Lo lamento ―dijo el guiverno―. Ahora entiendo por qué tenías tantos deseos de mostrar a Dégel tu descubrimiento del cine. Y ahora te ofrezco una disculpa, porque nos hemos pegado a ustedes como tábanos y no los hemos dejado solos un instante.

―No, no. Está bien. Ha sido una velada alegre e interesante. Me parece que Dégel disfrutó la compañía. Y yo también, ciertamente.

―Igual los dejaremos solos ahora. Así podrán hablar y despedirse. Deben tener mucho qué decirse antes de partir ―explicó Rhys con un dejo de dolor.

―Ah... pues...

La vacilación de Kardia llenó de curiosidad a su auditorio. Marín posó su manecita sobre el hombro del escorpión y le sonrió con dulzura, como animándolo a continuar. Al final, el de la cabellera negroazulada suspiró con pesar.

»Dégel sabe que moriré. Pero no que lo arrastraré conmigo...

Un silencio sepulcral se extendió a su alrededor.

―Oh, carajo ―deslizó sin más Aiolia.

―Recarajo ―asentó Aiolos.

―Vas a decírselo, ¿cierto? ―preguntó Kanon con un nudo en la garganta.

Kardia hundió los hombros y escondió la mirada tras la cortina de sus cabellos oscuros y alborotados.

―Debería. Pero no me atrevo...

―¿Tienes idea de qué querría hacer Dégel ahora mismo, Kardia? ―dijo Marín mientras estrechaba un poco más el contacto de su mano en el brazo del moreno―. ¿Qué le gustaría hacer si supiera que va a morir?

―Creo... creo que se sentaría a leer ―respondió el muchacho de los cabellos negros con un hilo de voz.

La muchacha soltó un suspiro sentido y abrazó al escorpión, que en cuanto se sintió contenido, permitió que sus hombros se estremecieran y dejó que su frente reposara en la mollera de la pelirroja.

No emitió sonido ni queja. Pero todos entendieron que lloraba en silencio.

Kanon, con la mirada cristalizada y una mano cubriendo su boca, se debatía en una mezcla de incredulidad y culpa. Aquel muchacho era tan parecido a Milo. Salvo por los cabellos y la actitud, un tanto más bronca.

Y no había dudado en desearle una mala muerte.

Ahora que sabía que la tenía asegurada, sus intenciones pasadas le escocían.

―Averigüemos qué quiere Dégel ―musitó el gemelo menor―. Ya sabemos lo que quieres tú. Procuraremos facilitárselos.

Kardia se deshizo con delicadeza del abrazo que lo retenía y negó con la cabeza. Se limpió el llanto sin mucha discreción y sonrió lo mejor que pudo.

―No es necesario. Ya bastante han hecho regalándonos su compañía. Haré lo que esté en mis manos para que Dégel esté contento y bien.

―Yo no quiero entrometerme ―moduló Rhys sus palabras―, pero si me es posible ayudarles a pasar una velada memorable, lo haré sin dudarlo.

»Veamos qué se puede o no hacer, según las disposiciones de Thánatos.

Kardia frunció las cejas, sopesando la propuesta de su viejo enemigo. Pero vio aproximarse a Dégel y procuró recuperar la compostura por completo.

Dégel notó que una tormenta recién pasaba por el ánimo de su amigo, así que puso su cara conciliadora.

Se detuvo frente a Kardia, lo observó un momento y luego le hizo la seña de que se inclinara un poco.

Kardia, desconcertado, accedió en silencio. Bajó un poco la cabeza.

Sintió las manos de Dégel rozando sus cabellos, así como la piel de las orejas y del cuello. Luego se dio cuenta de que sus manos, fuertes y delicadas a un tiempo, ajustaban algo cerca de su nuca.

Al final, el taheño se retiró dejando un exiguo peso pendiendo de un cordel de piel teñido de negro.

Kardia, intrigado, buscó con sus dedos aquello que Dégel acababa de confiar a su cuidado. Envuelta en una sencilla montura hecha de filamentos de plata, se mostraba la piedrecilla turquesa que Dégel (su Dégel, se recordó a sí mismo) le había regalado la noche en que embarcaron rumbo a la Atlántida.

La mirada turquesa de Kardia, medio oculta por los mechones a los que la luz de las farolas arrancaba intensos destellos azules, se fijó en las amatistas de Dégel, quien simplemente sonrió y se encogió de hombros. Luego tomó entre sus dedos el pequeño astrolabio que pendía de su cuello.

―Llevo un recuerdo tuyo ―dijo Dégel con su voz melodiosa, en la que se mezclaba el curioso acento ruso con su perfecta dicción griega―. Es justo que tú lleves uno mío.

Kardia aspiró profundo, tratando de reprimir las lágrimas que sintió agolpándose en sus ojos. Dejó que los párpados ocultaran un momento su mirada y dibujó una sonrisa dulce. Asintió.

―Gracias. Pediré que me sepulten con ella. Aunque ya de antemano lo había decidido así, ¿sabes? La Pequeñita me la entregó cuando... cuando desperté con la salud restaurada. Dijo que la llevaba encima y es cierto: la llevé conmigo desde el instante en que me la diste.

»Sábete que la luciré con orgullo mientras... mientras mis ojos contemplen la luz.

Dégel devolvió la ternura permitiendo que la sombra de una sonrisa se perfilara en su rostro. Se ajustó los lentes y con eso tuvo la oportunidad de fingir que no se sentía conmovido.

―Y entonces, ¿qué sigue? ¿Vamos a ver las estrellas? Podemos pedirle a Shion que nos de acceso a Star Hill. Ya que ahora es el Patriarca, supongo que no le costará nada darnos permiso. También supongo que él y Dohko querrán acompañarnos.

―¿Eso es lo que quieres? ¿Ver las estrellas? ―cuestionó Aiolos en medio de un gesto que denotaba concentración.

―Bueno, de mi parte simplemente iría a mi habitación a leer. Pero sé que a Kardia le gustan las estrellas. Y esta noche es particularmente clara y apta para ello.

El pelirrojo fijó su atención en el moreno.

»¿Te gustaría, Kardia? ¿O prefieres hacer otra cosa?

―Podemos retirarnos y leer, si así lo deseas. Ya pasamos la tarde en una actividad que yo propuse.

―Y yo estoy proponiendo ir y hacer una observación.

―Sí, pero tú preferirías...

―Yo prefiero pasar el tiempo contigo, bobo. Las estrellas me gustan también. Aunque te concedo que nuestra afición, siendo la misma, está impulsada por distintas motivaciones. Yo las contemplo como estudioso. Tú... como adorador, según me parece.

―¿Estudias las estrellas, Dégel? ―preguntó Aiolos con interés.

―Sí. Tenía un telescopio en mi Templo.

―Lo he visto. Camus lo conserva como reliquia. Siempre me ha gustado mucho y me ha permitido usarlo un par de ocasiones.

―¿Es decir que tú también las estudias?

―Sí. Soy astrónomo.

―¿Cómo así? ―reviró Dégel, interesado mientras se limpiaba los lentes con parsimonia.

―Sí, es astrónomo ―reforzó Aiolia―. Y tiene acceso a un telescopio increíble.

―No es mío ―aclaró Aiolos, precavido―. Y ya dijo Saga que Kardia y Dégel no deben salir de Rodorio.

―¿Hay mucha gente ahora mismo en el observatorio, Aiolos? ―cuestionó Rhys, meditabundo.

―Pues... pues no. Hoy no. No hay ninguna observación programada para esta noche, ni estudiantil ni abierta al público. Los instrumentos están corriendo cálculos automáticos.

―¿Y se tomarán muy a mal que vayas y entres?

Aiolos contuvo la respiración un momento.

―No. No creo. El profesor Theocharis cuenta con que vaya y haga observaciones ocasionales, siempre que no contravengan el presupuesto asignado. Por eso tengo llave.

―Pues ya está. Vamos. Así, Kardia y Dégel tienen la ocasión de contemplar las estrellas a través de un telescopio que no llegan ni a imaginarse.

―Rhys... ¿En serio estás sugiriendo que nos pasemos la orden de Thánatos por el culo? ―cuestionó Kanon, impresionado―. ¿Quién eres tú y dónde me dejaste al Juez del Inframundo?

―No seas zoquete, Kanon. Sigo siendo Juez del Inframundo. Pero también soy abogado, y no tengo problema en encontrar los vacíos legales.

»Si la orden de Thánatos está orientada a que estos dos no se crucen con nadie, te hago notar las condiciones específicas del caso: es de noche, no hay nadie en el observatorio y tú nos puedes llevar con tu Another Dimension sin que nos crucemos con nadie.

―¿Yo? ¿Y yo por qué?

―Porque Saga es más escrupuloso que tú y no sé si se prestará a que nos vayamos al observatorio de Atenas.

―No. No me prestaré. No quiero que nos metamos en problemas. Y nos meteríamos todos: Aiolos con la Universidad, tú con Hades, Kanon con Poseidón, nosotros con Kyría y Kardia y Dégel con Thánatos. Me niego.

―Saga ―pronunció Kanon, solemne―, que no le hacemos mal a nadie. Puedes transigir.

―No quiero.

―Saga...

―¡Que no! ¡No consentiré que mi Nerd se meta en problemas!

―¡No me obligues a obligarte, Saga!

―¿Qué? ¿Obligarme tú a mí, mala copia? ¡Por favor!

―No es como que no pueda. Además, a Camus le gustaría que nos llevemos a su hermano de farra. Y mira que no es una mala farra, ¡si es una excursión de cerebritos!

―Te lo concedo, pero Camus no está aquí para preguntarle y pedirle permiso.

―¡Faltaba más! ¡Yo no necesito permiso de mi hermano para hacer lo que se me reviente! ―refunfuñó Dégel, airado―. ¡Si es mi hermano menor!

Todos ―incluido Kardia― se quedaron viendo meditativamente a Dégel.

―Menor mis calzones ―dijo Marín, desatando las risas de Aiolia―. Hasta donde sé, ambos tienen 22. Camus tiene más que eso.

―Y tiene injerencia directa en el asunto desde que es Bóreas y fue el principal interesado en sacarlos a ustedes dos del fondo del océano ―añadió Aiolos―. Sin embargo, concuerdo con Rhys. Bajo las condiciones actuales, no le hacemos mal a nadie si nos infiltramos en el observatorio.

―¡Pero Nerd! ―se escandalizó Saga―. ¡Te vas a meter en un lío! ¿Y si te descubren?

Aiolos se rascó el mentón un momento.

―Ya sé lo que vamos a hacer. Pero cada quien tiene que hacer su parte. Tú, Saga, le avisas a Kyría.

―¡¿Qué?! ¡Estás tonto de la cabeza!

―Como si eso te importara. Le avisas que todo está bajo control, y si se da el caso, que ella se lo haga saber a Camus. Y ya que vas al Santuario, te haremos algunos encargos...



Aiolos no había tenido ninguna dificultad en llegar a la garita donde los guardias nocturnos ya se habían dispuesto a pasar las horas de su vigilancia. Sagitario se había presentado ante ellos con su sonrisa seductora, los saludó como si nada y entró al edificio, por lo demás desierto.

En el interior, Kanon, que había empleado la Another Dimension para entrar, ya lo esperaba en compañía de Rhys, Marín, Kardia y Dégel.

Saga y Aiolia estaban de excursión en el Santuario, pero no tardarían en reunírseles.

―Y ahora, ¿para dónde, cuñadito? ―preguntó Kanon con su desenfado de siempre.

―Por acá ―señaló Aiolos un pasillo con una escalera al fondo―. ¿Quieres que tomemos el elevador, Marín?

―Claro que no. Vamos ahora mismo.

Kardia y Dégel se mantenían en silencio y simplemente seguían los pasos de los demás. Vieron a Rhys sacar su celular y empezar a teclear algo en él, displicente.

―¿Qué haces? ―preguntó Kardia.

―Aviso a mis hermanos que estoy acompañándolos en una misión, para que no se preocupen.

―¿Tus hermanos? ―repitió Dégel, sin entender muy bien lo que Rhadamanthys quería decir.

―Sí. Aunque Minos y Aiacos están ahora mismo en Inglaterra, en mi casa, tal vez les dará comezón si no regresamos. Después de todo, nos vimos hace unas horas, cuando fuimos a recoger la moto.

―¡Qué les va a dar comezón a esos dos! ¡Se van a organizar una sesión sado-maso ahora que tienen la casa para ellos solos!

―¡Kanon! ―reclamó beligerante el guiverno cuando vio las caras interrogantes de Kardia y Dégel: no quería explicarles aquello del sado-maso.

―¿Qué? ―reviró Kanon, exasperado―. ¡Hasta crees que no se lo han pensado!

―¡Sólo porque tú te lo piensas no significa que ellos harán lo mismo!

―A veces me das ternura de lo inocente que puedes llegar a ser, Milord.

―¿Minos y Aiacos también están juntos de ese modo? ―cuestionó Kardia, sin mucho sobresalto.

―¿Y qué te digo? ―contestó el Dragón Marino con una sonrisa maliciosa en los labios.

―Y bueno ―repuso Dégel―, esto prueba que lo que dice Katsaros es cierto: ocho hombres por cada mujer. Y así en cada ejército. Qué remedio.

―¿Cómo dices, Dégel? ―intervino Kardia.

―Nada. Nada importante.

―Vamos, chicos, ya casi llegamos ―dijo Aiolos, que iba al frente del contingente.

Al salir al rellano de la escalera, dieron a un corredor que desembocó en una amplia estancia. Aiolos se acercó a la puerta y metió la llave en la cerradura.

Al pasar, contemplaron una enorme sala abovedada, en cuyo centro se encontraba un aparato descomunal.

Dégel se ajustó los lentes mientras fruncía un poco las cejas bifurcadas. Kardia permanecía a su lado, con una expresión atónita en el rostro. Señaló hacia el aparato, con incredulidad.

―Eso... Eso de ahí... ¿es un telescopio? ―preguntó con voz fluctuante.

―Sí. Justo eso. Vamos a prepararlo. ¿Qué quieren ver?

―¿Ah? ¿Cómo que qué? ¡Pues estrellas! ―chilló Kardia.

Aiolos sonrió pletórico y accionó en el panel de control la secuencia para que se abriera el domo. Éste empezó a retraerse y el telescopio se empezó a posicionar.

―He estado observando agujeros negros y binarias eclipsantes ―el moreno y el taheño fruncieron el ceño por los terminajos, ante lo cual Aiolos sonrió con un tanto de timidez―; es decir, cierto tipo de fenónemos que no necesitan contemplar ahora. 

»Ese ha sido mi trabajo reciente. Sin embargo, podemos ver un poco la luna y luego pasearnos por un par de nebulosas. Nada demasiado complicado, pero bonito. Seguro que les gustará.

Aiolos pulsó algunas teclas y el aparato terminó de instalarse. Mostró la silla de observación a Kardia, invitándolo a sentarse, y éste accedió en silencio. Aiolos, sin dejar de sonreír, le indicó cómo acercarse al lente.

Kardia pegó los ojos al ocular y miró.

―Esto... Esto que estoy mirando, ¿qué es?

―Es la Luna, Kardia. ¿Te gusta?

―¿La Luna? ¿Selene? ¿La dama Artemisa?

Aiolos caviló un momento y asintió, con la alegría reflejada en los labios.

―Sí. Esa misma.

Kardia permaneció un par de largos minutos en silencio, observando, con Dégel a su lado, inmóvil y silencioso.

En el ínterin, Saga y Aiolia aparecieron en medio de la sala, desde el túnel dimensional abierto por el gemelo mayor. Llevaban un par de hieleras portátiles llenas de bebidas y viandas.

Rhys, que guardaba un silencio solemne y pacífico, contemplaba a sus lejanos enemigos tomado de la mano de Kanon. El corazón se le alborozó cuando vio las lágrimas tímidas de Kardia deslizarse desde sus ojos hasta la barbilla, para luego perderse en las fibras de algodón de la camiseta que portaba.

La diestra de Kardia buscó a Dégel, quien se le puso a tiro y permitió que su amigo lo aproximara al ocular.

―Mira, Dégel. Mira. La hemos visto antes, pero nunca con tanta nitidez.

Dégel sustituyó a su amigo en la observación y guardó silencio unos momentos.

―Y tienes razón: nunca la habíamos visto así. Es impresionante.

―Y resultará que sí es de queso ―se rió Kardia mientras se enjugaba una lágrima de felicidad.

―No, no. Me temo que ya está más que comprobado que no es de queso ―dijo Aiolos―. En 1969, una misión espacial llegó a la Luna. Los astronautas hicieron una caminata en la superficie y tomaron algunas muestras de polvo y rocas.

―¿Rocas? ―cuestionó Kardia emocionadísimo―. ¿Hay rocas de la Luna?

―No hay ninguna muestra aquí. Pero sí: existen.

―¡Quiero una! ¡Quiero un guijarro de la Luna!

―¿De dónde lo sacaremos, Kardia? ―cuestionó Dégel, risueño, con la mirada cristalizada por la emoción de ver la Luna con aquella intensidad y por la alegría que mostraba su amigo.

―No lo sé. No lo sé. Bien sé que en esta vida no tendré uno. Pero igual me gustaría tenerlo. Es más, cuando salgamos de aquí buscaré mi guijarro del recuerdo. Será mi piedra de la Luna, simplemente porque conmemorará esta noche.

»Y me enterrarán con ella, ¿de acuerdo? O tal vez no. Le prometí a la Pequeñita que le legaría mi colección de guijarros. Supongo que querrá tener también los que logre recolectar estas últimas noches.

Ledi querrá saber que has sido feliz, Kardia. Los guijarros los guardará con cariño, sin duda, pero le importará más lo que evocan que lo que son en sí.

―Ah, pero ella sabe que soy feliz. ¿Cómo no serlo, si estoy haciendo lo que quiero acompañado de quien es caro a mi corazón?

Kardia ni siquiera se dio cuenta de lo que decía, pero quienes lo rodeaban, y Dégel en especial, lo hicieron. El taheño lo observó con absoluta adoración.

»Que le digan que esta noche ha sido perfecta. Que he sido total y absurdamente feliz. Que estoy en paz con el mundo.

»Y que mi corazón ha latido pacífico en la mejor compañía del mundo.



Se retiraron del observatorio después de la medianoche.

Con la misión de que no se notara que alguien más que Aiolos había pasado las horas en aquella sala, los "excursionistas" fueron levantando cualquier evidencia de su travesura.

Marín y Rhys, ambos con una minuciosidad desesperante, se pusieron a rastrear en todos los rincones y recovecos de la habitación cualquier envoltura, tapa rosca, bolsa de frituras, mancha de líquido, vasos desechables e incluso pequeñas migajas de comida. La bolsa de plástico que llevaban entre las manos fue llenándose poco a poco de basura y, cuando la tuvieron llena y sellada, pidieron a Kanon que les abriera el portal para salir de allí.

Una vez que se fueron, Aiolos retrajo el telescopio, cerró la cúpula, apagó los equipos que no se requerían encendidos y salió para echar la llave en el salón. Luego recorrió el camino hacia la salida, se despidió de los guardias y se encontró con sus compañeros de aventura a la vuelta de la esquina.

Allí, Saga lo abrazó posesivo y le aplicó el beso más ardiente y descarado que jamás antes se atrevió a darle en público, ante las risas veladas del arquero y los aplausos de la concurrencia.

El mayor de los gemelos aún restregó su nariz contra la de su pareja.

―Me gusta tu vena de infractor de la ley, Nerd.

―¿Cuál infractor? ¡Si tengo llave para entrar! ―se carcajeó el arquero.

―No me quites la ilusión, cerebrito. Me fascina saber que no soy el único cabrón dispuesto a saltarse las reglas.

―No estabas dispuesto, zoquete aburrido ―se burló Kanon, abrazado de Rhys, quien negó divertido con la cabeza.

―Y al final lo hice: fui y me le presenté a Kyría para contarle el plan, y me dijo que estaba bien, pero que vigilara que no nos cruzáramos con nadie y que Thánatos no se entere. ¿Cómo podemos evitar que Thánatos se entere, a propósito?

―Tal vez no quiera enterarse ―razonó el Wyvern―. Parece un cabrón, pero no lo es tanto. Claro que se cuidará bien de demostrarlo.

―No me imagino a ese cabrón y su hermano en plan buena voluntad. Aunque bueno, Milo parece estar bastante allegado a Hypnos en los últimos tiempos ―comentó Aiolia sin querer profundizar mucho más.

―Ni Manigoldo ni Sage lo pasaron bien enfrentándose con ese tipo ―musitó Dégel, dolido de pronto por sus recuerdos―. Y Hakurei también sufrió lo suyo con Hypnos.

―Igual no podemos reprochar nada ―continuó Kardia con una sonrisa triste―. Se enfrentaron a ellos y los sellaron, aunque fuera temporalmente. Probaron su valía como guerreros.

Levantó la vista pesarosa del suelo y la fijó en Rhadamanthys. Luego de un momento de titubeo, le sonrió sin dobles intenciones y le dedicó un gesto de reconocimiento.

»Ya no tengo nada en tu contra. A menos que me des motivos para pensar que eres el menguado pérfido de mis recuerdos.

―No te daré motivo alguno ―aseguró el joven rubio―. Mis caminos ya no se cruzan de modo adverso con el ejército de Athena. Me gusta la paz que estamos estableciendo.

―Es bueno saberlo. Me ha dado gusto encontrarme contigo. Nunca creí que podría decirlo, pero ha sido grato conocerte de este modo. También a tu ayuntado necio: ambos son agradables. Aunque me salta a la vista que el sensato entre ustedes dos, eres tú.

―¡Oye! ―quiso ladrar Kanon, pero al final se desternilló de risa―. ¿Tú que sabes? ¡Mi Wyvern también puede llegar a lucirse!

―Si tú lo dices, Dragón. Si eso te hace sentir mejor ―cerró Rhys la discusión depositando un suave beso en la mejilla del otro, que lo apretó un poco más contra sí mismo.

»Ahora, a reserva de lo que pretendan hacer, chicos, deberíamos acercarnos al Santuario. Ya ahí cada quien tomará su camino.

―Yo no quiero ir a Géminis. No quiero saber lo que ocurrirá ahí una vez que Aiolos y Saga se encierren en la habitación.

―No tienes por qué enterarte. Podemos quedarnos en Sagitario ―contestó raudo y con una sonrisa pícara el arquero.

―Te me has vuelto atrevido, Nerd.

―Nada de eso. ¿Que no sabes que los nerds sólo pensamos en sexo? Pues ahora te voy pasando el memorando. No convulsiones de alegría, por favor. ****

―Me gusta saber que en el caso de que nos quedemos en Santuario podemos contar con que ustedes pasarán la noche en otro templo, pero la verdad es que quiero volver a Inglaterra.

»Minos me envió hace un par de horas un mensaje exigiéndome no quedar de nuevo como colador. Entonces, mejor me presento ante mis hermanos y así verifican que estoy de una pieza.

―¿De cuándo a acá se preocupa ese cabrón por ti? ―cuestionó con seriedad Kanon.

―No seas idiota. Sabes que ambos se preocupan en buena ley. Incluso por ti.

―Lo sé. Sólo estoy jodiendo.

―No es necesario que nos acerquen al Santuario. Podemos llegar por nuestros medios ―aseguró Dégel.

―Los acercamos y allí, pueden disponer de su tiempo como prefieran ―insistió Aiolia―. Al fin que sabemos que lo tienen limitado y es importante que lo disfruten a su gusto. Les agradezco que nos hayan permitido compartir la tarde y la velada con ustedes.

Kardia sonrió feliz. Se inclinó un poco al frente y realizó una grácil caravana dirigida a sus recientes... amigos.

―Fue un placer departir con ustedes. Deseo que sus vidas sean prósperas y plácidas. Y que su bebé nazca sano y sea tan bello como su mamá ―añadió dirigiéndose a Marín, quien le ofreció los brazos y lo estrechó, afectuosa, entre ellos.

Dégel suspiró, apesadumbrado por las palabras de Aiolia. Aun así, un tibio gozo le anidó en el pecho ante las palabras de Kardia.

Lo conocía. Sabía lo reacio que era a incluir a alguien en su círculo de confianza. Y estas personas, entre las que se encontraba el enemigo de antaño, se habían hecho un hueco en sus afectos.

Igual, la realidad se le prendió del alma con la certeza ineludible de la sentencia que ya conocía. Las últimas 24 horas de vida de su amigo habían dado inicio.

Un día.

Un día y Kardia se iría para siempre.

Y él... ¿qué sería de él, que una vez más debía quedar atrás?



Una vez en el Santuario, Kardia y Dégel vieron a cada pareja tomar su camino, tal y como habían anunciado.

Vieron a Saga y Aiolos subir con rumbo al Templo de Géminis, a Aiolia y Marín desviarse hacia las barracas de las Amazonas y a Kanon y Rhadamanthys desaparecer a través de otro portal dimensional.

El de la cabellera negra como ala de cuervo y el de los cabellos cobrizos se quedaron solos, al pie de la interminable escalinata que daba a las Doce Casas.

Dégel se mantenía en un silencio profundo y denso, que intimidaba a Kardia.

La suerte de palidez lunar que se había posesionado de la faz del ruso tampoco ayudaba a que el griego sintiera su ánimo ligero.

―¿Dégel? ¿Estás bien?

El taheño asintió levemente, sin muchos ánimos. A Kardia eso lo alarmó.

»¿Qué quieres hacer, Dégel? ¿Quieres beber cerveza? Podemos buscar un poco de ouzo o retsina. Shion y Dohko seguramente tendrán alguna reserva por ahí. ¿Estás fatigado? ¿Vamos a descansar?

Dégel levantó la vista y la fijó en el rostro de su amigo. Sonrió con una tristeza que a Kardia le formó un nudo en la garganta.

La mano blanca, ligeramente pecosa del muchacho ruso se posó vacilante en el hombro de su compañero. Entró en contacto, sin querer, con los cabellos azulados de tan negros y les dedicó una caricia leve, irreflexiva, que hizo al otro contener el aliento.

―A veces, cuando pasaba las noches velando tu recuperación, me asaltaban fatigas que mitigaba pensando en lo que haríamos al día siguiente, una vez que la fiebre hubiera remitido.

Kardia sintió que una lágrima se le desprendía. Recordaba en Dégel ese cansancio que se le antojaba atroz y que siempre lo hacía sentir miserable, aunque en su orgullo no era capaz de expresarlo de viva voz. Buscaba el modo de profesarle su devoción al pelirrojo sin que fuera evidente lo que su corazón deseaba cantar. Procuraba aliviarle aquella extenuación que, él lo sabía, iba más allá de lo físico.

Pronto, pensó, ya no habría fatigas.

Para ninguno de los dos.

―Lo siento ―murmuró Kardia dolorosamente―, lo siento en verdad. Nunca quise causarte pesadumbre. Nunca quise hacerte daño. Eres... la persona más valiosa de mi vida.

El ánimo de Dégel se derrumbó. Un sollozo ahogado que se convirtió en quejido se le atoró en la garganta. Aferró a Kardia entre sus brazos y ocultó la cara en el tórax de su amigo. Apoyaba insistentemente el oído contra el pecho.

―Ya no lo escucharé. ¡Ya no lo escucharé! ¡Escucharlo ha sido por años mi garantía de reposo! ¿Qué voy a hacer, Kardia? ¿Qué voy a hacer si no escucho tu corazón latir? ¡Voy a enloquecer! ¡Voy a languidecer!

―No, no, Dégel, eso no pasará. Tranquilízate ―murmuró Kardia rodeándolo por los hombros con sus brazos―. Eso no va a pasar ―repitió lloroso―. Vas a descansar, Dégel carísimo. Vas a descansar, te lo prometo.

―¡No será así! ¡No será así! ¿Cómo podría, si me faltará la fuente de mi calma? ¿Cómo estaré en paz si me faltas tú?

―Dégel...

―Me faltará mi centro, mi refugio, mi actividad, mi sosiego... Eres todo eso, eres más que eso. Y de pronto, ya no estarás. ¡Ya no estarás!

Kardia sintió las manos de Dégel palpándole el rostro, desesperadas, y sus ojos como amatistas devorándolo, bebiéndoselo. Intentando fijarlo en la memoria.

»No volveré a ver los zafiros en tus cabellos...

Kardia se quedó sin habla, enmudecido por el peso inmisericorde que cada palabra, cada roce, cada mirada de Dégel asestaba en su corazón. En su espíritu.

¿De verdad, Dégel estaba diciéndole todo aquello?

»No volveré a verte... No volverás a mirarme... No volveré a contemplarme en tus ojos amadísimos...

Una suerte de aturdimiento nacido al mismo tiempo de la desdicha de saberse responsable del quiebre del espíritu de su Dégel y de la alegría embriagadora de ser objeto de sus afectos lo hizo arrojarse al vacío.

Sujetó con adoración el rostro de Dégel por detrás de las orejas y escuchó por fin los anhelos de su corazón: cubrió con sus labios los del pelirrojo en un contacto que fue suave, pero que resultó arrollador para ambos.

Dégel reaccionó como si se hubiera estado ahogando y de pronto recibiera una bocanada de aire salvador. Se arrojó, desesperado, como si en aquel contacto reencontrara la vida que ahora mismo le parecía perdida.

»Moye serdtse... Moye serdtse... No te me vayas... No te me vayas...

Kardia se sintió extraviado por las emociones contundentes que le llenaron la piel y la vehemencia de la desesperación de Dégel. Se dejó engullir por los besos arrebatados, amargos del pelirrojo mientras la cabeza le daba vueltas.

Y en medio de la intensidad que experimentaba y era ley en su vida, sintió otra cosa, demasiado física para ignorarla.

El aliento cálido y turbio de Dégel confundiéndose con el suyo.

El temblor que dominaba su piel, que no era producto de la pasión desatada por los besos.

Las fuerzas menguantes con que se aferraba a sus hombros.

Y finalmente vio las amatistas opacadas por un intruso que Kardia conocía muy bien.

―Por la Diosa... Por la pequeña Diosa... ¡Tienes fiebre!

―No... No tengo nada.

―¡Que sí! No estás bien, mi Dégel amadísimo. Te llevaré con nuestros médicos.

―¡No! ¡Con ellos, no! ¡No necesito estar con ellos! ¡Necesito estar contigo!

―Estás conmigo ahora, Dégel, pero no estás bien. ¿Cómo puedo permitir que sufras y que yo me quede de brazos cruzados?

―¡No haré nada más que sufrir de aquí en adelante! ¿No lo entiendes? ¡Te he perdido, te he perdido para siempre!

―¡No, Dégel! ¡No será así!

―¡Que sí! ¡Que sí! ¡Que te me vas y me quedaré atrás! ¡Me quedaré atrás! ¡No es justo!

Kardia no supo si la fiebre, los sollozos o la aflicción habían terminado por abrumar a Dégel, cuyas rodillas se doblaron y lo hicieron acabar en el suelo. Tal vez habían sido las tres cosas, si se detenía un momento a pensarlo.

En lugar de eso se ocupó de impedir que Dégel se estampara contra el piso. Lo aferró contra su pecho y buscó una posición cómoda para sentarse con él en el regazo. Lo acunó entre sus brazos y pasó las manos una y otra vez por sus cabellos, en un intento infructuoso por darle un poco de tranquilidad.

―Calma, Dégel. Calma. Aquí estoy, contigo, Aquí estoy. Te llevaré con Katsaros para que te controle la fiebre, y entonces te sentirás mejor.

―¡No, no! ¡No volveré a estar bien, nunca!

―Sí, Dégel, sí. Estarás mejor cuando el médico te vea. La fiebre hace esto: exacerba las pasiones de nuestro espíritu y mina las fuerzas de nuestros cuerpos. Lo sé demasiado bien, la he sufrido mi vida entera.

―¡No quiero ir! ¡No quiero separarme de ti!

―No me separaré de ti.

―No quiero ir a ese sitio horroroso a que... a que... ¡a que me llenen de tubos y artilugios horribles y humillantes!

―No dejaré... No dejaré que te toquen de modo deshonroso.

―¡Te vas a ir! ¡Te vas a ir!

Kardia prodigó un abrazo estrechísimo al pelirrojo. Hubiera querido guardarlo de todo: del dolor, de la desazón. De la separación que no podía retrasarse más.

Quería tener el valor de decirle que en realidad no se separarían. Que para variar, lo arrastraba a una última locura, a un último desvarío fatal del que ninguno de los dos saldría indemne.

Pero la lengua se le pegaba de horror sólo de imaginarse diciéndoselo: que lo arrastraba sin remedio a su propia muerte.

―¿Están bien? ―pronunció una voz grave y dulce que no habían escuchado jamás.

Kardia levantó los ojos aturquesados y contempló ante sí a dos hombres: uno de cabellos castaños con destellos broncíneos, y otro cuya melena rubia y larguísima se desperdigaba igual por el pecho que por la espalda.

Los repasó rápidamente y notó las tikas, idénticas a las de Shion en uno, y el bindi en la frente del otro.

―¿Asmita? ―murmuró Kardia, desubicado.

El rubio se despegó de su compañero y se agazapó junto a Kardia. Tocó con su mano la frente del pelirrojo, que ni siquiera había tomado consciencia de las presencias ajenas.

―Shaka. Así es como me llamo ―dijo, mirándolo a los ojos―. Mu, el hermano de Camus necesita apoyo médico. Trae a Angelo, por favor.

―Es más sencillo llevarlo a él a La Fuente.

―¡No quiero irme! ―insistió Dégel con voz gutural y extraviada.

―No estás bien ―musitó Mu dulcemente, posando una mano sobre la cabeza de cabellos cobrizos―. No estás bien y estás asustando a tu amigo. ¿Es eso lo que quieres, asustarlo? Si eres un poco como Camus, lo último que querrás es causarle dolor a Kardia.

Un gemido ronco se elevó desde la garganta de Dégel, quien se aferró con desesperación a los hombros de Kardia.

―Nunca... nunca querría eso... nunca...

―Entonces está decidido. Vamos a La Fuente.

Y antes de que Kardia o Dégel replicaran de algún modo, Mu perfiló una sonrisa en los labios y cerró los ojos.

Cuando los abrió, los cuatro estaban en la sala de espera de La Fuente.

―Tú ―pronunció Kardia con lentitud―. Tú eres el hijo de Shion.

―Sí. Soy su hijo. De adopción, pero su hijo al fin. Y tú, ambos, son sus hermanos. No teman: mientras estén aquí, cuidaremos de ustedes como si fueran hermanos nuestros también.

Mu no había terminado de hablar cuando Angelo y Shun ya se encontraban a un lado suyo. Shun se inclinó hacia Dégel, con la intención de tomarlo en brazos y llevarlo, pero Kardia lo impidió.

―Dime a dónde llevarlo.

Shun sonrió con aquella dulzura que no podía evitar que se le escapara a la par que el rigor que últimamente detentaba. Le señaló a Kardia el camino hacia el pabellón de tuberculosos.

Kardia, lento y suave, apretó a Dégel contra sí. Se levantó con el taheño en brazos y siguió a sus médicos en silencio.





Le había tocado, por supuesto, levantar todos los platos rotos.

Énfasis en todos, porque en su pugna por recuperar la moneda que el jodido ingeniero amigo de papá le había arrebatado, todos los platos de la cocina acabaron en el piso, hechos añicos.

No consiguió arrancarle ni una pluma a la maldita avechucha de mal agüero, ni siquiera blandiendo la Aguja Escarlata. Pero el caso es que luego de diez minutos de lucha contra la imposible cualidad escurridiza del animal, éste se le había posado en la coronilla, le había soltado la moneda de tal modo que le cayó en las manos, y le aplicó una tremenda andanada de picotazos en el cuero cabelludo.

Milo vociferó más de ira que de dolor, a pesar de que el ataque inclemente había conseguido arrancarle un poco de sangre. 

Luego de un rato, papá hizo su entrada en la vivienda, miró a través de sus lentes oscuros los destrozos, sonrió torcido y emitió su sentencia:

―Tú lo tiras, tú lo recoges.

Y nada más qué decir: empezó a recoger los destrozos y a arrojarlos al tacho de la basura, aunque no con docilidad ni en silencio. La sarta de majaderías dirigidas al cuervo de papá fue bastante larga, y una vez que la terminó, la repasó un par de ocasiones más.

El cuervo, por su parte, se mantenía en lo alto de un trastero de la cocina, sin apartar los ojos dorados de encima del rubio malhumorado.

Cuando no hubo más trozos de cerámica regados, papá llegó sonriente, con una caja repleta de platos debajo de un brazo y escoba y trapeador en la otra mano.

Puso la caja en la encimera de la cocina y recargó los bártulos de limpieza en la pared, y con un elocuente ademán, le indicó a Milo la que sería su siguiente misión: lavar la loza nueva, acomodarla, y al final limpiar el piso.

Milo apretó tanto los dientes, que crujieron. Lo cual provocó la sonrisa ancha y fiera de Moro, quien levantó su muñeca adornada con el tatuaje de un reloj pulsera que señaló con su índice.

―Ya voy, ya voy ―masculló el rubio con un humor de perros.

La música de ABBA, aparentemente sempiterna en aquella morada, se deslizó al cabo de unas horas desde el tocadiscos de la salita.

"A while ago, I heard the sound of children's laughter

Now it's quiet, so I guess they left the park

This wooden bench is getting harder by the hour

The Sun is going down, it's getting dark"

El cuervo graznó en un tono que a Milo se le antojó de protesta.

―¿Ahora resultará que a ti tampoco te vienen los gustos musicales de papá, cosa infernal?

―¡Horribles, horribles! ¡Pero se respetan!

El rostro del rubio se contrajo de ira.

―Si los gustos espantosos de mi padre te merecen respeto, ¿por qué yo no, animal horrendo?

El ingeniero aleteó vehemente, ante lo cual, Milo retrocedió un paso.

―¡Te respeto, te respeto! ¡Corazoncito venía! ¡No debe verte aquí!

Milo frunció las cejas, más desconcertado que enfurecido.

―¿Quién venía?

―¡Corazoncito, Corazoncito! ¡No debe verte aquí!

La expresión de Milo dejaba ver y casi escuchar los engranajes de su cabeza trabajando.

¿Corazoncito?

―¿Kardia estuvo aquí? ―razonó al fin.

Las alas del ave batieron con furia. Milo tuvo el impulso de levantar las manos y protegerse, pero lo resistió y se quedó como estaba, con los brazos lánguidos en sus costados.

El ingeniero, la calandria bonita, se posó en la repisa que soportaba los frasquitos con especias y hierbas de olor secas. Desde ahí, observó a Milo directo a los ojos, en silencio.

»Según papá, nadie puede reconocerme. Y así parece ser: Misty no se enteró de que hablaba conmigo.

El ave mantuvo el silencio, aunque movió la cabeza de un lado a otro, como apreciando a su interlocutor desde distintos ángulos.

»Kardia no sería la excepción, ¿o sí?

El cuervo aleteó un poco. Se espulgó debajo de un ala.

Milo se llevó una mano al mentón, pensativo. 

»Carajo. Si me hubiera quedado, me habría reconocido. ¿Es eso?

―¡Corazoncito iba a verte! ¡Iba a verte! ¡Te lo dije, te lo dije! ¡Pero no escuchas!

»¡Tonto, tonto! ¡Solecito tonto! ¡Necio! ¡Terco!

Milo se rascó la mollera, pero le escocieron los picotazos que un rato antes le había propinado la avechu...

El cuervo.

―¿Cómo te llamas?

Los ojos dorados del pájaro se abrieron y cerraron rápidamente, obturados una y otra vez por los párpados.

―Tu padre me llama ingeniero, calandria bonita, ¡demonio!

Milo esbozó, sin darse cuenta, la sombra de una sonrisa.

―¿Y cómo te llaman los demás? ¿Cuál es tu nombre? ¿Cómo te gusta que te llamen?

El cuervo volvió a buscarse parásitos con el pico. A Milo le hizo un poco de gracia.

―Koutsompólis! Polilogás! (2)

Una carcajada surgida de las entrañas de Milo rebotó en las paredes. El ave, sin embargo, no pareció ofendida.

―¿Chismoso? ¿Quién te llama chismoso? ¿Papá?

El cuervo graznó con fuerza. Pero sin agresividad aparente.

―¡No tiene tanta imaginación!

La risa de Milo brotó libre, semejante a la de un niño. El ave bajó de un brinquito y le picoteó suavemente una mano.

Milo la levantó y con el índice le acarició la cabeza. La Aguja Escarlata despuntó, aunque no se desplegó por completo. El animal se dejó hacer, pacífico.

El corazón del rubio se conmovió un poco, a su pesar. Las plumas del ave, azuladas según el ángulo en que les pegaba la luz, eran sedosas y cálidas. Espesas. Aterciopeladas. Cerró los ojos, sintiendo el tacto de las plumas como si fueran una caricia.

Su mente, vaciada de todo, excepto de la suavidad y densidad del plumaje, se llenó de paz. Se sensibilizó. Se enfocó.

La Aguja dejó de ser escarlata por un momento y se volvió negra. Como la tinta.

En el dorso de la diestra de Milo aparecieron, durante una fracción de segundo, las imágenes de un gran cuervo y de un niñito que sostenía una manzana con las manecitas.

―mogizīti ―murmuró Milo, casi imperceptiblemente. (3)

La imagen mudó un momento después. Se formó la silueta sinuosa, voluptuosa de una mujer en cuya mano se posaba el ave.

»ābisarī ―llamó Milo, con voz firme. (4)

El pájaro graznó con potencia. Levantó la cabeza y friccionó con ella la mano de Milo. Vio que la imagen cambiaba. Empezó a aletear, furiosa. Elevó su voz, que sonó clara y estentórea.

―¡Moro, Moro! ¡Solecito te necesita! ¡Te necesita!

Una mancha de oscuridad se extendió en la mano. De ella, se perfiló una sombra que emergía.

Milo abrió los ojos. En lugar de las turquesas que Camus adoraba, dos pozos de oscuridad impenetrable se abrieron a la luz del día.

―yemīwet'awi ―pronunció con voz tremolante. (5)

Unos dedos gruesos y fuertes lo sacudieron del hombro.

Milo pestañeó y sus ojos volvieron a ser los de siempre.

Sin embargo, se desplomó.

―¡Milito! ¿Cómo se te ocurre? ¡No estás listo para jugar así, pedacito de cielo necio! ¿Cómo pasó, ingeniero?

―¿Yo qué sé? ¡Tus hijos son todos unos raros! ¡Frikis!

Los graznidos del ave se dejaron escuchar atronadores entre las paredes. Moro levantó del suelo a Milo y, con cuidado, se lo llevó y lo depositó en el sofá de la sala.

Se arrodilló junto a él. Le palmeó un poco las mejillas, le levantó los párpados para mirar los ojos, le tomó la mano y se la masajeó. El rubio murmuró algo ininteligible.

―Anda, Solecito. Hay que ver lo imprudente que eres. Te me vas a morir, te me vas a dejar engullir. ¿Y qué le diré a tu esposo necio? ¡El imbécil es muy dependiente de ti! Mejor te me cuidas, que no puedo quedarme sin Bóreas.

―No lo regañes.

―¿Cómo que no lo regañe? ¿Qué no tienes ojos? ¡El tarado está jugando con algo que no puede controlar!

―Con algo que forma parte de él.

―Sí, sí. Igual, no sabe usarlo. Y es peligroso.

―Enséñalo. ¿No lo tienes aquí para eso?

―Ni que fuera tan fácil.

―Tú pudiste. ¿Por qué él no?

Moro suspiró profundo. Sentido.

―Porque es un bobo. Un sentimental. No lo soportará.

Una risa cantarina arrancó una sonrisa amable de los labios de Moro y se deslizó a los oídos de Milo.

Éste apretó los párpados, en un esfuerzo por abrirlos. Dejó que la luz se filtrara un poco a través de ellos. Pestañeó lánguido. Intentó fijar la mirada extraviada ante sí.

Papá lo observaba con preocupación. O eso le pareció a Milo. Por un momento, el cuervo se posó en el hombro del Gran Destino y graznó, en lo que al rubio le sonó a una expresión de alivio. Luego lo vio saltar para en seguida sentir su peso en el abdomen.

Milo, sin embargo, fijó los ojos en algo más. En alguien más.

Una mano menuda, de dedos finos y piel de ébano se alargó hacia él y le acarició la cara. Los ojos de Milo se abrieron como platos por la sorpresa.

La mujer más hermosa que había visto en su vida lo miraba con fijeza, y una sonrisa amorosa se distendió en sus labios carnosos, dejando ver unos dientes blancos y perfectos, como de marfil.

Milo sintió que las lágrimas se le agolpaban y rodaban, cálidas, por sus mejillas cuando se contempló en la maravilla de aquellos ojos rebosantes de vida y de luz.

Aquellos ojos como turquesas vivas.

―Tú también eres un bobo y un sentimental, fíle mou. Y has tenido que soportarlo. Es lo que te toca.

―Gigi...

Gigi frunció un poco las cejas estilizadas, perfectas, y su piel de chocolate pareció formar pequeños valles y montañas en su frente despejada y lisa.

―Necesita comer. Está débil. ¿No es así, mi niño Sol? ¿No es cierto que tienes hambre?

Milo asintió, en silencio. Alzó la mano y se limpió las lágrimas con el dorso. La mujer le sonrió con una alegría que se le antojó infinita.

»Muy bien. Te prepararé milopita. ¿Te gusta la idea?

La mano tan oscura que casi parecía purpúrea acarició los cabellos rubios y luego se deslizó hacia el mentón. Milo se atrevió a retenerla contra su cara. Se la llevó a los labios y la besó con devoción.

―Sí. Me gusta la idea.

―Excelente. Quédate aquí y descansa. Tu padre cuidará de ti. ¿De acuerdo, bebé?

―Sí. Sí, Gaia. Sí, mamá.






Aclaraciones



Y... ¡Feliz cumpleaños a Kardia chulo! ¡Wiiiiiii!

O algo así. Porque revisando la información disponible en internet, resulta que a Kardia se le adjudican tres fechas de cumpleaños: 23, 27 y 30 de octubre. Tanta imprecisión le hace daño a mi TOC, así que he decidido que cumple años el 23 y ya está.

Y bueno, espero que el capítulo fuera de su agrado y que las aventuras de Kardia y Dégel en el cierre de su segundo día les hayan gustado tanto como a ellos. Y sí, ya sé que el final de su aventura ha sido agridulce, pero digamos que va a mejorar. O algo así. Eventualmente.

Bueno, igual no tardarán mucho en enterarse de si mejora o no su situación, porque la siguiente publicación es para el cumple de Milo.

No tengo idea de si se maliciaban quién era Gigi. Ahora que se ha descubierto el pastel, espero que el giro les parezca interesante. Y por supuesto, no está en la historia nada más porque sí: tiene una finalidad. Igual que el ingeniero.

Ahora, las aclaraciones idiomáticas, que son pocas:

1. Molòn labé (Μολὼν λαβέ, griego antiguo ―dialecto dórico―, expresión lacónica): Ven y tómalas.

2. Koutsompólis/Polilogás (Κουτσομπόλης/Πολυλογάς, griego contemporáneo): Chismoso, en ambos casos.

3. mogizīti (ሞግዚት, amhárico): Niñera.

4. ābisarī (አብሳሪ, amhárico): Heraldo.

5. yemīwet'awi (የሚወጣው, amhárico): El que emerge.

Listo. En serio eran pocas :D

Ahora las curiosidades:

* Phaidros: nombre que tal vez hemos escuchado como Fedro

** Los mezes son aperitivos. Los mencionamos por primera vez en Las mañanas frías.

*** El centro comunitario al que se refiere Marín es el mismo del que hablan como posibilidad Milo, Camus, Angelo, Mu, Aldebarán y Aiolia mientras vuelven de su primera visita al Theseus, en Las mañanas frías.

**** "Los nerd sólo pensamos en sexo" es una de las pocas frases que recuerdo de la fantástica película La venganza de los nerds, que vi hace... muchos años, ¿de acuerdo?

Por otra parte, las películas de las que Kardia, Dégel y compañía hablan en el Theseus son Northman (2022), Rebecca (1940), Los pájaros (The birds, 1963) y 300 (2006). El criterio para elegirlas fue que trataran temáticas bélicas o de terror. Y que me gustan un montón, la verdad.

Como dato inútil (verdaderamente inútil, cabe aclarar) y a propósito de la frase Molòn labé, que much@s conocemos gracias a 300, les comento lo siguiente: los espartanos, que recibían educación militar desde la infancia, eran instruidos para expresarse del modo más económico y claro posible. A esta manera de abordar la comunicación con muy pocas palabras (una sola, con frecuencia) se le llamó laconismo. Es decir, la manera de los habitantes de Laconia: los espartanos.

En la actualidad, en esa región se habla tsakonio o tsakonico, que el único idioma que sobrevive del dialecto dórico, el que se hablaba en Esparta en la antigüedad clásica. El laconismo le jugó en contra al idioma: como los espartanos no apreciaban el arte de la palabra, hubo poca difusión de su lengua y eventualmente se vio reducida a su ínfimo grupo de hablantes nativos, que en nuestros días, apenas son poco más de 1000.

Se escribe con el alfabeto griego, al igual que la lengua griega contemporánea.

La canción de ABBA que suena en casa de Moro mientras Milo lava los platos nuevos es "Don't shut me down", del álbum Voyage, de 2021.

Y ya está, suficiente por ahora.

Los siguientes capítulos son sobre el último día de Kardia y Dégel. Les pido dos cosas: paciencia y que no me maten, ¿va?

Prometo que el resultado será... bonito. Satisfactorio. Lo que tenga que ser, pues.

Gracias a mi coma, Chantry-Sama, que volvió a darle una ojeada al capítulo después de varios meses. Cualquier error que se haya colado es por descuido mío, no de ella.

El crédito de la imagen de portada, que representa la mano de Gigi acariciando el cabello de Milo, es para su fantástica artista, Eidan, que hizo la ilustración a propósito para este capítulo.

A propósito, desde que empecé a escribir esta historia me he imaginado a Gigi con la cara de la modelo Nyakim Gatwech. Sólo hay que ponerle los ojos color turquesa, claro. Si algun@ de ustedes la relaciona con alguien más, páseme el chisme, que será interesante recoger las impresiones.

Las imágenes que han servido como separador en cada sección del capítulo (las viñetas art decó, la espada espartana y aquellas que hacen alusión a los astros) han salido de Pinterest, y el crédito respectivo es para sus creadores. Con excepción del banner del fic, el cual hizo mi comadre.

No me queda más que agradecer su amoroso acompañamiento a esta historia: ambos (su acompañamiento y la historia) han contribuido a que estos meses hayan sido menos sombríos. Gracias por las lecturas, votos, comentarios, observaciones, sugerencias y amor.

Amor con amor se paga: besos y abrazos de vuelta.

Nos vemos el 7 de noviembre. 

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