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13. Día 2: Sin experiencia nacemos



...Incesantemente

la rosa se convierte en otra rosa.

Eres nube, eres mar, eres olvido.

Eres también aquello que has perdido.

("Nubes (I)", Jorge Luis Borges)




Dégel arrugó la nariz, como si algo le causara comezón y estuviese a punto de estornudar.

Pensó, indistintamente, como si elucubrara en medio de un sueño, que Kardia, en una de sus tontas bromas, seguro le estaría haciendo cosquillas en la nariz con alguna espiga o pluma de ave.

Alguna vez le había hecho esa jugarreta, en el pasado.

En el pasado ahora remoto, en lo factual y en lo imaginario, en que se ocupaba de procurar su bienestar sin que el maldito rufián se sintiera menoscabado por ello.

―No... No, Kardia... ―murmuró mientras manoteaba en el aire, con desparpajo―. Basta...

Aún sintió aquella suerte de cosquillas. Además de una risita que se le antojó melodiosa.

Se decidió, con la mayor dificultad del mundo, a desplegar los párpados y fijar los ojos de amatistas frente a sí mismo.

Estaba en el jardín, recostado en el kliné, cobijado con una manta ligera.

Una mosca voló rauda, desde la punta de su nariz.

Recostado en su regazo ―con un libro entre las manos y el móvil caído por un lado―, usando los antebrazos como almohadas y sentado en el piso, se encontraba Kardia, roncando suavemente.

El suelo, a su alrededor, estaba cubierto de libros.

Y de botellas vacías.

Quiso incorporarse, pero temió despertar a su amigo. Y la misma risita le llamó la atención.

Su hermana bellísima, cubierta de aquella batita ligera que vestía cuando estaba cerca de él, lo observaba con una sonrisa en los labios.

―¿Cómo te encuentras, Malysh? ¿Ha sido una buena noche?

Dégel miró en torno suyo. Kardia estaba privado del sentido, como si hubiera recibido un garrotazo en la cabeza. A un par de metros, Shion reposaba despatarrado en otro kliné, con Dohko acurrucado junto a él, abrazado de su tórax como si fuera una tabla salvavidas.

El cielo clareaba. Un viento suave y fresco, casi frío, se deslizaba entre las plantas del jardín.

―Creo que sí ―musitó el ruso, mientras acariciaba la cabellera hirsuta de Kardia―. Creo que ha sido una buena noche.

―¿Se emborracharon? ―preguntó Khíone, a pesar de que la respuesta a su pregunta estaba regada por doquier en forma de botellas oscuras.

Dégel asintió, con sobriedad impostada.

―¡Oh, sí! Eso parece, ¿verdad? La cerveza no parecía fuerte, pero Dohko nos compartió una de sus bebidas raras y...

―Vaya. Menos mal que se puso serio y contribuyó a la misión.

―¿Qué misión?

―¡Pues emborracharte, Malysh! ¡Si eres tan propio, que me das comezón a veces!

―Khíone...

―Si hasta yo me emborracho a veces con mis dos amigotas.

―¿Qué amigotas tienes tú, Ledyanaya Roza? Si eres una princesa, hermanita.

―Sí, sí. Claro. Por eso me emborracho con otras dos princesas: con tu Ledi y con Kore. Aunque Kore todavía me debe una juerga...

―No me harás creer ―pronunció Dégel con solemnidad― que mi Ledi, que mi pequeña Diosa es capaz de emborracharse.

―De acuerdo. No me creas. Pero bueno, es que ustedes la conocen en plan bien portado. Yo la conozco de hace... mucho. Y sí: se emborrachaba un poco después de una batalla ganada. Y como ella siempre gana, pues...

Sestra!

―Ay, pero cuánta seriedad. Creí que tu "amigo" cabeza hueca ya te la habría quitado de encima. Y tal vez algo más, pero ya veo que no ―añadió la Dama de la Nieve con una sonrisa maliciosa en los labios.

La beligerancia que le alborotó el ánimo se le atragantó cuando su hermano, Camus ―Bóreas el Joven, se recordó a sí mismo―, se acercó sin mucha prisa a ellos, mientras miraba en medio de una sonrisa socarrona a los dos veteranos del Santuario que dormían la mona.

―Me alegra saber que nuestros mayores no se han olvidado de cómo organizarse una parranda. Aún cuando no hayan salido de aquí ―dijo el gigantón, satisfecho―. ¿Y qué tal nos fue, Dégel? ¿Nos divertimos? ¿Te gustaron los libros?

Dégel buscó sus lentes y los encontró al alcance de su mano. Se los calzó y miró a sus dos hermanos con aire doctoral.

―Sí, nos gustaron los libros. Aunque si me preguntas, trajiste demasiada poesía.

Camus dejó ver su dentadura perfecta.

―¿Me vas a decir que no te gusta?

―Sí. Pero trajiste sobre todo poesía. Creí que traerías otras cosas. Historia. Novelas. Teatro...

―Traje de todo eso. Pero no sólo te complacía a ti, ¿sabes?

Y los tres hijos del invierno dirigieron la vista al escorpión dormido y refugiado en el regazo de Dégel.

Éste último señaló al durmiente.

―¿Lo complacías a él? ¿Y cómo sabes qué le gusta?

―Le pregunté. Y lo que me respondió... digamos que me recordó un poco a Milo.

Dégel se rascó la cabeza.

―Nunca me imaginé que el gran barbaján resultaría un recitador tan extraordinario. Y se la pasó usando el Lexicón.

―¿Lexicón? ¿De dónde? ―cuestionó Camus con seriedad―. No les he traído ningún diccionario. Aunque tal vez debí...

―Kardia descubrió un Lexicón en el artilugio raro que le dieron: se pasó toda la noche consultándolo.

Un Shun con facha de requerir algunas horas de sueño se acercó con lentitud, barriendo el suelo lleno de botellas con la mirada y fijándola luego, acusador, sobre el que aún era de hecho su paciente.

―¿Tú también te embriagaste, Dégel?

―Tanto como embriagarme, pues... supongo que sí.

―¿Y cómo te sientes hoy? ¿Ya no tienes fiebre?

―¿Cómo? ¿Has tenido fiebre, Malysh? ―se alarmó Khíone.

Camus suspiró, desalentado de pronto. Shun, que ya se colocaba el estetoscopio en los oídos, le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

―Fue apenas leve, pero lo tuvo un poco decaído anoche. Hasta que vinieron Kardia y los dos abuelos y lo obligaron a animarse. No te preocupes, suegro. Hoy, tu hermano luce bastante bien.

Bóreas el Joven asintió. Khíone se inclinó un poco y acarició los cabellos bermejos de Dégel mientras Shun proseguía con la revisión.

»Me atreveré a decir que te hizo bien emborracharte, Dégel. Cuando quieras, hago que te traigan el desayuno. A ti y a los tres alegres compadres...

―Gracias. Por mí está bien. Así desayunamos algo los cuatro y vemos qué hacer el día de hoy.

―De acuerdo ―dijo el castañito en medio de un bostezo descomunal.

―Bueno, doctor. Pide el desayuno y vete a dormir ―dijo Camus al jovencito―. Te enfermarás tú también.

―Primero dejo el reporte de la noche a la Hidra. Luego, me voy a clase.

―¿No tendrás tiempo de desayunar y descansar un poco? Hyoga debe estar esperándote.

―Hyoga viene por mí. Me acompañará a desayunar en el pueblo y luego me iré a clase. Serán pocas horas. Luego, cuando vuelva, dormiré un poco, no te preocupes.

―De acuerdo. Gracias por lo que haces por nuestro hermano y por Kardia. Agradece de nuestra parte a Angelo y a Katsaros también, aunque supongo que nosotros mismos podremos hacerlo más tarde. Que tu día sea provechoso y reparador. Dile a mi hijo que procuraré verlo pronto.

―Sí, suegro ―dijo Shun, y en un momento de vacilación, se rascó la cabeza―. Que tu paso sea benéfico. ¿Es correcto decirte eso?

Camus sonrió de oreja a oreja.

―Me parece que sí. Gracias por tus buenos deseos.

Shun se retiró hacia el interior de la sala donde se alojaban Dégel y Kardia. Camus alcanzó a verle una sonrisa torcida al encontrarse frente al escritorio lleno de botellas vacías y disponerse a moverlo a su lugar. No lo miró más, pero escuchó el ruido del mueble al arrastrarse.

Shion, importunado por la claridad del día y el ruido lejano, abrió los ojos solo para cerrarlos de nuevo, atacado por la brillantez de la luz. Y dado su movimiento perezoso y errático, Dohko siguió el mismo camino.

Los dos veteranos dirigieron sus miradas amodorradas a los boréadas, que los contemplaban a unos pasos de distancia.

La expresión taimada de Camus convenció a Shion de que el antiguo guardián de la onceava casa diría algo poco delicado.

―Ni se te ocurra ―le advirtió Shion con voz aguardentosa, lo cual desató la risotada de Bóreas el Joven―. Qué mal gusto de tu parte burlarte de tus mayores.

―Si no me burlo...

―Porque no te damos la oportunidad ―remató Dohko, incorporándose y acomodándose la ropa arrugada―. Pero incluso si te burlaras, no me arrepiento de nada. Qué noche más interesante. No la olvidaré mientras viva...

―Kardia siempre ha tenido gracia para contar anécdotas ―concedió Dégel.

―¿A qué hora se habrá dormido? ―deslizó Libra sin pretender ser escuchado.

―Quién sabe si durmió ―reflexionó Dégel―. Suele tener el sueño ligero y hay demasiada luz y movimiento para que no nos haya notado.

―Sí ―concedió Camus en actitud reflexiva―, es probable que apenas esté conciliando el sueño.

Y para corroborarlo, se inclinó y lo sacudió del hombro, lo cual no fue de gran provecho para despertar al escorpión.

Khíone frunció las cejas y los labios.

―¿Y ahora? ¿Lo dejamos dormir?

―No sé si le caerá en gracia ―reflexionó Bóreas el Joven―. Aunque no queramos pensar en ello, tiene... le queda poco tiempo. No querrá pasarlo dormido.

Si bien todos guardaron silencio tras las palabras de Camus, fue Dégel quien, con todo y su mutismo, empezó a zarandear enérgicamente a su amigo dormido.

El escorpión frunció un poco la frente y abrió los ojos de golpe. Desde el refugio de sus antebrazos, que aún empleaba como nido para su cabeza, miró en torno suyo. Al notar las miradas sobre sí, se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, mientras liberaba un intenso bostezo.

―¿Qué hay, hermanitos? ¿Quedan cervezas? ―dijo tallándose los ojos.

―No, ya no hay. Pero esta noche podemos traer otras tantas.

―Dohko... ―soltó Shion, con tono de advertencia.

―¿Qué? Quiero beber con mis hermanos. Y tú también, no te hagas el tonto.

―No me hago el tonto. Pero no pretendo emborracharlos todo... todo el tiempo que nos queda juntos.

―No hace falta ―terció Kardia, quien se puso en pie, estirándose como gato―. No tengo problema en pasar el rato con ustedes tomando el té con galletitas. Total, ya son abuelos, par de bobos.

Shion quiso fulminarlo con la mirada, pero justo cuando lo apreció con cuidado, se dio cuenta de que el escorpión trataba de quitarle peso a sus palabras anteriores. Ambos, los antiguos guardianes de Aries y Escorpio, se sonrieron con cariño.

―Ya que estás tan dispuesto a experimentar los placeres de la veteranía, justo eso ordenaré: té y pastitas. Y te voy a grabar mientras te relames con las galletas de mantequilla, cabrón revoltoso.

―No me asustan tus amenazas ―continuó el de los cabellos negros, pletórico con su sonrisa, mientras extendía una mano a Dégel para ayudarlo a levantarse―. Y cuando dices que me vas a grabar, ¿a que te refieres? ¿Vas a hacer que me retraten mientras departimos?

―Algo como eso, sí. Pero no exactamente.

―Bueno, pues ya me dirás qué quieres decir. Por lo pronto, comamos algo rápido. El tiempo apremia y quiero salir de aquí. ¿A dónde quieres ir, Dégel?

―¿Querer ir? ¿Debo querer ir a alguna parte?

―Pues no. No es obligación. Pero a mí me apetece ir por ahí. Ayer por la tarde vi algunas cosas que son interesantes. Tal vez quieras ir y verlas conmigo. Y bueno, no es que los quiera arrastrar en la andanza, pero... tal vez a Shion y Dohko les gustaría acompañarnos.

―Pues eso depende ―respondió Libra―. Si prometen no pelearse otra vez como niños berrinchudos, tal vez vayamos.

―¿Se pelearon? ―cuestionaron Khíone y Camus al mismo tiempo, frunciendo los entrecejos.

―O tal vez los dejemos ir solos ―reflexionó Shion, ignorando a los dos hermanos―. Total, Kardia volvió como si nada por la noche. Y Dégel se mantuvo bastante ecuánime no obstante que lo que vio en el pueblo fue desconcertante. Supongo que estarán bien, siempre que no salgan de Rodorio. Les daremos dinero y les enseñaremos a guiarse con alguna aplicación.

―¿Guiarnos con qué? ―replicó Kardia con cara de que no entendía una jota―. Si no necesitamos nada. Dégel es por sí mismo una brújula: el cabrón se orienta donde sea.

―Y supongo que eso fue un elogio ―rezongó el taheño, acomodándose los lentes.

―Todo lo que sale de mi boca hacia ti es un elogio, aunque a veces no lo parezca. Y bueno, vamos a desayunar. Se quedarán con nosotros, ¿verdad, abuelitos? Y ustedes dos, gigantones, también. Quiero su consejo.

»Ayer, mientras vagaba por Rodorio, me colé en un espectáculo del que no esperaba gran cosa, pero que resultó maravilloso. Y quiero saber qué esperar con exactitud de él.

»Díganme, con detalle, ¿qué cosa es el cine?



―¿Y qué quieres que te diga, Camus? Los dos son idiotas. Idiotas redomados. Lo sabía sin lugar a dudas de Kardia. Pero Dégel... ¿pues qué te digo? Descubrir que también es un imbécil es alucinante.

Dohko hablaba recostado en la cama de Dégel, dirigiéndose con total despreocupación a Bóreas el Joven, que caminaba en círculos por la habitación de su hermano y su cuñado.

Su cuñado. Ajá.

El mismo que primero le había quitado a Milo y ahora le jodía con cómo trataba a Dégel.

Aunque Dégel también se había lucido, la verdad.

―¿Sugieres que hagamos algo, Dohko? ¿Sentarnos a hablar a las claras con los dos... idiotas? En verdad, creí a mi hermano más listo que esto...

―¿Más listo que qué? ―interrumpió Khíone, furiosa―. No te atrevas a insinuar algo que traerá problemas entre nosotros, Rebenok. Mira que tú y tu manzana son estúpidos cuando se deciden a serlo. Se comprometen en ello ―Camus le dirigió una mirada torva que la otra se pasó por el arco del triunfo―. ¿Por qué Dégel y Kardia no iban a comportarse también como imbéciles?

―¡Porque no les queda tiempo qué perder! Sólo estarán aquí hoy y mañana. ¡Mañana los veremos por última vez!

―¿Y qué hacemos, Rebenok? ¿Obligarlos a tratarse bien? ¿Los encerramos en una habitación y les perdemos la llave? ¿Los dejamos solitos y desnudos, a ver si el cerebro les da para enterarse de qué deben hacer? En verdad, no me parece mala idea.

―No, no. Kardia está resultando tan idiota, que incluso si le dejamos al alcance de la mano el Kamasutra no se enterará de qué hacer ―refunfuñó Shion―. Y Dégel salió tan tímido que... que... ¿Cómo diablos resulta que es más tímido que tú, Camus?

―¿Y yo cómo voy a saber? A mí lo tímido me lo quitó Milo.

―Junto con otras cosas ―remató Dohko, mirándose las uñas como si fueran muy interesantes.

―¡Pues sí, tenía que quitarme todo lo demás! ¡O no habríamos avanzado en absoluto! ―rezongó Camus mientras jugueteaba, nervioso, con la trenza anudada por su cinta de terciopelo―. A lo que voy, es que Kardia tendría que haberlo provocado de alguna manera.

―Ay, Rebenok. Es evidente que Kardia es más idiota que tu manzana. Están fritos, ni uno ni otro pone de su parte.

―Algo se logrará. Hay que tenerles fe. Kardia ya comprobó que Dégel tiene sentimientos por él. Sólo que lo dice cuando no es consciente de ello ―comentó Shion, sentándose en la cama de Dégel al tiempo que Dohko le hacía espacio―. Kardia tendrá qué arreglárselas para dar un paso seguro.

―Y la verdad, chicos ―apoyó Dohko―, es que no me parece conveniente meter las manos en este asunto más de lo que ya lo hemos hecho. Si dan o no el paso de soltar lo que traen en el corazón, es algo que sólo le concierne a ellos. Al menos, hemos conseguido que estén juntos. Consideremos eso como una ganancia honorable.

Camus se sentó en el suelo, pensativo, y no pasaron más que unos segundos antes de que Khíone lo acompañara y le tomara una mano que acarició distraídamente.

―¿Mi hermano sigue hablando en sueños?

―En la semi inconsciencia, dama ―aclaró Shion―. Por las noches le gana la debilidad.

―No sabe que él también morirá. ¿Se lo ha dicho alguien?

―¿Y quién se lo dirá, Sestra? ¿Tú te atreves?

―Y tal vez sí. Alguien debe decírselo para que deje de hacerse el tonto.

―No sé. Las cosas entre Milo y yo fueron a peor cuando intervinieron otras voluntades. Al final creo que fue mejor, pero hizo que las cosas resultaran más tortuosas. Coincido con Shion: lo que suceda es asunto de ellos.

―Pues más les vale hacer que pase algo. Y rápido.

―Tal vez esto es lo que debía suceder, Sestra. ¿Quién nos dice que estos dos necesitaban vivir como pareja? Tal vez lo que tienen ahora es su manera de ser felices. No lo sé. Quiero lo mejor para ambos, pero tal vez lo mejor no sea lo que yo imagino para ellos. Quizá su camino es diferente.

Shion asintió, pensativo.

―Necesitan espacio, Camus. Espacio propio. Ambos son muy independientes. Al menos, fuera de su ámbito privado. Dohko y yo sabemos, porque lo presenciamos en nuestra juventud, que entre ellos hay una suerte de codependencia. Pero respecto a los demás... ninguno de nosotros tiene cabida en su órbita, ¿me explico? No más allá de lo que la cortesía y la fraternidad dicta.

―Ya ―suspiró Camus―. Y para bien o para mal, eso nos incluye a nosotros, Sestra. Creo que está bien que les procuremos las condiciones para facilitarles lo que sea que necesiten hacer. Acompañarlos. Amarlos, porque nuestros corazones necesitan entregarles amor. Pero fuera de eso, no deberíamos intervenir.

Khíone se estrujó las manos, nerviosa.

―He perdido suficientes amores como para saber que el tiempo disponible es poco, y por ello mismo, precioso. Deberíamos decirle a Dégel que...

―Dejemos que entre ellos se digan lo que necesiten. Tranquilízate. Seamos sus hermanos acompañándolos, no diciéndoles qué hacer. Eso es lo que necesitan de nosotros. ¿No lo crees?

Khíone soltó un largo suspiro. Asintió, aunque sin mucha convicción.

―Supongo que sí. Supongo que puedo amar a mi hermano de esa manera.





Saga esperaba en el pasillo que daba a las oficinas de la Secretaría del Departamento de Física de la Kapodistríaca. Hacía unos minutos que Aiolos había entrado a concluir el trámite de su titulación y el mayor de los Géminis veía ir y venir estudiantes y maestros.

Más de uno pasó a su lado y le dedicó algún saludo o sonrisa, pues muchos lo tenían identificado como el acompañante habitual de Aiolos en los congresos estudiantiles. Además, hacía unos pocos días, cuando Aiolos sostuvo su disertación, él fue quien más aplaudió luego de que los examinadores dictaminaran el Excelente en la calificación final del flamante astrofísico.

Aiolos daría el discurso de graduación a nombre de sus compañeros de generación. Y aunque no se lo diría ―básicamente porque Sagitario no lo había preguntado―, cada poro de la piel de Saga rebosaba orgullo por su pareja.

El rubio vio a lo lejos la espalda ancha de Aiolos, vestida de una camisa clara de lino. No se escatimó el barrido por las piernas enfundadas en mezclilla deslavada y los cabellos color miel, agradablemente despeinados.

Qué apetecible era ese cabrón.

Conversaba muy animado con el asesor de su disertación. Saga consideraba que nadie le vería con malos ojos si se acercaba con intenciones nada sutiles de llevarse de ahí a su pareja, pero decidió no poner a prueba su paciencia y se mantuvo recargado en la pared, con mansedumbre, esperando a que su amor decidiera por fin recordar que lo tenía en calidad de adorno en el pasillo.

Mientras esperaba, el móvil vibró en su bolsillo. Lo sacó para encontrarse con un mensaje de Kanon, que le proponía que se reunieran más tarde para comer. "Te tengo nuevas", decía el mensaje, "de las que se anuncian en buena compañía mientras se comparten el vino y el pan".

Saga frunció un poco los labios, con desconfianza. ¿Nuevas? ¿Ese cabrón? ¿Compartirlas en medio de una borrachera?

"¿A quién habrá embarazado este idiota? ―rumió para sus adentros―. Como Rhadamanthys se entere, lo va a desmenuzar vivo."

Al cabo de cinco minutos, Aiolos y el profesor con quien conversaba se estrecharon las manos con efusión, se dedicaron un abrazo estrecho y se separaron sin más.

Sagitario llegó al lado de Saga con una sonrisa que se expresaba en los labios y la mirada. Pasó un brazo por la cintura del de Géminis y alojó la mano en el bolsillo trasero de su pantalón, en una muestra nada sutil de que aquel espécimen era suyo. Empezaron a caminar hacia la salida.

―¿Y bien? ―dijo Saga―. ¿Qué otro trámite tienes pendiente realizar?

―Ninguno referente a los estudios de grado. Sin embargo, me han aceptado en el posgrado y acabo de entregar la solicitud y la papelería.

―¿Acabas de entregarla? ¿Cómo, si dices que estás aceptado?

―Digamos que el profesor Theocharis dio por hecho que me matricularía e inició el proceso por mí.

―Vaya, qué agradable sujeto, que primero te preguntó tu parecer. ¡No, espera! ¿A qué hora hizo eso?

La risa grave y alegre de Aiolos reverberó en las paredes del pasillo, que dejaron pronto atrás al momento de salir a la explanada del edificio. Saga estrechó los hombros de Sagitario, lo hizo inclinar un poco la cabeza y le besó la mollera.

»Bueno, es evidente que sí quieres entrar al dichoso posgrado.

―Y también que en algún momento, el profesor Theo y yo hablamos al respecto.

―¿Ah, sí? ¿Cuándo, que no me enteré?

―Lo hablamos hace tres semestres, cuando empecé a participar en todos los congresos nacionales. El profesor me lo sugirió y no me pareció mala idea. El próximo semestre, que será el primero del posgrado, lo estaré auxiliando en dos de sus cátedras de grado.

―Anda. Si ya lo tienen todo calculado, cabrones.

―Algo como eso, sí. Además, me pidió apoyo para una actividad especial y le he dicho que sí.

―¿Vas a revisarle la tesis a todos sus asesorados del próximo semestre?

Aiolos largó una carcajada estentórea, que llenó de júbilo al gemelo mayor.

―No, aunque supongo que podría hacerlo. En las vacaciones de invierno acude a un convento que funciona como orfanato, en Creta. Durante tres noches imparte a los niños un pequeño taller de astronomía. Lleva telescopios portátiles, un proyector para reproducir algunos episodios de Cosmos y les cuenta historias sobre las constelaciones.

»Este año no podrá hacer su viaje porque tiene un compromiso familiar, y me ha preguntado si puedo sustituirlo. Obvio, le he dicho que sí. La próxima semana vendré a que me explique con detalle qué actividades aborda y el mejor modo de hacerlo.

―Y como casi no te gustan los niños...

―A ti también te gustaba ser el hermano mayor, no te hagas el tonto.

―Kanon es un insoportable, en aquella época queríamos ahorcarnos el uno al otro.

―Me refiero a los chicos, no a Kanon. Hasta a Angelo le tenías un montón de paciencia.

―Era eso o arrancarle la piel a tiras.

―¡Oh, pero bueno! ¡De acuerdo! Ya que no te gusta convivir con niños, no te invitaré a acompañarme.

―¿Qué? ¡Pero claro que quiero ir!

―No voy a imponerte un viaje que te resultará...

―Maravilloso. Me encantará ayudarte con los pequeños.

Aiolos detuvo su caminata y miró a Saga a los ojos. Buscó algún signo de que su pareja estuviera mintiendo por compasión y lo que encontró fue una auténtica necesidad de... no separarse de él.

―Saga... No me pasará nada. No habrá diosas locas al acecho, ni barrancos.

―Barrancos sí puede haber.

―Mira, acantilados sí hay, pero no me acercaré a ninguno más que con ánimos científicos, ¿de acuerdo?

―¿Eso significa que medirás la fuerza cinética con la que caes al precipicio?

―Fuerza de gravedad, Saga. Estás hablando de un cuerpo en caída libre.

―¡Anda, cerebrito! Gracias por ponerle elementos pintorescos a mis pesadillas. Ahora sé qué pasó contigo cuando Shura te persiguió y te...

―Saga...

―Iré contigo. Porque no pienso dejarte ni a sol ni a sombra. Y porque tienes razón, me gusta ser el hermano mayor. Incluso del idiota de Kanon.

―Si Kanon es idiota, tú también lo eres, bobo.

―Ya lo sé. Pero nunca lo escuchará de mi boca. ¿De acuerdo?

Aiolos pintó una bonita sonrisa en sus labios, que dejó alelado a Saga, y continuó su camino.

―El próximo semestre será muy movido, tanto por mis clases como por mis actividades de apoyo al profesor Theo. ¿Crees que Saori se ofenda si me hago de un apartamento acá, cerca del Campus?

Saga enarcó las cejas.

―No lo creo. De hecho, creo que se lo está esperando. Tal vez... tal vez yo haga lo mismo.

―¿Buscar apartamento? ¿Por qué? ¿Vas a cuidarme?

―De tiempo completo, obvio.

―Qué horror. Si en serio piensas portarte como novio psicótico, tal vez debas simplemente mudarte conmigo.

―No me des alas.

―No, torpe, el de las alas soy yo. Lo que te doy es cuerda.

―Anda, pues. No me des cuerda.

―Si no te doy cuerda, ¿cómo te convenzo de que te mudes conmigo?

―Pidiéndomelo.

Aiolos dedicó una mirada escrutadora a Saga. No obstante las frases entre posesivas y juguetonas que habían estado intercambiando, lo que leyó en las pupilas color esmeralda fue una tranquila devoción. La aceptación incondicional del camino elegido por Aiolos.

―No tienes que plegarte simplemente a mis deseos, Saga. Yo quiero esto: aprender, enseñar y aprender enseñando. Ese es mi sueño, que vine a descubrir a estas alturas, con nuestra vida recuperada. Tú puedes seguir el tuyo y yo lo respetaré y apoyaré como tú has hecho conmigo.

―Mi sueño eres tú, bobo.

Aiolos cerró los ojos en medio de una sonrisa y escondió el rostro para que Saga no viera el profundo sonrojo que lo invadió.

Pero Géminis lo conocía demasiado bien.

»Y mientras le sigo los pasos a mi sueño, descubriré sin duda actividades interesantes por realizar. Te diría que me matricularé en alguna carrera pero... no lo creo. Sin embargo, no te preocupes. Encontraré algo que me resulte atractivo.

»Mientras tanto, ¿en qué zona te interesa buscar alojamiento?

―El barrio estudiantil estará bien. ¿Quieres que demos una vuelta exploratoria ahora mismo?

―Si eso quieres, está bien para mí.

―Será una manera de hacer tiempo. Aiolia vendrá en un rato a hacer sus propios trámites, y luego paseará un rato con Marín. Me propuso ayer que nos reunamos con ellos y pasemos la tarde juntos. ¿Qué te parece?

―Que Aiolia y Kanon se pusieron de acuerdo.

―¿Cómo?

―Que mi hermano quiere comer con nosotros. O al menos conmigo. Aunque bien sabe que estoy pegado a ti como tábano.

―Oye, esa es una expresión peligrosa ―dijo Aiolos entre risitas traviesas.

―¡Mira, nerd, que te me estás volviendo malpensado! ―respondió Saga botado de risa.

―Ah, sí. ¡Como siempre he sido un inocente!

―Pues últimamente no lo eres mucho. ¿Quieres que propongamos a nuestros hermanos idiotas que nos reunamos todos juntos?

―No sé. Tal vez Kanon quiere pasar un rato contigo nada más.

―Puedo preguntarle si acepta una reunión de familia extendida.

―Bueno. Pues hazlo. En un descuido, terminamos buscando alojamiento todos juntos.

―Oye, no es mala idea. Podrían ofrecerte un buen precio si se imaginan que cada uno quiere su propio departamento.

―Marrullero. Tramposo ―se carcajeó Aiolos.

―Sí ―lo abrazó Saga―. Pero así, tramposo y marrullero, te gusto.





Milo se esforzaba por leer el Libro. Pero a cada párrafo que avanzaba, una desagradable sensación de vértigo lo invadía.

Estaba tratando de revisar las secciones tachadas. Y para ello, estaba analizando un punto fijo.

Camus había llegado a Asgard. En los primeros días de su entrenamiento, mientras vivía a la intemperie, se había topado con Surt. Habían hablado con cierta aspereza, pero Sinmone se les había reunido y había pedido a su hermano que invitaran al pequeño pelirrojo a hospedarse con ellos. Surt había puesto una exigua resistencia, pues no le negaba nada a su hermana y eso había supuesto el inicio de una amistad destinada a cambiar la vida del pequeño francés.

Los acontecimientos habían sido los mismos hasta el punto en el que Camus y Sinmone habrían cruzado su camino con el monstruo que les había asolado la existencia. Con el detalle de que en la escritura original, Moro se las había arreglado para darle esquinazo a la Dama Blanca.

Sin el encuentro con Skade, la nena, Sinmone, se habría convertido en un pilar en la vida de Camus.

Al enterarse de que tenía una relación tan terrible con su padre, lo habría tupido a reproches. ¿Cómo que no hablaba con su padre? ¿Qué no darían ella y Surt por poder pasar con papá y mamá aunque fuera un momento, en lugar de llorar su ausencia?

¿Cómo que pretendía ocultar sus sentimientos? ¿Cómo entonces sería capaz de graduar sus pasiones y decidir si una causa era o no justa? El intelecto puro no siempre era confiable.

¿Cómo que sería un maestro intransigente? Si la oportunidad de tocar la vida de un chico era sagrada, no podía darse el lujo de entregar una enseñanza sin enriquecerla con amor.

Y luego estaba su amigo, Milo. ¿Cómo que no era capaz de expresarle abiertamente el enorme amor y la confianza que le profesaba?

Camus habría tenido trece años cuando, en medio de un atardecer compartido y de un intercambio de miradas lánguidas, habría cedido al impulso de ofrendar su primer beso a la nena candorosa que ocultó la carita sonrojada entre sus cabellos rojos y el cuello pecoso.

"―¿Te casarás conmigo? ―preguntó la chiquilla de diez años.

―Por supuesto. ¿Con quién más querría pasar mi vida?"

Milo apartó la mirada del Libro, atacado por una violenta arcada. Salió corriendo del estudio de papá y entró como tromba al baño. Se arrodilló ante el retrete y devolvió todo lo que había en su estómago: el café, el yogurt con frutas, el trozo de baklava y el huevo escalfado.

Dioses. Qué desagradable manera de ver nuevamente su desayuno.

Escuchó un suspiro profundo a sus espaldas.

―Puedes descansar un rato, Solecito. No tienes por qué martirizarte.

La enorme mano de papá se posó con suavidad en su mollera y le dedicó una caricia amorosa.

»Anda. Levántate y lávate la boca. Toma un baño de burbujas y ven a la mesa. Te serviré té y un poco de fruta fresca, para que no tengas el estómago vacío. Después de eso, puedes acompañarme un rato en el taller.

Milo recordó con una sonrisa tenue la jornada del día anterior en el taller de papá.

Tal como Moro lo había asegurado, nadie reconoció al escorpión. Pasó las horas desde el mediodía hasta las cinco de la tarde resolviendo pequeños detalles de una moto muy bonita que llegó a manos de papá el día anterior. Lo vio desmontar las llantas para ajustar luego los baleros. Papá le indicó que había que cambiarlos y, ante la expresión de pánico en la cara del escorpión, Chopper procedió a cambiar dicha pieza en otra moto sobre la que tenía que trabajar.

Milo se descubrió plácidamente ocupado en ajustar y hermosear aquel elegante corcel, como si lo conociera de siempre y supiera con exactitud cuáles eran sus dolencias.

Cuando la tuvo lista y rearmada, brillante y rozagante luego de una concienzuda examinación que no entendía cómo había sido capaz de realizar, el dueño de aquella fina cabalgadura llegó como si nada.

―Pero qué incorregible eres, Chopper. ¿No te cansas de rodearte de tanta belleza?

El escorpión casi entró en pánico cuando se encontró evaluado por la penetrante mirada de Misty de Lagarto.

Iba a empezar a ladrarle a su padre todas las groserías que se sabía y algunas que estaba por aprender cuando Krishna le lanzó una mirada de advertencia a Misty.

―Oye, oye. Que el único trozo de chocolate que te comes está a un lado tuyo.

―¡Por todos los dioses, señor general! ―exclamó Misty con una indignación jocosamente fingida―. No me lo imaginaba a usted en plan celoso.

―Pues yo tampoco te imaginaba zalamero con otros... especímenes.

―¡Misty, niño precioso! ¡Qué bien que has llegado! ¡Tu montura ya está lista! El pequeño Jember ha terminado de ponerla a punto.

―¿Jember? ¿Sol? ¿Eres etíope? ―soltó Krishna las preguntas al hilo y sin apartar la mirada inquisidora de encima de... Milo.

―Eh... yo... ―balbuceó... Jember.

―Sí, es etíope. Es hijo de mi mejor amiga. Acaba de terminar la escuela técnica en mecánica. Lo estoy supervisando: se montará su propio taller en Adama.

―Ah. Y es... ya sabes... ¿es hábil con las máquinas? ―deslizó Misty, dubitativo.

―Mira, niño precioso, no hagas preguntas bobas. ¿Te piensas que voy a poner en duda mi reputación con un mal auxiliar? No, no. Jember es espectacular de bueno.

Misty sonrió con picardía, como evaluando lo... bueno que Jember podía ser.

―Es cierto, Chopper. Tú jamás arriesgarías tu buen nombre. Y entonces, ¿eran los baleros?

―Mira, niñito bello. La verdad, revisé a fondo tu corcel y no le encontré falla alguna: está al cien. Ya lo estaba desde la semana pasada en que lo afiné. Sin embargo, entiendo que en tu exceso de celo no quieras arriesgar la integridad de tu amigo. Jember y yo decidimos que si tu salud mental se beneficia con un cambio de baleros, pues lo hacemos y ya está.

Misty tomó la mano de Krishna, en una demostración clarísima de complicidad. Y de que deseaba presumir el portento de hombre que llevaba a su lado. Asintió una sola vez.

―Gracias por seguirme los caprichos, Chopper. Sé que no te gusta perder el tiempo, y por ello te agradezco doblemente que me hayas atendido de nuevo cuando ya habías trabajado en mi máquina.

―No, no. No te preocupes, niñito precioso: eres muy importante para mí. Si hubiera tenido hijos, me habría encantado que fueran amigos tuyos.

―Gracias, Chopper. Eres muy amable ―musitó Lagarto con una sonrisa tímida asomándose en la comisura de su boca―. ¿Cuánto te debo?

―El costo de la pieza. La mano de obra es cortesía de la casa. Jember está feliz de haberte ayudado. ¿No es así, Solecito?

Jember (Milo) asintió con un ímpetu furioso.

―¿Quién realizó el trabajo? ¿Jember?

Tres pares de ojos (los de Misty, Chopper y... Jember) se fijaron en Krishna.

Milo ―Jember― asintió con llaneza.

»Todo trabajo debe pagarse ―dijo Chrisaor, al tiempo que sacaba algo del bolsillo para depositarlo en la mano del ayudante de Chopper.

Una bonita moneda de plata, pequeña pero pesada, se mostró lustrosa en la piel clara de la palma de Jember, quien miró al acompañante de Misty con extrañeza.

―¿Y esto?

―Es tu pago.

―¿De dónde la sacaste? Nunca había visto algo así.

―Se llama Indio. Hay muy pocas en el mundo: una o dos. El rey Manuel I de Portugal las hizo acuñar en el siglo XVI. Esta la saqué del fondo del Índico. *

Jember ―Milo― miró en silencio a su interlocutor.

Misty carraspeó. Extendió una sonrisa que era a la par seductora y orgullosa cuando se abrazó del torso fibroso de Chrisaor.

―Krishna es antropólogo. Y en su tiempo libre, bucea.

Chopper sonrió de oreja a oreja y Milo ―Jember―, simplemente asintió.

―Gracias por el pago. Guardaré tu moneda. Me dará suerte.

Ahora, arrodillado ante el retrete, Milo, que trataba de sonreír con el recuerdo de Misty y Krishna, sintió revivir las arcadas y terminó devolviendo lo que aún llevaba en la panza.

―Vamos, Solecito mío. Tranquilo, tómalo con calma. Suficiente del Libro por hoy. Te vendrás conmigo al taller y relajarás el espíritu. ¿Recuerdas que te lo dije? El Libro es... demandante.

Milo, agitado y sudoroso, se recargó contra la pared. Resollaba y luchaba contra la creciente náusea que le subía desde la boca del estómago. Las palabras y las imágenes que estas habían formado en su mente, en su espíritu, lo atosigaban.

―Camus... le prometió a Sinmone casarse con ella cuando era un niño. ¡Un niño!

Moro soltó un suspiro. Se puso en cuclillas y se sentó en el suelo, junto a su hijo.

―Sí. Ya habíamos hablado de eso.

―Y él... Él me quería a mí también. ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo? ¿Nos amaba...? ¿Nos amaba a los dos?

El Gran Destino se encogió de hombros.

―Y sí. Eso parece.

―Estaba dividido.

―Lo sé.

―Amaba a Sinmone y me amaba a mí. Pero no quería dejar su promesa sin cumplir. ¡Una estúpida promesa de niños!

―¿Qué quieres que te diga, Solecito?

―¿Por qué? ¿Por qué? ¡Tú lo escribiste así! ¿Por qué le pusiste ese tormento en el alma? Puedo sentirlo... ¡Lo siento, papá! ¡Siento la intensidad de su conflicto! ¡Esa intensidad es lo que me provoca náuseas!

―Sí. Lo sé. Tu esposo siente con mucha intensidad. Lo gracioso es que finge que no siente un carajo, cuando en realidad se lo está cargando el demonio por todas las emociones que oculta.

―Papá, ¿por qué no lo destinaste para mí desde el principio? No habría sufrido así.

―No se suponía que sufriera, hijito mío. No se suponía que sufriera. Tú y Sinmone debían ser los cimientos de su corazón, sus dos grandes amores. No niego que contemplé que él y la nena se quedaran juntos. Pero no era... indispensable...

Moro se quedó en el suelo, con la vista oculta por los lentes oscuros fija en el techo. Milo casi podía escuchar la actividad incansable en la mente de aquel ser colosal, que no paraba de hacer su trabajo ni siquiera cuando parecía que estaba en reposo.

Ahí, en la semi oscuridad del baño, Milo veía las imágenes cambiantes ir y venir en los brazos de su padre.

Los tatuajes... La tinta...

Tenían vida propia.

―Tú... ¿Tú también te sientes así cuando estás junto al Libro?

Moro hizo un gesto silencioso que podía interpretarse como un asentimiento.

»¿Por eso trabajas en él sólo unas pocas horas?

Moro frunció las cejas y miró a su muchacho como si éste le hubiera dicho una total estupidez.

―¿Qué dices, mi niño amado? ¡Si estoy trabajando en él todo el tiempo! ¡Justo igual que tus tías con el Telar!

―Pero... Pero sólo estás escribiendo unas horas, durante la noche.

El Gran Destino pintó una expresión de suave simpatía en la parte visible de su rostro.

―Ay, Solecito. Bendita sea tu inocencia. Bendita sea. Anda. Lávate un poco y acompáñame al taller. Mañana puedes intentar de nuevo estudiar el Libro.

Milo entrecerró los ojos, desglosando cada una de las palabras de su padre.

―Kardia y Dégel morirán mañana, papá.

Moro guardó silencio. Asintió. Se mantuvo mudo, en espera de lo que su hijo tenía por decir.

»Si no estudio el Libro hoy, no encontraré el modo de ayudarlos. De escribirles un destino más propicio.

―No hay garantía de que encuentres el modo, aún si te quedas estudiándolo, hijo. No es fácil. Ya lo estás experimentando.

―¿Estás tratando de distraerme, de tentarme, para que me aleje del Libro y entonces los deje partir, papá? Tu amiga, Gigi...

―¿Viste a Gigi? ―preguntó Moro con franca curiosidad.

―No. Pero hablé con ella. Y dice que tú preferirías que Kardia viviera. Que todos tus hijos vivieran...

―Oh, Gigi. Qué tramposa. ¿Por qué hablas de mí a mis espaldas?

―Entonces... ¿Es cierto? ¿Prefieres que Kardia viva?

―Claro que lo prefiero. Pero no es saludable para el equilibrio de este mundo. De por sí, bastante infracción es que estés por ahí, decretando destinos sin ton ni son...

―No hago eso, papá.

―Solecito amado: ¿eres tonto o te haces? Has estado cambiándome la escritura sin darte cuenta desde hace cinco años. Y en los últimos días, te has lucido: le acomodaste la vida a Misty y a Aiolos, además de poner a dormir a tu esposo. En fin, que si uno solo de ustedes es peligroso, tener a los dos sueltos es un anuncio de desastre.

»Quisiera a mis hijos conmigo. Me gustan los niños, ¿sabes? Pero ya ves: puede resultar peligroso que anden por ahí.

―Y si aprendiéramos a mantener un perfil bajo, ¿dejarías que ambos nos quedemos?

Moro se quedó pensando, con expresión ausente.

―Esa sería una habilidad muy interesante de desarrollar. Especialmente porque ni a ti ni a Kardia se les da el sosiego. ¿Eso es lo que vas a tratar de escribir? Acuérdate que no tocas el Libro para modificarlo: para eso tienes tu libretita.

―No sé qué escribiré. Ni siquiera soy capaz de leer en tu Libro.

―Pues con eso te me das por vencido, hijito.

―No, no. Quiero seguir intentando. Nada más, no sé cómo paliar el malestar que el Libro me provoca.

Una serie de ruidos sutiles tuvo lugar en la sala. Tanto Milo como Moro guardaron silencio y se miraron el uno al otro. Luego de unos instantes, una canción empezó a sonar.


"I have a dream, a song to sing

To help me cope with anything

If you see the wonder of a fairy tale

You can take the future, even if you fail"


Milo resopló, levantándose el cabello de la frente con el impulso de su aliento.

»Al menos ahora sé que es a tu amiga a quien le gusta ABBA.

Moro se llevó los dedos índice y pulgar a la frente y se aplicó una leve presión en el puente de la nariz.

Lucía un tanto... desconcertado.

―En eso te equivocas. Me encanta ABBA. Y casualmente a Gigi también. Compartimos algunos gustos e intereses. Pero no todos.

»Por ejemplo, a ambos nos encantan Esquilo, Séneca, Shakespeare y Jane Austen. A mí me gusta Sófocles, pero ella prefiere a Eurípides. A ambos nos gustan Homero y Hesíodo, aunque a ella le gusta Virgilio y a mí me parece un pesado. Yo prefiero a Apolodoro y a ella le da igual. A los dos nos fastidian Hegel y Schopenhauer, y nos hacen gracia Marx, Nietzsche y Sartre.

»Sin embargo, nuestro pique de los últimos cincuenta años estriba en que ella detesta a Corín Tellado mientras que a mí me fascina.

―¿Qué? ¿Quién es esa?

Moro suspiró, negó con la cabeza y sonrió condescendiente a su retoño.

―Me decepcionas, pedacito de cielo. ¿Cómo que no sabes quién es la querida Corín? A ver si te me pones a investigar, pequeño rufián.

»Escucha: refréscate, ¿quieres? Serénate, límpiate la boca, échate un poco de agua en la cara. Y ven conmigo al comedor. Veré qué puedo darte de comer. Y veremos qué haces con el Libro.

Milo vio a su padre levantarse y dirigirse al exterior del baño. Lo escuchó en la cocina, hablando con alguien más cuya voz asoció con Gigi. No hablaban alto, más bien parecían cuchichear.

El joven rubio cerró los ojos y recargó la cabeza en la pared. Trató de relajarse, pero la náusea persistía. Respiró profundo, intentando convencerse de que los pasajes tachados en el Libro eran eso: pasajes tachados que sencillamente fueron descartados por su padre, sin importar que fueran el relato que por principio había trazado.

Sin embargo, la historia original de Keltos lo torturaba. Si bien no se topaba jamás con su perseguidora, las cosas no habían sido todo lo felices que Milo había querido suponer.

En efecto, tal y como le había reclamado a papá, Camus había estado dividido entre el afecto por Sinmone (que si bien entrañaba un enamoramiento real, tenía mucho de fraternal) y el que profesaba a Milo (a quien consideraba su amigo dilectísimo y confidente, pero que protagonizaba muchos de sus sueños y anhelos no precisamente inocentes).

Había leído con la mayor concentración que había podido aquella fábula.

En general, la vida de Camus seguía los hechos que ya habían compartido en su vida actual: se había mantenido lejos del Santuario cuando notó que los manejos del Patriarca eran extraños, había sido maestro de Hyoga e Isaac y había otorgado el manto del Cisne al rusito, había enfrentado a su querido alumno en la Guerra Civil y había sucumbido en sus manos.

Había regresado como desertor en la Guerra Santa, vistiendo los colores del Inframundo.

Pero había grandes diferencias. Y esas eran las que lo ponían enfermo. Dos, para ser exactos.

La primera, que rememoraba una y otra vez con dolor, le provocaba la náusea.

"―¿Por qué no se lo dices? Si yo soy capaz de ver lo que sucede entre ustedes dos y de llamarlo por su nombre, ¿por qué no puedes hacer lo mismo? ¿No entiendes que si das el paso, él estará obligado a reconocer lo que hay en su corazón?

―¿Cómo puedes decir eso? ¡¿Es que estás ciega?! ¿Crees que Camus tendría un accidente ridículo como éste? ¡Se emborrachó y me besó, y no lo soportó! ¡Y estas son las consecuencias!

―¡Porque percibió que lo rechazabas! ¡Lo que no soportó fue tu reacción! ¿Acaso no sabes lo tímido que en realidad es? ¡Lo disfraza con frialdad e indiferencia, pero la verdad es que tiene el corazón frágil!

Milo, de visita en Siberia, sostenía el cuerpo empapado y exánime de Camus entre sus brazos. Lo había sacado casi ahogado del mar, cuya cubierta congelada había quebrado a base de golpes; llevaba ya un buen rato intentando reanimarlo.

Sinmone, que mantenía a su prometido bajo vigilancia constante, se había dejado ir despavorida a aquellas tierras heladas cuando sintió que la vida de su amado titilaba.

Ambos suponían que Camus, ebrio y alterado anímicamente, había "practicado" sus técnicas contra la superficie congelada del mar, abriendo una fractura en la capa de hielo que, separada del resto, se había tambaleado con él encima. El mar se lo había tragado, dejando la placa en su lugar original.

La falla se había sellado de nuevo, dejando al francés, aturdido y con los estados alterados, al arbitrio de la corriente helada.

―¡Camus se debate entre los dos, Sinmone! ¡Te adora! ¡Te prometió casarse contigo! ¡Jamás será capaz de faltar a su palabra!

Sinmone, con lágrimas de angustia corriendo por sus mejillas pálidas, se arrodilló en el suelo helado, junto a Milo, y extendió las manos para emitir una suave onda de energía. Miró a Milo, y con el gesto, le pidió que hiciera otro tanto.

Las cosmoenergías de ambos envolvieron al Santo de Acuario.

―¡Tiene dudas! ¡Y está en su derecho de tenerlas! Y si alguien puede traerle la serenidad suficiente para desecharlas, ¡eres tú! ¡Eres tú! ¡Es cierto, lo amo y me ama! ¡Pero también te ama a ti, así como tú a él! ¡Reconócelo de una vez, díselo, y trae la paz a su espíritu!

―¿Para qué? ¡Se casará contigo!

―¡Eso no lo sabes, no lo sabemos! ¿Crees que le reprocharé si decide lo contrario? ¡Lo adoro! ¡Y soy capaz de dejarlo ir si con eso aseguro su felicidad! ¡Tú lo harías feliz!

―¡Pues a mí me sucede igual! ¡Lo adoro y por eso me hago a un lado! ¡Me hago a un lado...! Es tuyo, Sinmone. Lo ha sido desde el principio, desde que se encontraron en Asgard, en la nieve... Es tuyo...

»Conseguiste que se uniera a su Padre y a su hermana. Que fuera capaz de aceptar la partida de su madre. Que sea abierto y cortés con sus hermanos de armas. Que sea un padre más que un maestro para sus aprendices. Evitaste que Isaac muriera tragado por el mar y te lo llevaste a Asgard, para que fuera guardián.

»Sinmone, Sinmone... Te casarás con él, como te lo prometió. Le darás hijos: esos que le has prometido desde que eran niños y con los que siempre ha soñado...

»Yo, ¿qué le puedo ofrecer? La vida estéril y la muerte sangrienta del soldado.

»Sé que harás feliz a Keltos y no permitirás que le suceda ninguna desgracia.

»Tienes el poder para ello..."

Una nueva arcada lo llevó a aferrarse a la orilla del inodoro y sufrir las inútiles contracciones de su estómago, que ya no tenía nada qué devolver. Un llanto bajito y persistente le trizó la laringe y le desbordó los ojos de lágrimas.

¿Cómo era posible que Keltos lo hubiera pasado tan mal en esa versión de su vida que debió resultar idílica? ¿Cómo había sido capaz de intentar un suicidio tan estúpido por un impulso mal digerido de su corazón? 

Escuchó tras de sí un sonido de aire desplazado, de alas batiendo. Luego un leve rasguñar en el piso.

Y al final, un peso ―leve, pero contundente― en su espalda primero y en su hombro izquierdo después.

Algo empezó a hurgar en su cabellera, despeinándola todavía más.

Y literalmente empezó a graznar en su oído.

t͟s'eḥāyama! t͟s'eḥāyama! ¡Solecito! ¡Solecito! Mebilati! ¡A comer! (1)

―¿Pero qué carajo? ―gritó Milo al tiempo que manoteaba para quitarse aquel peso vociferante de encima.

Un furioso aleteo le alborotó los cabellos rubios y se los dejó pegados al rostro húmedo de sudor. Milo se alejó del retrete y se viró, para mirar aquello que lo asediaba.

Un cuervo de alas negrísimas, que le recordaron el cabello negro con brillos azules de Kardia, tenía sus ojos de oro fijos sobre él.

Milo pestañeó, desconcertado. Se rascó la cabeza, olvidando por un momento su aflicción.

El ave volvió a aletear y graznó.

―¡Arriba! ¡Arriba! ¡A comer, Solecito! ¡A comer, o papá te llevará de las greñas!

El ave rasguñó el piso con sus garras. Lanzó picotazos furiosos contra las baldosas.

―Pero... ¿tú de dónde saliste?

t͟s'eḥāyama! t͟s'eḥāyama! ¡Arriba, que te arreo de las greñas!

Y para reforzar la amenaza, la avechucha se levantó en un breve aleteo y fue a posarse de nuevo en el hombro de Milo, para picotearle la cabeza después, sin misericordia.

―¡Basta, basta! ¡Ya voy, engendro del Inframundo! ¡Suéltame ahora mismo! ¡Ya, déjame, déjame!

El rubio se levantó rápido, mientras seguía manoteando para quitarse de encima al pajarraco que lo azuzaba y salió hacia el pasillo, con la esperanza de dejar atrás a su torturador.

Sin embargo, no fue así. Cuando estaba a unos pasos de la mesa, el ave lo alcanzó, se le trepó a un hombro y siguió picotéandole la cabeza.

―¡Aquí está! ¡Aquí está! ¡Ya traje al depresivo! Échei gíne! Échei gíne! tefets'eme! (2) 

Moro salió de la cocina, con una taza en una mano y un plato con pan tostado cubierto con tomates en la otra.

―¡Ah, gracias! ¡Gracias, calandria bonita! Eres muy amable. Tengo pepitas de girasol. ¿Quieres?

―¡Quiero, quiero! ¡Dámelas ahora! ¡Dámelas, dámelas!

―Por supuesto, ingeniero. Dejaré instalado a mi pequeño Sol y te atiendo, ¿te viene bien?

―¡Solecito, Solecito! ¡Come de una vez! ¡Come y no te distraigas! ¡Tonto! Monyi! (3)

―¿A quién le llamas tonto, plumífero charlatán? ―gritó Milo, indignado―. ¿Y qué más te da si me distraigo, pajarraco horroroso?

―¡Horroroso tú! ¡Horroroso tú! ¿Ya te viste las greñas? ¡Tienes un nido de pájaro en la cabeza! ¡Cabeza de nido! ¡Cabeza de nido!

―¡Pero qué...!

―¡Ya está, hijito querido, mi niño Sol! ¡Te me sientas a comer y te me tranquilizas! No agredas al ingeniero, ¿estamos?

―¿Cómo que ingeniero? ¿Por qué le llamas ingeniero a la avechucha horrible esta?

―Óyeme, no me maltrates a la calandria, pedacito de cielo. Ya sé que no es un faisán ni un cisne, pero horrible como dices no es. Y te ha ido a buscar procurando tu bien. Así que compórtate.

―¿Cuál calandria? ―siseó Milo, encabronado―. ¿De quién te burlas más, señor padre? ¿Del cuervo horrendo que tienes por mascota o de mí, que no lo soporto?

Moro desplegó una pequeña sonrisa torcida que alebrestó todavía más al Solecito. Se acomodó los lentes oscuros y meneó la cabeza, en un resignado gesto de negación.

―Ah, qué caray. ¿Cuervo, ingeniero? A ver, como que tú y el Solecito no se llevan bien, ¿verdad? Ven, que te sirvo tus pepitas de girasol.

―¡Nueces, nueces! ¿Tienes uvas? ¡Quiero uvas!

―¡Sí, sí, ingeniero! Hay de todo eso en la cocina. Vamos, que te sirvo un poco de todo.

―¿Por qué lo llamas ingeniero? ―vociferó Milo, en lo más álgido de su encabronamiento.

―Porque es bueno resolviendo cosas, pequeño necio; resuelve problemas, como los ingenieros. Ahora come, Solecito. Y si te queda hambre, me dices y también te traigo un plato con semillitas de girasol, ¿eh?

Milo se quedó solo en la mesa, rabiando. Tomó el trozo de pan tostado y le metió un tremendo mordisco. Y conforme masticaba y sentía en la boca el sabor suave del aceite de oliva y la tierna pulpa del tomate deshaciéndose, la mente se le apaciguó y el espíritu se le asentó.

Para cuando trató de reflexionar en ello, la náusea había pasado por completo y sólo le quedaba el reflejo de un dolor, si bien agudo, lejano. Ajeno.

Se bebió el contenido de la taza, que resultó ser, en lugar de café, una infusión de hierbas entre las que creyó reconocer manzanilla y tila. Al dejar el recipiente en la mesa, lanzó un profundo suspiro y se quedó mirando hacia la cocina, en cuyo fondo se veía a papá, acariciando el lomo de aquel pajarraco que ahora mismo, le resultaba indiferente.

»¿Te queda hambre, pedacito de mi alma?

Milo se lo pensó un momento. Se sentía ligero. Con capacidad para comer bastante más que una rebanada de pan.

Pero no lo necesitaba.

―No. La verdad es que no quiero comer más. Gracias.

―Bien. Ahora te vienes conmigo al taller.

―No quiero. Necesito entender tu Libro para ayudar a mi hermano.

―Anda. Seguiremos intentando entonces. Está bien. Recuerda que si quieres hacer una propuesta, tienes que escribirla en tu libretita.

―Sí, sí ―salmodió el escorpión con cierto fastidio―. Escribir en tu merchandising de la gatita. Tristemente, no lo he olvidado.

―Qué bueno que no lo has olvidado. Y no me la menosprecies. Habría sido un juguete querido. Aún podría serlo algún día. Así que respeta.

Milo se supo a punto de decir una de las suyas. ¿Qué más le daba que el juguete haya sido o no querido? ¿Para qué se lo daba entonces?

El aire rasgado por alas batientes le alborotó un poco los cabellos de la frente y en un segundo, tuvo frente a sí, posado sobre la mesa, al pajarraco.

Este lo miró desde las profundidades doradas de sus ojos. Lanzó un par de picotazos beligerantes al plato del escorpión, en el que apenas quedaban unas cuantas migajas.

―¡Respondón! ¡Respondón! ¡A trabajar ahora, Solecito! ¡Trabajar, trabajar! ¡Perezoso! ¡Quejumbroso! ¡Levántate, que te arreo de las greñas!

―¡Oye!

―Ya está bien, Milito ―zanjó el Gran Destino, levantando las palmas y patentizando con ello su juicio―. Nadie se va a pelear. El ingeniero se va a dar la vuelta por ahí, como suele hacer. Y tú te vas a trabajar en el Libro. Ya lo sabes: a las 12 en punto te espero en el taller. ¿Estamos?

―Estamos, ¡pero primero desplumo al cuervo!

―¿Tú y qué ejército? ¡Tonto, tonto! ¡Necio! ¡Vete, que te arreo de las greñas! ¡A trabajar, perezoso!

Milo se alzó de su asiento, mitad trinando de rabia y mitad henchido de dignidad. Levantó la barbilla, solemne, y entonces mostró la diestra, con la Aguja Escarlata destellando, feroz, en el índice.

El ave dio un saltito hacia atrás, mientras evaluaba en silencio a su contrincante.

―Iré al estudio a trabajar un rato, papá. Luego, te veré en el taller.

Y se retiró al estudio, con pasos seguros.

Moro lo miró entrar a la habitación y cerrar la puerta tras de sí. Suspiró un poco.

―Bueno, ingeniero. No me lo trates tan mal, ¿eh? Pórtate como la calandria bonita que eres, ¿de acuerdo?

―¡Bonitas mis patas! ¡Bonitas mis patas! ¿Cómo engendras hijos tan tontos? ¡Tonto! ¡Es un tonto! ¡Solecito tonto!

Y voló hacia la cocina, buscando la salida al patio.

Desde allá lo escuchó Moro.

»¡De las greñas! ¡De las greñas lo voy a arrear! ¡Tonto! ¡El Solecito es un tonto!

―Déjalo en paz, ingeniero ―masculló Moro con una sonrisa en los labios―. Déjalo intentar. Tanto si consigue lo que quiere como si no, habrá aprendido algo de sí mismo. Y un tonto... no puede conseguir eso.





Kardia había tenido la intención de mostrar a Dégel su colección de guijarros. Pero llegó Katsaros con cara de pocos amigos a darles indicaciones y eso les agrió el momento.

Luego, el tiempo se les fue como agua que corre por venero.

Si bien habían desayunado en La Fuente, se escaparon a media mañana para vagabundear. Primero en el Santuario. Luego en Rodorio.

Habían pasado a visitar a la pequeña Diosa. La encontraron conversando muy animada con el rubio desabrido.

El hijo de vecino, rumió Kardia, cabreado. Aunque este, más bien, era hijo de Titanes.

La nena abrazó, jubilosa, a sus dos guerreros y luego les recomendó sitios para visitar en Rodorio. Les ofreció dinero, que ellos declinaron y procedió a despedirlos.

―Ya está. Hora de irse. Diviértanse mucho.

―Y no abandonen Rodorio, por favor ―añadió Poseidón, degustando un sorbo de café―. Thánatos fue muy claro en ese sentido. Deben evitar abandonar el área.

―Sigo sin entender por qué ―graznó Kardia, inconforme.

―Ambos han sido trasplantados de manera drástica en un ambiente que no terminan de comprender. Rodorio es un territorio seguro ―resolvió sencillamente el acompañante de la pequeña Diosa.

El moreno y el pelirrojo torcieron el gesto, poco convencidos.

―Ambos saben, queridos, que su situación es sumamente peculiar. Por favor, no salgan de Rodorio. Incluso quisiera que contaran con un guía.

Los dos bufidos de fastidio no se hicieron esperar.

―Por favor, no. Finalmente conseguimos que Shion y Dohko nos suelten la rienda ―rezongó Kardia, con desfachatez.

―Sin contar a mi hermana y mi hermano ―remató Dégel.

La dulce Athena se mordió los labios, nerviosa.

―Sólo sean cuidadosos, ¿quieren?

El descenso de Dégel y Kardia por las Doce Casas fue por sí mismo un paseo.

Si bien las construcciones eran las que recordaban, había detalles que no casaban con sus recuerdos.

Entrar al jardín de Piscis y encontrarse con que Angelo bebía café a la sombra de los árboles les causó sorpresa. Aunque no tanta como contemplarlo en plan hogareño, apresado de los hombros por un hombre alto y de cabellos negros mientras otro, de cabellos teñidos de azul cielo les colocaba un plato con dulces enfrente.

Eh, fratellini! ¡Vengan a probar los rollos de canela de Afrodita! ¡Son los mejores del mundo!

―Ah, sí. Y más acompañados de café negro ―añadió el de los cabellos cerúleos con un tono que ambos interpretaron como coquetería.

Los interpelados se acercaron a paso lento.

No se atrevieron a expresarlo en voz alta, pero los dos acompañantes de su médico daban un aire tremendo a...

―Usted será Capricornio ―declaró Dégel con llaneza, dirigiéndose a Shura.

―Y tú eres el otro hijo de Bóreas. Imposible ocultar que tú y Camus son familiares ―replicó el aludido con tono plácido.

―¿Ah, sí? ¿Tan evidente resulta?

―Si no fueran suficientes las cejas, nada más hay que ver el cabello y los modos.

―Y entonces, ¿quieren kanelbullar y té?

Kardia y Dégel se quedaron poco más de media hora conversando con Angelo y sus dos... esposos. Así, como no queriendo, se enteraron de algunas cosas interesantes del Santuario. Lo obvio, para empezar: que Cáncer, Capricornio y Piscis estaban juntos, y que los últimos tenían manía por cuidar del primero.

Que los guardianes de Aries y Virgo (¡¿Virgo?!) eran pareja y "padres" del nieto de Shion y Dohko.

Que Géminis y Sagitario tenían un pasado "complicado", pero que lo estaban resolviendo bastante bien.

Que Leo tenía los ojos (y las manos) puestos en una pelirroja despampanante que pertenecía a la Orden de Plata; justo como Tauro con la Santa de Ophioukhos.

Que Camus y Milo eran la pareja más longeva del Santuario, superados sólo por Shion y Dohko.

Y que Kanon no había tenido mejor idea que ir y emparejarse con el Juez del Inframundo con el que se había enfrentado a muerte cinco años atrás.

El trío los dejó partir con rollos de canela para el camino. Fueron devorándolos parsimoniosos mientras bajaban por una escalinata tranquila, bajo un cielo despejado, a través de templos vacíos.

Recorrieron con un agradable sentimiento nostálgico los pasillos de Acuario y Escorpio, reconociendo la vieja sensación del hogar, pero también conscientes de que ambas casas emitían el resabio de otros dueños.

Únicamente cuando llegaron a Aries sintieron la cosmoenergía de su guardián.

Pero estaba acompañada de otra y las variaciones de energía les hizo pensar que era mejor no interrumpir.

Sin atreverse a expresarlo, cada uno tenía en la mente una cosa: que en ese sitio, que era el hogar que recordaban y al mismo tiempo no, cada habitante tenía la libertad de elegir a quien le diese la gana como compañero de vida.

―Y al final fue cierto. El otro Géminis se ayuntó al menguado de Rhadamanthys. ¡Qué perversa puede llegar a ser la humanidad! ―siseó Kardia.

―Sí ―convino Dégel―. Cuánta perfidia. El tipo debe ser de lo peor...

Si bien el tramo del camino que conectaba al Santuario con Rodorio era el mismo, estaba algo cambiado. Las callejuelas, por supuesto, ya no eran de terracería: estaban emparejadas con un material gris rarísimo o bien, adoquinadas.

En una revuelta del camino entraron a una placita, poblada de árboles y jardincillos, en la que revoloteaban algunos insectos y cantaban las aves.

Un graznido hizo que Kardia se detuviera en seco y oteara los árboles a su derecha.

Abrió los ojos como platos, al tiempo que escuchaba un aleteo furioso.

―¡No! ¿Y esto?

―¡Corazoncito! ¡Corazoncito! ¡Alto, alto!

―¿Y este pájaro ―deslizó Dégel con extrañeza―, de dónde salió?

―No puede ser el mismo ―dijo Kardia, rascándose la cabellera hirsuta.

―¡Alto, alto! ¿Dónde dejaste mis piedras? ¿Dónde, dónde?

―¿Tus piedras? ―ladró Kardia, furioso―. ¡Las mías, avechucha ladrona! ¡Tuve que esconderlas para que no me las birlaras!

―¡Piedras bonitas! ¡Piedras bonitas! ¿Dónde están?

Kardia miraba, encabronado, al enorme cuervo picogordo que lo interpelaba desde lo alto de una rama.

El plumaje negro mate se adornaba de un manchón blanco, justo detrás de la cabeza. Y en la punta del pico.

Dégel miró curioso a Kardia.

―¿Por qué te conoce ese animal? ¿Qué le hiciste ayer?

―¿Ayer? ¿Ayer? ¡Me fastidia desde... desde...! ¡Arghhh! ¡Como te agarre, pajarraco insulso, te desplumaré y asaré a las brasas!

―¡Ingrato, ingrato! ¡Manzanas por piedras bonitas! ¡Es lo justo! ¡Es lo justo!

Y levantó el vuelo hacia un rumbo desconocido, graznando desaforado.

―Lo he alucinado ―masculló Kardia, de mal humor―. ¡Lo he alucinado!

―Entonces lo alucinamos juntos, porque yo también lo he visto. Y no entiendo qué negocio turbio puedes tener con un ave para dejarla tan cabreada ―concluyó Dégel, solemne.

Kardia aún despotricó, furioso, un par de minutos más ante la mirada curiosa de Dégel. Luego de eso, se cruzó de brazos, todavía iracundo.

Dégel, en silencio, se colocó a su lado y depositó la palma en el hombro de su amigo, quien lo observó un tanto sorprendido por aquel contacto físico.

»Y bien, Kardia. Hoy tú eres mi guía. Di a dónde, y te sigo.

El de los cabellos negroazulados asintió. Desde el centro de la plaza miró hacia los cuatro puntos cardinales, sin decidirse a optar por alguno.

Al final, se decidió por seguir de frente.

―Veamos a dónde llegamos por aquí, Dégel. Rodorio ya no es el que recordamos. Y este camino, es tan bueno como cualquier otro.

»Veamos a dónde nos llevan nuestros pasos. Dejemos que el destino nos sorprenda...







Aclaraciones



Hola a tod@s. Bienvenid@s a la nueva actualización de Nada sucede dos veces. 

Les aviso que este mes tendremos dos actualizaciones: esta y la del festejo de cumpleaños de Kardia, por supuesto :D

Y bien, ha transcurrido la primera mitad del día dos para nuestros chicos, y esta ocasión, sin grandes complicaciones para ambos: pero vamos, ahora andan solitos por el pueblo y no sabemos a dónde los guiará Kardia. Ahora son los demás quienes llevan las mayores inquietudes por cómo marchan las cosas para estos dos: Camus, Khíone, Shion, Dohko, Athena.  

En este capítulo, los sinsabores han sido para Milo que está explorando el Libro de papá y que no encuentra más que cosas nefastas en él. Todavía no sabe por dónde entrar para ayudar a Kardia y Dégel, y la verdad es que si sigue curioseando en la historia que no fue para él y Camus, pues se va a tardar un poquitín más. 

Este ha sido un capítulo de preparación, por decirlo así. Algunas cosas se han colocado para que desemboquen en ciertos caminos, y espero que cuando lleguemos allí, les parezca que la travesía ha valido la pena.

Ahora, las aclaraciones de vocabulario, que no son demasiadas... y corresponden al nuevo amigo de Milo y Kardia. O sea, al ingeniero...

1. t͟s'eḥāyama (ፀሐያማ amhárico): Solecito / Mebilati (መብላት amhárico): A comer

2. Échei gíne (έχει γίνει griego): Está hecho / Tefets'eme (ተፈጸመ amhárico): Está hecho.

3. Monyi (ሞኝ amhárico): Tonto.

*La referencia a la moneda llamada Indio es verídica: hasta donde he podido investigar, se conocen tan solo dos o tres piezas en el mundo. La de Milo (Jember) es la... ¿cuarta?

Y ya está. 

La canción que se escucha en casa de Moro es "I have a dream", de ABBA. Cuando empecé a escribir este fic y eché mano de ABBA, estaba convencida de que lo conocía poco y de que no me gustaba. Descubrí que no es así: sin ser experta en su discografía, resulta que sí los conozco y disfruto bastante; los redescubrí, por decirlo así. Esta es una de mis canciones favoritas de este grupo y espero que a ustedes también les haya gustado.

Sobre el ingeniero, no lo odien demasiado. Estará asomando el pico de cuando en cuando y ya se verá cuál es su función en la historia. Por lo pronto, disfruten de que se entretiene arreando a Milo y Kardia.

El crédito para el arte de la portada es para su talentoso o talentosa artista. Les dejo, además, una imagen de referencia para el cuervo picogordo al que se refiere Kardia, en el cierre del capítulo:

Y listo por ahora. 

El capítulo ha sido ligeramente más corto que el anterior, pero no garantizo lo mismo con el que sigue. 

Como siempre, agradezco su compañía, y más en este fic que está resultando tan largo de escribir y que ha coincidido con eventos tan raros y definitorios en mi vida. 

Gracias por las lecturas, votos, comentarios, observaciones, tiempo y amor. El amor tiene vuelta. Cuídense y que todas las cosas buenas de la vida fluyan a su camino. 

Nos vemos dentro de poco, para festejar a Kardia.


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