11. Día 1: No es el mismo ningún día
El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
es la senda futura y recorrida.
Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
No te rindas. La ergástula es oscura,
la firme trama es de incesante hierro,
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber un descuido, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha
pero en las grietas está Dios, que acecha.
("Para una versión del I King", Jorge Luis Borges)
―Pero vamos... no puede ser imposible lo que te propongo. Lo que... ¡Lo que te solicito! ¡Es tu hijo, por todos los Dioses! ¡Tu hijo, de tu carne y tu sangre! ¡De tu espíritu! El maldito estúpido fue capaz de enviarme para acá porque lo enunció. ¡Su palabra tiene poder, como la mía! ¿Por qué no habrías de darle un poco más de tiempo? Unos años. ¡Una vida! ¿No es acaso justo que tenga una vida?
―¡Pero qué necedades dices! ¡Si el pequeño truhán está vivo! No tienes nada qué reclamarme al respecto.
―¿Cómo que no? Kyría, don Maremoto y el tío Metallica han tenido que inventarse un ritual para concederle al menos tres días de vida plena a mi hermano imbécil.
―¿El tío qué?
―¡El tío Metallica! ―gritó Milo encabronado―. Se viste de metalero cuando quiere pasar por alivianado... Pero a mí no me engaña, ¡se estará preparando para darnos otro zarpazo!
El interlocutor de Milo soltó una carcajada potente y estruendosa, que al escorpión le pareció que reverberaba entre las paredes de aquel sitio.
―¡El tío Metallica! ―repitió el hombre, limpiándose las lagrimitas que se le habían escapado de la risa―. Tan difícil que es bromear con ese cabrón solemne y tú le has atinado con el mote a la primera. Espera a que se lo cuente a tus tías. ¡No, que las taimadas ya lo deben saber! Pero mi querida Gigi, ¡a ella sí que le hará gracia!
―¿Gigi?
―Sí, sí. Gigi. A ver, pequeño patán. ¿Qué te hace pensar que lo que hicieron tu damita, su bobalicón y su tío estreñido ha resultado significativo en que tu hermano idiota tenga sus tres días, eh?
―Pues... ¡ha despertado y está bien! Y fue después de que ellos actuaron.
―No, Milito. Solecito. Pedacito mío. Cachito de cielo...
Milo tragó saliva. Chopper... Moro... le estaba palmeando las mejillas como si fuera un niño pequeño y no muy avispado.
El tipo le sacaba una cabeza de altura. Iba vestido únicamente con sus pantalones de mezclilla deslucida... Y calzado con unas enormes crocs rosas afelpadas de Hello Kitty.
Ya no llevaba la enorme calavera en el pecho, se le había pasado a la espalda. Y luego al bíceps derecho, desde donde le observaba con sus cuencas vacías. El pecho lucía ahora a Kardia, sosteniendo en brazos a Dégel. Y en el abdomen, una imagen de Keltos muy, muy enojado, le daba una sospecha del humor en que su muy amado se encontraba en esos momentos.
»A todos, niñito querido, pequeño necio. A todos les concedo de alguna manera su momento de lucidez antes de morir. El pedazo de zoquete de tu hermano no es la excepción, ¿sabes? Lo considero necesario para que cada persona cierre sus asuntos pendientes.
Milo sintió un espasmo en el párpado izquierdo, de pura molestia.
―Pues muchos mueren repentinamente. ¿Lo has notado? Y dudo que tengan tiempo de arreglar un carajo.
―Sí. Muchos mueren así. Y previo a eso, dispusieron de tiempo para solucionar sus cosas.
―¡No saben que se van a morir! ¡No cuenta!
―¡Pero qué corto de inteligencia me saliste, hijito! ¡No se supone que sepan! ¡Justo porque no saben, es que deben comportarse con decencia! ¡Duh!
―¡Pero si no son clarividentes! ¿Cómo carajo deben saber cuándo comportarse con decencia? ¿Quién está de humor, de talante para portarse bien siempre?
―¡Con decencia, animalito del monte! ¡Con decencia! ¿Quién habla de portarse bien todo el tiempo? ¡Nadie lo hace! ¡Yo no, te lo puedo asegurar! Pero actuar sin dolo, sin premeditación, ¡eso sí que lo puede hacer cualquiera! ¡Tú pudiste hacerlo, pero elegiste otra cosa!
El escorpión se supo anegado de lágrimas antes de que su padre hubiera terminado de hablar.
¿Cómo le echaba en cara aquello? ¡Si él mismo se había encargado de escribirlo!
Moro hizo una mueca que pretendía ser sonrisa, y salió tan fiera y sardónica, que Milo dio un paso atrás.
»No, no, no, pedacito de mi alma. ¡Ni se te ocurra! ¿Me vas a responsabilizar de haberte orillado a hacerle a tu marido zopenco la trastada que ya sabemos? ¡Pues hasta crees! ¿Qué no te lo dijeron tus tías? El Destino es mandato, ¡pero también voluntad propia!
»¡Yo escribo! ¡Mucho y muy bien! Sábete que soy tremendamente hábil en mi trabajo. ¡Pero al final, las personas están vivas y tienen albedrío! ¡Y actúan a sus anchas! ¿Te digo cuantas veces al minuto tengo que encauzar la escritura, cachito de cielo?
Milo se limpió con la manga de su camisa las lágrimas que se le desbordaron. Respiró hondo.
―Bien pudiste haberme obligado a actuar con... decencia. ¡Le rompí el corazón a Camus! ¡Y a Misty!
―¡Y luego recuperaste a tu marido y resarciste al niño Lagarto! ¡Ya está! ¡No fuiste enteramente estúpido y aprendiste a no ser patán! Y ellos, ¡a no ser imbéciles!
―¡Camus no fue imbécil en ningún momento! ―rugió el escorpión, iracundo.
Moro lo observó con una calma tan completa, que resultó espantosa.
Milo no quería imaginarse los ojos de su padre detrás de aquellos lentes de sol. Recordaba los de sus tías, profundos y duros como diamante. ¿Qué abismos había ocultos en los orbes de Moro?
―Sí. Sí que fue un imbécil total. Debió contártelo. Cuando recién volvió del entrenamiento, solo y torturado: ya que no confiaba en su padre, debió contarte su secreto macabro, debió contarte que mató a una nena y que había adquirido una deuda de sangre. Debió hacerlo: eras su mejor amigo.
»Y luego fuiste más que eso: siempre, desde el principio, fuiste más que eso. Debió decirte cuando empezaste a cortejarlo. Cuando le arrebataste el primer beso, cuando tuvieron el primer escarceo. Cuando finalmente se te rindió, cuando te le rendiste.
»Aun en ese momento en que él sabía que te adoraba, pero no veía futuro en lo que sentían, ¡debió decirte! ¡No debió permitir que lo creyeras invulnerable, frío, inquebrantable! ¡Ya estaba roto, hecho trizas!
―¡Cállate! ¡Tú lo hiciste trizas! ¡Hiciste que la maldita desgraciada le pusiera la mano encima! ¡Y él no recordaba nada! ¡Nada! ¿Cómo pudiste? ¡Era un niño inocente!
Moro apretó los puños y Milo se lo imaginó descargándolos contra él. ¿Sobreviviría si papá se decidía a ponerle una tunda?
―La inocencia no siempre genera bondad, hijito. En tu marido fue así: era inocente y generoso, bueno por definición. Y tuvo que olvidar para no perder la cordura porque, hijo o no de Bóreas, era un pequeño mortal enfrentando a una diosa en estado puro.
»Pero ella... Ella, Solecito, ella es inocente. Pero no sabe lo que es tener un impulso benigno. No sería capaz de un acto generoso consciente ni aunque la existencia le fuera en ello.
―¡No me vengas con eso! ¿Qué va a ser esa inocente? ¡Tú la escribiste así!
―¡No, señor! ―bramó Moro, y Milo se cubrió los oídos al tiempo que se encogía un poco―. ¡Yo no la escribí así! ¡Yo no la escribí de ninguna manera! ¡No hables de lo que no sabes, zoquete! ¡No me hagas pensar que eres idiota por voluntad y vocación!
Milo observó a su padre. El pecho y los brazos se le llenaron de imágenes caóticas y variopintas, incomprensibles, en las que la Señora Skade era protagonista. Quería que la furia latente que siempre sentía por ella lo orillara a arremeter contra papá para arrancarle de la dermis la faz de la perseguidora de Keltos, pero no se atrevió.
No se atrevió, porque el rostro de papá denotaba muchas cosas; entre ellas, dolor.
»Nunca es fácil escribir atrocidades, hijito. No lo es. Tal vez debas intentarlo para que sepas a qué me refiero. Tal vez debas intentarlo, si tienes hígados para ello...
»Creí que querías hablarme de Kardia, no de tu chouchou. Hablaremos de ambos, si eso quieres. Pero vas a tener que entender: no me vas a cuestionar lo que ha sido y lo que es, porque no tienes idea de en qué consiste mi trabajo.
»Soy... Soy muchas cosas, bebé. Soy arquitecto. Soy mecánico. Soy pronosticador. Soy rastreador. Soy escritor. Soy padre: el padre de los escorpiones. Tuyo y de Kardia. De muchas maneras, el padre de todos y todas.
»Pero por encima de todo, soy responsable, ¿entiendes? Soy responsable de que la vida siga su curso y dé el paso a la muerte justo en el momento en que debe ocurrir. No antes, no después.
―Eres responsable de mantener viva a mi madre.
Milo habló sin darse cuenta, con la voz en un susurro.
Su padre, sin embargo, lo escuchó a la perfección y asintió, una sola vez.
―Sí. De mantener viva a tu mamá.
―¿Quién...? ¿Quién es mamá?
Moro resopló, indignado.
―¿Cómo que quién, zoquete? ¿Ahora resulta que no sabes? ¡Si se la ha pasado cuidándote desde que te parió, cabrón!
Fue Milo quien resopló en cuanto Moro terminó de ladrarle. Pero lo hizo para contener un lamento. Un sollozo.
―No. No sé quién es. No sé quién es. No la recuerdo.
Moro negó con la cabeza una y otra vez. Le dio la espalda a su hijo y deambuló un poco por la habitación. Milo se dio cuenta de que la enorme calavera estaba asentada en su espalda. Ahora no lucía terrorífica, sino sólo solemne.
―Claro que sabes. Pero no piensas en ello. No lo haces, porque no quieres pensar en tu propia responsabilidad. No importa, porque al final siempre cumples con tu deber. Sin cuestionártelo. En eso, eres fiel por entero a tu espíritu, a tu propósito. En eso y en Camus. Y en tu necesidad de proteger a tus hermanos, incluyendo a Kardia.
El hombretón se volvió al joven rubio. Extendió la mano y le acarició la mejilla rasposa. Le sonrió, con dulzura y tristeza.
―Ayúdame ―dijo Milo, apresando la mano de su padre contra su rostro―. Ayúdame a salvar a Kardia. Ayúdame a hacerle justicia. Ayúdame a retener a Dégel aquí, con Kyría. Lo vi. Lo vi en tu Libro: Dégel tiene un camino trazado. ¿Por qué ahora resulta que Kardia lo ha truncado? ¿Por qué justo él, que lo adora?
―Mi niño, también tú tuviste participación en la vida truncada de tu amor. Y resarciste el daño. No del modo más sabio ni más práctico, pero lo hiciste. ¿No crees que tu hermano debería encargarse de sus propios yerros?
―No tiene idea de cómo.
―Tampoco tú la tenías.
―Yo tuve tiempo. Él no lo tiene.
―Tal vez deba ser diligente, entonces.
―Papá...
―Solecito...
―¡Que no lo haces fácil!
―¿Y por qué debería hacerlo fácil, para ti o para cualquiera? ¡No seas impertinente! Kardia tuvo una vida, ¡tiene una vida! Y es momento de que continúe su paso por la existencia. Todo lo que nace, muere. ¡Y es su momento de morir! ¡Punto!
―¡Pero no vivió su amor con Dégel!
―¡Pero claro que lo vivió, muchacho estúpido! ¿Qué te hace pensar que el amor que tu hermano y Dégel se profesan uno al otro tendría que realizarse del mismo modo que el tuyo y el de tu esposo? ¡Las historias son diferentes!
―¡Pues no me parece! ¡Ni a Keltos! ¡Ni a Khíone! ¿Y por qué has sido tan cruel con Khíone, eh?
―¡Arggh! ¡Pero qué desesperante eres! ¡Ya te dije que no hables de lo que no sabes!
―¡Yo nunca sería tan cruel con ellos!
Milo se arrepintió de inmediato de lo dicho. Con toda claridad escuchó el latido tremolante del corazón de Moro y vio sus tatuajes reconfigurarse. Una miríada de imágenes sin orden se generó en la piel atezada del Gran Destino: algunas le parecieron familiares y otras le resultaron desconocidas. En cualquier caso, se sintió sobrecogido por lo que sus ojos contemplaban.
¿Así avizoraba su padre los acontecimientos? ¿Se anunciaban en su piel?
―¿Crees que puedes hacer mi trabajo mejor... que yo mismo?
―¿Qué? ¡No, no he dicho eso!
―Sí ―dijo Moro en medio de una sonrisa sangrienta, feral―. Justo eso es lo que dijiste.
―No, papá. No dije... No quise decir...
―¿Qué importancia tiene lo que quisiste o no decir? Importa lo que al final dijiste. ¿No serías tan cruel? En serio, ¿tienes el valor de decirme eso, a mí?
―Pa-papá...
―Te reconozco una cosa: las bolas tremendas que tienes para venir y decirme semejante estupidez. ¿Te recuerdo tus crueldades? ¿No te provocan pesadillas a veces, con todo y que ya no eres, estrictamente hablando, un mortal?
A Milo se le acongojó el corazón. Abrió la boca para hablar y su padre levantó una mano, callándolo con ese simple gesto.
»Recuerda una cosa, hijito mío, pedacito de mi espíritu, amor de tu madre. Eres capaz de cualquier cosa por él, por Camus. Cualquier cosa. En el pasado, fuiste capaz de destruirlo, y en el presente, de morir por él. Funciona en ambos extremos, ¿entiendes? Siempre ha sido así. Ahora todavía más. Y aún no te imaginas lo que harás para asegurar su existencia y su felicidad.
»¿Qué eres capaz de hacer para mejorar mi trabajo, eh? ¿Quieres configurar un destino "justo" para tu hermano? ¿Para Dégel? Tendrás que estudiar el Libro. ¿Tienes corazón para eso? ¿Fortaleza de espíritu? ¿Lo aguantarás?
―Yo... No lo sé... ―musitó el escorpión, palidecido―. No me gusta ver tu Libro.
―Sé que no te gusta. No es fácil de leer, de interpretar. Duele hacerlo. Duele empatizar con todas las historias. Y tú sólo lo has "visto". No lo has leído. Así que, ¿quieres trazar un camino para tu hermano?
―Yo... Sí. Quiero intentarlo.
―Bueno. Pues inténtalo. Pero tendrás que leer. Tendrás que aguantar leer la historia imprevista. Es decir, la de ustedes. Han sido muy problemáticos, pero con todo y las penas y los horrores, estabilicé la fábula. La historia. El dolor, la catástrofe, sirvieron para asegurar los caminos de quienes viven y el de tu madre. Tendrás que leer eso. Y encontrar, trazar, tejer, escribir un camino para Kardia. Uno que no desvirtúe lo que ya está previsto.
»Es verdad: he preparado un camino para Dégel. Pero tal y como están las cosas, perderlo genera menos riesgos que los imprevistos que vendrían con Kardia.
»Inténtalo. Y si tu historia me convence, si no es una completa calamidad, la tomaré en cuenta, respetaré el trazo de Dégel y fijaré el camino de tu hermano. ¿Te arriesgas?
Milo sintió su corazón batiendo con violencia en su pecho. Ni siquiera intentó hablar, porque sentía que la voz le temblaría. En su lugar, asintió.
Moro también lo hizo, con solemnidad.
»Hay reglas, cachito de cielo. Primero, por ningún motivo alterarás mi horario de escritura: desde la medianoche hasta las seis de la mañana, ¿entiendes? Eso incluye venir a tocar la puerta, interrumpir con los gruñidos de tus tripas o ser tan imbécil de entrar a mi estudio.
―¿Qué...? ¿Qué pasa si te interrumpo?
―Pregúntale al estúpido de Thánatos. A ver qué te responde...
―¿A Thá-Thánatos?
―¿Te gusta follar con Camus?
Milo abrió unos ojos enormes, aunque no se sonrojó.
»A Thánatos también le gusta follar con Macaria. Digamos que dejó de hacerlo un buen tiempo después de que tuvo la grandiosa idea de venir e interrumpirme.
El escorpión abrió la boca con la intención de hablar, pero papito continuó con su perorata.
»Y eso no fue todo, por supuesto. Está obligado a compartir su sombra con un mortal designado por mí en cada Guerra Santa. Sin derecho a réplica y sin saber de quién se trata.
―¿Qué? ¿An-Angelo?
―En esta ocasión, sí. Y muchos otros en el pasado. No te cuento lo humillante que le resulta, pero ya te lo estarás imaginando, ¿verdad?
―Pero... ¿Angelo sabe?
―No, pero sospecha que algo raro hay. Y se quedará así, en la sospecha, porque eso le conserva la serenidad en el alma, ¿entiendes?
―Sí, sí. Entiendo.
―Excelente. Tampoco saldrás de aquí mientras estudies el Libro: así te tome dos horas o dos años, que por supuesto no tienes. Aquí te vas a quedar mientras estudias y haces tu propuesta.
»Por ningún motivo le vas a decir a tu marido o a los tuyos que estás aquí. Me gusta mi vida en Rodorio, ¿entiendes? Adoro ser Chopper, convivir con los lugareños, conversar con tu damita y tus hermanitos, y sobre todo, ver crecer a mis hijos. Así que, si comprometes mi estilo de vida, puedes considerarte impotente por el resto de la Eternidad.
―¿Qué? ¡Pero...!
―¡Pero nada, necio! Tu estancia aquí es formativa. Comerás conmigo, seguirás mis rutinas, adquirirás mis hábitos y procurarás desarrollar tu destreza así como tu talento... si acaso lo tuvieras. Y por ningún motivo, fíjate bien, ¡por ningún motivo escribirás en mi Libro! ¡Ni siquiera una pequeña glosa! Lo que sea que proyectes, ¡lo escribirás en tu cuaderno de notas!
―¿Cuál cuaderno, por todos los Dioses? ¡No he traído mis libretas ni mi laptop conmigo!
―¿Laptop? ¡Ja! ¡No me vengas con estupideces, niño malcriado! ¡Aquí se escribe sobre papel y con sangre! ¡Solecito tonto!
Y sin dejarlo decir media palabra más, se acercó a los estantes y empezó a revolver en uno de ellos, hasta que dio con los objetos de su búsqueda.
Entregó a Milo dos cosas: una libretita muy mona y un lapicito; ambos, cómo no, con motivos de Hello Kitty.
―¿Pero qué es esto? ―masculló Milo, indignado.
―Tus instrumentos de trabajo, animalito del monte. Y me los cuidas, que me encanta la muñequita de la carátula y del lápiz.
―¿Cómo crees que te va a encantar la gatita? ¡Es cosa de niñas!
―¡Es cosa de tu señor padre y ahora, cosa tuya! ¡Rufián! ¡Tómalo o déjalo! ¡Pero si lo dejas, ni siquiera te atrevas a pensar en reclamar!
―¡Ya, pues! ¡Lo tomo, lo tomo! ¡Escribiré con tu merchandising ridícula de Hello Kitty!
―¡Con mi maravillosa libretita de la gatita! ¡Ya está! ¡Considérate afortunado! ¡Y no maltrates lo que te entrego, que no eres su dueño original!
»Para escribir, te tienes que pinchar el dedo con la punta del lápiz, ¿entiendes? Cuando te digo que aquí se escribe con sangre, lo digo en sentido literal. ¡Listo! Ahora, comunícate con el neurótico de tu amorcito. Mándalo a trabajar antes de que tus tías vayan hechas furias a sacarlo de las greñas del Santuario. Y luego, ¡me dejas escribir! Aún puedo intentarlo por al menos una hora.
»¿Estás contento, Solecito?
―Yo... sí. Estoy contento.
―¡Alabada sea Caos ubérrima! ¡Alabadas sean la Luz y la Oscuridad! ¡Alabado el Vellocino de Oro! ¡Alabadas las tetas maravillosas de tu señora madre! ¡Y las ganas tremendas que tengo de darte el sopapo de tu existencia! ¡Largo de mi estudio, cachito de cielo! ¡Te veré a las seis! ¡Y tú preparas el desayuno!
Las manos de Moro en su espalda, al sacarlo, y la ráfaga de viento generada por la puerta al azotar, alborotaron la cabellera de oro del escorpión.
Milo se quedó parado en medio del pasillo, con la libretita y el lápiz en la diestra, la siniestra pasando distraída por su frente y el corazón latiendo desaforado, como si hubiera corrido la maratón.
En el fondo de la vivienda, sonaba otro disco. De ABBA, por supuesto.
"𝐂𝐚𝐧 𝐲𝐨𝐮 𝐡𝐞𝐚𝐫 𝐭𝐡𝐞 𝐝𝐫𝐮𝐦𝐬 𝐅𝐞𝐫𝐧𝐚𝐧𝐝𝐨?
𝐈 𝐫𝐞𝐦𝐞𝐦𝐛𝐞𝐫 𝐥𝐨𝐧𝐠 𝐚𝐠𝐨 𝐚𝐧𝐨𝐭𝐡𝐞𝐫 𝐬𝐭𝐚𝐫𝐫𝐲 𝐧𝐢𝐠𝐡𝐭 𝐥𝐢𝐤𝐞 𝐭𝐡𝐢𝐬
𝐈𝐧 𝐭𝐡𝐞 𝐟𝐢𝐫𝐞𝐥𝐢𝐠𝐡𝐭 𝐅𝐞𝐫𝐧𝐚𝐧𝐝𝐨
𝐘𝐨𝐮 𝐰𝐞𝐫𝐞 𝐡𝐮𝐦𝐦𝐢𝐧𝐠 𝐭𝐨 𝐲𝐨𝐮𝐫𝐬𝐞𝐥𝐟 𝐚𝐧𝐝 𝐬𝐨𝐟𝐭𝐥𝐲 𝐬𝐭𝐫𝐮𝐦𝐦𝐢𝐧𝐠 𝐲𝐨𝐮𝐫 𝐠𝐮𝐢𝐭𝐚𝐫
𝐈 𝐜𝐨𝐮𝐥𝐝 𝐡𝐞𝐚𝐫 𝐭𝐡𝐞 𝐝𝐢𝐬𝐭𝐚𝐧𝐭 𝐝𝐫𝐮𝐦𝐬
𝐀𝐧𝐝 𝐬𝐨𝐮𝐧𝐝𝐬 𝐨𝐟 𝐛𝐮𝐠𝐥𝐞 𝐜𝐚𝐥𝐥𝐬 𝐰𝐞𝐫𝐞 𝐜𝐨𝐦𝐢𝐧𝐠 𝐟𝐫𝐨𝐦 𝐚𝐟𝐚𝐫" *
Sacudió su cabeza con impaciencia.
¿En qué se había metido?
¿Qué le garantizaba que él y Kardia saldrían bien librados de aquel encontronazo con el psicópata de papá?
―Soy un idiota ―se dijo, sobándose la unión de las cejas, punto en el que se le estaba gestando un agudo dolor de cabeza―. Sí le dije que podía hacerlo mejor que él. ¡Y ni siquiera sé qué hace o cómo!
Vio a través del ventanuco que se abría por encima de la puerta principal. Aunque estaba oscuro, el azul profundísimo de la noche empezaba a mudarse en uno más claro, que anunciaba el día.
»Está clareando la aurora. Tengo que preparar el desayuno... Y decirle a Keltos que se vaya a atender sus asuntos...
»Oh, por la Diosa... Keltos me matará en cuanto se entere de que no puedo salir de aquí...
Cerró los ojos orientando sus pensamientos hacia el objeto de su añoranza... y temor. Y no tardó más que un instante en dar con la retahíla de evocaciones melancólicas y desesperadas de su sýzygos.
Camus estaba dudando si salía a buscarlo o si preguntaba a sus tías, las Hilanderas, por su paradero. Si debía pedir la intervención de Kyría. Incluso, aunque lo negara, la de Hades...
»Mon coeur, chouchou... si vienes a dar aquí conmigo, y eres bien capaz de hacerlo, papá decretará que no se me vuelva a parar nunca... ¡Y nuestra vida marital no volverá a ser la misma!
Se asió, por decirlo así, con uñas y dientes del resabio de la mente de su amado.
"No... No se te ocurra, Keltos... No me busques por ningún motivo..."
Dégel arrugó la nariz cuando un intenso rayo de sol le pegó de lleno en el rostro.
Se encontraba cómodamente recostado en un kliné acojinado y mullido. Y en lugar de que su cabeza reposara sobre una almohada, descansaba en el pecho cálido y reconfortante de Kardia.
Los brazos reacios del escorpión lo apresaban con dulzura y su nariz despedía un suave airecillo contra su cuero cabelludo, en el cual se encontraba sepultada.
Kardia dormía como piedra mientras lo sujetaba contra sí mismo, con posesividad.
No estaban solos. Shun, eficiente, le había conectado de nuevo el ingenio transparente con el que le procuraban la salud. La bolsa con líquidos estaba suspendida de un soporte y liberaba una gotita cada pocos segundos. Cuando lo notó despierto, le dedicó una leve sonrisa y lo saludó con una cabezada.
―Buen día, Dégel. ¿Cómo vas?
Dégel se apartó un mechón de cabello que se interponía entre sus quevedos y la visión del muchacho... del médico que lo atendía.
―¿Cómo voy...? ¿Bien?
―¿Te sientes mejor? ¿Te sientes con fuerzas para levantarte y pasear un poco?
Dégel se lo pensó un momento. Negó con la cabeza.
―No. Creo que si me levanto, daré en el piso.
―Ya. Entiendo. ¿Quieres volver a tu cama? Puedo llevarte si así lo quieres. No tenemos por qué despertar a Kardia. No pasó muy buena noche que digamos.
―¿Por qué? ¿Se sintió mal? Me ha dicho que le han concedido unos pocos días de salud cabal...
―No es que se haya sentido mal. Tuvo un altercado con Milo.
Dégel frunció el ceño con desagrado.
―¿Con el consorte rubiete de mi hermano? ¿Qué desatino se atrevió Milo a inferirle a Kardia?
―¿Milo? Milo no le ha hecho nada. Pero Kardia... hizo que Milo desapareciera de la faz de la Tierra.
―¡¿Qué?!
Dégel saltó alterado por la noticia y Kardia, privados sus brazos y su cabeza del dulce cautivo, se desparramó en el respaldo del kliné, espantado.
―¡Dégel! ¿Qué tienes? ¿Te sientes mal?
El taheño lo tomó de los hombros y lo estrujó con todas sus fuerzas... que sin ser muchas, aún así provocaban dolor.
―¡¿Cómo que mataste al... al... al esposo de mi hermano?!
―¡¿Matar?! ¿A Milo? ¡Óyeme, no! ¡Nadie me ha mostrado el cadáver!
―¡Por la pequeña Diosa, Kardia! ¿Qué hiciste con el rubiecito? ¡Mi hermano te va a congelar hasta el alma!
―¡Ya lo intentó! Pero tu hermana lo detuvo... Recuérdame agradecerle.
El de Acuario abrió y cerró la boca como pez apartado del agua, sin atinar a decir algo coherente.
―¿Metiste a mi hermana en el lío de defenderte de mi hermano? ¿Estás loco? ¡Mi hermano es... es... es Bóreas! ¡Y mi hermanita tiene que plegarse a su mando!
―¡Tu hermanita tiene muy malas pulgas, Dégel! No creo que tenga que plegarse un rábano a tu hermano o a cualquiera otro.
―¡¿Y eso qué importa?! ¡El caso es que se han enfrentado por causa tuya!
―¿Mía? ¡Por Milo, querrás decir!
―¡Kardia!
―Dégel ―dijo Shun con los brazos cruzados y mala expresión en el rostro―, te me vas calmando. A tu... A Kardia no le ha pasado un carajo por su gracia. Y afortunadamente, mi suegro se fue a cumplir con lo que quiera que sea su deber. De eso hará... no sé. ¿Tres, cuatro horas? Y de cualquier forma, cuando vuelva, no creo que le ponga un dedo encima a Kardia. Milo lo dejaría sin coger el resto de su vida si le hace daño a su hermano.
―¡¿Hermano?! ―vociferó Dégel aferrándose de nuevo a los hombros de Kardia―. ¿El marido de mi hermano es tu hermano? ¡¿Pero qué coños está pasando?!
―¡Dégel! ―se espantó Kardia―. ¡Tú no dices groserías!
―¿Cómo es posible que el rubio vanidoso ese sea tu hermano? ¡¿Y por qué lo mataste?! Se le nota que es desesperante, pero... ¿cómo va a ser que eres fratricida?
―¡Pero si te digo que nadie me ha mostrado el cuerpo! Hypnos dice que de seguro lo envié con nuestro padre...
―¿Hypnos? ¡Kardia! ¡Deja de hablar con el enemigo!
Shun, sin muchos aspavientos, ya se había apostado a un lado de Dégel y le tomaba el pulso sujetándole la muñeca. Kardia frunció el ceño.
―Pero bueno, muchacho. ¿A qué viene que ahora te preocupes por él? ¡Si eres tú el que le ha dado de golpe y porrazo todas las nuevas!
―¿Ah, sí? ¿Ya se las conté todas? ―contestó Shun sin prestarle mucha atención al escorpión―. No estoy tan seguro. Aún no le digo quién es tu padre.
―¡Oye!
―¿Quién? ¿Quién es tu padre, Kardia? ¡Iré a pedirle ya mismo que regrese al tal Milo!
―No es el tal Milo ―declaró Kardia, picado en el ánimo―. Es Milo y ya. No seas despectivo con él, ni que te hubiera hecho algo. No es mala bestia.
―¿No es mala bestia? ¿Qué más te da cómo me refiera a él, si tú ya lo tratas de bestia?
―¡Por todos los Dioses! ¡Es mi hermano! ¡Puedo llamarlo bestia si me place!
―¡Yo no llamo bestia al mío! Y además, ¿desde cuándo lo sabes, que tienes un hermano? ¡Te acabas de enterar! ¿Ahora resulta que te importa cómo lo llamo?
―¡Tú también te acabas de enterar de que tienes un hermano!
―¡Y eso qué! ―gritó furioso Dégel, al tiempo que se ponía de pie―. ¿Qué tiene qué ver que recién me entere de que tengo un hermano? ¡Así lo supiera hace años, no lo llamaría bestia!
Intentó dar un paso, pero de inmediato algo lo incomodó. Las mejillas se le pusieron carmesíes y se palpó el pantalón, alarmado.
»¿Pero qué...?
Bajó la vista. Tomó con la punta de los dedos la cinturilla del pijama y luego, con incrédula repugnancia, el tejido de su ropa interior, que sintió... húmeda.
»¿Qué es esto? ―inquirió con cara de asco―. ¡¿Qué rayos es esto?!
―Es un pañal ― contestó Shun quitado de la pena.
Dégel se volvió, cabreadísimo, hacia su médico. Shun y Kardia exhalaron una débil nube de vapor por la boca.
―¡Por todos los Dioses, señor médico! ¿Cómo te atreves a colocarme esta porquería? ¡No soy un niño de brazos!
―¿Y qué más puedo hacer, si te la pasas medio inconsciente todo el tiempo? ―dijo Shun, parsimonioso―. Así no estás habilitado para controlar tus esfínteres. Deberías agradecer que no te he vuelto a poner la sonda para que orines. E incluso una más, para colectar las heces.
―¿Qué cosas dices, hombre? ¡Deja de toquetearme! ¡Quítame esta porquería! ¡O mejor, me la quito yo!
―Dale. Al fin que te la pasas quitándote lo que te ponemos y lastimándote de paso: la venoclisis, la sonda... Bien estará que te quites el pañal por ti mismo. Aunque te recomiendo que antes te busques unos calzones, para que no traigas los huevos y la salchicha al aire ―respondió el castañito como si nada, mirándose las uñas con displicencia.
Dégel abrió la boca, escandalizado, y lo quiso fulminar con la mirada. Tomó la bolsa transparente con que lo medicaban y empezó a dar pasos vigorosos hacia el interior de la habitación. Kardia lo siguió con la vista, preocupado.
―¡Lo hiciste enojar! ¡Se me va a desmejorar! ¿Qué clase de médico eres?
―Uno que nota que la ira activa a tu noviecito. ¿Te fijaste? Se le olvidó que se sentía mal. Se ve incluso más animado que tú...
Kardia, en efecto, dirigió la vista al camino por el que Dégel, su Dégel adoradísimo, había desaparecido hecho una Erinia.
―¿Cómo va a ser que mi Dégel, con lo correctísimo que es, me resulta un vendaval cuando está furioso?
―Así son los de Acuario en este barrio. No te preocupes. Ven. Asegurémonos de que no sufra una apoplejía. Y me vas contando qué les gustaría comer. ¿No piensas llevarlo a pasear? Saori dice que tienes poco tiempo para conquistarlo.
―¿Pero es que aquí no se conoce la discreción? ―rugió Kardia, airado y colorado como tomate por la vergüenza de saberse descubierto por el muchachito.
―No. La verdad es que por aquí no hay ni mucha, ni poca. Pero no te preocupes. Nadie te juzga. ¿Estamos?
Kardia se fue en pos del castañito, quien le iba explicando entre qué opciones viables podían elegirse la comida.
Cuando traspasaron la puerta que daba del jardín a la sala en la que recibían cuidados, buscó con la vista a Dégel y no lo encontró. Antes de que pudiera preocuparse lo escuchó farfullar en ruso desde el baño: no tenía idea qué podía significar lo que decía, pero las palabras no se escuchaban para nada amables.
Shun empezó a reírse de lo que escuchaba.
―Y bien, mocito, ¿de qué te ríes, si se puede saber? ¿No será de mi... mi... de Dégel?
―¿Y por qué no iba a reírme de él y lo que dice? ¿Acaso no sabes que Hyoga, mi novio, es ruso también? ¿No? Pues ahora te lo sabes.
De pronto, Andrómeda se detuvo en seco y barrió con la mirada a Kardia.
»A ver... ¿Pero qué tú no entiendes el ruso?
―¿Por qué habría de entenderlo? ¡No nací en Rusia!
―No. Pero tu persona de interés es rusa. ¿Nunca le has preguntado qué narices quiere decir cuando empieza a vociferar?
Kardia arrugó la boca con desagrado.
―Dégel jamás vocifera. Para eso me tiene a mí.
Shun pasó del azoramiento expresado en su rostro juvenil a la ternura repentina.
―Anda. Entonces no sabes cómo se refiere a ti.
―Seguro que de animal no me baja. Cerdo, me parece que me dice ―masculló Kardia en un tono que quiso parecer desinteresado y en realidad sonó avergonzado.
―No, Kardia. No dice de ti nada remotamente parecido a eso. Tal vez... deberías preguntarle.
El de los cabellos oscuros se llevó la diestra a la mollera con la clara intención de rascarse el cuero cabelludo y, en lugar de eso, se revolvió los cabellos alborotados. El joven médico lo tomó del brazo, con simpatía.
»Entonces, ¿pollo o pescado?
―Cerdo. Y manzanas.
―De acuerdo. Manzanas y ¿pollo o pescado?
"Rebenok..."
"Ahora no, Sestra."
La loca carrera (por decirlo de algún modo) que Bóreas el Joven y Khíone habían tomado en cuanto Milo había cerrado la comunicación con su sýzygos, los tenía dando vueltas y bastante ocupados desde hacía unas pocas horas.
Camus había agradecido justo eso: encontrarse ocupado para no tener que pensar en el peligro que podía estar sufriendo son époux en esos momentos. También para alejar la tentación de ir y congelarle a Kardia hasta el alma por la osadía de mandar a Milo a quién sabe dónde...
Cosa que, por otro lado, era capaz de concebir sin problemas. ¿Cuántas veces no había querido Camus enviar a Milo directo y sin escalas al confín más olvidado de la Tierra?
"Rebenok..."
La voz de su hermana resonó, con un dejo de hastío, en lo profundo de su cabeza.
"En serio, Sestra... Ahora no, s'il te plaît..."
"Óyeme, pequeño idiota, ¿es que no te fijas en lo que haces?"
"¡No me llames idiota! ¡Claro que me fijo en lo que hago!"
"Y si te fijas, ¿por qué carajo andamos en Atacama y no en Dinamarca?"
"¡Pero por supuesto que estamos en Dinam...!"
Camus se hizo un lío con los hilos de su pensamiento cuando fijó la atención en el vasto territorio que tenía debajo de sí y se encontró no con el puerto de Svendborg, sino con unas arenas blanquísimas y estériles por completo.
El grito que pretendió bramar se tradujo en una miríada de astillas de hielo. Iracundo y atemorizado a partes iguales, reconstituyó sus carnes y se dejó caer, de pura desesperación, en medio de una duna.
Las arenas se llenaron de brillantes briznas congeladas.
Khíone, silenciosa, se sentó desnuda por un lado de su hermano.
―Cuando estés listo, Rebenok, podemos conversar un poco.
―¿De qué, Sestra? ¿De qué pretendes que conversemos? ¿De que soy tan idiota que ni siquiera te he dirigido al hemisferio en el que nos corresponde estar?
―No eres idiota, Rebenok... Al menos, no por esto. Pero sí, harías bien en fijarte por dónde vamos. No creo que los lugareños se tomen a bien el frío pela huesos que hemos traído fuera de temporada.
Camus, echado en la duna, conservaba un brazo cruzado sobre sus ojos.
Aunque sabía que no podía ocultarse de Khíone, no quería que le viera los ojos anegados de lágrimas de furia y terror.
»Milo está bien, Rebenok. Está de una pieza. Si no fuera así, lo sabrías. Te lo aseguro.
Un sollozo que podía pasar por suspiro fue captado por el oído de la dama de los cabellos níveos. Buscó con la suya la mano de su compañero y la estrechó.
»Si te ha pedido que no lo busques, es por una buena razón. Así que, lo mejor que puedes hacer, es serenar tu ánimo. ¿Quieres? ¿Crees que puedas tranquilizarte? Por tu bien. Y por el de Milo, por supuesto.
Un cloqueo que pretendió ser risa sardónica y resultó en un gemido discordante fue lo que salió de entre los labios del Viento del Norte.
―¿En qué le hará bien a Milo que me tranquilice? Está metido en un lío. Con su padre. Que, según Hades, Hypnos y Thánatos, es un cabrón malo de categoría. ¿Y si me lo mata?
―No pasará eso.
―¿Cómo sabes?
―No sé. Pero no pasará eso. ¿Para qué querría matar Moro a tu manzana desesperante justo ahora, cuando pudo recetarle la arrastrada de su vida antes, a la vista de todos?
Camus se descubrió el rostro. Los ojos le brillaban de lágrimas contenidas.
―¿Por qué siempre asumes que es necesario vapulear a Milo? Y preferentemente en frente del mundo entero.
―Porque merece ser vapuleado a la vista de todo el mundo, claro está. ¿Me vas a decir que no quieres patearlo a veces?
―Quiero patearlo todo el tiempo... Y luego abrazarlo y llevármelo a beber café.
―¡Ash, por favor! ¿A beber café? ¡Qué ñoñito me resultaste! ¡A cogértelo, dirás!
―¡Pues sí, Sestra! ¡Que quiero cogérmelo todo el puto tiempo! ¿Y qué? ¿Me vas a decir que no es justo lo que quisieras hacer con Isaac?
―Lo que quiero hacer con tu hijo, no es asunto tuyo, patán.
―¡Es mi niño! ¡Pero claro que es asunto mío!
―Ya quisieras que fuera un niño. Pero no lo es. Es lo bastante mayor para hacerme niños, Rebenok bobalicón.
Camus abrió la boca para vociferar una andanada de insultos dirigidos a su hermana, pero la expresión suave y risueña de su rostro le hizo saber lo evidente: que trataba de distraerlo de su desazón.
Se mordió la lengua y volvió a cruzarse el brazo sobre el rostro. Sintió, luego de unos instantes, los dedos largos de Khíone deslizándose entre sus cabellos, en una caricia tierna y consoladora. Luego la sintió trenzarle un mechón.
»Dime, Rebenok, ¿intentarás matarme el día que te anuncie que serás tío y abuelo al mismo tiempo?
Camus, a su pesar, esbozó una de sus sonrisas arrebatadoras en los labios.
―Tío y abuelo. ¡Qué surrealista!
―¿Surrealista? ¡Pero si es cien por ciento griego! ¿Dónde te encontrarías un árbol genealógico más enrevesado a lo largo y ancho del mundo?
―Seguro que habrá casos similares. Y hasta más turbulentos. Al final del día, Isaac no es mi hijo de sangre.
―No. Pero igual lo amas y lo celas como si lo fuera. Y al otro bobito al que le dejaste la armadura, también. Entonces, ¿me lincharás cuando finalmente nos... ayuntemos?
Camus bufó, con una mueca de incredulidad en el rostro.
―O sea... ¿todavía no... no pasa nada entre ustedes?
―No es que sea asunto tuyo. Pero no. Me he hecho la difícil, supongo. Y él... es todo rectitud, porque no ha hecho ni el intento de presionarme. Quiero decir: se la pasa imponiéndome su presencia, pero nada más allá de eso. Lo educaste bien. Y te lo agradezco.
―Mon père... Notre père decía que educar es otro modo de amar. Maman lo decía también. Amé muchísimo a esos dos niños. Aún los amo y siempre lo haré. Y no veo, por muy educado que sea Isaac, cómo podría presionarte para que hagas algo que no quieres. Lo que sea. Le congelarías las bolas.
―Ah, sí. Por descontado. Pero no hay peligro de ello. Él nunca se atrevería a molestarme. Y yo... él es... importante para mí. Mucho.
―Lo sé. Sé que es importante para ti. Lo sé porque...
Los dedos de Khíone acariciaron con aún más suavidad la cabeza de Camus. Se deslizaron por su rostro y enjugaron las lágrimas que iban filtrándose por debajo del brazo que le ocultaba los ojos.
―...porque Milo es importante para ti. Sí, Rebenok. Tu manzana me irrita y quiero acogotarlo por cómo te trató en el pasado. Pero sé que es más que importante para ti. Conozco el sentimiento. Lo respeto, aunque no lo parezca.
»Y te aseguro que estará bien. Que tu Milo estará bien. Que Moro no le hará daño, puesto que sabe hasta qué punto estás unido a él. No atentará contra él porque el golpe que eso supondría para ti es mortal.
―¿Qué más le da eso a Moro? A ti... Contigo no fue muy benigno que digamos.
―No. Pero mi función no tiene el mismo peso que la de nuestro padre.
―A él tampoco lo trató bien.
―No se suponía que tuviera con alguien la clase de unión que tú tienes con Milo. Tal vez Moro no... previó eso.
―¿Es eso posible?
―¿Quién lo podría saber? Le preguntaremos a tu manzana cuando la veamos. Y te aseguro que la veremos. Y que seguiré deseando vapulearlo públicamente.
»Mientras ello sucede, ¿podríamos, por favor, ir a Dinamarca?
Camus apresó la mano de su hermana y besó tiernamente sus dedos.
Le sonrió.
―Vamos a Dinamarca. Y cuando vuelva, vapulearé a Milo.
―Pero primero te lo cogerás.
―Por supuesto. Me lo cogeré. Y él a mí...
―Esa es mucha información, Rebenok ―dijo Khíone en medio de una carcajada.
―Sí. Es mucha. Pero también exacta. Y luego de eso, lo patearé y me lo cogeré de nuevo. Y lo guardaré de tal forma que nunca más nadie me lo arrebatará.
―¿Lo guardarás? ―cuestionó Khíone, con voz sombría―. ¿Cómo, pequeño zoquete? Te estás poniendo psicótico.
―No lo sé. No lo sé. Lo ocultaré. Lo tendré conmigo todo el tiempo. No dejaré que me lo vuelvan a quitar así. No sé qué haré, pero no me lo volverán a quitar así...
Khíone orientó el rostro de su hermano de tal modo que lo tuvo frente así, los ojos de ella clavados en los de él.
―No digas sandeces, Rebenok. No puedes ocultarlo, ni encerrarlo, ni tenerlo pegado a ti todo el tiempo. Ni él puede hacerte eso. Son... dioses. No sé cuál sea la tarea que él debe cumplir, pero te aseguro que lo que estás pensando a la sombra del dolor no es sensato. No puedes restringirle la libertad, así como él tampoco a ti.
»Te vas a calmar. Vas a cumplir tu misión. Vas a volver conmigo al Santuario. Comprobaremos que Dégel y su amigote idiota están bien, y volveremos a ocuparnos de nuestros asuntos. Y así, hasta que Dégel y Kardia hayan cumplido su tiempo entre nosotros y volvamos a sepultarlos, esta vez de modo definitivo.
»Y vas a tener eso en mente de manera continua: les quedan tres días, Rebenok. Nada más. Que Kardia haya sido tan imprudente de enviar a Milo con su padre no te da derecho a pensar en estrangularlo. Te aseguro que el muy bobo ya está autoflagelándose en este momento, y no dejará de hacerlo hasta que tu manzana esté de nuevo con nosotros.
»Así que... te calmas. Y vamos a Dinamarca. Y luego a beber café con Korítsi. ¿Estamos?
Camus asintió, con un nudo en la garganta. Quería dejar atrás el deber y todo lo que significaba para huir en busca de Milo.
Pero la advertencia del Hellenoi había sido clara. Y seria.
No debía buscarlo. Por ningún motivo.
¿Cómo podía atreverse a desoír la petición de su par?
―Estamos. Vámonos a Dinamarca. No buscaré a Milo. No estrangularé a Kardia. Beberemos café con Mademoiselle. Y no trataré de retener a mon époux contra su voluntad. ¿Te viene todo bien?
―Sí. Todo. Ahora vámonos.
Camus se levantó y sintió un peso leve sobre su hombro. Su hermana le había entretejido el cabello con la vieja cinta de terciopelo.
Levantó la trenza y luego miró a su hermana, alarmado.
―Sestra... Ya no puedo usar esta cinta. Es demasiado valiosa para mí y... y... ¡La perderé en nuestras andanzas!
―No la perderás. Yo la he traído todo el tiempo, mientras viajábamos. Estaré al pendiente, para no perderla de vista. ¿De acuerdo?
Monsieur Nord manifestó su duda en el gesto, pero finalmente asintió. O imaginó que lo hizo mientras su cuerpo físico se trizaba en millones de esquirlas y su fuerza salía impelida en mil corrientes de viento. Junto a él, Khíone, convertida en volátiles patrones de hielo, se elevó al cielo, en búsqueda del sitio donde el invierno era requerido.
La pátina helada que dejaron tras de sí, entre las arenas, cálidas, se evaporó con rapidez. Aunque el frío perduró unos instantes más entre los granos, como recordatorio de los seres que, inusitadamente, los habían visitado.
Milo observó el panorama que se desplegaba ante sus ojos con una sensación agobiante de dejá vu pesando sobre sus hombros.
Las estancias del Templo de Escorpio se extendían con placidez, pero con cierto aire de irrealidad.
Milo conocía de sobra la razón. Se recordaba rumiando su desesperación y la inquina contra su padre. Se había sentado con violencia en el sillón donde había despertado unas horas atrás y, enfurruñado, había abrazado uno de los cojines bordados artesanalmente. Tenía la sospecha de que aquella bonita labor casera venía de las manos de sus tías.
El agobio que le producía su estancia obligatoria en aquella casa y la premura de cumplir con las reglas impuestas por Moro le habían drenado la energía. Así, mientras estrujaba contra su pecho el cojín del sillón, buscó con la mirada la hora en su reloj.
5:15.
Demasiado temprano para preparar el desayuno.
―¿Qué carajo espera este cabrón que haga mientras se le da la gana salir del puto estudio? ―renegó el rubio mientras restregaba la cara contra el tejido suave del cojín―. ¿Escuchar ABBA?
Y en efecto. ABBA se escurría en el aire como si fuera la cosa más normal del mundo en aquella casa. Y seguramente así era.
Milo cerró los ojos tratando de acompasar su respiración agitada.
Tuvo tanto éxito que se quedó dormido. Y tenía los sentidos tan alertas que supo exactamente en qué momento empezó a andar los senderos de Hypnos. Senderos que lo llevaron hasta esa evocación de su Templo.
Misma que, sin embargo, no se correspondía a la realidad ni al recuerdo.
Todo en aquel panorama era como lo recordaba de sus largos años habitándolo. Los muros, las antiguas columnas con sus muescas, el piso marmóreo con algunas grietas aquí y allá. La luz del sol filtrándose en los espacios y los rincones. Los ecos que se levantaban con cada paso.
El murmullo que escuchaba en el fondo, sin embargo, no lo recordaba de ninguna ocasión.
Se encaminó hacia el área residencial. Hacia su habitación, cuya puerta permanecía cerrada. Levantó la diestra, con la intención de girar el picaporte.
En lugar de abrir la puerta, se encontró dentro de la recámara.
El lecho era un revoltijo de sábanas. Dos cuerpos hermosos y atléticos reposaban en él.
―¿Cuándo, Milo? ¿Cuándo se lo dirás?
Los dedos largos de Milo se deslizaron perezosos por la espalda blanquísima de su amante. Una sonrisa que quería ser pícara, pero apenas llegaba a suspicaz, se pintó en sus labios, que se posaron en la piel desnuda que tenía ante sí.
Un camino de besos se deslizó desde la espalda baja en ascenso, hacia la nuca. Allí, Milo sepultó la nariz en los rizos rutilantes de su acompañante. Mordió un poco la piel y obtuvo un quejido más de deleite que de dolor.
»¿Milo?
―¿Qué? ¿Qué cosa?
―No te hagas el occiso... ¿Cuándo se lo vas a decir?
Milo rechistó un poco y se aplicó a mordisquear y succionar la suave piel de la nuca.
―¿Decir qué, cariño?
El bufido de fastidio que se dejó escuchar fue el prólogo de la rápida incorporación de aquel cuerpo escultural. La espalda, desnuda, estuvo de pronto poblada de rizos rubios.
―¡Que estás enamorado de él, grandísimo idiota! ¡Bicho del mal! ¿Hasta cuándo estarás perdiendo el tiempo? ¡No te creas que tienes tanto!
―Misty...
―¡Nada de Misty! ¿Cuándo le vas a decir que lo amas, animal rastrero?
La imprecación desató, a su vez, el fastidio de Milo, quien se sentó desnudo en la cama y se cruzó de brazos.
―¿Qué carajo quieres que le diga? ¡Es mi mejor amigo! ¡Me mandará por un tubo y no me volverá a dirigir la palabra!
―¡No! ¡Eso sí que no! ¡Tu mejor amigo soy yo, pedazo de imbécil! ¡Camus es tu amor platónico! ¡Y sólo porque te haces el tonto en lugar de encararlo!
―¿En serio crees que eres mi mejor amigo, rufián?
―¡Sí, tarado! ¡Tan tu mejor amigo que dejo que me la metas!
―Pero... ¡pero si te gusta un montón!
―¡Y a ti también, pendejo! ¡Pero eso no borra la realidad! Somos amigos, nada más. Y mientras no te decidas a dar el paso hacia Camus, ¡yo tampoco puedo moverme en la dirección que quisiera!
―¿Y esa cuál es, cariño? ¿Algol?
―¡Y sí! No puede ser que te creas que tienes la única verga que me interesa. ¡Idiota! ¿Cuándo se lo vas a decir? ¿Cuánto tiempo crees que tienes para decírselo? ¡Está a nada de otorgarle la armadura al rusito! ¿Te digo qué va a pasar cuando eso suceda? ¡Se irá! ¡Se irá a buscarla! ¡A cumplir su promesa!
―Pues que la cumpla. Camus no se permitiría a sí mismo dejar una promesa sin cumplir. Y ciertamente no dejará su palabra en el aire por mí. No lo hará por nadie.
―Tiene derecho a saber, Milo. Eres la persona más importante de su vida.
―Ay, ¡por favor! ¡Claro que no! Hyoga, a quien quiere como si fuera su hijo, tal vez. Y ella, sin duda alguna que lo es. Pero yo... yo sólo soy su amigo. Su compañero de armas.
―Milo...
―Basta, Misty.
―¡Milo...!
―¡Que no! ¡Basta! No tiene por qué... No tiene por qué saberlo. Yo sé que me aprecia. Que me considera su amigo... tal vez incluso su mejor amigo. Pero no se le pasa por la cabeza que yo pueda sentir por él algo más intenso que eso.
»No voy a ponérmele enfrente, en vísperas de que vaya con Sinmone a pedirle oficialmente que sea su esposa, para decirle que... ¿Qué le voy a decir, Misty?
―Que lo amas ―dijo sencillamente el Santo de Lagarto mientras acariciaba con ternura el rostro de Escorpio―. Eso es lo que le dirás: que lo amas.
»Y lo harás porque es cierto. Porque lo que sientes es honesto y bueno. Porque no decírselo será una falta de respeto a ese hombre que de muchas maneras te ha moldeado el corazón, que es importante para ti. Y aunque te niegues a creerlo, tú también eres importante para él.
»Sólo a ti te busca en el Santuario, ¿no lo has notado? Sólo tu opinión le interesa. Cuando duda sobre algo, lo que sea, busca tu consejo. Y se toma en serio lo que le dices, sin importar cuán descabellado sea.
»¿Cómo entonces podrás seguir mirándolo a los ojos, una vez que se case con la chiquilla de Asgard, si no le abres el corazón? Él tiene derecho a saber lo que ha despertado en tu espíritu. Y a decidir si puede honrar ese sentimiento o sólo puede ofrecerte amistad.
El gesto de Milo se ensombreció. Sin quererlo, los ojos se le anegaron de lágrimas y negó vehemente con la cabeza. Se abrazó las rodillas y hundió el rostro en ellas, para ocultar el llanto silencioso que lo atacó sin remedio.
Los dedos blancos de Misty se internaron entre los cabellos. Acarició la piel desnuda de los brazos, sin rastro de lascivia.
―No puedo ―murmuró el escorpión con la voz ahogada como resultado del llanto y la posición en que se encontraba―. No puedo ir y decirle eso... No puedo arriesgarme a... a que deje de hablarme. De mirarme. De buscarme. A que se niegue a recibirme, a verme. Lo amo... Pero sé que tiene el corazón puesto en otra parte.
»Si voy y me le pongo enfrente para soltar esa bomba, sólo sembraré confusión en su mente. Le provocaré dolor. Será incapaz de incumplir su promesa y sufrirá por lo que no puede ofrecerme.
»No le haré eso. No lo pondré en la encrucijada de dañar a dos personas por las que siente devoción.
―Anda. Al menos ahora reconoces que eres importante para él.
―¡Claro que lo reconozco! No estoy ciego ni soy indiferente. Sé que soy importante para Camus. Sé que tengo lugar en su vida. Pero también sé que no soy el único por quien se preocupa. Por quien siente ternura. Si voy y hablo... le dividiré el corazón. No me siento capaz de hacerle ese mal.
―¿Y sí eres capaz de hacerte ese mal a ti mismo, zoquete?
―Sí. Si con eso lo protejo. Si con eso no le hago daño, por supuesto que sí. Puedo mantenerme en silencio la vida entera y ser feliz mientras lo observo construir su vida.
Misty apresó la barbilla de Milo y lo obligó a fijar los ojos enrojecidos en los suyos.
―Lo verás construir su vida y tú destruirás la tuya. Camus no será feliz de ese modo, Milo. Tienes que decirle.
Milo se encogió sobre sí mismo.
―Lo pensaré.
Sintió la intensidad de sus emociones rezumando en forma de lágrimas. Sintió también unos dedos cálidos y suavísimos restañando con delicadeza la humedad en su rostro. Una mano liviana que le acarició los cabellos y le puso encima la colcha tejida con que se arropó la noche anterior. Sin embargo, nada de eso fue tan efectivo para adormecer el dolor que aquella extraña evocación de lo que pudo haber sido y no fue le dejó en el alma, como el beso leve que recibió en la frente.
El toque de aquellos labios suaves fue una caricia en su espíritu acongojado.
Cuando abrió los ojos, los rayos del sol se colaban por el ventanuco encima de la puerta que daba al patio. Se hallaba echado en el sillón, con la cabeza apoyada en un cojín y otro apresado entre sus brazos. La colcha con las constelaciones bordadas lo cubría, abrigadora.
Frunció las cejas y se incorporó, adormilado, pero con las imágenes de su sueño prendidas aún de las retinas.
¿Qué había sido eso?
Se volvió hacia la mesa y vio a Moro sentado en ella, devorando con buen apetito el contenido de su plato.
Moro lo miró un momento y le sonrió, afable.
―¿Qué esperas para venir y desayunar, Solecito mío? Anda, ven de una vez, que Gigi se ofenderá si no te comes lo que ha preparado.
―¿Qué? ¿Tu amiga preparó el desayuno? ¡Pero si dijiste que eso me toca hacerlo a mí!
―Sí, cachito de cielo. Te toca a ti. Pero Gigi vino sin anunciarse y te encontró dormido. Le dio dolor despertarte. Así que ella preparó el desayuno. Ven de una vez y come. Te hará bien.
Milo esbozó una sonrisa tan leve como triste. Apartó la colcha a un lado y buscó con la vista sus botas.
Lo que encontró junto a sus pies blancos y desnudos fue un par de bonitas crocs azul celeste decoradas con la figura de un muñequito negro mal encarado.
―¿Pero qué...? ¿Qué cosa es esto?
―Ah. Son tus sandalias de casa. Gigi te las trajo: las escogió exclusivamente para ti. El muñequito se llama Badtz-Maru. Entornas los ojos igual que él cuando estás enojado.
Milo levantó del suelo las piezas de calzado tomándolas con las puntas de los dedos, como si fuera a contaminarse de tocarlas con mayor contundencia.
Miró a su padre con expresión ominosa.
Moro, el Gran Destino, papito, le devolvió una sonrisa socarrona.
»Así exactamente, como lo haces ahora mismo, el muñequito ese hace rendijitas con los ojos, bebé.
Milo soltó muy despacio el aire de sus pulmones, repasando los dígitos que recordaba del número π. Descubrió, para su sorpresa, que se sabía bastantes. **
―Ni siquiera pienses ―masculló con acento amenazante―, que me voy a poner... esto.
Moro negó con la cabeza, displicente. Como si tuviera frente a él a un niño mimado y remolón.
―Ay, Solecito. ¿De veras crees que tienes opción? Gigi te las trajo. Se ofenderá horrores si no te las pones.
Milo achicó todavía más los ojos. Como el muñequito. Tal cual.
―No las voy a usar. Quiero mis botas. Ahora.
―Ah. Tus botas. No las he visto en el tiempo que llevo en la habitación, pedacito de mi alma. Supongo que Gigi las guardó. Te recomiendo que te pongas tus sandalias y vengas a desayunar.
―Papá ―pronunció Milo con la solemnidad de un infante―. No usaré calzado para niña.
―¿Por qué no? ¿Se te caerán las bolas si lo haces? ¡Anda, cachito de cielo! ¡No puede ser que tu masculinidad sea tan frágil! ¡A que tu esposito sí las usaría!
Milo sintió como se le erizaban las greñas ante la sola insinuación de que Camus accedería a calzar aquellas... cosas.
―No, papá. Mi "esposito" no las usaría ni aunque la vida le fuera en ello.
―Sí ―aseguró Moro, categórico―. Si una nena suya se lo pidiera, se las pondría hecho rayo.
―No me lo está pidiendo ninguna nena mía, papá.
―No. Te lo está pidiendo mi amiga. Mi amiga, que es una dama maravillosa. Que ha tenido la consideración de pensar en ti. Y es una descortesía de tu parte no calzarlas.
Milo se desesperó. Se imaginó a la perfección la mirada gélida, reprobatoria de Keltos posada sobre él, por el atrevimiento de contrariar a la dulce y desconocida señora que le había llevado aquellas chanclas.
―¡Pero...!
―Pero se te enfría el desayuno, bebé. Así que ven de una buena vez. Ya está: cálzate tus zapatitos bonitos y acompaña a tu padre. No me hagas pedírtelo de nuevo, que me jode andar de rogón.
Milo soltó un bufido que hizo revolotear los cabellos echados sobre su frente como si el viento los hubiera alborotado. Aventó las sandalias al suelo y las miró con un rencor profundo y ponzoñoso.
No obstante, al final, con la piel enchinada de coraje, se las calzó y avanzó hacia la mesa.
Moro extendió una sonrisa que era plácida, burlona y temible. Todo al mismo tiempo. Milo pensó que, sin duda, papaíto sabía lo que no diría bajo ninguna circunstancia: que las malditas chanclas eran la cosa más cómoda del mundo.
Un plato con sptrapatsada y una ración de batzina lo esperaba en la mesa. Se sentó y desde el primer bocado lo supo: aquello era lo más delicioso que había probado en la vida.***
Bueno. La comida de Keltos era lo más delicioso. ¿O no...?
Tal vez este desayuno y la comida de Keltos estaban al mismo nivel.
»Sin duda, hijito. Sin duda que la comida de Gigi está al nivel de la de tu maridito. Si tu paladar lo siente así, eso es, sin réplica posible. El paladar de un hijo mío no miente.
―¿No miente? ¿Acaso es regla?
―Tanto como regla... Es más sencillo que eso. Un santo de Athena debe confiar plenamente en sus sentidos disponibles.
―Excepto cuando Shaka nos los retira o Saga nos los altera ―masculló Milo de mal humor.
―E incluso en esos casos, a que serías capaz de establecer parámetros de acción, ¿eh?
―Tal vez.
―Tal vez mis narices. Yo sé cómo los configuré, pequeño necio. Si te digo que puedes confiar en tu paladar, es porque así es.
―Anda, pues. Así es entonces. Porque sabes qué siento y pienso sólo con mirarme, ¿verdad?
―Y sí, bebé ―dijo Moro mientras limpiaba su plato con un trozo de pan y le pegaba luego un mordisco―. Nada más con mirarte sé que soñaste feo.
Milo tragó saliva. Porque el bocado no se lo pudo pasar a la primera.
Moro se acercó la taza con el café a los labios y le pegó un sorbo. Observó con atención a su Solecito, que permanecía ensimismado. Aun así, se abstuvo de dirigirle la palabra.
―¿Qué fue eso que soñé?
―Tú lo sabes ―dijo Moro con voz baja, aunque bien clara―. Lo sabes, aunque te niegues a reconocerlo.
Milo asintió. Masticaba un bocado de su desayuno con parsimonia, intentando por todos los medios retener la humedad que se acumuló en sus ojos.
No lo consiguió. Y Moro suspiró, pesaroso.
»Lo siento, niñito querido. Quisiera decirte que ya no tendrás más malos sueños. Pero te estaría mintiendo.
»No es sólo porque seas mi hijo. Es que... eres sensible. Y apasionado. Y cuando se trata de tu keltoi, te pones estúpido, para bien y para mal. Apenas alcanzaste a posar los ojos sobre la historia tachada, y de cualquier modo, te la has traído íntegra y vívida a tu cabeza.
―No quiero ―musitó Milo, apesadumbrado―. No quiero ser... "sensible". Quiero olvidarme de lo que vi, pero no puedo. No puedo.
―Lo siento, bebé.
―¡No lo sientas y ayúdame a deshacerme de la sensación horrible que traigo atorada en el alma! ¿Cómo que se lo estabas dando a alguien más? ¡A Sinmone! Y yo... ¡Yo estaba con Misty!
―Sí, naturalmente. Y naturalmente, Misty sólo era tu amigo. Bueno, tu follamigo.
―Pero, ¿por qué a Sinmone?
―Porque se lo prometieron. Se prometieron mutuamente que se casarían.
―¡Eran niños!
―¿Y eso qué? ¿Tu esposo dejaría de cumplir una promesa sólo porque la hizo en su infancia? De haberla hecho, habría sido desde su corazón. Habría sido válida, verdadera para él. Porque en el momento en que la hiciera, su amor por la pequeñita habría sido real.
―¿Y yo? ¿No me habría amado a mí?
―Viste el Libro, Milo. Tú sabes lo que Camus habría sentido por ti.
―Dioses...
Milo soltó el llanto con un sentimiento tan lastimero y desgarrador, que Moro hizo el amago de levantarse para abrazar al muchacho rubio. Pero éste levantó la mano, haciendo una señal de negación.
El Gran Destino permaneció en su silla, contemplando a su hijo desde la barrera que ofrecían sus lentes oscuros.
»¿Habría sido feliz? ¿Mi Camus habría sido feliz?
Moro se encogió de hombros.
―Y... ¿qué te digo? ¿Razonablemente? La habría querido bien, sin duda. Y ella lo habría adorado, esa es la verdad. Lo habría llenado de hijos, de haber tenido la oportunidad.
»La unión de ambos habría establecido un puente interesante entre el Santuario y Asgard. Pero muchas cosas habrían sido distintas. Y no puedo decir que para bien.
―¿Por qué? ¿Por qué no habría sido para bien? Keltos... Keltos no se habría cruzado con Skade. La maldita degenerada no le habría hecho daño. No se habría fijado en él.
―No. No se habría cruzado en su camino. Por unos minutos. Eso habría bastado. Y, si acaso hubiese habido la posibilidad de que se encontraran, las circunstancias habrían sido distintas. Camus habría podido defenderse. Sobre todo, Sinmone habría sido capaz de defenderse y defenderlo.
»Pero las cosas... terminaban mal. Terminaban en catástrofe. En sangre y fuego. En muerte y oscuridad. Precipitaban el final de todo.
Milo arrojó, furibundo y lloroso, su tenedor al plato. Se cruzó de brazos con las emociones revueltas a flor de piel.
―¿Cómo podría la felicidad de mi Keltos ser catastrófica? No me haces gracia, papá. Él es bueno y perfecto. Nada de lo que él hubiera podido hacer habría resultado en algo dañino para...
―Cállate, cachito de cielo. No sabes de lo que hablas. Tienes que estudiar el Libro para entender. No sólo quedarte con la impresión primaria que el asunto te ha dejado en el espíritu. No creas que no te entiendo: el daño que sufren mis allegados me duele en el alma. Aunque me creas insensible, no lo soy.
»Este asunto fue un quebradero de cabeza para mí. Sí, tienes razón. Tu esposito es bueno por definición. Perfecto, te diré que no tanto: lo miras con ojos de amor. Pero sus intenciones son siempre buenas y honorables en lo general.
»Intenté muchas combinaciones. Muchas variantes. Pero siempre terminaban igual: con la victoria de Hades y la llegada de la oscuridad suprema. En general, Hades es razonable y guía sus actos por el honor. Pero esta guerra estúpida la manejó con las gónadas, con las entrañas. Se permitió ofuscarse, él, que suele ser tan medido.
»Lo que el tío Metallica, como lo llamas tú, no entendió nunca en estos milenios de belicosidad, a pesar de su preclaro entendimiento, es que si empleaba el Gran Eclipse, no sólo terminaba con la humanidad, sino con la vida entera. Con Gaia misma.
»Y eso no lo puedo permitir, hijito. No antes de que el momento exacto llegue. ¿Me explico?
―Pero Camus... ¿Tenías que destrozarle la vida para conseguir que Hades no ganara?
―No quería... No quería hacerle daño. Pero Camus era... se convirtió en un condicionante del fin, por decirlo así. Cuando dejó de ser una dificultad... cuando lo destruí, como dices tú, las cosas siguieron el curso que ya sabemos. Esa línea fue la única que funcionó y permitió la victoria de Athena y la derrota definitiva de Hades. Así que...
»Con dolor, porque no me gusta destruir vidas, permití que los acontecimientos se encarrilaran de ese modo. Taché el pasaje original y abrí una glosa. Ustedes, sus circunstancias actuales, son una glosa. Siento mucho si al saber esto te sientes lastimado.
―Nosotros... Esta vida... ¿No debió ser?
―¿Importa? Al final, fue. Es. Aún será un poco más. Y todos ustedes han tenido, tienen la oportunidad de edificarse una vida a la medida de sus deseos y aspiraciones. Ese es el premio general que les he otorgado: cada uno está siguiendo el camino según sus propias expectativas. En eso, estoy interviniendo poco y nada. Sólo les he dejado pautas generales. Y el punto en el que deben partir a la Eternidad, claro está.
―¿Y yo partiré a la Eternidad? ¿Y Camus? Creí que nos habíamos convertido en dioses.
―Sí, bebé. Son dioses. Ahora lo son. No hay cómo dudarlo. Pero incluso los dioses tenemos un principio. Por lo tanto, debemos también tener un final. Uno más lejano y condicionado por nuestra función en la existencia. También nosotros marcharemos al origen de todo. Sólo que nos toca recoger la casa antes de dejarla.
»Y a tus tías y a mí, nos toca apagar la luz y echar la llave. ¿Me explico?
―¿No es ese un trabajo penoso, papá? ¿No te parece ingrato?
―¿Por qué? Mi función es maravillosa. Todo lo que es, todo lo que se abrió, se abre y se abrirá paso en la existencia, brota de mis dedos hacia el Libro.
»Lo veo todo, mi niño: desde el momento en que se genera en las entrañas fértiles de la fuente de todo hasta el momento en que se reintegra. Veo todas las posibilidades. Veo el mejor modo de conducirlas. Lo hago posible.
»Es... como un jardín: uno que yo he sembrado, que siembro todo el tiempo. Todo en él es efímero: dura un suspiro. Menos que eso. Pero lo veo florecer. ¿Entiendes? Cada vestigio de vida que ha sido, es y será, florece ante mis ojos.
»¿Qué puede ser más hermoso que eso?
―¿También Skade es hermosa? ―murmuró Milo con ponzoña en la voz―. ¿También a ese monstruo le ves belleza, papá? A ese monstruo que puso la mano asquerosa en Keltos cuando era un niñito. Y que luego pastó en su espíritu cuando permaneció en trance de muerte...
Moro guardó silencio y observó la ira venenosa que anidaba en el espíritu de su muchacho. Si las miradas mataran, y era una fortuna que Milo aún no desarrollara esa habilidad, el Gran Destino estaría en problemas.
―Hay hermosura en todo, hijo. Incluso en ella. Pero no estás posibilitado para verla. Todavía no.
―Jamás veré una virtud en esa degenerada. Jamás le tendré compasión.
―Bóreas se la tenía.
―¡Camus no le tiene compasión! ―escupió Milo.
―Bóreas el Viejo sentía compasión por la desgraciada ―aclaró Moro, sin agresividad en la voz―. Él era capaz de ver su hermosura. Y su tristeza. Su profunda desdicha. De mantener la distancia, ya que se sabía incapaz de ayudarla.
»La habría tomado bajo su tutela, si hubiera sabido que había al menos una posibilidad de que la Dama sacara algún provecho de ello. Pero era evidente que no era así. Sólo cuando supo que Skade había sido capaz de vejar a su hijo, a su Camus, fue que la actitud del Gran Invierno cambió.
Moro agarró la taza con fuerza y se bebió el resto del café de un trago. Permaneció callado unos instantes, como meditando el mejor modo de explicarle a su hijo aquello que desconocía de la Dama del Invierno.
―Me importa dos mierdas ―puntualizó el escorpión con aquella ira que se podía tocar de tan espesa que resultaba―. Me importa tres mierdas: todas las del mundo. No lo entiendo. ¡No lo entiendo! ¿Cómo has sido capaz de imaginar... de escribir a una... mujer... una entidad como esa? ¡Es una infame! ¡Y tú también, por haberle dado vida!
Milo ni se dio cuenta de cómo sucedió, pero de estar sentado a la mesa, dedicando aquellas palabras furiosas a su padre, pasó a estar de espaldas en el piso, aún montado en la silla, con su padre encima.
No sintió ni el empujón ni el golpe que lo llevaron al suelo. Simplemente, calibró de pronto la realidad, la contundencia de la piedra contra sus hombros, contra su cabello alborotado.
Papá lo miraba a través de los cristales oscuros. Recién se fijaba: los lentes de sol llevaban cristales, no micas. Las ventanas oscurecidas brillaban y al mismo tiempo se tragaban la luz. No habría sido posible ver los ojos de Moro a través de aquella barrera que el Gran Destino ponía ante todos. Pero Milo estaba seguro de una cosa: que si consiguiera verlos, se moriría de espanto.
―Ya te lo dije, Solecito: no hables de lo que no sabes. Cuando tengas la responsabilidad que yo tengo sobre los hombros, cuando tengas que dejarte el espíritu en tu misión, cuando tengas que llorar sangre por las atrocidades que se abren paso en el discurrir de la vida, entonces y sólo entonces vienes y me ladras tus acertadísimas observaciones de niño enfurruñado.
»Nunca dejaré de lamentar el sufrimiento que experimenta cada criatura víctima de una vejación. Nunca dejaré de lamentar que tu esposo haya sufrido lo que sufrió. Pero la vida se abre paso, niño. Se abre paso a través de todo: de la felicidad y del dolor. De la grandeza y la humillación. No me hace gracia lo que le ha sucedido a Camus. No me hace gracia que Bóreas se haya retirado para darle la posibilidad de justicia a su hijo. No me hace gracia que Skade actúe sin hacerse responsable del desastre que deja a su paso.
»Pero tienes que entender, y mientras más pronto, mejor: en mi escritura hay mandato y hay albedrío. La decisión, la acción más insignificante altera el mandato general. Escribo a las personas con la capacidad de actuar según sus rasgos particulares, según su impulso, según su intención. Y es difícil encarrilarlos. Imagina lo difícil que resulta tratar de encauzar la vida de Camus cruzada con un elemento fugitivo, con un elemento fuera de la norma. Ha sido casi imposible, ha sido destructivo de un modo horrible para él. Pero ya te lo dije: fue la única vía en la que las cosas no se iban enteramente a la mierda.
Las palabras de su padre, en lugar de calmarlo, lo enardecieron todavía más.
―¿Y eso te daba derecho de usar a Camus de chivo expiatorio, de moneda de cambio? ¿Por eso permitiste que tu monstruo maldito se lo tragara en su vorágine de podredumbre? ¿La vida de mi Camus es acaso menos valiosa que todas las demás? ¡No es justo, no lo es si la salvación de todos se cimenta en la muerte, en la degradación de alguien! ¡Te detesto! ¡Te detesto por haberla creado y cruzado con mi Keltos!
―¡No la crucé, pedazo de animal terco! ¡No la crucé! ¿Cómo crees que cruzaría por mi voluntad a un elemento tan volátil como Skade con quien sea? ¡Yo no la escribí! ¡No la escribí! ¡La pobre desgraciada es un capricho de su padre! ¡Un capricho que se le salió de las manos! ¡Y como todos los imbéciles que no miden sus actos, cuando se dio cuenta de lo que había hecho, huyó y trató de dejarla atrás!
»¿Pero cómo dejas atrás tus destrozos sin que te alcance su onda expansiva? ¿Sin que nos alcance a todos?
»¿Y qué más? Skade se cruzó con tu esposo. Por puro azar. ¡Por puro azar! ¡Como yo no la escribí, la maldita entra y sale como le da la gana! ¡Se cruza con quien quiere! ¡Y sus acciones no están contempladas en la historia! ¡Siempre causan ruido, siempre descomponen algo! Pero esta ocasión, por horrible que te suene, ¡esta vez sirvieron para mantener viva a tu madre!
Milo se quedó en el piso, hecho una maraña, sin terminar de librarse de la silla en la que había estado sentado y el férreo agarre de papá. Pestañeaba furioso, en parte para librarse de las lágrimas y en parte para intentar entender lo que Moro le decía.
―¿Cómo que no la escribiste?
Había querido sonar ofendido. Furioso. Pero sólo consiguió expresar azoramiento. Consternación.
―Llevo un rato diciéndotelo, Solecito. Yo no la escribí. Yo no la imaginé. Yo no la conjuré. No la traje a la vida. Ese fue Thjazi. Él la trajo, por capricho. Porque en su soberbia, no había nadie a quien pudiera llamar su igual, nadie a su medida. Nadie digno de él. Así que se forjó a alguien a su tamaño.
»Y el resultado fue ella. Skade. Una entidad bellísima, poderosa más allá de lo que Thjazi imaginó. Con todas las cualidades de su creador. Y todas sus falencias. Todas sus carencias, más las que corresponden propiamente a ella.
»Y cuando Thjazi la vio en todo su esplendor y toda su miseria, pudo darse cuenta de lo que había hecho. Ella estaba hueca. Tal como lo estaba él. Skade era una fuerza descomunal, con voluntad, pero sin brújula. Sin capacidad de sentir. Sin capacidad de enlazarse con alguien más que no fuera él. Y el vacío que ella cargaba con su existencia, amenazaba con tragarlo, con engullirlo a él.
»Se asustó y trató de dejarla atrás. Trató de encontrar a alguien más. Alguien que fuera gobernable. Y en el proceso de buscar a alguien digno de él, lo que encontró fue la muerte en manos de los Ases.
Moro, cansado, liberó a su hijo y lo dejó con la espalda tendida en el piso. Se levantó y tomó la taza vacía de encima de la mesa. Se dirigió a la cocina para llenarla de nuevo, se sentó luego en el sillón individual y accionó la tornamesa. ABBA se dejó escuchar.
Milo, incorporándose, levantó la silla y la acomodó en su sitio. Trató de acercarse a su padre, quien le hizo un gesto negativo.
»Desayuna, Solecito. Estar aquí te consume energía. Si no te alimentas, colapsarás.
―Necesito néctar y ambrosía. Si consumo viandas humanas, no me hará daño, pero tampoco bien. Eso me dijeron don Maremoto y Kyría.
―Lo que hay en tu plato es mejor que el néctar y la ambrosía. Todo lo que se sirve en esta casa te hará bien. Come ahora. No me hagas enfadar más.
―Tú me haces enfadar, papá... tú me haces enfadar...
―Ya. Me hago cargo de ello como puedo. Entiende: amo a mis hijos, pero no estoy acostumbrado a interactuar con ellos directamente. Eres el primero.
»No estoy acostumbrado a... los reproches.
Milo asintió mientras se sentaba de nuevo a la mesa. Pero aunque tomó el tenedor, no hizo sino revolver la comida en el plato.
―Entonces... ¿tú no la escribiste?
―No.
―Pero, ¿igual se mete en tu Libro? ¿Igual interactúa con todo lo demás?
―Sí.
―Y ¿no puedes meterla en cintura?
―¿Cómo, de manera permanente? Yo no la creé. No está regulada por mis normas, no está bajo mi dominio. Hace lo que quiere como quiere. Siempre es problemática. Pero ahora, ha sido particularmente cruel.
»Lo peor es saber que, si en esta ocasión ella no se hubiera entrometido, las cosas habrían naufragado miserablemente. Por eso ya no la aparté de Camus. Porque a él sí que lo escribí yo. Y sé que, si supiera lo que habría sucedido si la hubiera apartado de él, le pesaría para siempre.
―No. No lo creo. Camus odia lo que le pasó. Camus...
―Camus se dejó matar para enseñarle una última lección a su hijo. Camus es demasiado noble y amoroso para permitir que alguien, quien sea, sufra.
»Si con su sacrificio asegura el bienestar de otros, se avendrá sin dudarlo.
―Lo hiciste suicida.
―Lo hice devoto. Lo demás... es impulso suyo.
―No me gusta que desprecie su propio bienestar. Por eso... Por eso pude hacerle daño.
Hundió la cabeza en el pecho y un llanto bajito y doloroso lo estremeció.
Sin que lo advirtiera, se encontró con su enorme padre por un lado, acariciándole el cabello. Luego se sintió estrechado entre sus brazos, donde lloró con un sentimiento tan desgarrador, que se preguntó cómo había sido capaz de aguantarlo.
―Le hiciste daño porque estabas furioso, porque estabas dolido y no sabías cómo purgarte el veneno. Porque él mismo sabía que te había herido y no tenía idea de qué hacer para ayudarte a sanar y para sanar él mismo.
»Por horrible que te parezca, tus acciones saldaron la deuda que tenía contigo.
»Con lo de Misty fuiste alevoso y cruel, pero quedó entre ustedes tres. Lo de Asgard, sin embargo... eso fue la cereza del pastel. Si me preguntas, era innecesario, porque el escarnio fue público. Pero estaba en el rango de lo esperado.
―Yo lo hice salir.
―Nadie lo obligó a salir, mi niño. Ahora bien, que lo hiciera fue determinante. Al final fue lo... lo mejor.
―¿Cómo rayos puedes decir eso, papá?
―¿No te das cuenta, cachito de cielo? Si se hubiera quedado en Valhalla, no se habrían perdonado. No habrías atado su destino al tuyo. No se habría enterado nunca de la persecución de Skade. En la hora de su muerte, ella lo habría reclamado, se lo habría llevado. Y nadie se hubiera apercibido de la tortura eterna de tu sýzygos. Habría sido... otra No Conformidad para Kore.
»Se habría perdido para siempre. ¿Preferirías eso?
―No. Por supuesto que no...
―Entonces no reniegues de lo que ha sido. No reniegues de lo que ahora es, no cierres la posibilidad de conseguir que las cosas se encaucen de una buena vez...
―¿Encauzar qué, papá?
―A Skade. Me vas a ayudar con ella.
Milo se despegó de su padre y le dirigió su mirada llena de expectativas funestas para la Dama del Invierno.
―¿A qué te debo ayudar? ¿A destruirla? Con gusto la haré trizas.
―No, Solecito. Aunque esté fuera de mi control, la Potestad de Skade es necesaria para conservar la salud de Gaia. No la vas a destruir.
Milo torció la boca, con desagrado y decepción.
―¿A qué te voy a ayudar entonces?
―A integrarla, bebé. Esta es la primera vez que tengo la posibilidad efectiva de hacerla parte de la escritura.
»Mientras intentas escribir un destino viable para tu hermano, me vas a ayudar a pensar en cómo integrar a Skade al Libro. A que deje de ser un elemento discordante, una anomalía.
»Me ayudarás a sujetarla a las reglas. ¿Estamos, Solecito?
Un resoplido de disgusto se dejó oír en el comedor.
―¿Cómo carajo voy a hacer eso? Perdóname, pero no veo modo de integrar a ese monstruo ni a tu Libro, ni a ninguna parte.
―Ni siquiera lo has intentado, pedacito de mi corazón. Piensa: ese cerebro tuyo, por más que quieras hacerlo pasar por soso, tiene ideas claras con más frecuencia de la que te reconoces.
―Es que... ¡No! ¡No se me ocurre qué hacer!
―No me salgas con eso hasta que lo hayas intentado, ya te lo dije, bebé.
―La maldita tipa no se corregiría ni volviendo a nacer, papá; te lo voy diciendo ya.
Moro frunció la boca, primero con desagrado y luego con una sonrisa que a Milo le dio miedo, de tan sarcástica que resultó.
―Mira nada más, que esa solución no se me había ocurrido. Piénsate lo que dices, dulce Solecito mío, que yo no me olvido nunca de las palabras.
»Mejor exprímete la mollera y formula una idea que resulte aceptable. Dame la sorpresa de que junto con el camino de tu hermano, me encuentras la solución para la Dama del Invierno.
―Mátala ―dijo Milo, sin misericordia.
―Ya. La mato. Y siento el precedente de que, cuando tu esposito se ponga pesado, también me lo puedo cargar a él, ¿no es así?
―¡No digas sandeces, papá!
―Pues tú tampoco. Usa tu imaginación. Afínala. Busca opciones y me las presentas. Y al final, resultará que la solución te llegará por la inspiración del momento, como cuando redirigiste el destino de Camus, o fijaste el nuevo destino de Misty.
―¿Qué? ¡Yo no le he hecho nada a Misty?
―¿Apostamos? Además de tus zapatitos bonitos, empezarás a usar mi bata de descanso de la gatita si te demuestro lo del Lagartito. ¿Qué te parece?
Milo tragó saliva con dificultad.
―Pensaré en algo, ¿de acuerdo? Nada más mantén lejos de mí tu merchandising rara.
―Todo sea por volver a calzarte tus botas, ¿verdad, pedacito mío?
Milo se mesó la cabellera, desesperado.
―Sí. Todo sea por las botas.
―Todo sea porque Camus no te vea vistiendo prendas de niña, ¿eh?
―¡Pero bueno! Si ya lo tienes claro, ¿para qué lo quieres confirmar? ¿Tanto te divierte mi humillación?
―No, hijito mío. Tu humillación no me divierte. Meterte en problemas, sí.
La mirada de Milo se volvió pesada y quemante, como de plomo ardiendo. Tanto, que Moro la sintió escociéndole la piel.
Tal vez su Solecito, después de todo, sí desarrollaría miradas letales.
»No deberías negarte a que tu esposito te vea con tus sandalias de casa. ¿Qué tal si le desbloqueas una nueva parafilia?
―¡Papá! ―gritó Milo en medio de un intenso rubor.
―Yo que tú... lo dejaría mirármelas puestas. ¿Quién sabe? Tal vez resultaría divertido.
―Papá, te lo advierto...
―¿Qué me adviertes? ¿A que ya estás salivando nada más de pensar en las posibilidades?
Y se dio media vuelta, para dirigirse a su habitación.
»Apúrate a lavar los platos. Te quiero estudiando el Libro de aquí a mediodía. Luego de la comida, vendrás a ayudarme en el taller.
»Y antes de que refunfuñes que te descubrirán, te lo digo de una vez: absolutamente nadie te va a reconocer.
»Así que... ponte a trabajar, bebé. Para eso te he permitido quedarte aquí.
―¡Pero...!
―¡Pero nada, manzanita! Te presumiste capaz, ¡y ahora me cumples las expectativas! Hoy... Hoy, bebé mío, me vas a mostrar de quién eres hijo. Me vas a demostrar que eres digno de la sangre que corre en tus venas...
Aclaraciones
Hola a tod@s.
Bienvenid@s a la actualización de este mes (agosto) de Nada sucede dos veces. Agradezco su paciencia y que aún no tiren la toalla. ¡Yey!
En el momento en que preparo esta publicación, estamos aún en la penúltima semana de julio y me preparo para volver plenamente a clases. Tengo ya esta semana dando cursos de preparación. Además, tengo un montonal de proyectos pendientes en mis dos dependencias y un montón de tarea que considero absurda en mi posgrado.
Así que, plagada de deberes incómodos, he optado por la felicidad y he estado programando la publicación. Espero que el nuevo capítulo les haya resultado interesante y satisfactorio: sí, ha habido de todo un poco y Milo y su papi ya están juntos e intentando no matarse en el intento de conversación.
¿Qué les ha parecido el avistamiento que Milo tiene de lo que no fue? De esa historia que debió ser y en la cual, si bien Camus no se cruzaba con Skade, sí estaba fuera del alcance de Milo. ¿Les ha gustado? Les confieso que ha sido difícil trazar con precisión todo lo que he traído en la cabeza cuando inicié este proyecto, a fines del 21. Pero va quedándose redondito. Y espero que cuando las cosas salgan a la luz, no les resulten ni bobas, ni incongruentes.
Las cosas que hay que hacer para enmendar Soul of Gold, caray.
En fin. En esta ocasión no hay aclaraciones idiomáticas: lo que hay ya está más que trabajado a lo largo de toda la serie de fics. Si alguien llegara a tener una duda de qué significan las expresiones, por favor pregunte sin miedo y le paso el chisme.
Lo que sí hay son notas de contexto, que les paso en este momento:
*La canción que se escucha en casa de Moro es Fernando, de ABBA.
**Según Wikipedia, cito (porque soy pésima en matemáticas y aunque me encanta la física, soy un fiasco): "El número π (pi) es la relación entre la longitud de una circunferencia y su diámetro en geometría euclidiana. Es un número irracional y una de las constantes matemáticas más importantes. Se emplea frecuentemente en matemáticas, física e ingeniería. El valor numérico de π, truncado a sus primeras cifras, es el siguiente: 3.14159 26535 89793 23846 26433..." y todo lo que sigue.
***Sptrapatsada: huevos revueltos con tomates y queso feta. / Batzina: empanada rellena con vegetales, queso o ambos. Generalmente, con calabacín.
Les confieso que todas las notas son ñoñadas. Pero como soy bien ñoña y no es ningún secreto, espero me lo perdonarán.
Gracias a mi comadre, Chantry-Sama, por su apoyo incondicional, como siempre. Eres la onda, comis.
El crédito para la imagen de portada es de... no sé. No sé si corresponde a la productora de la serie de Hello Kitty o a un entusiasta de los personajes que los ha dibujado. En todo caso, espero que les haya gustado. Ya veremos a futuro por qué Moro les tiene tanto cariño.
Y bien: pues es todo por ahora. Espero que les haya gustado la actualización. En el siguiente capítulo, Kardia y Dégel...
Kardia y Dégel se comportarán a la altura de las circunstancias. Dejémoslos así.
Agradezco, de nueva cuenta, la bondad de su atención: sus lecturas, votos, comentarios, opiniones, tiempo de lectura, son enteramente apreciados. Espero tener el placer de su compañía el resto de este viaje. Les mando abrazos y saludos sinceros.
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