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Kirk Golwyn se encontraba en la cafetería Pequeña Colombia, sentado en la mesa que se sentaba habitualmente, junto a la ventana, desde la que se veía la calle casi por completo. Nunca daba la espalda ni a la puerta ni a las ventanas y, sobretodo, no se la daba a las personas. Su mujer insistía en que era paranoia, pero él sabía que no. No era paranoia haber visto el mismo coche aparcado frente a su casa diez días seguidos ni tampoco lo eran las interferencias, casi como pitidos que emitía el teléfono de su despacho, no lo eran y estaba más que seguro.
Él nunca había hablado de su trabajo con su mujer, un poco por encima, que era abogado y poco más. Nunca le confesó que era el abogado particular de la familia Cacciatore, ni que ayudaba a blanquear dinero y mucho menos que había presenciado el asesinato de, al menos, medio centenar de personas, podrían ser más. Esos detalles de su trabajo son los que nunca había revelado a nadie, simplemente se limitaba a la parte legal de los trabajos del don, cómo él le había dicho; Tú eres abogado, tus manos deben estar limpias para que las mías lo parezcan, si algún día tus manos dejan de brillar, tendré que matarte. Y esbozada esa sonrisa, que casi era una mueca de burla y a él le ponía de los nervios.
Cada vez que la veía en su rostro le daban ganas de quitársela con un par de puñetazos, pero no podía. Si tus manos dejan de brillar, tendré que matarte. Sin duda iba enserio.
Ahora estaba más nervioso y asustado que nunca, sudaba por lugares que nunca antes había visto sudar, le temblaban las manos, no dormía y su no paranoia cada vez era mayor.
Desde que detuvieron a Don Cacciatore vivía en un infierno particular, sabía que su jefe era un hombre de fiar, un hombre de honor y que nunca lo delataría, pero quien sabe, se decía en su cabeza, tal vez por acortar la condena me delate y después, antes de que la policía me detenga me meterá una bala en la cabeza para asegurarse de que yo no cante.
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