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Capítulo Extra #2: ''El día que Manuel decide disculparse''


10 de marzo del 2023. Ciudad de Buenos Aires, Argentina.

El equivalente al día 7 de 365 en el año de Margot.

La vida hace tiempo que no me trata tan bien. Cuando no le doy mucha importancia a las cosas (o incluso a las personas), me evito los malos ratos, puesto que, en realidad, nunca es nada relevante.

Es un plan perfecto, a decir verdad. Me ha permitido zafarme de muchas cosas a lo largo de los años y concentrarme netamente en divertirme. Porque... ¿para eso es la vida, no? No entiendo cómo hay gente que puede vivir preocupándose tanto por todo.

Por eso se amargan. Y yo no quiero amargarme. Soy joven y tengo muchas cosas que hacer para estar preocupándome por lo que los demás piensen de mí.

Camino por la calle, voy por sobre la Avenida Corrientes y Pueyrredón, deben ser alrededor de las ocho de la noche. Me invitaron a una fiesta en el boliche que está en toda la esquina. Al llegar a media cuadra algo llama mi atención, una caja de caramelos en la entrada del kiosco.

Suspiro, ¿mi plan parece perfecto, no es cierto? Pero hasta el más grande de los genios sabe que no hay ninguno que sea infalible. Porque es cierto, he logrado que las cosas o las personas no me importen, no en su totalidad.

Al menos que se trate de ella. Porque, por alguna razón, en los casi trece años que tenemos de conocernos, se ha convertido... ¿en...? ¿Cómo llamarlo? Una especie de debilidad.

«Puta madre, Margot.»

Ha pasado una semana. Y he intentado en verdad no pensar mucho en eso. No ha escrito o llamado, y cuando intento yo hacerlo, sigo igual de bloqueado que en su cumpleaños. Al principio pensé que se le pasaría rápido (como normalmente cualquiera de sus enojos conmigo), y, como verán, no había podido estar más equivocado. No ayuda entonces encontrarse con su caja de caramelos preferidos exhibidos en oferta, porque mi mente vaga a su carita de emoción al comerlos, como si fuese lo más exquisito que pudiese existir en el mundo.

Encima, no le gustan todos, lo más gracioso. La ves revolver toda la caja hasta que ya los ha separado todos, y, regalándome todos los demás, se queda tan solo con los morados.

«Qué piba tan extraña.»

Nunca he sido bueno para disculparme, creo que, si lo he hecho contadas veces en mi vida ha sido mucho. Y ahora, me sorprendo pensando que muchas de esas veces, me he disculpado con ella, con Margot.

Me cuesta reconocer los errores. Pero, cuando la veo triste o lastimada por algo que he hecho, es algo que no puedo evitar. Las cosas salen naturalmente cuando estoy a su lado, es sencillo, puesto que me conoce muy bien.

En realidad, no hay nadie que me conozca como ella. Nunca me había sentido tan cómodo con nadie.

Y no soy pendejo, entiendo que esta semana no habérmela cruzado en el restaurante tiene que ver con eso. Con que no me hable. Porque reconozco que fui un idiota la semana pasada al plantarle de esa manera en su cumpleaños, especialmente cuando sé que ella jamás me hubiese hecho lo mismo.

Odio que pueda causar en mí esta sensación de culpabilidad. Pero, en realidad, lo que más odio es extrañarla como lo hago.

Extraño su voz. Extraño... ella. La mierda que me hace sentir normal; que me hace sentir... tranquilo. Sin pensarlo, ya estoy en la tienda. Pago la caja y la escondo en el bolsillo de mi pantalón.

No quiero ceder e ir a verla. Porque si lo hago sería igual que admitir que esta debilidad que me causa me afecta lo suficiente. No quiero que me afecte.

«Tarde, me parece»

Maldigo en voz baja antes de emprender mi camino hasta el final de la cuadra.

Beber, para mí, ya no es una elección. Debería serlo si pongo en consideración mi pasado, pero me miento a mí mismo diciendo que tengo la situación bajo control. Es tan solo cuando estoy muy borracho en donde me permito admitir que se ha convertido en un estilo de vida, del que ya no estoy seguro de querer salir.

Supongo que me ayuda a escapar de la realidad. Una realidad en donde sé que no hago nada más que cagarla. Pero hoy, particularmente hoy, por más que beba no logro escapar de la realidad. Porque cada vez que empiezo a bailar con alguien, o esta piba Selena intenta besarme, sus ojos marrones toman posesión de mi mente.

«Puedo pensar en Margot luego.»

O al menos lo intento.

Fracasando, obviamente.

—¿Qué estás haciendo? —escucho que pregunta alguien a mis espaldas.

Es la chica esta de la que hablo.

¿Cómo dije que se llamaba? ¿Celeste?

—Separando...caramelos... —respondo, ya con la voz un poco pesada. Me siento raro, no acostumbro a tomar birra.

Pero hoy decidí tomar, por alguna extraña razón. Y no solo ha sido una, perdí la cuenta luego de la cuarta.

Los caramelos están esparcidos sobre el mesón en donde estoy sentado con mis amigos, la música está muy alta, pero mi tarea ha sido la misma durante los últimos diez minutos: tengo que encontrar todos los morados.

Media hora más tarde, tambaleándome por todas partes y con una bolsa (que no sé de dónde mierda saqué) en el bolsillo del pantalón con los caramelos morados para Margot, tomo un taxi y le indico al taxista la dirección de mi amiga.

«Si es que se puede llamar amiga.»

¿Por qué mierda no responde mis mensajes? ¿Por qué no enfrentarme, pegarme si quiere? La hubiese dejado hacer cualquier cosa conmigo con tal de que se le fuese el enojo.

Pero ahora yo estoy enojado. Enojado con ella, porque quiero a Margot de vuelta.

Así que acá voy, demandando que me devuelvan a mi mejor amiga.

«Seguro, un excelente plan.»

Lo siguiente que recuerdo es estar tocando a su puerta.

Siento que tengo décadas haciéndolo, y no hay ningún tipo de respuesta.

Golpeo un par de veces más.

—Margot —su nombre sale de manera graciosa de mi boca ¿Por qué la habrían llamado así? —. Soy yo, Manuel.

Nada, ni un puto sonido.

Me siento palidecer. A lo mejor no está en casa.

O a lo mejor simplemente no quiere hablar conmigo.

¿En verdad va a dejarme acá en el pasillo?

—Mag...s... —me pesa la lengua ¿el piso siempre ha tenido cuatro departamentos? —. Sé que estás ahí, por favor abre...te necesito.

Mis sospechas se aclaran cuando escucho su voz dentro del departamento.

«¿Está hablando sola? Ay, Mags.»

Un zumbido seguido de una mancha negra sobre mi cara me hace colocar con brusquedad la mano en mi rostro; golpeándome.

—¡Auch! —exclamo, mientras acaricio mi nariz herida. El pequeño insecto vuelve a intentar colocarse en mi rostro.

¿Una mosca? ¿Por qué mierda me sigue una mosca? ¿Me castiga hasta la fauna ahora?

Mis piernas se sienten entumecidas... ¿y si me siento un ratito? Una siestecita no le hará mal a nadie. Me dejo caer contra la puerta y cierro los ojos.

A fin de cuentas, no me voy a acordar de una mierda en la mañana. Al menos espero que no.

Escucho mi nombre, por allá en la lejanía.

Váyanse a la mierda ¿no ven que estoy durmiendo?

—¿Qué mierdas haces, Manuel?

¿Esa es Mags? Busco en mi memoria, pero no logro recordar en qué momento había venido hasta mi casa, pero bueno, no es raro el que se quede a dormir. Me acomodo para seguir durmiendo.

Siento una caricia en mi cabello, el pelo en mi cuello se eriza ante su tacto.

—¿Estás bien? –la escucho preguntar, ahora en un tono de voz más bajo.

La cabeza me taladra.

—Shh —respondo, intentando callarla para que volviera a dormirse —. Estoy durmiendo, Mags.

—Lo sé boludo, en el piso de mi departamento. —responde con dureza, logrando espabilarme un poco.

Intento abrir los ojos, pero me pesan mucho, me vence el cansancio.

Y la borrachera.

—Manuel —su voz, de vuelta —... necesito que me ayudes a levantarte, yo sola no puedo.

—¡Mags! —exclamo, con un exceso de alegría —¿Qué hacés en mi casa?

Margot niega con la cabeza, como si estuviese replantéandose algo.

—Estás vos en mi casa, Manuel. Son las dos de la mañana y tengo sueño, así que si podés ayudarme a levantarte y hacer esto más sencillo para ambos, te lo agradecería.

Me vuelvo un poco más consciente de donde me encuentro. La dureza de la almohada, es porque no es mi almohada, es el piso.

Y no estoy en mi casa, estoy en la de Mags. Porque vine a verla, y no sabía si ella me iba a dejar pasar. Luego me quedé dormido.

Sé que soy yo, pero no lo parezco. Cuando me levanto del suelo con su ayuda, es como si estuviese por fuera de mi cuerpo.

Maldita borrachera ¿Por qué siempre hago lo mismo?

Me sientan en el sillón. De repente, como si fuese una luz dentro de mi borrachera, recuerdo que me llevó a casa de Margot en un primer lugar. Estoy enojado con ella. Bueno, no enojado. Frustrado tal vez, no lo sé. La extraño y quiero entender cómo pueden pasar tantos días sin que me extrañe de la misma manera.

Veo una mosca pasar frente a mi cara.

«La puta madre, me siguió hasta dentro de la casa.»

—¿Por qué me bloqueaste, Mags? —pregunto con voz pesada, pero no recibo respuesta —. Al principio pensé que estabas enojada porque... te fallé en tu cumpleaños, pero ya pasó una semana... ¡una semana! ¿Sabés? ¿Cuánto más vas a seguir con esto...? Ni te vi en el laburo tampoco...

Quiero encontrar sus ojos, que se crucen con los míos. Pero me esquiva, está muy concentrada en desvestirme. Una sensación liberadora me inunda en lo que me quita los zapatos.

—Eso no importa ahora —murmuro mientras le quito los zapatos y luego el pantalón, dejándole solo con la remera y el bóxer —. Además, cualquier cosa que te diga no la vas a recordar en la mañana.

Tiene un punto. Un buen punto, de hecho.

Tengo mucho sueño.

—Probablemente tenés razón —respondo.

Me dejo acostar en el sillón y al rato, una frazada me cubre. Tampoco me pasa por alto el tacho de basura que deja a mi lado.

Y, entonces, me doy cuenta de que tal vez ya no estoy tan borracho. Estoy pasado de tragos sí, pero la veo frente a mí, con el uniforme de trabajo y la cara cansada, y nunca se ha visto tan hermosa.

Mags siempre ha sido hermosa. Por más que ella no lo note.

Continúa cuidándome, velando por mi bienestar (como lo ha hecho toda la vida) por más idiota que haya sido con ella.

Lamentablemente también sé, que es la única manera en que sé ser.

Eso me hace sentir muy culpable. Sé que no la merezco. Jamás la he merecido.

—Siempre... siempre vos, Mags. Cuidándome. Y yo... nada. Soy un boludo. Perdón. No sé... Perdón...

La realidad me golpea, porque sé, que es lo más sincero que he dicho en mucho tiempo.

—Mañana, Manu, mañana.

Apaga la luz y la escucho alejarse. Es cuando recuerdo los caramelos en el bolsillo de mi pantalón.

—En el bolsillo de mi pantalón —comento adormilado —, hay una bolsa con caramelos morados.

Bostezo, el sueño me invade.

«Tal vez, no estaría mal descansar los ojos un ratito.»

—Gracias —escucho a lo lejos su voz, pero ya no puedo responderle.

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