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La divinidad

—N.º 720, ¿estás seguro de que no necesitas pastillas?
—No, si no ya estuviera en un manicomio, pero tienes que creerme, n.º 259, cuando te digo que nosotros solo existimos por la presencia de un divino y nos da vida con su mente. He visto la puerta que nos lleva a su mundo en alguna parte de esta prisión. Por cierto, deja de llamarme por mi número, soy Alaric, ¿y tú?
Me crucé de brazos, ignorando la urgencia en su tono. Ya había visto a otros prisioneros perder la cabeza, inventarse religiones, visiones o cualquier cosa que les ayudara a soportar este lugar. Pero algo en su mirada, en la desesperación latente en sus ojos, hizo que dudara un instante.
—Prefiero no decirle nada a un loco. Adiós.
Me di la vuelta para marcharme, pero su brazo alcanzó a agarrarme, incluso siendo limitado por las rejas de su celda.
—¡Espera! Por favor, si ves al divino... si llegas a su mundo, ¡dile que me saque también! —gritó. Su voz temblaba, a punto de romperse.
—¿De qué demonios hablas? —repliqué, girándome con el ceño fruncido.
—¡Fue la divinidad quien te sacó de tu celda! ¡Tú no lo hiciste, n.º 259, tú no tienes ese poder! —Su rostro estaba lleno de una mezcla de súplica y locura. Parecía absolutamente convencido de lo que decía.
Esa afirmación me golpeó. Algo dentro de mí se tensó. Porque tenía razón en algo: no recordaba cómo había salido de mi celda. Solo sabía que estaba fuera. La última vez que fui consciente de algo, estaba sentado en mi rincón de la celda pensando en… y luego... estaba libre.
—Te equivocas —le espeté, endureciendo el tono.
—¡No, no me equivoco! ¡Lo sé! ¡Es la divinidad! Por favor, dile que no me deje aquí, ¡no me abandones! —Su voz se rompió en un grito desesperado.
Lo dejé atrás. No iba a perder el tiempo escuchando los desvaríos de un loco. Mientras avanzaba por el pasillo, traté de forzarme a recordar cómo había salido de la celda, pero era como intentar agarrar humo. No importaba. Mi prioridad era escapar, no encontrar explicaciones místicas para cosas que probablemente tenían una solución lógica.
Concéntrate Killian”, pensé. “De alguna forma que no recuerdo, lo hice yo.”
Con eso, lo enterré en mi mente y me concentré en el plan.
El pasillo se alargaba frente a mí como una serpiente sin final, iluminado por tubos fluorescentes que parpadeaban intermitentemente. Todo estaba en silencio, demasiado silencio. Un silencio que solo podía significar que los guardias estaban cerca.
Doblé la esquina con cuidado, pegándome a la pared, y justo entonces escuché pasos. Venían de algún lugar adelante. Mi mente trabajaba rápido. Necesitaba acercarme al depósito de armas para conseguir algo con lo que defenderme. Mis manos y puños podían hacer mucho, pero no iba a durar contra las armas automáticas que ellos llevaban.
Unos pasos pesados resonaron a mi izquierda. Era un guardia, corpulento y lento, pero armado. Llevaba un rifle colgando del hombro, sujeta con una correa. Perfecto. Un arma sería útil, pero lo que más necesitaba era la tarjeta magnética que todos llevaban en el cinturón, la llave para abrir las puertas de los niveles superiores.
Salí de las sombras de golpe, corriendo hacia él antes de que pudiera darse cuenta de mi presencia.
—¿Qué demonios? —gritó, llevándose la mano al rifle.
No le di tiempo a reaccionar. Mi hombro se hundió en su abdomen como un ariete, haciéndolo tambalearse hacia atrás. Cayó de espaldas con un gruñido, y yo me lancé sobre él, presionando mi antebrazo contra su cuello para mantenerlo inmovilizado.
—¡Basta, maldito! —escupió, intentando liberar su brazo para alcanzar su arma.
—Solo dame la tarjeta y no tendrás que preocuparte por nada más —le respondí, con voz fría.
Pero claro, no lo hizo fácil. Logró liberar una mano y me lanzó un golpe directo al rostro. Mi visión se oscureció un segundo, pero no lo solté. Le golpeé la sien con el puño cerrado, lo suficientemente fuerte para que su resistencia se desmoronara. Aproveché el momento y arranqué la tarjeta de su cinturón.
—Gracias por su contribución.
Antes de que pudiera levantarse, tomé su rifle y lo usé para golpearlo en la cabeza, dejándolo inconsciente. No iba a matarlo; no valía la pena el ruido, y necesitaba seguir moviéndome.
El depósito de armas estaba más cerca ahora. Me deslicé por los pasillos, con los sentidos en alerta máxima. Una sirena comenzó a sonar a lo lejos, y supe que ya habían encontrado el cuerpo del guardia. Eso significaba que tenía minutos antes de que todo el infierno se desatara.
Finalmente, llegué a la puerta del depósito. Pasé la tarjeta por el lector, y el indicador cambió de rojo a verde con un leve pitido. Empujé la puerta y entré.
Era un paraíso para alguien como yo que solo se dedicaba a esto: rifles, pistolas, cuchillos, incluso granadas. Sabía que no podía cargar con mucho, así que me limité a lo esencial. Tomé una pistola y un cuchillo, ambos fáciles de manejar en espacios cerrados. Antes de irme, agarré una de las mochilas militares del estante y la llené con municiones y un par de explosivos pequeños. Algo me decía que los necesitaría.
Al salir del depósito, el caos ya se había desatado. Guardias corrían por los pasillos, y sus radios resonaban con órdenes y gritos. Mantuve la cabeza baja, moviéndome entre las sombras y buscando la salida hacia el nivel superior.
En uno de los pasillos principales, me topé con un escuadrón de tres guardias. No había forma de evitarlos, así que me preparé para el enfrentamiento. Apunté con la pistola y disparé antes de que pudieran reaccionar. El primero cayó por una bala directa al hombro con un grito que resonó en todo el pasillo. El segundo levantó su arma, pero me lancé hacia él antes de que pudiera apretar el gatillo. Lo derribé al suelo, clavándole el cuchillo en el muslo. Gritó de dolor, y eso fue suficiente para desmoralizar al tercero, que dio un paso atrás, vacilante.
—¿Quieres intentarlo? —le dije, con una calma a raíz de mi experiencia.
Negó con la cabeza, soltó su arma y salió corriendo.
Seguí avanzando, los músculos ardiéndome y el sudor empapando mi ropa.
El siguiente enfrentamiento fue más brutal. Eran cinco, y esta vez sabían que no podían confiar en la ventaja del número. Avanzaron en formación, con las armas listas. Me escondí tras una esquina, escuchando cómo se acercaban, sus botas marcando un ritmo preciso y amenazante.
Tomé una granada de humo de la mochila que había robado en el depósito y la lancé al pasillo.
—¡Cuidado! —gritó uno de ellos, pero ya era demasiado tarde.
El cilindro rodó por el suelo, y en segundos, una nube gris cubrió todo. El humo llenó el espacio, cegándolos. Yo, en cambio, ya me había movido. Salí del rincón y ataqué desde un ángulo inesperado. El primero recibió un disparo directo al pecho. Cayó con un gruñido ahogado, su rifle deslizándose por el suelo.
El segundo intentó girarse hacia mí, pero yo ya estaba demasiado cerca. Mi cuchillo encontró su costado, atravesando el chaleco que no pudo protegerlo del todo. Su alarido fue breve, porque lo empujé contra la pared antes de que pudiera alertar a los demás.
Los otros tres dispararon al azar, tratando de cubrirse entre la cortina de humo. Una bala pasó rozando mi brazo izquierdo, quemándome como un hierro al rojo vivo. Ignoré el dolor. Mi cuerpo estaba en modo supervivencia, moviéndose rápido entre las sombras y el caos.
Disparé dos veces más. Uno de ellos cayó, pero el otro logró acercarse lo suficiente para lanzarme un golpe con la culata de su arma. Me tambaleé hacia atrás, y él aprovechó para intentar apuntar.
—¡Al suelo aho…!
Pero no lo dejé terminar. Me lancé hacia adelante, golpeando su rifle hacia un lado y conectando un puñetazo directo en su nariz. El crujido me indicó que había dado en el blanco. Cuando cayó, tomé su rifle y lo usé para disparar al último guardia.
El silencio volvió, roto solo por los gemidos de los heridos y el eco de mi respiración agitada. Mi camiseta estaba empapada en sudor y sangre, —no toda era mía— y mi brazo ardía con una punzada constante. Pero no podía detenerme.
Volví a cargar mi pistola mientras corría por el pasillo. Las voces y los pasos todavía se escuchaban a lo lejos. Sabía que no había forma de que saliera de esta si me atrapaban.
Giré una esquina y me encontré de frente con un guardia que llevaba una pistola. Me apuntó directamente al pecho, y en ese instante, el tiempo pareció detenerse. Mi mente gritó que no tenía escapatoria, pero mi cuerpo no dudó. Corrí hacia él, sin pensarlo.
El primer disparo pasó a milímetros de mi costado, tan cerca que pude sentir el calor de la bala en la piel. El segundo disparo se desvió cuando golpeé su brazo con mi hombro, y la pistola cayó al suelo. Lo empujé contra la pared con todas mis fuerzas, y mientras él intentaba recuperarse, yo ya había recogido su arma.
—¡No! —gritó, alzando las manos, pero no le di tiempo de hacer nada más. Lo dejé inconsciente de un golpe.
El sonido de más pasos acercándose me sacó del momento. Las botas resonaban como truenos detrás de mí. Mi corazón martilleaba en mis oídos mientras corría, buscando desesperadamente una salida.
Fue entonces cuando vi una puerta oculta, apenas visible en la pared. No lo pensé dos veces. Me lancé hacia ella, empujándola con todas mis fuerzas.
Para mi sorpresa, la puerta cedió con facilidad, abriéndose hacia un espacio oscuro. Entré, cerrándola rápidamente tras de mí, justo cuando los pasos de mis perseguidores se escuchaban a unos metros.
Me quedé allí, en la oscuridad, tratando de recuperar el aliento. Afuera, las voces se hicieron más fuertes.
—¿Adónde fue? ¡Lo vimos girar aquí!
—¡Busquen en los pasillos adyacentes! ¡No puede estar lejos!
Escuché cómo las botas y voces se alejaban, y el silencio volvió a instalarse. Fue entonces cuando noté el lugar en el que estaba.
El aire era extraño, frío y cargado de una electricidad casi palpable. Un zumbido bajo llenaba el espacio, y el suelo bajo mis pies parecía brillar con una tenue luz rojiza. Algo no encajaba. Este no era un lugar común de la prisión, al menos no uno que hubiera visto antes.
Un tirón en el estómago me sacudió de repente, como si algo invisible me arrastrara hacia adelante. Intenté resistirme, pero mis piernas flaquearon. Todo a mi alrededor comenzó a desvanecerse, como si la realidad misma se estuviera desmoronando.
Y entonces, todo se apagó.
Cuando desperté, estaba tirado en el suelo. Me dolía cada músculo del cuerpo, pero lo que más me sorprendió fue el lugar en el que estaba. No era la prisión. Bajo mis manos había un suelo de madera liso, nada que ver con el cemento frío de la prisión. Y frente a mí, un escritorio con un ordenador. Una chica estaba sentada allí, limpiando el teclado con un trapo y murmurando.
—Ugh… Maldito café… siempre lo mismo.
Me puse de pie con dificultad, tambaleándome un poco. Miré la pantalla del ordenador y lo que vi me dejó helado.
Era mi historia. Cada palabra, cada acción, cada pensamiento… estaba ahí.
—¿Qué…? —murmuré.
La chica se giró al oírme, y sus ojos se abrieron de golpe al verme: sudado, ensangrentado, con un arma en la mano y los músculos tensos por la pelea.
—¿Pero qué mier…? —dijo, llevándose una mano a la boca.

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