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Introducción

Hace muchos años, tantos que son muy pocos los que todavía recuerdan esta historia, en una pequeña isla del Mediterráneo apareció una pequeña recién nacida a las puertas de un prostíbulo. Pobre criaturilla, cualquier otra hubiera tenido un final trágico y desdichado en aquel lugar. Pero esta niña no, a ella le aguardaba un futuro totalmente distinto al que imaginaron las pornai que la encontraron allí aquella noche, empapada por la lluvia y envuelta en una pequeña tela blanca con adornos dorados.

—¡Mirrina! ¡Ven! —gritó Carpa, recogiendo la niña del suelo.

Mirrina, la mayor de las mujeres, se acercó a Carpa y la encontró acunando al bebé entre sus brazos.

—¿De dónde la has sacado? —preguntó muy seria.

—Estaba ahí, en el suelo. Escuché gritos y vine a ver, fue entonces cuando la encontré.

—¡¿Qué ocurre ahí?! —era la voz del proxeneta.

—Corre, escóndela, que no la vea —ordenó Mirrina a toda prisa.

El proxeneta era un hombre repugnante, con más barriga que cerebro. Avanzó lentamente hasta Mirrina, fósforo en mano.

—¡¿Qué haces aquí fuera?! ¡Entra ahora mismo ahí dentro, vieja puta!

—Ahora iba —respondió Mirrina, en un tono tranquilizador—. Me pareció haber escuchado el aullido de un lobo.

—Los lobos no bajan hasta el puerto —respondió el hombre.

—Sí, si tienen hambre.

Mirrina cerró la puerta y corrió hasta donde estaban Carpa y el resto de mujeres, que se acababan de despertar con todo el alboroto. La habían escondido entre la paja que usaban para rellenar sus colchones.

—Dádmela, le daré el pecho —dijo Aegea.

Aegea acababa de perder a su bebé, pero seguía teniendo leche para alimentar a la niña.

—¡Mirad que tela más cara! —exclamó Barbra, la segunda más joven después de Carpa.

—Sí, debe proceder de una buena familia —dijo Carpa—. ¡Qué desalmados!

Mientras ellas hablaban, Mirrina la miró a los ojos. Había algo extraño en la pequeña, aunque ella no supo decir el qué. Entonces notó algo, como una intuición pero mucho más potente.

—Se llama Maquia.

El resto de las mujeres la miraron sorprendidas.

—¿Cómo lo sabes?

—No sé como, pero sé que se llama así.

***

Maquia creció a la sombra del conocimiento de su proxeneta hasta que no pudieron esconderla más tiempo. La niña crecía y ya no podía camuflarse entre el montón de paja. Tenía el pelo castaño, pero con el sol sus puntas se volvían rubias. Era tremendamente inteligente y avispada y todo el mundo (proxeneta incluido) acabó cogiéndole cariño.

A Maquia le gustaba pasear por la playa y mirar de lejos los barcos que llegaban a las costas de Anemos, su pequeña isla. Anemos estaba habitada principalmente por campesinos en el interior y pescadores en la costa. No era una población muy importante, tan solo llamaba la atención por su localización estratégica en el intercambio de mercancías por mar. A sus costas llegaban esclavos, especias, telas, joyas... Pero casi todo se iba a las polis más importantes como Atenas, Esparta, Corinto, Olimpia o Tebas. En resumen, una isla de paso.

—Maquia, hora de volver —dijo Barbra.

—Solo un poco más —rogó.

—Ya sabes que ni siquiera deberías salir.

—Pero...

Entonces Barbra olió humo. Se giró y miró aterrada como, desde el monte, bajaba una horda de soldados de Corintio.

—¡Nos atacan! —gritó uno de los campesinos que estaba huyendo justo antes de ser atravesado por una flecha.

Barbra tiró por el brazo de Maquia y la escondió entre varias vasijas llenas de vino que encontró en la calle.

—¡No te muevas de ahí! ¿Vale? Veas lo que veas, no salgas de ahí.

Barbra era demasiado grande para esconderse con ella. Una madre llevó también hasta allí a su hija, que debía tener doce años como Maquia. Ambas estaban muy delgadas y por eso cabían las dos entre las ánforas. La madre dio instrucciones semejantes a las de Barbra a su hija, que empezó a llorar.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Maquia.

—Clio —respondió aterrada.

Maquia no parecía asustada. Todo lo contrario: observaba con curiosidad la batalla a través de los espacios entre las ánforas.

—Tranquila, seguro que terminará enseguida —intentó consolar a su nueva amiga.

Pero los soldados no hacían más que degollar cabezas y violar a toda mujer que encontraban. Las niñas seguían escondidas, abrazadas. Maquia había dejado de mirar en cuanto la cosa se había puesto realmente fea. Entonces escuchó unos gritos familiares.

—¿Aegea?

Maquia se levantó, pero Clio tiró por su brazo.

—¿¡Qué haces!? ¡¿Estás loca?!

Maquia no escuchó y salió de su escondite. Clio la siguió, pues no quería quedarse sola. Avanzaron sigilosamente hasta el prostíbulo sin que nadie se diera cuenta. Había demasiado follón como para que les prestaran atención a unas chiquillas. En la puerta encontraron al viejo proxeneta, con un corte profundo en el pecho.

—¿Aegea? —llamó la niña.

Los gritos venían del fondo. La visión de un soldado sobre el cuerpo casi inerte de Aegea en el suelo hizo que por primera vez, Maquia sintiera odio. Aquel odio... No era un odio como el que sentía cualquier persona. No, el odio de Maquia era distinto, poderoso. Ese odio le daba una fuerza que antes no estaba. Maquia corrió y empujó al soldado, tirándolo al suelo embarrado.

El soldado la miró sorprendido y luego se rio. Entonces quiso agarrarla por el cuello, pero ella lo esquivó y le pegó una fuerte patada en el riñón. No le dolió, pero bastó para distraerlo y quitarle su daga, con la que lo mató clavándosela en el cuello.

Clio lloraba.

—Toma, coge esto y defiéndete —le dijo Maquia a la vez que le entregaba la daga y cogía para ella la espada del soldado, casi tan grande como ella.

Clio dudó, pero acabó cogiéndola.

Maquia salió a la calle. Los campesinos que quedaban luchaban ineficazmente con azadones, horcas y otros utensilios de labranza. Alguno se había hecho con espadas y lanzas de los soldados enemigos abatidos, pero no sabían usarlas. Maquia distinguió a lo lejos, en lo alto del monte a su líder.

A escondidas, aprovechándose de sus conocimientos del terreno avanzó sin ser vista, y cuando llegó y la vieron, el general y sus tres guardias se echaron a reír. Pero el general Clerco hizo mal en subestimarla. Ella levantó la espada como si no pesara más que una pluma y se lanzó a por la pierna de uno de sus guardias. El hombre cayó al suelo y Maquia aprovechó y le dio la última estocada en el pecho. Se giró y su siguiente rival ya estaba listo para cortarle la cabeza. Maquia apuntó directamente a la entrepierna del soldado y lo mató sin dificultad. No estaban acostumbrados a luchar con alguien de tan baja estatura, y menos, una niña. El siguiente guardia opuso más resistencia y con la ayuda de Clerco la rodeó, dificultándole su defensa. Pero la niña se coló con agilidad entre sus piernas y le cortó la columna. Clerco se quedó pasmado, una niña había matado a sus guardias.

El primer error de Clerco había sido dar por asegurada la victoria y quedarse solo con la protección de tres guardias; el segundo, subestimarla y el tercero (y el último), quedarse atónito el tiempo suficiente como para que Maquia cogiera carrerilla, saltara y le clavara la espada en el cuello.

Los soldados corintios que quedaban miraron a la colina, asombrados. Una niña había derrotado a su general. ¡Una niña! Aquello dio fuerzas renovadas a los habitantes de la isla, que lograron hacerse con la victoria.

Aquella fue la primera de muchas victorias. La fama de Maquia crecía al mismo ritmo que ella misma lo hacía. Pronto, muchos empezaron a asegurar que era la hija de Ares y a considerarla la protectora de la ciudad. Maquia tenía un don para la guerra y la estrategia, y fue lo que la llevó hasta lo más alto de la pirámide social de Anemos. Nunca más volvieron a subestimarla: todos en la Hélade temían su nombre.

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