Capítulo 2: El esclavo
Clio repitió las órdenes que le había dado Mirrina y dejó al esclavo en una habitación que más bien parecía un establo. Al principio creyó que Clio había hablado en vano, pero luego descubrió a un hombre tumbado en el suelo, retorciéndose de dolor.
—Si esperas que me levante vas listo. Hay un mendrugo de pan en aquel zurrón y agua en el pozo. Si los quieres, ve a buscarlos. Respecto al lugar donde dormir, busca un poco de paja y a disfrutar.
Jantias estaba acostumbrado a que fueran desagradables con él sus amos, pero no un esclavo.
—¿Qué te ocurre?
—¿Que qué me ocurre? La edad, hijo, la edad. —Tosió—. Trabajé en las minas durante mucho tiempo y ahora tengo el cuerpo tan mal que cualquier viento puede con mi salud. Tengo suerte de que Mirrina sea una mujer compasiva.
—¿Mirrina?
—Es quien gobierna la casa. En teoría, aquí manda Maquia, pero en la práctica Mirrina es quien mueve todo y mantiene el palacio en buen estado. ¿Era porné, sabes? No quiere perder todo esto. Ella y Maquia entienden a los miserables como nosotros, pese a lo que pueda parecer. Estás en el paraíso de los esclavos, amigo.
—¿Solo estamos nosotros?
—No, hay muchos más, pero están en el campo y ocupándose de sus tareas en este momento. —El hombre intentó sentarse—. ¿Cómo te llamas?
—Jantias.
—No pareces muy rubio. —Se rio, en referencia al significado de su nombre.
—De niño lo era.
—Yo soy Rastus.
—Tú tampoco pareces muy cariñoso. —Sonrió Jantias al comparar el significado del nombre con el aspecto de la persona a la que pertenecía.
—Lo fui, hace mucho tiempo. —Se volvió a tumbar, obligado por el dolor.
Rastus empezó a toser con fuerza.
—¿Qué función te han asignado, muchacho?
—Dijeron que iba a ser el pedagogo de ¿Aria? Sí, creo que se llamaba Aria.
El hombre sonrió al escuchar el nombre.
—Eres afortunado, chico. Tu dios protector te cuida bien. El mío no tanto... —refunfuñó—. Ya verás, es imposible no cogerle cariño a la niñita. Maquia la trajo aquí hace año y medio, después de comprársela a un hombre que pensaba utilizarla como prostituta para su barco. Aria hubiera sido muy desgraciada, menos mal que Maquia la encontró. No quiero ni pensar en ello. —Volvió a toser—. Deberías ir a conocerla.
Jantias asintió.
Ya se estaba dando la vuelta cuando Rastus lo llamó débilmente.
—Te voy a dar un consejo: mantente alejado de las mujeres, Jantias. Están locas. Las mujeres de Anemos no son como las que hayas podido conocer. Si las miras, te sacarán los ojos con su cuchillo. Imagínate lo que te harán si las tocas...
Jantias tragó saliva.
—Gracias, lo tendré en cuenta.
Tras coger el mendrugo de pan y beber un poco, Jantias fue a buscar a su dueña. Por el camino se cruzó con Clio, que estaba persiguiendo a Maquia diciéndole algo sobre que no se enfadara con Mirrina. Al final la dejó ir y se detuvo a hablar con el esclavo.
—¿Has comido?
Jantias asintió.
—Entonces te llevaré a conocer a Aria.
—Creo que debería decir que nunca he sido pedagogo. Pasé la mayor parte de mi vida trabajando en el campo y los dos últimos años antes de que me mi amo me vendiera fui escriba. Pero pedagogo, nunca.
—Anda, si tienes lengua. —Clio sonrió—. Lo harás bien, solo tienes que vigilarla y acompañarla a la didaskaleia.
El esclavo no sabía si había escuchado bien.
- ¿«Didaskaleia»? ¿Acaso Aria no es una niña?
—Claro que lo es.
En Atenas las niñas no iban a la escuela, aquello era muy novedoso para Jantias. Había oído que en Esparta había algo semejante, pero nunca llegó a creerlo.
—Es por aquí —indicó Clio.
Llegaron a una habitación donde había una niña pequeña, de nueve años aproximadamente.
—Aria, este es tu nuevo pedagogo. Volveré en un rato, después de hablar con Maquia.
Y allí los dejó, a solas. Jantias la observó con cuidado, como si se fuera a romper con la mirada. No supo como enfrentarse a la situación, así que ella fue la primera en hablar:
—¿Cómo te llamas?
—Jantias.
—Yo Aria. Me alegra conocerte, ahora podré salir de aquí sin tener que pedir a las demás que me acompañen. Siempre están muy ocupadas, ¿sabes?
El esclavo asintió.
—¿Podemos... —preguntó insegura— podemos salir ahora?
—No lo sé. No sé qué tengo que hacer.
—Sí, salgamos. Hace un buen día y no quisiera desperdiciarlo.
Jantias y Aria salieron del palacio y caminaron hasta el mercado. Cuando Aria se cansó del mercado, ella lo guió hasta una pequeña playa y después hasta la cumbre del monte para más tarde volverlo a hacer bajar. Cuando llegaron a un pequeño bosque, la niña se sentó sobre una piedra.
—¿Ya te has cansado?
—Mirrina a estas alturas ya me habría protestado por hacerla caminar tanto... Ahora me duelen los pies.
Aria descubrió que el esclavo estaba esperando a que le diera permiso para sentarse.
—No tienes que esperar a que te diga que te puedes sentar, hazlo sin más. Solo soy una niña.
Jantias se tiró al suelo sin cuidado. No había sido realmente consciente de lo cansado que estaba hasta que se habían detenido y ahora necesitaba reposar. Era fuerte, el trabajo forzado a lo largo de su vida lo había preparado para ser resistente, pero llevaba varios días remando sin apenas probar bocado y sin descanso y eso tenía un coste de energía.
—¿Estás bien?
El esclavo sonrió, sin creerse lo que acababa de escuchar. Nadie le había preguntado nunca si «estaba bien».
—Sí.
La niña se fijó en que el esclavo tenía la exómide parduzca hecha girones. Además, en la espalda estaba cruzada por líneas oscuras de sangre. Sus rodillas también estaban amoratonadas y ensangrentadas.
—¿Por qué tienes así las rodillas?
—En el barco no había mucho espacio y al remar me rascaba las rodillas —explicó, sin mostrar ni un ápice de autocompasión.
La niña se levantó de donde estaba y lo sentó bien, haciendo que el esclavo riera. ¿De verdad le importaba como estuviera sentado en el suelo? Después, ella volvió a la piedra donde estaba sentada.
—¿De dónde eres?
—Mis recuerdos más antiguos son de Atenas, donde pasé toda mi vida hasta ahora, pero no sé dónde nací.
Descansado tras un rato en el suelo, Jantias se levantó de un salto. Era un esclavo de pelo castaño corto muy rizo y ojos marrones oscuros. Su aspecto estaba muy descuidado, tanto como el de su ropa. Iba descalzo, pero no le dolían los pies (o por lo menos no se quejaba) y tenía la piel morena de trabajar bajo al sol. Ofreció su mano callosa a la niña y la ayudo a levantarse.
—¿Volvemos? —preguntó.
—Sí —respondió la niña.
***
Nada más poner un pie en el palacio, Mirrina miró a Jantias con desprecio.
—Maquia te llama.
—Pero Aria...
—Ya me encargo yo de ella —refunfuñó—. No te conviene hacer esperar a Maquia. Ya está bastante disgustada porque hayas salido sin su permiso y llevándote a Aria. Si dependiera de mí... —lo amenazó.
—Iré enseguida —dijo soltando la manita de Aria.
Mirrina vigiló como se marchaba el esclavo. Luego volvió a mirar a la niña.
—¿Qué te parece? —preguntó la mujer.
—Parece agradable —dijo la niña.
Aunque a Mirrina había algo que no la terminaba de convencer. Tenía un mal presentimiento.
—¿Ocurre algo? —preguntó la niña.
—No, nada, cosas de la vejez.
Y se llevó a la niña de vuelta a su habitación.
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