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Capítulo 1: La compra de esclavos

—No pienso dejar que ninguna mujer me manipule. Puede que tengas atemorizados al resto de habitantes de esta isla, pero conmigo tus estratagemas no funcionan. 

Habían pasado catorce años desde aquella primera victoria frente a los corintios. Maquia era ahora la gobernadora de Anemos, y necesitaba esclavos para su palacio. Desgraciadamente, aquel hombre no parecía muy dispuesto a colaborar.

—Te confundes, ellos me aman —respondió Maquia con la cabeza bien alta—. Y no estoy manipulando a nadie, solo he dicho que o acepta venderme esclavos o de este puerto no sale. Bueno, sí, puede que sea una amenaza. Tómeselo como quiera, comerciante. —Se rio burlona.

El hombre escupió al suelo. Clio sacó su espada, dispuesta a degollarlo, pero Maquia la detuvo. 

—¿Qué me dice de aquel de allí? ¿Alguno sabe leer? —preguntó Maquia.

El vendedor de esclavos deseaba recordarle a la joven sus orígenes humildes, pero sabía que mencionar el prostíbulo le podía costar la vida, así que se tuvo que conformar con tragar bilis. 

—Solo saben el viejo y el niño —gruñó a la vez que las guiaba hacia los esclavos. 

El «niño» no era tan niño. De hecho, parecía un par de años mayor que Clio y Maquia. El «viejo», por el contrario, sí que parecía un anciano. Su cara estaba labrada por profundos surcos, en parte producidos por tantísimos años de sufrimiento pero también de sabiduría.

Maquia se acercó y apoyó su espada en el cuello del «niño», haciéndole elevar la cabeza.

—Confío en que esto llegue para comprarlo. —Le tendió una bolsa pequeña con monedas en su interior.

El hombre la abrió.

—¿Será una broma, no?

—Claro que no. Yo no bromeo.

—¡Este esclavo vale mucho más! ¡Es joven, trabajador, sabe leer, habla nuestro idioma y tiene todos los dientes!

—Precisamente —bromeó Clio—, si tiene dientes querrá comer.

—Todo eso es cierto, pero mire —Le levantó más la barbilla—: tuerce la mandíbula.

—¿Y qué? —preguntó el hombre, cansado de las dos mujeres.

—¿Cómo que y qué? ¿Compraría una esclava con pechos pequeños antes que una con pechos grandes? —El hombre la miró sin comprender—. Es poco estético. —Señaló su mandíbula—. Además, este esclavo ladea la cabeza y tiene las rodillas hechas un asco.

El esclavo se sentía avergonzado. Estaba acostumbrado a que lo insultasen, pero no por su aspecto. La verdad es que sus defectos eran pequeñas nimiedades, solo que aquella era una de las habilidades de Maquia: encontrar debilidades a la gente. Era útil en la batalla para saber cómo atacar.

—No le daré más por él —dijo Maquia, ofreciéndole la bolsa de nuevo.

El hombre la cogió a regañadientes. Sabía que no le quedaba otra si quería salir del puerto.

—¿Algún esclavo más? —preguntó el comerciante.

—Con este llegará —contestó Clio.

El hombre apartó al esclavo de sus compañeros de un empujón y le desató los pies para que pudiera caminar, aunque le dejó las manos atadas.

—¡Venga, largo! ¡Vete con tu nueva «déspota»! —Se rio el tratante de esclavos antes de darse la vuelta y ordenar a todos los esclavos restantes que volvieran a embarcar, listos para partir hacia el siguiente puerto.

El esclavo se detuvo a lanzar una última mirada afligida al «viejo» y este se la devolvió antes de que el tratante le diera un latigazo para que se moviera. Ambos sabían que muy probablemente aquella fuera la última vez que se volvieran a ver. El viejo desapareció dentro del barco.

—Vamos —ordenó Maquia.

Maquia echó a andar hacia su palacio con el esclavo y Clio a su espalda. El palacio de Anemos era muy reciente: lo habían construido específicamente para Maquia en su honor. Tenía altas columnas (algunas en forma de cariátides) y estaba adornado por vivos colores. Los peldaños que llevaban al palacio estaban protegidas por dos estatuas: una de Ares y otra de Atenea. Era bien conocido por todos que ambos dioses eran rivales acérrimos, pero Maquia los amaba a los dos y no podía escoger entre ellos. Tampoco quería tener a uno en su contra, así que su palacio estaba dedicado a ambos. En los jardines había otra estatua de Artemisa. Maquia había ordenado que la esculpieran porque Artemisa era la protectora de Clio. Junto a los jardines había una palestra y un gimnasio, donde Maquia y sus guerreras se entrenaban. El palacio estaba en lo más alto del monte y desde allí había unas vistas maravillosas de la playa.

El esclavo admiró la construcción. Nunca había visto nada igual, y eso que en Atenas, la ciudad de la que procedía, había templos preciosos. Se notaba que, fuera quien fuera el escultor que había hecho las estatuas de la entrada, tenía un gran y maravilloso don.

Subieron las escaleras y en la entrada los recibió una mujer mayor.

—¿Dónde estabas? —Le dio una colleja suave a Maquia.

—Mirrina, no te pongas así. —Se rio— . Vimos el barco del vendedor de esclavos y aprovechamos para adquirir a este de aquí. —Señaló al esclavo.

—¡No te puedes ir así, sin avisar! —protestó la mujer—. ¡Tienes deberes y responsabilidades!

—Estaba comprando un pedagogo para Aria, ¿acaso no era mi responsabilidad?

El esclavo frunció el ceño extrañado: él nunca había tratado con niños y menos todavía los había cuidado.

Mirrina sonrió.

—Eres incorregible.

Maquia cogió una manzana del bol con fruta de la entrada y le pegó un bocado.

—Ya ves.

Mirrina se giró hacia Clio.

—Lleva al esclavo con los demás: que le den agua y comida y que le busquen un lugar para dormir.

Clio asintió.

—Maquia, me pones nerviosa. Parece que no te preocupa todo esto.

—¿El qué? —Salieron al patio.

—Me extraña que no hayan vuelto a atacar. Llevan dos años sin hacerlo. 

—Se habrán cansado de ser derrotados.

—¡Maquia, lo digo en serio! Sabes que tanto Corinto, como Atenas y como Esparta quieren esta isla. ¡Muestra algo de preocupación!

—Ya te preocupas tú por las dos. —Se rio Maquia.

—Los has avergonzado. Han sido derrotados innumerables veces por un ejército de mujeres y campesinos. Quieren venganza, volverán. Y tenemos que estar preparados para cuando lo hagan.

—Y los volveremos a derrotar. Mira, Mirrina —Señaló a las guerreras que se estaban entrenando en la palestra—: son mejores que cualquier espartano. No temas, estaremos preparadas en caso de que vuelvan.

—Puede que sean mejores que los espartanos y ya no digamos que los corintios y los atenienses, pero somos pocas, muy pocas. Siempre hay una primera vez para la derrota.

—No bajo mi liderazgo, Mirrina.

—¡No los subestimes, Maquia! ¡No cometas ese error! No les facilites su venganza. Sabes que somos poderosos, pero somos muy pocos los que habitamos esta isla. Esta isla representa su humillación. ¿Y sabes qué más? Creo que están compitiendo las tres polis por ver cuál es la primera en hacerse con nosotros. Y no olvides el interés económico en todo este asunto: sabes que esta isla tiene una posición estratégica muy importante.

—Mirrina, tú misma lo has dicho. Están compitiendo entre ellos. Solo temeré cuando empiecen a colaborar, y créeme, eso no ocurrirá. Son como Ares y Atenea: irreconciliables. Pelean sin usar la cabeza. Mientras estén dispersos y los persas sigan molestándoles de vez en cuando no tendremos problemas. 

Maquia se sentó en un banco, a la sombra de un árbol.

—¿Y si nos atacan los persas? ¿Qué harás entonces?

—Los expulsaré igual —dijo terminando la manzana—. Mirrina, deja que me encargue de esto. Confía en mí como siempre has hecho y nada ocurrirá. Te lo prometo.

Mirrina se sentó a su lado en el banco y le empezó a trenzar el pelo.

—Eres mi niñita: me preocupo por ti y por la isla. Si sales derrotada, los hombres nos perderán el poco respeto que nos tienen a las mujeres de Anemos. Solo nos toleran, no te confundas.

—Ya lo sé, pero en caso de derrota creo que nos deberíamos preocupar más por los invasores que por los hombres de la isla. Además, son todos unos inútiles.

—Eso es verdad. —Se rio.

Mirrina besó la frente a Maquia con todo el cariño de una madre. Puede que no fuera su hija biológica, pero ella la había criado y amado.

—Maquia... ¿Has pensado en...?

—No —la interrumpió muy seria—. No quiero hablar de ello ahora.

—Nos daría estabilidad.

—No quiero y lo sabes. 

—¡Nadie te pide que lo ames, solo que encuentres un buen hombre y te cases con él! Que tenga fortuna y tierras. No te pido nada más, solo alguien que te apoye, que apoye a tu ejército.

—¡Mirrina, no! ¿Vale? ¡No! Casarme con alguien significaría perder mi libertad y mi poder. No necesito que nadie me proteja ni quiero tener los hijos de nadie, tú lo sabes. 

—Solo digo que es ahora o nunca, Maquia. Ya no eres una niña y no serás joven para siempre. Deberías haberte casado hace mucho tiempo.

—No, Mirrina, te equivocas. 

Maquia se levantó enfadada, dejando a Mirrina sola en el banco.

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