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Unos días después, el aire frío de la tarde se colaba por las grietas de las ventanas de la casa que compartían Suga y Jimin, un espacio modesto en el que las paredes parecían retener los suspiros y las discusiones como si fueran testigos de su caótica convivencia. Era un día cualquiera, o al menos así lo consideraba Suga, quien regresaba de las compras con una bolsa repleta de artículos meticulosamente elegidos, pues la rutina era lo único que le ofrecía un respiro a su mente perpetuamente calculadora.

Al entrar al departamento, un pequeño imprevisto alteró su orden perfecto. Al sacar un paquete, un chocolate salió rodando y terminó en el suelo con un leve sonido seco. Frunció el ceño al instante, recogiendo el pequeño rectángulo con una expresión que fluctuaba entre la irritación y el desdén.

-Esto no estaba en la lista.

Suga observó la etiqueta del chocolate como si se tratara de una anomalía que debía analizar. Su primera conclusión fue que era un error del cajero. Un error humano que, como todo, le resultaba irritante. Su primera reacción fue dirigirse a la puerta; estaba dispuesto a regresar a la tienda y corregir aquel detalle que, aunque insignificante para otros, lo carcomía como una espina bajo la piel. Sin embargo, justo cuando daba el primer paso, la voz de Jimin resonó en el pequeño espacio.

-¡Oh! ¿Es un chocolate?

Jimin apareció de repente, con esa energía despreocupada que Suga encontraba insoportable. Vestía una sudadera holgada y llevaba el cabello despeinado, como si acabara de despertarse de una siesta. Sus ojos se iluminaron al ver el objeto en las manos de Suga, y su sonrisa, amplia y desarmante, lo hizo ver como un niño ansioso por recibir un regalo inesperado.

-Démelo, hyung. Me encantan las cosas dulces.

Suga parpadeó, completamente descolocado. La naturalidad con la que Jimin se lo pidió lo dejó sin palabras por un instante. Pero esa incomodidad pronto se transformó en irritación. ¿Cómo podía alguien ser tan descaradamente molesto? Aun así, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, no se negó.

-Tómalo. -Le extendió el chocolate con la misma expresión que tendría alguien al entregar algo que deseaba deshacerse cuanto antes.

Jimin lo tomó con entusiasmo, como si le hubieran entregado un tesoro. Rasgó el envoltorio sin pensarlo dos veces y se llevó un trozo a la boca. Cerró los ojos mientras saboreaba el dulce, y Suga, sin querer, se quedó observándolo. Había algo absurdamente fascinante en la forma en que Jimin disfrutaba de algo tan simple. Esa expresión de felicidad pura, casi infantil, contrastaba por completo con la visión cínica y calculadora que Suga tenía del mundo.

Suga dejó la bolsa de compras sobre la mesa, pero no se movió de su lugar. Por alguna razón que no entendía del todo, seguía mirando a Jimin, que comía el chocolate con una despreocupación que bordeaba lo teatral.

-¿Por qué disfrutas tanto cosas tan insignificantes? -preguntó Suga de pronto, más para sí mismo que para Jimin.

Jimin abrió los ojos y lo miró, con un trozo de chocolate todavía entre los dedos.

-¿Por qué no lo haría? La vida ya es bastante complicada. Si algo tan simple como esto puede hacerme feliz, ¿por qué no aprovecharlo?

La respuesta de Jimin resonó en el silencio que se creó después. Suga no respondió. Esa lógica era completamente ajena para él. En su mundo, todo tenía un propósito práctico, un fin que justificaba su existencia. Las pequeñas alegrías, como un trozo de chocolate, no eran más que distracciones inútiles.

Jimin volvió a concentrarse en su chocolate, dejando a Suga perdido en sus pensamientos. El lugar quedó en silencio durante unos segundos, pero para Suga se sintieron como una eternidad. Intentó volver a su rutina, guardar las compras y organizar todo según su costumbre, pero no podía sacarse de la cabeza lo irritante y, al mismo tiempo, intrigante que resultaba Jimin.

Esa noche, después de que Jimin se acurrucara en el sofá con una manta, el envoltorio vacío del chocolate quedó olvidado sobre la mesa de café. Suga lo observó desde la cocina, con los brazos cruzados. Algo en su interior le decía que debía mantenerse alejado, que Jimin era una distracción, una molestia que no tenía cabida en su mundo ordenado.

Sin embargo, otra parte, más pequeña y reprimida, sentía curiosidad por esa luz absurda que irradiaba Jimin. Esa parte quería entender cómo alguien podía encontrar tanta alegría en cosas tan pequeñas y, lo que era peor, por qué esa alegría parecía tan contagiosa.

Y por primera vez en mucho tiempo, Suga no estaba seguro de cuál de las dos partes ganaría.

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