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Sobre supermercados

Karen y yo estábamos destinadas a generar explosiones nucleares ahí donde fuéramos desde el primer momento en que nos encontramos. 

¿Cómo dos seres humanos tan ineptos se encuentran, se convierten en mejores amigas y no destruyen el mundo?

He ahí la cuestión.

En nuestro primer o segundo día ahí, Rocío se ofreció a llevarnos al supermercado. Karen, hay que decirlo, es, en algunos sentidos, mi perfecto opuesto.

Mientras que yo no sabía absolutamente nada sobre Angulema más que su nombre (y, para eso, sólo me sabía el nombre en francés. Me enteré de que se llamaba "Angulema" en español después de que mis mejores amigos en México me escribieron una cartita mencionándolo), Karen se sabía hasta qué supermercados habían en la ciudad, cuáles eran los más económicos, cuánto costaban los productos e incluso tenía definido QUÉ YOGURES SE IBA A COMPRAR.

YOGURES, SEÑORAS Y SEÑORES.

PLEASE EXPLAIN.

Así que Karen pidió que Rocío nos llevara a Lidl, donde vendían esos yogures que pasarían a formar parte indispensable de su dieta durante ocho meses.

Antes de ir, habíamos revisado nuestro apartamento para detectar las evidentes deficiencias.

—Muy bien —dijimos—. Faltan bolsas para la basura, papel higiénico, jabón de loza, jabón para manos, café...

Hicimos una lista de las cosas esenciales que íbamos a tener que compartir, con la intención de comprarlas juntas. Cuando llegamos al Lidl, entramos muy frescamente a hacer nuestra compra, pero, tras unos segundos, notamos que nos habíamos olvidado de tomar un carrito.

—Bueno —dijo Rocío—, no pasa nada, están afuera.

Rocío no contaba con que teníamos poderes sobrenaturales para hacerla pasar vergüenzas. Extraviadas en el diminuto supermercado, Karen y yo procedimos a salir de ahí usando la puerta equivocada. Es decir, la de la entrada.

A los establecimientos franceses no les gusta que uno sea desorganizado, así que si usted sale por la entrada, usted activa una alarma.

Nos enteramos del pitido que habíamos provocado hasta que regresamos, armadas ya con nuestro carrito y con Rocío riéndose y probablemente preguntándose si debería volver a trabajar como tutora el próximo año.

Pues bien. Después de eso, procedimos a perturbar la tranquilidad del resto de los franceses que intentaban hacer su compra al dividirnos para encontrar nuestros productos esenciales.

Esto es algo que usted debe saber. La cantidad de ruido que usted produce al hablar y reírse está directamente relacionada a la cultura de la que usted proviene.

—Hey, ¿encontraste la sal? —gritaría yo desde un pasillo, esperando que Karen, a dos pasillos de distancia, me escuchara.

—No, ¡pero aquí hay aceite! —respondería el otro ser humano, mientras los franceses se preguntaban exactamente qué clase de especímenes habían llegado a invadir su apacible territorio y Rocío intentaba pretender que no nos conocía.

Pero nosotras salimos de ahí muy contentas y satisfechas. Mire usted que nadie se muere por hacer el ridículo de vez en cuando.

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