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Must Have Been The Wind

Cerró la puerta de su departamento después de un largo día.

Queriendo deshacerse lo antes posible del peso sobre su hombro, dejó caer la mochila con todos sus libros de estudios de la universidad en algún lugar sin importancia y caminó por el pequeño pasillo hasta una oscura habitación que se encontraba a la derecha. Abrió la puerta y se adentró en ella, soltando un suspiro a la par que encendía el interruptor de la luz y una inmensidad de cajas marrones empacadas y dispersas por todo el cuarto se hacían visibles a sus ojos.

La mayoría de las cajas —que en realidad no eran tantas, a él simplemente le gustaba exagerar— estaban cerradas, con garabatos escritos de manera desalineada sobre sus contenidos, otras estaban a medio abrir y unas pocas eran las que ya estaban abiertas, con algunos objetos sobre la alfombra gris opaco que forraba todo el espacio.

Estiró un poco los músculos de su cuerpo y entre tropezones llegó hasta el otro extremo, donde se encargó de abrir un poco las ventanas y correr la cortina, esperando que el viento moviera ese feo olor a humedad y polvo. Luego se volvió hacia una de las cajas que se encontraban abiertas y se sentó en el suelo, seleccionó algo de música en el reproductor de su celular y así empezó a sacar las cosas que se hallaban dentro y las dejaba a un lado.

Se había mudado hace un par de meses aproximadamente —un poco más de medio año, en realidad—, cuando empezó a asistir a la universidad. Edgar siempre había sido un hombre bastante independiente, pero nunca tuvo la necesidad de mudarse de su casa hasta que una carta de solicitud había llegado a su puerta. La universidad a la que había hecho la prueba de ingreso era de la otra punta de la ciudad en la que vivía, lo que resultaba tedioso para él viajar todos los días. En consecuencia, y con un poco de ayuda de su padre, tuvo que conseguirse un lugar en el que la renta no se fuera hasta el cielo —por que si, habían lugares donde la gente creía que, no sé, te sacabas los billetes por el trasero—. De todas formas, a Edgar le gustaba el lugar; los vecinos no eran muy ruidosos, el vecidario era tranquilo, tenía los almacenes y la universidad cerca, terraza, un pequeño balcón. Su departamento no era tan malo tampoco: se trataba de un espacio ni tan amplio. Habitación principal, otro cuarto donde tenía apiladas las cajas de la mudanza y otras cosas viejas, cocina-comedor, una sala pequeña y baño. ¿Qué más podía pedir? Estaba satisfecho con eso, no necesitaba más espacio. Después de todo, no es que viva alguien más con él.

Terminó de sacar todas las cosas que estaban dentro de la caja, tirándole una ojeada por arriba: solo eran un montón cosas que se había traído en una de las últimas visitas que había tenido en la casa de su padre.

Soltó una risa por la nariz.

Sus padres —en especial su madre, dudaba que alguna vez lo fuera a visitar ya que sus padres no podían ni verse por fotografía, además de que ella se había mudado de ciudad por trabajo— aún no veían su departamento, a pesar de que le habían ayudado a pagar los primeros tres meses de alquiler —no contaba cuando su padre le ayudó con las cajas en el momento de la mudanza, ya que ahí el departamento estaba completamente vacío—. Le resultaba divertido pensar en la expresión que tendrían al ver que, aún así, a penas había tocado un par de cajas, las suficientes como para tener lo más esencial a mano. Podía imaginarse el regaño de su madre por el desorden de aquella habitación y la cantidad de cajas sin abrir. O el espanto en la expresión de su viejo, esas siempre resultaban las más divertidas de presenciar.

De entre la mugre, el polvo y la basura de las cajas, Edgar sacó un pequeño marco forrado toscamente con papel a raya —el de las cuadernolas, básicamente— y cinta adhesiva. Rompió el envoltorio con algo de cuidado y observó la foto que se había sacado junto a sus dos mejores amigos antes de que uno de ellos se mudara: él estaba en medio con su bufanda al cuello, chaqueta oscura y mochila al hombro. Y, por su supuesto, con su expresión de «matenme de una vez». Del lado izquierdo, tomándolo por el cuello con uno de sus brazos estaba Leon, sonriendo inmensamente en dirección de la cámara. Al igual que él, Leon traía puesta la chaqueta del instituto al cual iban sobre su habitual sudadera. Curiosamente, esa ocasión no traía la capucha puesta, lo que dejaba en evidencia su corto y liso cabello castaño y sus ojos verdes. Y por último, del lado derecho, estaba Fang con una bolsa de palomitas en las manos. Tragando, como siempre, pero sonriendo.

El recuerdo le trajo cierta nostalgia, puesto que desde que Leon se mudó junto a su padre y hermana mayor no le ha vuelto a ver, hace ya unos seis años aproximadamente. Con Fang se siguió viendo hasta que entró a la universidad, luego de eso perdieron un poco el contacto por los estudios, ya que ambos terminaron en instituciones diferentes.

Soltó un suspiro, continuando sacando el resto de la siguiente caja y organizándolas un poco sobre el suelo. Al final, había encontrado uno de sus viejos cuadernos de dibujo, por lo que se había terminado por tirar de espaldas al suelo alfombrado para echarle una ojeada, riéndose de vez en cuando de las cosas que dibujaba cuando era más chico.

El cansancio que antes había desaparecido cuando su mente empezó a flotar entre sus recuerdos de secundaria y preparatoria volvió y lo arrasó por completo, dejándole exhausto. Permaneció un rato viendo el techo —¿diez minutos quizás?—, pensando en absolutamente nada. Hasta que un ruido proveniente del piso de arriba le hizo parpadear, ¿había escuchado bien? Pareció ser algo fuerte, como rompiéndose sobre el techo de su piso.

Le restó importancia, pasando un brazo tras su cabeza para estar más cómodo. Seguro fue su imaginación o la canción tan pesada que había decidido reproducirse de manera aleatoria en su celular.

Pero luego escuchó un llanto.

Se irguió de golpe, como un instinto o un interruptor interno. La preocupación le golpeó el rostro y le hizo ser consciente que no estaba soñando: el ruido había sido real.

Entre confuso, preocupado y curioso, Edgar se levantó del suelo y caminó hasta la puerta de su departamento, dio vuelta la llave, salió, tomó el ascensor hasta el segundo piso y caminó por el pasillo hasta la puerta de donde creía que venía el ruido.

Se trataba de la puerta número 102, la que estaba justo sobre su departamento.

Levantó los nudillos para tocar y se detuvo. Frunció el ceño, sintiéndose extraño por la preocupación que sentía.

Apenas conocía a los vecinos, directamente no le interesaban. Pero su interior le pedía tocar, y de alguna impresionante manera le hizo caso.

Se escuchó una amortiguada discusión del otro lado antes de oír los pasos de alguien apresurarse a la puerta y abrir. La madera emitió un chirrido leve, y pronto una figura femenina se asomó por la puerta. Él se quedó un rato mirando fijamente a la chica: cabello blanco, piel pálida y sus bonitos ojos de un tono violeta grisáceo. Era realmente muy bonita, y aparentemente más joven.

—¿Si?

Edgar espabiló, como si la voz de aquella chica lo hubiera traído a la realidad luego de un viaje gratis hasta Saturno.

—Lo siento, yo... —paseó la vista por su rostro y luego al piso. Frunció el ceño, se sentía abrumado y no sabía exactamente por qué —. Perdón, escuché un ruido y vine a ver si había pasado algo.

—Oh —ella le tiró un vistazo al interior de su propio departamento, como si buscara algo —. Se cayó un jarrón, no fue nada.

Estuvo a punto de cerrar la puerta pero Edgar la detuvo, mirándola fijamente. Incluso él se sorprendió por su propia reacción.

—¿Te lastimaste?

Ella negó. Sus hombros se relajaron gradualmente.

Tomó aire.

—Escuché un llanto...

La mandíbula de la chica pareció tensarse. Sus manos jugaron nerviosas en la madera, aunque pudo relajar su expresión, entornando los ojos con aflicción.

—Escuche, agradezco su preocupación, pero debo volver a entrar —dijo. A Edgar le había resultado curioso que tuviera puesto un suéter con cuello de tortuga en un día tan agradable —. Me gustaría contarle sobre el ruido, pero no oí nada. Debe haber sido el viento.

—El viento —repitió el morocho para sí mismo —. Claro, lo siento.

Ella le dedicó una leve sonrisa.

—No hay problema. Adiós —murmuró, y cerró la puerta con delicadeza.

Edgar permaneció un par de segundos más en medio de aquel pasillo antes de volver a su propio departamento. Cerró la puerta con una extraña molestia instalada en su pecho y se dirigió hasta su habitación, tirándose sin cuidado en la cama.

Él no había estado imaginado cosas, ¿o si? Había escuchado a la perfección cuando alguien lloró, pero ahora ya no se sentía tan seguro. Luego recordó cuando ella le abrió la puerta y la manera en la que ocultaba su cuerpo con el cuello alto del buso.

No quiso seguir pensando en eso. Pero aunque no lo admitiera, Edgar no pudo conciliar el sueño en toda la noche.

[...]

Hoy ya era sábado. Habían pasado cuatro días después de conocer —entre comillasa aquella albina. No había vuelto a escuchar ningún llanto o ruido extraño, algo rompiéndose o cosas parecidas. Y, curiosamente, eso lo traía más inquieto de alguna manera, quizás porque no había vuelto a saber de ella de alguna manera.

Tampoco quería pensar lo peor de la situación.

Soltó un suspiro involuntario, tomando un frasco de mermelada del estante para verlo.

Había ido a la almacén que tenía a unas cuantas cuadras del edificio de departamentos por algo de comida para la cena ya que no había comido nada luego del almuerzo, pero el lugar era tan depresivo que con suerte tenían un par de cosas. No sabía si se habían quedado sin mercadería o no les interesaba lo suficiente el lugar como para reponer.

Ese día estuvo la mayor parte de la tarde adelantando un poco las tareas que sus profesores le habían mandado en la universidad, y antes que se diera cuenta, el reloj de su celular marcaba las 6:38 de la tarde. Pensó en dejar la tarea hasta ahí y comprar una pizza congelada en la tienda, pero luego le pareció los clásicos de película donde el prota es un joven adulto responsable depresivo que compra pizza congelada en la tienda que está frente a su departamento porque no tiene ganas de preparar nada.

Él, en cambio, no era depresivo. Solo usó un ejemplo demasiado específico.

Al final, como no quería ser como esos pobres protagonistas, prefirió comprar algo un poco menos caro y saludable y se llevó la mermelada de la estantería, pasando a comprar un poco de pan para acompañar.

El sitio no era muy grande, así que en unos cuantos pasos pudo llegar hasta el pequeño estante donde se encontraban todos los panes. No eran muchos, por supuesto, pero habían algunas opciones: la mayoría de los paquetes eran iguales, la única diferencia eran los colores y el tipo de pan. Algunos integral, otros con semillas y el pan común.

A Edgar le gustaba el pan simple, así que tomó el paquete sin darle muchas vueltas, pagó las cosas que traía y salió de la tienda con la bolsa en el brazo y las manos metidas en sus bolsillos.

De camino se topó con esas máquinas expendedoras de bebida, por lo que se acercó con curiosidad y antojo de alguna bebida que le devolviera las ganas de vivir —repite: sin depresión—. Pasó un rato revisando las opciones de la máquina antes de decidirse un por un refresco de cola con exceso de azúcares. Aparta un segundo la vista para sacar el dinero correspondiente y lo mete por la rejilla, marca el número donde se encuentra su lata y luego espera, paciente...

El mecanismo se mueve y poco a poco el refresco se va deslizando hacia afuera...

Cuando está a pocos centímetros de caer, la máquina se detiene. Así nada más.

Edgar queda en blanco. Luego se escandaliza.

—¡¿Hah?! ¿Y mi bebida, estúpida máquina? —se queja, empezando a mover aquel pedazo de metal estafador para que dejara caer la bebida que ya había pagado.

Estuvo un rato peleando contra aquella cosa, renegando que le diera su lata —o mínimo, su dinero— o haría que terminara en la basura, insultando al aire y haciendo alboroto en plena calle —mismo que la mayoría de las personas prefería rodear—. Claro que la máquina era solo algo inanimado que no le prestó atención a ninguna de sus amenazas.

Para cuando el morocho se terminó de pelear contra la expendedora, alguien se acercó.

—¿Necesita ayuda? —preguntó una voz femenina a su costado, señalando la máquina.

Edgar se giró para verla, se trataba de la albina de la otra vez.

Parpadeó un par de veces, con los ojos abiertos y la expresión ligeramente más relajada, pero no menos resentido, en silencio, en pesado silencio... su mente dada vuelta y el cabello en todas direcciones por su reciente —y estúpida, ahora que se detiene a pensarlo— confrontación.

Desvió la mirada un segundo, avergonzado. Temía haber actuado como un completo idiota en plena calle, aunque recién se dé cuenta de ello, y asiente igual de mudo que antes, dándole el espacio a la chica.

—Gracias —murmura.

Ella no dice nada y se acerca a la máquina, inspeccionando. El chico cruza los brazos, cejas fruncidas en dirección de aquel pedazo de metal, repitiendo en su cabeza la palabra estafa una y otra vez. Cuando se cansa de sentirse como un amargado por la vida, Edgar entorna la vista hacia la albina y observa con detenimiento sus movimientos. La primera vez que la vio ella actuaba de una forma más tímida, desconfiada y cautelosa. Ahora, en cambio, se veía más segura, cálida y amable. Le pareció extraño, pero agradecía, de cierta forma, haberla vuelto a ver después de cuatro completos días sin saber nada sobre su vecina.

La chica se volteó con curiosidad y apoyó el dedo en el vidrio, señalando una lata de refresco

—¿Esa es su bebida?

Él asintió de mala gana.

—Si. La pagué y ahora la cosa esta —señaló la máquina expendedora con el mentón, su expresión molesta y ofendida — no me quiere dar la maldita lata.

Ella asintió, dándole la razón y ocultando una pequeña risa divertida, alejándose unos pocos pasos de la máquina. Edgar todavía trataba de descubrir, o imaginar, qué diablos podría hacer la chica para ayudarlo, pero decidió no preguntar nada y esperar con paciencia —o la que tuviera en reserva— para ver lo que haría.

La albina, por su lado, no hizo mucho. Ella simplemente se quedó parada al costado de la máquina, quieta, luego... luego simplemente la pateó.

Edgar expandió los ojos con sorpresa, parpadeando varias veces cuando se escuchó el estruendoso sonido de la bota de la chica estrellarse contra el metal, luego el sonido de los engranajes volviendo a su funcionamiento y, por último, la lata cayendo.

Su cerebro sencillamente se quedó en blanco y, al igual que aquella estafadora máquina expendedora, volvió a funcionar de manera natural, como si nada hubiera pasado.

—Ten —le extendió el refresco —. A veces la máquina se tranca, pero si la golpeas vuelve a funcionar de nuevo, es media vieja —explicó.

—Lo... lo tendré en cuenta —respondió, bajando su atónita vista hasta el refresco ahora en su mano —. Gracias.

La albina dibujó una pequeña sonrisa, donde se pudieron notar aquellos peculiares dientes puntiagudos. Lejos de sentirse inquieto por su extraña dentadura, Edgar le devolvió el gesto.

Mientras el morocho guardaba la lata dentro de la bolsa de sus compras, la chica había caminado de vuelta hasta donde había dejado sus propias bolsas llenas de comida para la cena —y quizás para la semana también— y las levantó dispuesta a irse al edificio de departamentos donde ambos vivían. Edgar no despegó su vista de aquellas bolsas, suponiendo que pesaban bastante para que una sola persona las cargara sin ayuda, y se acercó llamando la atención de la contraria.

—¿Quieres que te ayude con eso? —señaló la comida.

La albina también miró.

—Oh, esto... no hay problema, puedo sola —mencionó con algo de timidez.

—Insisto —Edgar se acercó hasta ella con la intención de tomar su brazo para que no tuviera que llevar una de las bolsas más pesadas. Sin embargo, al instante en que sus dedos rozaron la tela de su ropa, la chica apartó el brazo de golpe. Edgar parpadeó con extrañeza por el brusco movimiento.

—Perdona —se disculpó ella al instante que notó su acción —, no fue mi intención. Lo siento.

—No pasa nada —frunció el ceño, como si se sintiera desconforme con algo —, fue mi culpa. No debí hacer eso, seguro te asusté.

Sus miradas se cruzan entonces, por un largo segundo; el color azulado en los ojos de Edgar se habían encontrado con el tono violáceo de la contraria. Fue un momento en que ninguno de los dos dijo nada, simplemente ahí, observándose. Incluso llegó a sentir ansiedad, presionado por la idea de que ahora ella podría pensar mal de él por la manera tan brusca de su actuar.

El silencio siguió reinando otro largo —y tortuoso— momento. La albina alzó una ceja, sus oscuros ojos parecen no revelar nada de lo que pasa por su cabeza, lo que piensa o lo que llegará a decir a continuación. Y Edgar no sabe si eso es un alivio o una tortura. Su estómago se revuelve con inquietud y siente, no por primera vez —porque no se estaría tratando de una novedad—, que él no está hecho para este tipo de cosas.

—¿Por qué debería aceptar su ayuda? —pregunta de pronto.

Entonces, de repente, la mente del morocho queda en blanco. Su boca se entreabre un minuto, solo para volver a cerrarse. Sus ojos están abiertos de par en par, quizás paralizado por la manera en que aquella pregunta lo había pillado totalmente desprevenido. Su rostro caliente y avergonzado.

El silencio vuelve de nuevo.

A su cerebro aún le cuesta reproducir la pregunta, y seguramente cuando lo haga le cueste otro largo día pensar en una respuesta. Así que ahí está, parado en el medio de la acera, bolsa de compras en mano con una simple mermelada, pan y una soda.

La chica aguarda con paciencia, entornando los ojos con curiosidad y observa la batalla que el pobre estaba teniendo con su boca para organizar sus pensamientos y no soltar cualquier tontería, buscando las palabras.

Niega después de un segundo, incluso si Edgar permanece en silencio todavía, y le dedica una pequeña sonrisa tímida.

Parecía haber titubeado al inicio, con sus dudas aún metidas en la cabeza. Incluso creyó que le rechazaría. Pero terminó aceptando la ayuda, para su sorpresa.

—No pareces ser un mal chico —menciona en un tono bajo. Incluso con la mitad de la cabeza rapada, el aspecto dark de la ropa oscura y su expresión generalmente amarga e indiferente, es casi imposible pensar que Edgar podría llegar a hacerle algo a alguien (aunque el morocho lo llegue a tomar de manera ofensiva). Y tras un momento, le entrega la bolsa que antes traía en la mano.

De algún extraño modo, Edgar se sintió aliviado.

Tomó la bolsa que traía las botellas de agua natural y otra más que parecía ser pesada antes tratar de esbozar una sonrisa leve para que le tuviera un poco más de confianza —incluso si en el fondo seguía sintiéndose extraño— y empezaron a caminar de vuelta al edificio

Ni bien dieron dos pasos para avanzar, el tren de pensamientos dio su parada en la mente del muchacho.

Era mentira si dijera que no se sentía... raro, puesto que no era normal para él ofrecer su ayuda así nada más, como si fuera automático tratar de ayudarla o fuera alguna clase de excepción. Podía echarle la culpa al hecho que quizás podía sentirse en deuda tras haberle ayudado con su bebida, pero sabía que sería como escupirse una mentira en su propia cara —aunque no era del todo mentira; si deseaba de algún modo devolverle el favor—. Edgar podía ser muchas cosas, pero jamás sería un mentiroso —no consigo mismo, al menos—. Si hacía algo siempre iba a ser de manera honesta o sin dobles intenciones, pero... la curiosidad que sentía por ella tras su primer encuentro...

Negó a los lados, dando una vuelva a la bolsa de nylon sobre su mano para reafirmar el agarre sobre esta. Quería creer que solo se trataba de eso: curiosidad.

Mientras esperaban a cruzar la calle hasta el edificio de departamentos, Edgar le dedicó un breve vistazo a la ropa de la chica: las botas marrones, la calza negra y por último la polera de color rojo intenso. Y la mantuvo allí, en la polera. En la manera en que las mangas largas de aquella prenda llegaban hasta sus pálidos nudillos. Mantuvo su mirada en la manera que ella, aún confiando en él para llevar parte de sus compras, marcaba una distancia entre ambos cuerpos. La manera en que había quitado el brazo cuando trató de tocar su muñeca para tomar la bolsa.

Cuando la albina levantó la vista hacia él gracias a la diferencia de altura, Edgar apartó los ojos y se apresuró en cruzar la calle cuando no vio ningún auto.

Antes de poder darse cuenta, ambos ya se encontraban frente a la puerta número 102 del segundo piso.

—Gracias por ayudarme a traer las cosas —agradeció. Sus ojos emitieron un delicado brillo amable que fue casi imposible no despegar la vista.

Edgar bajó las bolsas con cuidado al piso y asintió despacio.

—No hay problema.

La chica estuvo a punto de mencionar algo cuando se escucharon gritos de un hombre desde el interior del departamento. El llamado le hizo interrumpir sus palabras para mirar en dirección de la puerta, como si así pudiera ver al hombre, y dibujar una expresión más caída.

Eso logró confundir de cierta forma a Edgar.

—Perdona, es mi padre. Tengo que entrar y preparar la cena —se disculpó con un poco de pena, sonriendo mínimamente.

El morocho arrugó un poco las cejas, pero no dijo nada al respecto.

En cambio, la chica tomó las bolsas del suelo y comenzó a darle la vuelta a la llave en la cerradura, empezando a abrir la puerta para adentrarse en el interior de su hogar. Antes de que desapareciera por completo, Edgar sintió un golpe de valor sobre el pecho, dando un paso al frente y así llamar su atención.

—Espera, oye... —se rascó la nuca. Soltó un resoplido molesto cuando todo el valor que creyó obtener se había ido como un globo pinchado, y frunció el ceño. La albina se volteó con paciencia a verlo —, es molesto no saber cómo llamarte. ¿Cuál es tu nombre?

Ella entornó los ojos un momento, quizás tratando de procesar la pregunta. Después le dedicó una pequeña sonrisa tímida, y murmuró en voz baja su nombre.

—Colette. ¿Y tú?

—Edgar.

Otro llamado del padre, esta vez, un poco más molesto que antes para que entrara de una vez.

—Fue un placer, Edgar —mencionó algo apresurada —. Nos vemos.

Y cerró la puerta.

Edgar permaneció otro segundo más en el pasillo antes de tomar la lata de refresco de su bolsa y abrirla, comenzando a beber de su interior mientras camina hasta el ascensor y de ahí a su piso.

Mientras descendía y caminaba por el pasillo, sin nada mejor que hacer, empezó a tararear un canción de uno de sus grupos preferidos, dándole otro sorbo a la lata.

Extrañamente, ese día había pasado el resto de la tarde con un buen humor.

[...]

La pelota rebotó en la pared del departamento y una mano ágil la atrapó cuando volvió directamente a su dueño.

—¿Entonces dices que te gusta?

Edgar gruñó por quinta vez.

—No, ya te lo dije —rodó los ojos —. Además, nos conocimos hace tan solo unos cuantos días.

Empezó a hacer algunos cálculos internos... ¿dos semanas y media tal vez? Bueno, da igual.

—Pero rescató tu lata de bebida de una máquina expendedora tacaña —señaló. Su amigo volvió a lanzar la pelota de goma y luego la atrapó, apuntándole poco después con el dedo —. Y eso, mi amigo, es razón suficiente para enamorarse.

—Eres imposible —se rindió Edgar, dejando dos botellas de cerveza en la pequeña mesa y luego tomando asiento en el sillón forrado que estaba enfrente.

—No, no —negó él, acomodándose donde estaba para tomar la botella y darle un trago —. Tú eres el imposible por negarlo tanto.

Fang sonrió de lado, victorioso ante su silencio, como hace alguien cuando gana una discusión —que es realmente lo que ocurrió, aunque Edgar se negaba a admitir que podía llegar a sentir algo por su vecina—. Volvió a darle otro trago a la botella, sin despegar verdaderamente los ojos del morocho, y le lanzó la pequeña pelota directo al rostro. Edgar la atrapó con una de sus manos, sin alterar demasiado su expresión usual, y lo miró fijamente.

Su amigo se hizo el que no sabía. Fingió ignorar su presencia un rato y paseó la vista por todo el departamento, sonriendo al encontrarse con una foto donde salían junto a Leon cuando los tres iban a preparatoria.

—Bueno —continuó el asiático —, no importa mucho. Vine a visitarte, ¿no? Hablemos de otra cosa.

Edgar asintió. De hecho, era la mejor idea que se le había ocurrido a su amigo en todo el día —y posiblemente en toda la semana, a como lo conocía—. Se inclinó hacia adelante, dejando que sus brazos, junto a la cerveza en su mano derecha, colgaran apoyados en sus piernas.

—¿Has sabido algo de Leon? —empezó con curiosidad.

—Lo último que supe fue que estaba trabajando con su padre en un campo de maíz —mencionó Fang —. Aunque está bien, al igual que Nita, no tienen mucha señal por allá pero logró contactarme la otra semana desde un teléfono fijo.

—¿Siguen existiendo de esos? —bromeó el morocho.

—Créeme, yo también me sorprendí.

Ambos chicos rieron. Edgar se alegró que su otro amigo estuviera bien, y aunque no podía continuar sus estudios desde allá —cabe que, conociendo a Leon, dudaba que le interesara seguir estudiando— al menos tenía un trabajo estable con su padre, una buena paga y a su familia. No lo iba a admitir, pero extrañaba cuando los tres salían juntos simplemente a divertirse, cuando tenían tan solo dieciséis años y no se preocupaban por la vida de adulto que les tocaría en unos años más.

Mientras él estaba sumergido en sus divagaciones y recuerdos, Fang continuó pasando anécdotas del lugar donde ahora vivía, en un barrio ni tan tranquilo ni tan malo, y de cómo llevaba su vida vendiendo palomitas en un cine y lo mucho que se estaba esforzando para convertirse, algún día, en actor.

—... pero bueno, la verdad es que no me quejo tanto —continuó el chico —. Me regalan las palomitas que sobran, así que vuelvo contento a casa por la tarde.

Edgar pinchó su propia burbuja y miró, ahora si con más atención, a Fang directo a los ojos. Lo estudió durante un momento, confundido. Luego dejó la botella casi vacía de cerveza cuidadosamente en la mesa de centro.

—¿Y la universidad? —preguntó.

—¿La qué? —Fang parpadeó desentendido —. Ah, si. La universidad... —dijo, su tono nervioso y gestos torpes con la mano libre le hicieron pensar que no le estaba contando toda la historia —. Va bien.

El dueño del departamento entrecerró los ojos con sospecha y negó a los lados.

—Fang, me dijiste que estudiabas en la tarde —apuntó Edgar, cruzándose de brazos con aparente molestia —. ¿Pasó algo?

Edgar solo lo miró, intentando mantener el semblante serio y el reproche en su mirada. Si debía ser sincero, entonces diría que estaba preocupado por su amigo. Claro que no lo iba a admitir, pero el brillo de ligera angustia en su mirada lo dejaba en transparencia.

Era su punto vulnerable.

Respiró tranquilo, escuchando con atención lo que el otro diría.

Fang masculló —lo que probablemente era un insulto— en voz baja antes de tensar los labios, apartar la mirada y pasarse una mano por la pierna; un gesto que solía hacer cuando se sentía algo presionado o nervioso. O ambas, en este caso.

—No... bueno, si. Bah, ¿qué te digo? —echó un suspiro abatido, dejándose caer en el respaldo del sillón más pequeño. Su mirada comenzó a divagar sobre el techo blanco del departamento, pasando la vista y contando las manchas de humedad del mismo, como si se tratara de algo totalmente interesante. O quizás, algo más sencillo que encarar a su mejor amigo —. Reprobé el semestre y luego abandoné.

Edgar se sorprendió —. ¿Qué? ¿De verdad?

—No me estaba yendo muy bien, ¿sabes? Y el curso mío no era lo que esperaba realmente —confesó —. Mamá tuvo un accidente en la cocina hace poco menos de dos meses. Nada grave, lo juro —aclaró rápidamente, luego soltó otro suspiro largo —. El tema es que me estaba quedando atrás en muchas materias, y cuando vi que reprobé y mamá necesitaba ayuda con la cuota de la casa dejé el estudio y traté de conseguir un empleo.

—Oye... —empezó el morocho sin saber bien qué decirle a su amigo —, lo siento.

Fang hizo un gesto despreocupado con la mano, esperando quitarle importancia.

—Nah, está bien. No me perdía de mucho la verdad —trató de bromear, sacándole una sonrisa (aunque mínima) a Edgar.

—¿Y tú mamá ya se encuentra bien?

—Si, si. Todo bien —contestó rápidamente, levantando el pulgar —. Dice que puedes venir a casa cuando quieras, adora verte. Aunque le tuve que explicar que no era sencillo porque vives del otro lado y todavía andas en la universidad. Ella me miró sorprendida y dijo: «¿en serio?» —continuó con más ánimo, exagerando alguna de sus expresiones cuando trataba de imitar a su madre. Inevitablemente Edgar soltó una risa — y yo le respondí: «si, va a la universidad. Loco, ¿no? Porque se suponía que de los tres Edgar era el más reacio al estudio».

—Hey —se quejó.

—Pero es cierto —se defendió su amigo, riendo. Tenía un punto. Sacó el celular del bolsillo trasero de su jean para ver un mensaje y sus ojos coincidieron con los números en la parte superior que marcaban la hora —. Bueno —dijo, levantándose del sillón —, creo que debo irme. Se me va a hacer tarde para llegar a la estación.

Edgar asintió, algo perdido que el tiempo haya pasado tan rápido. Le echó un vistazo a la ventana que daba vista a la calle y notó, en efecto, que estaba empezando a oscurecer.

—Claro. ¿Quieres que te acompañe?

—Nah —Fang terminó de darle los últimos tragos a la botella de cerveza (porque según él era de mala educación dejar una bebida a medio tomar en, este caso, departamento ageno) y la dejó sobre la pequeña mesa una vez estuvo completamente vacía —, tomaré un taxi. No te preocupes.

Lo acompañó hasta la puerta después, donde Fang se giró solo para darle un abrazo, si bien incómodo para Edgar, a quien no le gustaba mucho el contacto físico, y un par de palmadas en la espalda que el morocho trató de corresponder algo remiso.

—Ya, ya. El contacto físico no es lo tuyo, lo sé —le tranquilizó —. Pero me alegra haberte visto. Hay que juntarnos de nuevo la próxima vez, con Leon. Los tres.

—Me parece genial —asintió. Cuando el asiático estuvo a punto de llegar a la pequeña recepción en el edificio, Edgar se acordó de la pelota en su bolsillo, por lo que llamó la atención de su amigo y se la arrojó al pecho —. Cuídate, no te vayan a robar de camino.

Fang estiró el cuello y soltó una carcajada seca hacia arriba.

—Si supieran las increíbles patadas que lanzo no creo que vean conveniente robarme —bromeó. Luego levantó la mano derecha para despedirse —. Nos estamos viendo, emo.

Sonrió de lado un segundo antes de darse la vuelta y volver a entrar a su departamento, aunque en el pasillo se topó —casi chocando— con un hombre alto y castaño, con un recorte de barba de candado y piel blanca. Tenía los ojos irritados de un tono violeta profundo, casi grisáceo, y un par de bolsas oscuras debajo. El hombre también traía puesta una camisa de color opaco, mal arreglada y no lo suficientemente suelta para que no se notaran el par de kilos extra que tenía.

—Apártate, mocoso —escupió al pasar.

En otras circunstancias le hubiera devuelto la contestación con un comentario igual de filoso o molesto, pero el hedor a alcohol que atacó su olfato y le hizo arrugar la nariz lo retractó de cualquier cosa que quisiera decirle. Prefirió, en cambio, ignorarlo y dejar que pasara de largo por el pasillo, pensando que sería estúpido enojarse con un alcohólico como aquel sujeto, y se concentró en fijarse, más a fondo, en las similitudes que tenía con la chica que había conocido del segundo piso, Colette.

Una sensación de asco revolvió su estómago por dentro, haciendo bullir la cerveza disuelta en su sistema, y entró de vuelta a su departamento de una vez por todas, cerrando la puerta con llave poco después, a como acostumbraba a hacer. Estaba enterado que Colette no tenía una relación precisamente buena con su padre —no era muy complicado descifrarlo cuando te encuentras con hombres alcoholizados de esa manera por un pasillo apenas a las 08:22 de la tarde— aunque fuera la primera vez que se topa con dicho sujeto. Temía, desde casi que se conocieron, que ella estuviera sufriendo algún tipo de maltrato familiar. Temía que siempre se mantuviera callada. Pero aunque quisiera no podía involucrarse al no tener todos los hechos, y Colette siempre iba a desviar el tema de alguna forma.

«Solo es el viento» es lo que solía contestarle cuando escuchaba algún ruido e iba hasta su piso a preguntar, casi como si fuera una de esas respuestas programadas en las computadoras.

Así que decidió poner música.

Encendió el equipo de música puesto en su habitación y seleccionó una canción desde su celular a través del bluetooth para que se reproduciera sin ningún tipo de interrupción. No era ninguna de esas canciones ruidosas que solía escuchar por sus auriculares, nada de solos de guitarra o golpes pesados en la batería. Si bien seguía siendo una canción de una de sus bandas favoritas, era algo más ligero. Una melodía suave con una letra sencilla, pero profunda. Una canción que solía escuchar cuando sentía que iba a experimentar algún ataque de ansiedad o recaída, porque la música suave y las letras relajadas ayudaban a distraer su mente, a tranquilizar las aguas turbias y a volver a tener el control de sí mismo.

Subió el volumen de manera considerable, luego apoyó la mano en la pared de su cuarto para asegurarse que las vibraciones podían escucharse sin problema, y se acostó en su cama con el celular a un lado de la almohada, con la vista fija al techo, esperando que la persona de arriba pudiera escucharlo también. Quería que sintiera la letra... la melodía. Y de ese modo preguntarle, de forma silenciosa, si se encontraba bien.

Cerró los ojos por un momento, más relajado de lo que había estado, y antes de poder quedarse dormido sintió el tono de una notificación, por lo que encendió la pantalla del aparato que descansaba a su lado.

«Colette: voy a estar un rato en el balcón, ¿quieres venir?».

[...]

Edgar no iba a decir que se perdió en el camino, porque era relativamente sencillo llegar hasta el balcón del edificio: tomar el ascensor hasta el último piso, final del pasillo a la derecha y luego subir las escaleras. No tenía ciencia. Sin embargo, si se tomó su tiempo para abrir la puerta que daba hacia afuera. Y cuando tuvo el suficiente valor, empujó la perilla, quien cedió al primer intento.

El balcón tenía una forma casi cuadrada, hecho de bloques de piedra gastada y baldosas. Había un pequeño muro —no muy seguro, a su parecer— que delimitaba el borde y evitaba caídas —si no las fomentaba al tropezar con él, claro estaba—. Colette estaba adelante, casi a nada de tocar el muro no muy ancho, peligrosamente cerca de borde del edificio. La sensación que experimentó en ese instante fue la de un vértigo horrible, pensando que al mínimo movimiento erróneo podría caerse.

Ella traía el cabello blanco atado en una coleta baja, tal y como la conoció. Una camisa de jersey azul cielo bajo un chaleco rojo impermeable para evitar las bajas temperaturas que había de vez en cuando, pantalón oscuro y botitas. Sus ojos violáceos estaban puestos en el paisaje que daba a la ciudad cuando escuchó el sonido metálico de la puerta, por lo que se giró enseguida.

Colette le dedicó una sonrisa leve.

—Hola —saludó en un tono bajo.

—Hola.

No hizo ningún amago de avanzar. Lo cierto es que prefería los lugares bajos, pegados lo más posible a la tierra. Por eso vivía en el primer piso del edificio de departamentos. Ya suficiente tenía con sentir su estómago aplastado dentro de su cuerpo gracias al vértigo, una sensación no tan grata de experimentar a su gusto.

La vista de ambos coincidió un segundo antes que Edgar la apartara para no recordar que estaba en lo alto de un edificio de seis pisos. La albina torció la cabeza.

—¿No te acercas?

Inflando sus pulmones de aire —y valor, mucho valor—, animó a sus piernas a moverse, empezando a avanzar hasta llegar a un lado de Colette. Trató de no pensar en lo que habría debajo de ellos, pero fue muy difícil estando tan cerca del borde. Para evitarlo, Edgar se centró en observar únicamente el piso y la chica a su lado: ella estaba en completo silencio, hombros relajados y una expresión suave en el rostro. Parecía disfrutar enormemente de la vista y, a su vez, del acogedor y tranquilo mundo que existía únicamente en aquel balcón.

Muy contrario al morocho, que sentía las piernas como un par de gelatinas y los pelos de los brazos erizados gracias a la brisa que corría por allí arriba. Después de todo, solo traía una remera negra con tipografía blanca en la espalda que decía «Fuck you». Ni siquiera se había llevado la bufanda.

—La canción me gustó, por cierto —mencionó Colette después de un rato. Su voz extrañamente apagada, pero igual de gentil que siempre —. Tiene una letra muy bonita. Quizás luego podrías pasármela.

Edgar asintió de manera vaga, más perdido entre sus pensamientos.

—Puedes... puedes pasarte por mi departamento cuando quieras —empezó de manera ambigua, quizás buscando el valor de algún lado. Recordó cuando se encontró con aquel hombre, el padre de Colette, en el pasillo, y la rabia burbujeó en el interior de su pecho. Respiró para mantenerse tranquilo — y te puedo mostrar más canciones. Puedes pasarte una hora o dos si quieres, cuando te sientas sola o necesites un amigo con quién hablar.

Colette se sostuvo el brazo derecho, tirando de la manga de su camisa hacia abajo.

—Gracias —dijo tras un segundo, relamiéndose los labios. Apartó el rostro a un lado, solamente para que el morocho no viera que estaban empañado por pequeñas lágrimas —. En serio gracias. Me encantaría poder decirte pero... y-yo de verdad que...

—No pasa nada —interrumpió, encogiendo los hombros para que ella viera que no importaba si no podía decirle ahora —, tranquila. Está bien. Cuando sientas que estás lista sabes dónde estoy. Hasta entonces, solo debe de ser el viento.

Colette volvió la cabeza hacia él con sorpresa, hallando la expresión desinteresada, pero a su vez suave y comprensiva, del morocho. Y le sonrió aún si las lágrimas surcaban sus mejillas, con aquellos particulares dientes en zigzag. No fue una sonrisa radiante, como las que solía darle cuando se cruzaban en el pasillo del primer piso o en la almacén, pero creía que estaba bien.

Y eso, para Edgar, era suficiente.

[...]

6729 palabras.

El one shot originalmente estaba pasando las 7400 palabras (en ese caso iba a partirlo en 2) cuando agarré y pensé que, si leen la letra de la canción, básicamente termina ahí donde el tipo dice "he say: must have been the wind" repite un poco más esa parte y por ahí, asíq me pareció innecesario alargarlo, por lo que borré todas esas 900 palabras que tenía y le escribí un final más corto.

Creo que no quedó tan mal (? Venía un tiempo escribiendo esto y eran muchas las escenas que iba poniendo y sacando.

Pero ta.

Curiosidades:

¬ El padre de Edgar es Byron, simplemente no lo menciono directamente. La madre tampoco se menciona, sin embargo, ahí pueden imaginarse el personaje que quieran, tampoco es tan relevante.

¬ Al principio iba a hacer que el padre de Colette fuera Byron, pero lo descarté al tiempo porque le agarré cariño al viejo este jugando tanto con el personaje. Tampoco quería que quedara como el malo, por eso al padre le di una descripción cualquiera. No es ningún brawler.

¬ Al inicio y luego que Fang se va del departamento menciono que Edgar escucha música, pero nunca les doy una letra o nombre de la canción. No es que no se me haya ocurrido una, sino que no las mencioné porque este one shot ya tiene una canción designada, que es la de Alec Benjamin. Por lo tanto dar mención a otro tema, ya sea del mismo cantante u otro, me parecía como quitarle protagonismo a la canción principal con la que está basado esto.

Y porque estoy segurísima que Edgar odiaría los temas de Alec, no son de su estilo.

¬ Edgar le tiene miedo a las alturas.

¬ Edgar si llega a enamorarse de Colette, sin embargo, el personaje nunca se detiene a pensar en esto o simplemente lo evita. De haber hecho un two shot o una historia, el desarrollo y romance podría haberse visto un poco más.

De hecho, mismo donde dije que eliminé casi como 900 palabras en donde empiezo a narrar más sobre los sentimientos confusos de Edgar, un poco de su aceptación y su vértigo.

Pequeño pedazo de párrafo eliminado:

«...Por consecuencia, sintió sus pálidas mejillas tintarse del suave color de una cereza, con las olas de vergüenza chocando contra su cara. En esos casos, prefería echarle la culpa al frío que estaba empezando a sentir sobre el balcón del edificio.

Y durante un largo momento ninguno dijo absolutamente nada. Solo hubo silencio».

¬ Hay mucho que no me da para explicar, pero si se preguntaban cómo es que Edgar tiene el número de Colette, es porque empezaron a llevarse bien en esas 2 semanas y media e intercambiaron números.

¬ En esta historia Edgar cuenta con 22 años aproximadamente y Colette con 19.

¬ Este one shot sufrió como 5 ediciones a lo largo de su proceso y otros 3 más luego de acabarlo. La vdd es que fue todo un reto escribir esto, pero creo que me gustó.

No sé si tengo mucho más para decir (? —de hecho, si. Pero no—.

Mil gracias por leer gente, espero les haya gustado el OS.

Saludos!!

—Kirishi365

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