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Todo o nada

     PAULA

Finalmente, Marcos no se ha dejado caer por la floristería. En su lugar, ha venido a recoger el pedido su secretaria. Así se ha identificado la mujer que se ha plantado frente al mostrador. Siento una leve decepción en mi fuero interno.

    ¿Hablas en serio? ¿Qué sientes por él, realmente?

    ¡Y yo qué sé! Ojalá lo supiera. Perdóname Guillén por este, mi atrevimiento. Debe de estar causado por el síndrome del nido vacío.

    ¡Oye, deja de sujetarlo con tanto ímpetu como la cría que se aferra a su globo de helio para que no se vuele! Él ya ha partido. ¡Deja que descanse en paz!

    Me siento culpable por discutir conmigo misma para que lo suelte. Y siento que no es tan fácil soltar. Sobre todo, algo que has amado tanto. Algo que te ha llenado de instantes hermosos. De sentimientos rebosantes de felicidad que atesoro con la ambición de no perderlos nunca. Instantes íntimos y cercanos que no regresarán. Si pudiera ir atrás en el tiempo, cambiaría este futuro. Pelearía con quien fuera para que Guillén continuara con vida. ¿Qué mal hizo él para que se lo llevaran? Era todo corazón.

    Y me aterra dar un siguiente paso. Porque me niego a perder al amor de mi vida, de nuevo. Porque, sinceramente, no sé soltar si me es arrebatado de manera tan cruel. Mucho menos, después de haberlo amado tanto. De seguir amándolo. Nada se olvida, aunque el tiempo pueda aliviar. Pero jamás, sanar del todo.

    Suspiro. Recuerdo que tengo a una clienta esperando, observándome a la espera de que la mire y termine con su compra. Supongo que no puede perder el tiempo, cuando su tiempo será oro, como el mío.

   Mientras coloco las plantas en bolsas diferentes para que pueda llevarlas bien y causarles el menor daño a su contenido, me fijo en ella de reojo. Es una mujer hermosa. Va muy bien vestida. Huele a un perfume suave que me hace inhalarlo por varias veces porque es intenso y agradable. Es cuando mi lado conspirador empieza a confabular.

    «Con mujeres tan guapas así en su oficina, incluso Marcos podría tener como pareja a alguien así de guapa y de tan buena apariencia. ¿Tú crees que sigue soltero? ¡Qué ingenua!».

    ¡Deja de meter cizaña, vocecilla molesta!

    —Muchas gracias —susurra ella, mostrándome una agradable sonrisa, cogiendo bien las bolsas que dejo encima del mostrador.

    Imprimo el resguardo de la compra. Se lo entrego. Lo vuelve a agradecer.

    Luego, la despedida cordial. Sigo fijándome en ella mientras se marcha.

    Olimpia se acerca.

    —Es guapa, ¿verdad?

    —Lo es.

   —Quién no dice que él pueda estar teniendo una aventura con ella. Con alguna de ellas. Porque, chica, qué guapura de mujeres hay en su oficina.

    Me encojo de hombros.

    —Que haga lo que quiera.

    —Pensaba que ibas a patalear en un berrinche.

    Ruedo los ojos y la dejo allí, en blanco. No pienso seguir teniendo conversaciones de este tipo con nadie. Me niego.


    Durante las noches de lo que resta de semana, mis amigas y yo nos limitamos a planear la famosa salida al concierto. Realizamos varias videollamadas y de paso, nos echamos unas risas. No hay nada mejor que esa desconexión que te aparta de todo lo que te ha sido un fastidio durante la jornada. Del cansancio que machaca los músculos tras largas horas de trabajo.

    Además, la conversación más íntima que he tenido esta semana con alguien ha sido con Olimpia, la cual no se valora nada. No se cree bonita. Y que si yo fuera un chico, le gustaría. ¡Pero qué tonterías dice!

    —¡Eh, Paula! ¿Estás o dónde estás? —pregunta Alba con un chasqueo de dedos.

Asiento. Muestro que me concentro. A pesar de que noto que mis párpados pesan como el metal.

    —Madrugaremos para coger un lugar privilegiado en la fila. Quiero ocupar un buen sitio delante del escenario —declara Alba estirando su sonrisa—. Si Sebastián Yatra se agacha en algún momento de su actuación podré tocarlo aunque sea un poquito —Hace el ademán de la imaginaria medida con sus dedos índice y pulgar. Lo ha dicho con un tono tan travieso que nos hace reír. Se ha sonrojado. «¡Si Sebastián Yatra tocara mi mano ardería en llamas!». Eso es mucho más literal si viniera de ella la frase.

    —Solo pensarlo ya me entra la emoción —confiesa Martina.

    Resoplo como una yegua que llega de hacer un puñado de kilómetros al trote.

    —No entiendo cómo tenéis tantas ganas de fiesta Porque yo estoy molida cualquier día de la semana. Sobre todo un sábado.

    Quiero y no quiero ir al concierto. ¿Por qué no puedo situarme en un punto fijo en cada decisión? Últimamente, dudo demasiado.

    —¡Eh! ¡Tú! Encierra a la vieja gruñona lejos no nos joda el plan. Un par de cafés nocturnos y te quedas como nueva —me aconseja Alba.

    —Piensa que lo vamos a pasar bien, Paula. Va siendo hora de que abandones tu lado más desalentado y acercarte a la luz. No puedes encerrarte en una burbuja eternamente —me regaña Martina.

    Lo sé, pero...

    —Oye, Martina, podrías averiguar si Borja podría tener algo de influencia con los organizadores del concierto, y colarnos en las mejores localidades —expone Alba.

    —¡Ni que Borja fuera Dios! —Martina exhala—. Eso es pedir imposibles. Que tenga dinero no significa que posea influencia suficiente para mandar sobre todo el mundo —añade, levantando los hombros con decepción.

    —Qué tonterías decís. ¿Os estáis oyendo? —las regaño.

    La conversación cambia de rumbo. Conversamos sobre los más nuevecitos ligues de las chicas. Martina, de Borja. Alba de Gabi. Y yo, allí en medio como la Molly de Ghost. ¡Como no meta mano a Guillén en plena sesión de espiritismo, no sé yo! Y me envuelve la melancolía. Los recuerdos de tantas cosas vividas con él. Todas ello bueno. A ver, teníamos nuestras diferencias. Pero acabábamos haciendo las paces. ¡Qué bonitas eran las reconciliaciones tras las peleas! La mayoría de ellas acababan dulcemente entre las sábanas. Guillén hacía el amor como nadie.

    Martina se alarga con las cualidades de Borja. De lo guapo que iba en su cumpleaños. De lo especial que es. Alba cuenta que Gabi tiene genio. Pero que se le dulcifica cuando está con ella. ¿Genio? Las peleas continuas no llevan a buen puerto. Espero que se porte bien con ella. O se las verá conmigo. Con Martina y conmigo.

    Hacen una pausa. Esperan a que cuente algo.

    —¿Y tú? ¿Qué tal con Marcos? Ese chico canta genial.

    —Marcos...

    Asienten.

    —Solo una casualidad.

    —¿No os habéis puesto en contacto después de que se dejara caer por la tienda para adquirir aquellas plantas para la oficina?

    —No. De hecho, ha venido a recogerlas su secretaria.

    —¡Qué lástimas! ¿Ella es guapa? —quiere saber Alba.

    —Es joven —digo.

    —Pero guapa...

    —¿Y...?

    —¿Y qué?

    —Como no espabiles te lo quitarán de las manos.

    —No pretendo conquistarlo.

    Me observan con molestia.

    —¿Y por qué no?

    Suspiro y cierro los ojos un momento, angustiada.

    —¿Cuándo entenderá todo el mundo que las casualidades no son romances? ¡Qué tontería!

    No dicen nada. Saben que tengo razón.

    Y para no ofenderme más regresamos al tema del momento Sebastián Yatra.

    —¡Sebastián, mi amor, allá vamos! —grita Alba comenzando a cantar una de sus canciones. ¿Es que a sus vecinos no les molesta que la gente grite a deshoras? ¿Que arme jaleo tan tarde?

    Martina termina acoplándose y yo, como medio bizqueando, contemplándolas conteniendo la risa.

    —¡Venga! ¡Canta! —me invita Martina.

    —¡Que no!

    —¿Por qué?

    —¿Queréis que los vecinos me echen del edificio?

    —¡Eso llenaría de emoción esta vida tan monótona! ¡Venga! ¡Canta! —insiste Alba, muerta de risa.

    —¡No me la sé!

    —¡Entonces, tendrás que aprendértelas todas si deseas que Sebastián acabe adorándote!

    Sacudo la cabeza.

    —¡Como si fuera a valorarnos como los jueces, en La Voz! ¡Estáis muy, pero que muy locas!


    Casi no he dormido. Como consecuencia, me acompaña un peso añadido por todo el cuerpo que consigue que levantarme de la cama sea todo un suplicio. De hecho, ese exceso de cansancio ya vivía conmigo desde que Guillén partió. Porque él era la central eléctrica de todas mis energías. Esas que ahora funciona en su mínima capacidad.

    Y lo cierto es que debo empeñarme en conservar las pocas que me quedan para trabajar, y para el concierto de esta noche. El concierto de esta noche... ¡Quién me mandaría a mí dejarme convencer por las locas de mis amigas!

    Pero me emocionan. No me han dejado sola ni un minisegundo. Ni siquiera cuando me puse tan insoportable que vivir conmigo misma se volvió una condenada tortura. Siguen tirando de mí con la intención de sacarme a la superficie. Juro que pongo de mi parte. Pero yo sola no podría conseguirlo.

    Bajo los pies a la tierra. Vuelvo en mí. Me visto, me aseo. Desayuno a todo correr. No tardo en meterme en mi coche y tras un buen embotellamiento matutino —cómo no—, llego hasta el trabajo. Al entrar en el local me encuentro con Olimpia. Ella ha llegado mucho más pronto que yo. Será que no suele trasnochar. O quizá sí, a juzgar por las bolsas exageradas de debajo de sus ojos. ¡Ni los canguros de Australia las tienen tan enormes en su buche!

    —¡Ey! —me saluda alzando la mano, esbozando una sonrisa—. Hazme memoria. ¿Es hoy cuando vas al concierto?

    —Sí —respondo escueta.

    Me señala entusiasmada.

    —Igual hasta nos vemos allí. Voy a ir con una amiga al concierto.

    —¿Has podido conseguir entradas?

    —¡Sí! —grita con euforia—. De pura suerte. ¡Ya ves!

    —Ostras. ¡Genial!

    —Sí que lo es.

    Me observa como quien quiere decir algo más y necesita pensárselo muy bien antes de abrir la boca. ¿Y...?

    —Voy a ir con Inés.

    —¡Oh! Muy bien —digo, porque veo que va a decir algo más y no se arranca.

    —Pues eso. Que puede que nos veamos allí.

    —O no. Porque a este concierto asistirá mucha gente.

    —Ya. Eso también es verdad.

    —¡Vamos! ¡Vamos, amores! Buenos días —saluda tía Rosa, azuzándonos—. Todo eso acaba de llegar y tiene que ser trasladado a su lugar correcto —menciona señalando hacia una pila de cajas que están junto al mostrador.

    Resoplo con hastío. Hoy no es que tenga tanta energía como para comerme el mundo. Pero lo haré. ¡Juro que lo haré! ¿De verdad tengo que asistir al concierto? ¿En serio, tengo que hacer cola con las chicas? Puede que tenga que tomarme un par de cafés extra antes de moverme hacia allí. Puede que, incluso, alguna bebida energética. Mi tensión va a estar por las nubes.


    —Paula.

    Olimpia me llama en uno de los momentos en los que no hay clientela en la tienda.

    —¿Sí?

    Baja la voz evitando que mi tía escuche lo que va a decir.

    —¿Qué hay del depredador millonario?

    La miro con sorpresa.

    —¿Quién?

    —Aquel que conocías de la fiesta.

    ¡Qué chismosa!

    —No sé nada de él. Tampoco es que me importe —miento, porque sí siento curiosidad por saber por dónde para.

    —Después de Guillén, ándate con cuidado con los listillos. Te pillan vulnerable y pueden dártela con queso.

    —No soy estúpida, Olimpia —gruño con molestia.

    —Yo aviso. Y si necesitas charlar, no tengo ningún inconveniente en escucharte.

    —Tengo a Martina y a Alba para eso. Pero gracias, Olimpia.

    Pone la mano sobre mi hombro.

    —Lo digo de verdad, Paula. Y también te digo que te andes con cuidado con los aprovechados. No me gustaría verte de nuevo llorar.

    Su exceso de mimo repentino me abruma.

    —Gracias. Tengo que seguir con eso —señalo hacia las cajas—. Tú, también. No se nos eche la mañana encima y se nos quede a mitad hacer.

    Me sigue observando y no entiendo bien esa mueca que pone. ¡Ni que estuviera completamente desamparada! ¡No lo estoy!

    Suspira y asiente vencida.

    —De acuerdo. Tú sabrás.

    Yo sabré... Yo sabía muchas cosas que luego desaprendí cuando me hallé en mitad de esta nada oscura.

    El resto de la mañana fluye con mayor facilidad. Olimpia no ha dejado de observarme como si tuviera miedo de que, en cualquier momento, me derrumbase. Olimpia... ¿Qué le ocurre a esta chica?

    A última hora aparece Marcos. Es cuando me descoloco por completo. Entra dentro y se dirige directamente a mí. Yo ya lo había visto pasar por la mampara de cristal del escaparate. Ya había sentido ese nudo en el estómago, como la pesa de hierro que cae al vacío, veloz. Esa misma sensación de caída libre. Esas cosquillas no tan agradables que indican que no será tan buena la siguiente escena. O la duda de no saber qué querrá.

¡Querrá más plantas de esas!

    «Tampoco es que vaya a hacerse una selva en plena oficina, tía!».

    Me fijo en él mientras se acerca. Va elegantemente vestido. Le queda fenomenal el traje. Le queda fenomenal el pantalón que se ajusta a sus caderas y a otros lugares a los que intento no bajar la mirada. Le queda bien...

    ¡Tiempo muerto! ¿En qué quedamos?

    Me alcanza.

    —¿Puedo hablar un minuto contigo? —pregunta cuando llega hasta mí.

    «¡Ups! ¡Mierda!».

    Alzo la mirada para clavarla en la suya. Estaba agazapada dejando un par de macetas en el rincón donde me encuentro. Al hacerlo, me encuentro con esos ojos verdes que contienen un brillo especial, junto a su sonrisa. Y un cosquilleo más agradable revolotea en mi bajo vientre.

    ¡Frena! ¡Corten! ¡Fin de la escena! ¡Volatilizadme ya!

    Me cuesta. Acabo encontrando una frase para darle una respuesta.

    —No va a poder ser. Estoy trabajando.

    —No te robaré mucho tiempo.

    Lo enfrento.

    —Pregúntame, pues.

    Tía Rosa me mira desde donde está con ese gesto pícaro que indica que está encantada con esta visita. Olimpia lo mira con unas ganas tremendas de asesinarle. En conclusión: Marcos no le gusta a Olimpia. Mejor dicho, le tiene tirria.

    —¿Tienes tiempo esta noche para una cena? Porque, en realidad, lo que tengo que decirte es un poco privado.

    Eso me hace saltar todas mis alarmas. ¿Algo, privado?

    —Privado...

    Asiente.

    Suspiro, torciendo la vista hacia Olimpia que lleva un tiesto de cerámica en la mano y lo levanta un poco con decisión, como quien muestra un arma peligrosa. Regreso la mirada hacia Marcos.

    —Digamos que no hay nada privado de qué hablar —aclaro, adelantándome a una proposición que no tiene ni pies, ni cabeza.

    —No me malinterpretes. Quiero saber si te sientes mejor que el otro día.

    —¡Oh! Sí. Aquello fue... Ya sabes. Tenemos nuestros días.

    —Quisiera asegurarme —insiste.

    Es insólita esta escena. Mi intuición ya lo había adelantado.

    —Esta noche no puedo. He quedado con mis amigas.

    —Podemos vernos antes.

    Niego.

     —Nos vamos de concierto.

    —Vaya. Qué lástima. Porque mañana no estaré en Madrid. Esta noche salgo de viaje.

    Viaje... ¿De negocios? No puedo apartar la mirada de él mientras la clava en mí con ese brillo curioso que sigo sin entender.

    ¿Crees que se habrá enamorado de ti a primera vista?

    Niego para mí misma esforzándome por no negar exteriormente. Sería un poco chocante.

    —Que tengas un feliz viaje —respondo, mostrando esa parte mía cordial que me hace vulnerable, como mencionó Olimpia.

    Su teléfono suena. Eleva un dedo pidiéndome tiempo. Se aparta. Parece que habla con una mujer que lo apremia para verle. Él no está de acuerdo, y repite lo que me dijo. Un viaje... de negocios. Tal y como yo pensaba. A Italia. ¡Qué suerte tienen algunos! ¡Cuanta pasta debe de tener! Se despide sin dejar de mostrarse agradable, aunque esquivo. Regresa hasta donde yo estoy.

    —Y digo yo, ¿no hay una manera humana de que podamos quedar en algún momento?

    Me encojo de hombros.

    —Si cambias de opinión, me llamas. Tienes mi número de teléfono.

    Recuerdo la tarjetita que me dio. Esa que no sé dónde habré metido. Ahora me arrepiento de no haberla dejado sobre el mueble del salón, a mano. ¡Mejor! Así, no lo llamo.

    —Claro... —respondo, achinando la mirada, sintiéndome al descubierto.

    «¿Qué hago? ¡A saber dónde la habré puesto! ¿Cómo lo voy a llamar?».

    Otra sonrisa como esa en la que se le hacen unas graciosas arruguillas en sus ojos y en sus mejillas y acabaré fulminada. ¡Ya sé que me resisto a lo que se venga! ¡Pero es que tampoco soy de hielo!

    —Tengo que irme. Gracias por tu atención, Paula —tararea con una voz rasposa que me provoca un escalofrío, ya no sé dónde.

    —Feliz viaje —alcanzo a decir con cara de estúpida.

    Lo observo marcharse. Miro durante una milésima de segundo a Olimpia. Ha levantado algo más el tiesto y su gesto es un poema. Solo le ha faltado salir disparado a la caza.

    La campanilla de la puerta suena y Marcos desaparece. Olimpia se acerca, todavía con el tiesto en sus manos. ¡Juro que da miedo!

    —¿Qué quería?

    —Quedar —confieso sin pensarlo.

    —¿Para qué?

    Reacciono. La miro. Chasqueo la lengua, solemne.

    —¡Y yo qué sé! Si quieres saberlo ve y pregúntaselo tú.

    —Si voy, no seré consciente de mis actos.

    Entorno la mirada con desconcierto.

    —¿Y a ti qué coño te pasa, Olimpia?

    —¡Te lo dije antes! Te ven vulnerable y van a por ti. Los depredadores lo huelen.

    Niego.

    —¿Estás en la regla? Tu humor me confirma que sí.

    —¡Solo trato de protegerte!

     —¡Puedo protegerme sola! —protesto, molesta de que siga haciendo eso.


    Cierro. Hoy me encargo yo de hacerlo. Olimpia me espera. Tía Rosa salió disparada porque quería pasar por el super. Se acerca. Todavía estoy bajando la persiana.

    —No sé por qué te pones borde conmigo —suelta a bocajarro.

    Me enderezo. La miro.

    —¿Se puede saber qué te pasa conmigo? Porque no te entiendo.

    Me mira fijamente a través de su flequillo azul. Su mirada penetrante me advierte que está muy molesta conmigo.

    —No lo pillas, ¿verdad?

    —Pues no. ¡Explícamelo! ¿Quieres?

    Tira de mí para colocarme frente a ella. Sigue sujetándome de la muñeca para que no me largue.

    —¿No es obvio? Tú me gustas, Paula.

    Va a besarme. Pero me aparto. Mi cara de espanto no parece gustarle. Y grito con los nervios.

    —¡Con razón estabas insoportable! Pues mira... ¡No puedo darte lo que me pides! Me gustan los tíos —aclaro. ¡Solo los tíos! —recalco, completamente histérica, echando a andar a grandes zancadas hacia el coche.

    —¡Paula! ¡Paula, por favor! —la escucho gritar a mis espaldas. La ignoro. Estoy demasiado furiosa para seguir soltándole groserías. Unas que, cada vez, serían más horrendas.

    Conduzco de regreso a casa apretando el volante con fuerza sin darme demasiada cuenta. Pero es que todo me enerva. Marcos trata de meterse en mi vida después de que, seguramente, malinterpretó el instante en que nos cruzamos. O que está tan confuso que no ve que no puedo abrirme a sus deseos. Y sobre Olimpia... lo de Olimpia sigo intentando procesarlo. Jamás se me había declarado una mujer.

    ¡Guillén, sácame de esta! ¿Quieres? Ese ser divino que habita las alturas se empeña en ponerme una prueba tras otra.

    Llego a casa. Antes de ponerme con nada atiendo a los mensajes de las chicas. Les recuerdo que estoy por terminar mis asuntos en casa, ducharme, hacer la compra y demás. Voy a tardar un poquito bastante en aparecer por allí. Lo entienden y me disculpan. «No tengas prisa. Esto está bajo control». Bajo control... ¡Me da cosa dejarles toda la responsabilidad a ellas!

    Me siento un segundo en una silla tratando de respirar adecuadamente. Continúo con esa tensión que me ha provocado los nuevos acontecimientos de hoy. Marcos no me molestará esta noche pues se va a Italia. No quiere decir que no vaya a buscarme durante el resto de días, salvo domingo. Y Olimpia... Caigo en la cuenta y recuerdo que me dijo que se dejará caer por allí con Inés. ¡Mierda! Espero que pueda ocultarme entre la multitud. No estoy preparada para enfrentarla otra vez. Veremos qué hago el lunes cuando regrese al trabajo y no pueda esquivarla.


    Suerte que he comprado algo precocinado en el supermercado que me va a sacar del apuro este mediodía de cocinar. Mientras pongo en Spotify la música de Sebastián Yatra. Trato de aprenderme por encima el mayor número de letra de canciones para que Martina y Alba no se me ofenda si no sé seguirlas. Me gusta la música de Sebastián. Solo es que soy un poso desastre para recordar bien las letras de las canciones.

    «¡Canta! ¡Venga!».

    Entonces, allí, en plena explanada del concierto, en mitad de toda aquella multitud, no voy a poder decir que no. Al fin y al cabo soy igualmente una gran seguidora de este cantante.

    Recuerdo que nos zamparemos un bocadillo antes de acceder al Wizink Center. A pesar de que hay una cafetería, las chicas no quieren perder ni un minisegundo para no quedarnos muy atrás en el concierto. Tendré que prepararlo antes de largarme.

    En el reproductor del ordenador suena «No hay nadie más». Un par de lágrimas se me resbalan por las mejillas. Estalló, finalmente, en algo similar al llanto. Necesitaba llorar. Por mucho que he llorado. Pero también me he contenido, necesitaba finalmente llorar. Lo estoy haciendo. No me contengo. Poco me importa si alguien me oye. ¡Lo echo tanto de menos! Lo echo demasiado de menos.

    Recibo unos mensajes de las chicas. Aparto el teléfono, desatendiéndolo cuando no estoy ni para eso. Y llega otro mensaje. Uno de Olimpia.

    «¿Por qué me agobias, Olimpia?».

    No lo leo. Sigo en mitad de mi desconsuelo.

    He terminado por quedarme dormida en el sofá tras llorar, exhausta. Al ver la hora, me he levantado de un salto. No he completado el total de mis tareas y se supone que debería de salir cuanto antes al encuentro de las chicas. No puedo quedarme en la parra. No, si quiero asistir al concierto.


    Me maquillo minuciosamente. He disimulado cualquier signo de fatiga y los horrendos ojos hinchados que se me han quedado de tanto llorar. Cuando Sebastián cante esta canción, esta noche, no sé si voy a poder contenerme.

    Preparo el bocata y algún que otro piscolabis que compartir son mis amigas. Martina me ha mandado un mensaje diciéndome que no coja el coche. Con el suyo bastará para regresar. Estacionar en los alrededores del palacio de deportes es todo un reto. Entonces, cogeré un taxi.

    Me echo un último vistazo frente al espejo de pared, rectangular, que tengo en la entrada. No está nada mal. Es una Paula algo más mejorada. Una Paula que deberá enfrentarse a su nuevo futuro. Solo que le costará enfrentarse a algunos retos impuestos ya en su camino, porque no sabe cómo solucionarlos.

    He llegado a tiempo para echarnos unas risas en la fila. Aunque, por mi parte, se ha notado que parte de las mías son fingidas.

    —¿Qué ha pasado? —quiere saber Martina, poniéndose seria, cruzándose de brazos.

    —Nada...

    —Ese nada, como dicen en la publicidad de la tele, no me parece ni mínimamente normal. Te lo voy a preguntar. ¿Qué ha pasado?

    Alba me mira con los ojos muy abiertos esperando mi respuesta.

    —No quiero hablar de ello.

    —¿Por? —quiere saber Alba.

    —Porque llevo un día en que se me llevan los demonios. Fin.

    Martina se me abraza. Trato de contener las lágrimas producidas por la rabia que me consume dentro. Sigo sin leer el mensaje de Olimpia. Me cuesta enfrentarme a ella. Espero que Marcos no me mande ninguno. Llevo ya demasiada carga hoy sobre mi conciencia.

   —Algo gordo debe de ser porque andas como medio distraía —imagina Martina.

    Elevo los hombros con cansancio.

    —He dicho que no quiero hablar de ello. Punto —siseo, enfadada.

    Martina ladea la cabeza tratando de analizarme. No soy fácil de adivinar. Así que, por mucho que se esfuerce, no va a conseguir nada.

    —Pensaba que había confianza entre nosotras —insiste. Ahora mucho más enfadada conmigo.

    —Marcos me va detrás —escupo sin contenerme, porque es que ya no puedo más—. Y para colofón, Olimpia se me ha declarado.

    —¿¡Quéee!? —gritan a la vez.

    Alzo la mano.

    —¡Y no quiero hablar de ello! Ya está —busco concluir.

    Me siguen observando pasmadas.

    —¿Cómo...?

    —¡No! —paro a Alba—. O me largo por donde vine.

    Ambas asienten, no muy convencidas de ceder.


    Hacen por cambiar de tema. Tratan de animarme. Pero es que no se me va de la cabeza. ¿Cómo ha podido pasar? ¿En qué momento he pedido tanta atención?

    Cenamos. En la calle, como estaba planeado. Y en poco, ya, llegamos hasta los controladores de la entrada. Uno de ellos nos detiene. ¿Y ahora qué?

    —¿Nombre?

    —¿Por qué? —quiere saber Martina, colocándome detrás como quien te defiende de un depredador.

    —Creo que son ellas —dice el de al lado.

    —¿Ellas? ¡Qué! —Martina saca pecho.

    El tipo saca tres entradas.

    —Estas son las vuestras.

    Las ojeamos. En estas, tenemos derecho a entrar al camerino del cantante para hacernos unas fotos. Además de, a un lugar privilegiado frente al escenario.

    —Creo que te has equivocad...

    Alba le tapa la boca a Martina.

    —¡Vaya! ¡Qué suerte tenemos hoy! Será que nos ha tocado en un sorteo y no nos hemos enterado.

    El resto de los fans nos miran desconcertados. Incluso algunos preguntan por qué ellos no corren la misma suerte. El tipo no dice nada.

    —Fran os acompañará —dice simplemente. Y lo seguimos.

    Estamos ojipláticas. Nos pellizcamos. No puede ser que estemos despiertas. Pero realmente lo estamos. Y estamos en un lugar privilegiado delante del escenario. Y nos haremos fotos con Sebastián Yatra. Y le daremos un abrazo. Y...

    «Querido ser divino que gobiernas todo lo que se ve, ¿de verdad me has escuchado? ¿O has escuchado a estas dos ovejitas más descarriadas que yo para que regresen al redil?».

    Me río de la chorrada de frase que acaba de asaltar mi cabeza. Puede que, incluso, esté perdiendo la cordura, con todo esto.

    Pero es una pasada. Y bailamos, saltamos. Coreamos. Incluso yo, que tarareo más que canto porque de nuevo he perdido el hilo de cualquier canción. Y porque Sebastián Yatra es mucho más guapo al natural.

    Me entra el pánico porque llegue el momento de la canción lacrimógena. La que no voy a poder soportar. No sé si excusarme con ir al baño cuando suene. No quiero abandonar mi sitio, por si acaso. ¿Puedo pedir el comodín del público y esconder mi cabeza bajo tierra como un avestruz? ¡No! Porque, realmente, no soy una dichosa avestruz.


MARCOS

    He llamado a Borja para asegurarme de que ha hecho bien su trabajo. ¡Cómo me encantaría verle la cara de emoción a Paula cuando se haya enterado de lo que iría a continuación esta noche! Ojalá me pudiera dejar caer por allí. Pero me es imposible. Mi padre no me va a dejar ni un segundo tranquilo cuando vamos a cenar con el pequeño ejecutivo de la empresa con el que más confianza tiene mi padre. Una cena para estudiar por última vez lo que mañana expondremos en la sala de juntas de la empresa que vamos a visitar. Aquella que está interesada en nuestros productos.

    —Tienes que hacer algo por mí —le pido.

    —¿Qué?

    —Si puedes, saca alguna foto de Paula, emocionada. Al menos, que pueda ver parte de su reacción. Eso sí, que no te vean, por favor. No quiero que descubran que he sido yo el que ha cambiado sus entradas.

    —Yo te abonaré la de Martina. Quiero pagársela.

    —Trato hecho.

    —La de Alba podríamos abonarla entre los dos. «Ni pa ti, ni pa mí».

    —Trato hecho.

    —¿Cómo llevas lo tuyo?

    —Te estoy llamando desde el baño. Tengo que volver al comedor. Ojalá estuviera tocando con César y con Julián. Ya les he llamado para confirmar que no voy a poder estar con ellos este fin de semana.

    —¡Qué lástima!

    —El trabajo es el trabajo.

    —La semana que viene será San Isidro. Pide un poco de cancha.

    —Como si pudiera hacerlo. Bueno. Tengo que colgar.

    —Te mandaré fotos. No te preocupes. Voy a ser un buen paparazzi.

    —Te lo agradezco enormemente.

    —Me debes una cena. No te vayas largando tan de rositas, amigo.

    —¡De acuerdo!

    Regreso al salón privado donde se está realizando la cena-reunión. Porque esto es como estar en la sala de juntas, solo que, en un restaurante céntrico de la ciudad. A ver, no estoy ni tan mal cuando me gusta esto de la competitividad y el negocio. No me desagrada. Solo que me encantaría dedicar mi parte profesional a otra cosa que me llenaría mucho más. Pero ya se sabe que, en esta vida, no es que se pueda elegir lo que uno quiera, o le guste, para centrar toda su vida en ello.

    Saco un sobresaliente a la hora de exponer mis ideas. Lo sé por el gesto complaciente que ha puesto mi padre. Por la felicitación del resto. Mi padre lo ha hecho. Sin palabras. Pero lo ha hecho. Recibo elogios por ser así de eficiente. Pero en mi cabeza sigue la idea de que ojalá a Pablo le cambiaran las ideas en su cabeza y se decidiera por ocupar el lugar que yo estoy ocupando. Ojalá pudiera huir como ha hecho él sin que manden a buscarme, o se me reproche. Pero soy el hijo responsable. Y aquí estoy. Dando lo mejor de mí. ¡Lo sé! Sigo protestando sin aclarar nada de nada. Sin decidirme por lo que realmente quiero plantar cara en esta vida.


    La cena no dura más de hora y media. Tenemos que regresar a casa, terminar nuestros equipajes, intentar dormir un poco y salir en el vuelo, temprano, hacia Milán.

    He venido hasta aquí en taxi por si bebía un poco. He regresado en uno individual, tal cual he venido, huyendo de acompañar a mi padre en su coche. No quiero conversaciones de negocios de regreso a casa, una vez considero que ha terminado mi horario laboral para tomar una pausa.

    Mientras el taxi se mueve por la ciudad, echo un vistazo a las fotos que me ha mandado hasta ahora Borja. Ella está un poco lejos. Igualmente, la encuentro preciosa, esbelta, encantadora y natural. Un par de vídeos me muestran que ha tenido sus momentos de euforia frente a su cantante favorito. Está disfrutando del concierto. Era exactamente lo que quería. Verla sonreír. Que su gesto fuera diferente al que me encontré por primera vez: esa mujer triste y perdida que no supe consolar, porque lo que es consolar creo que no se me da bien. Ensancho la sonrisa al ver cómo se estira, grita, salta... Es tan adorable que no puedo evitar sentirme atraído hacia ella. ¿Y cuándo no me he sentido atraída hacia ella desde que me enamoré de ella al primer vistazo? Sé que eso es el cliché más viejo de las novelas, del mundo del cine, incluso del mundo real. Pero, ¿qué culpa tengo yo que haya sido uno de esos bohemios que no haya sabido resistirme a una mujer que me parece encantadora, misterios, interesante?

    ¿Qué estará haciendo ella? No he dejado de intentar imaginarla disfrutando, cantando, bailando. Vale. Ya lo he visto en los vídeos. Sin embargo, me apetecía imaginarla en un sinfín de situaciones más, divirtiéndose entre toda aquella multitud de fans de Sebastián Yatra. Solo espero que Borja no haya sido, finalmente, descubierto. Me lo habría contado. Espero...

    Repaso de nuevo las fotos. La ha inmortalizado en una que está algo más cerquita donde su mirada perdida me ha vuelto a hacer pensar. Esa mirada con la que me choqué en la fiesta de Borja. Me gustaría conocer lo que le causa semejante tristeza. Ella tiene un secreto que quiero saber. Aunque no sé cómo voy a sonsacárselo.

    Entrando en casa recibo unos audios de César y de Julián. César se disculpa por mandármelos tan tarde. Son sobre una canción que ha estado componiendo esta tarde. Quieren saber mi opinión como parte del grupo. La canción todavía está por terminar, me avisan.

YO:

    Está genial, chicos. Estoy orgulloso de nuestro talento. Y porque pronto completaremos nuestro primer disco. El que espero que nos haga famosos.

CÉSAR:

    La canción que subimos a YouTube sigue gustando a rabiar. Los comentarios son cada vez mejores. Nos invitan a darnos a conocer a alguna discográfica para vernos actuar en público.

YO:

    Eso me enorgullece. Debería de enorgullecernos.

CÉSAR:

    De hecho, y Julián ya lo sabe, nos han llamado para tocar en varios sitios, por San Isidro.


    Me quedo pasmado. ¡Eso sí que no lo esperaba! En primer lugar, porque no sé cómo tendré la agenda laboral ni aun siendo festivo. En segundo lugar, porque me mostraré en público. Y si llega a oídos de mi padre que sí es cierto que quiero dedicarme a la música, se va a liar una buena. Y en tercer lugar, porque me siento feliz de ver que nuestro trabajo por fin está dando sus frutos y si la suerte nos sigue acompañando, podríamos lograr este, nuestro sueño. Aunque, entonces, no sé cómo solucionaré el tema de mi trabajo, con el que será mi nueva vida laboral.


JULIÁN:

    Marcos, no has dicho nada. ¿No te sientes preparado para ello? ¿No te apetece?

    ¡Qué coño! Debería de estar celebrándolo.

MARCOS:

    ¡Esto es la hostia! Es lo que estábamos esperando, chicos. Solo que no sabré si estaré ocupado para entonces.

JULIÁN:

   No puedes estar ocupado. Esta es una buenísima oportunidad. Además de ser festivo. Así que no hay excusa.

MARCOS:

    Lo sé. Vale. Tengo que acostarme. Apenas voy a poder dormir. Y como no esté claro para cuando viaje a Milán, mi padre va a armarme una buena.

CÉSAR:

    Entendemos. Buen viaje. Disfruta lo que puedas, si es que te dejan respirar en algún huequecillo.

JULIÁN:

    Eso. Buen viaje.


    Cierro la puerta de casa, quedándome recostado en la puerta, suspirando. No sé cómo voy a realizar todos los papeles que se me han otorgado y no morir en el intento. Creo que voy a terminar definitivamente convirtiéndome en un lunático con doble personalidad como el doctor Jekyll y el señor Hyde.


    Casi no he dormido. He preparado una pequeña maleta para el viaje con ropa de cambio y demás por si fuera necesario. Por si tuviera que necesitarlo. Supongo que lo dejaremos guardado en el hotel donde dejaremos todo cuanto llevamos, allí, custodiado.

    Me levanto de la cama y siento un vahído. Me siento de nuevo sobre la cama agarrándome al filo como si se me fuera la vida en ello. Tengo que hacerme con un café cargado o no sé si podré alcanzar el avión.

    La lucecilla del teléfono está parpadeando. Echo un vistazo. Hay más mensajes de los chicos, de Borja... —Más fotos. Y vídeos... Ojalá—, más otro de Claudia. Abro este último. Ella me desea un buen viaje y que, el próximo a Italia, lo haremos juntos, tal y como lo ha soñado. ¿Lo ha soñado? ¿Cuándo no sueña viajando con alguien? Conmigo... Debería de sentirme privilegiado. ¡Qué sé yo!

    Los mensajes de Borja son lo que pensaba. Y mientras me acicalo adecuadamente y me tomo un café expreso rápido voy viendo sus contenidos. Parezco gilipollas, pero esta mujer me tiene cada vez más enamorado. Sin conocerla. Sin casi haberla tratado.

    A eso se le llama amor platónico o imposible.

    Yo lo llamaría estar muy mal de la azotea. Ella me hace estar mal de la azotea. Y me gusta.


    Otro taxi, unos trámites en el aeropuerto y ya estoy metido en el avión con el resto del equipo, Con mi padre. Hemos tomado un vuelo directo que nos separa unas dos horas de distancia hasta nuestro próximo destino. Allí ya hemos reservado un coche con chófer que nos llevará hasta Milán. No podemos perder ni un minuto si queremos llegar a la reunión a tiempo. Es más, igual podamos visitar a algunos clientes más en la zona. Al enterarse de nuestro viaje, algunas empresas más han querido reunirse con nosotros para informarse de nuestros productos y precios. Lo sé. Ahora sí que no voy a tener ni un minisegundo para hacer ni una pequeña ruta turística por Milán. Es una lástima. Sin embargo, estoy concienciado de que voy allí por negocio, que no por placer.

    Una vez en el avión pongo mi teléfono en modo avión. Estoy sentado en primera clase junto a mi padre. No es que me haga ilusión. Más bien quería pillarme un asiento donde tuviera al lado a un desconocido. Pero mi padre se empeñó. ¡Padres! Suerte que tengo mi Spoty Prémium y podré escuchar mi lista de canciones favoritas sin problema, además de aislarme del resto del mundo. De cualquier conversación con él que sé que será lo de siempre. Lamentablemente, no sabemos hablar de otra cosa cuando estamos juntos. Y lo que realmente necesito ahora es dormir algo más si quiero tener la mente clara y despejada. El cuerpo descansado. Es cuando, una vez el avión despega y coge una línea horizontal de vuelo, inicio la play list y cierro los ojos, dejándome llevar por la tranquilidad que ello me ofrece, aislado del resto de sonidos que se escuchan dentro del avión.

    Noto que alguien me toca metiéndome prisa para que despierte. Abro los ojos. Él es quien me está despertando.

    —¿Vas a quedarte ahí traspuesto? Porque hay cosas muy importantes que hacer.

    Me ruborizo muerto de vergüenza. Se supone que debería de haberme sonado el despertador. De haber vibrado mi reloj inteligente de pulsera cuando puse la alarma esta madrugada calculando más o menos el tiempo del trayecto. En fin. No hay tiempo para idioteces o lamentaciones. Tengo que apechugar sí o sí.


    Tal y como estaba programado, ha sido un domingo de muchas reuniones. Lugares a los que hemos tenido que desplazarnos. Donde hemos dado todo de nosotros para triunfar. He sabido destacar como hijo de un CEO. En la reunión del señor Bianchi no ha sido demasiado difícil. Es un hombre mucho más tratable que mi padre. No me ha sido complicado hablar con él. De hecho, he tenido una conversación mucho más larga de cualquiera de las que tendría con mi padre. ¡Si él fuera así, no me resultaría tan incómodo hablar de cualquier cosa. He visto cómo mi padre me dirigía una mirada de orgullo al ver que sé defenderme solo ante cualquier dificultad. Moverme dentro de los negocios. Pero también he sentido que ha experimentado los celos de un padre que cree que su hijo prefiere mantenerse lejano y cerrado frente a la familia. Nunca me ha escuchado. Pues, ¿qué espera de mí?

    He sido astuto y entre reuniones, he hecho una rápida escapada hasta la Plaza de la Moda. He hecho una visita rápida a una tienda de complementos y moda. He adquirido un bolso de mano de Armani que me ha salido por un pico. Sé a quién quiero regalárselo. En un futuro... Sé de buena tinta que, en este instante, ella no dejaría de soltar pestes por la boca por ser así de atrevido, además de dejar de hablarme por mi frivolidad. Recuerdo que Claudia va a sentirse molesta si no adquiero algo para ella. Elijo una cartera de Moschino, de su color favorito. Aunque ella apenas sepa de mí, yo sé cosas importantes y personales de ella, a pesar de no estar interesado porque sea mi futura pareja, como qué cosas le gustan, qué le disgustan, sus colores favoritos, sus manías y poco más.

    Regreso con el taxi que hice esperar afuera al hotel de reunión del equipo de la empresa. En breve, tras un rápido refrigerio, nos marchamos hasta otra empresa donde nos esperan para negociar.

    Durante el trayecto, mis dedos repiquetean sobre mi pierna. Me está llegando una melodía con letra que no pienso desaprovechar. Tengo a mi padre al lado. No puedo tararear la canción para meterla en la grabadora. Así que, en notas del teléfono, apunto lo que aparece en mi cabeza de letra, y las notas musicales de la misma, apuntes que terminaré de editar cuando llegue a casa, a la habitación del hotel, o donde pueda hacer noche, hoy. Mis musas están activas. Lo están, porque no puedo sacar a Paula de mi cabeza. Estoy feliz porque me he atrevido a comprarle algo. Lástima que no sé cuándo va a querer aceptarlo. Si fuera un regalo mucho más personal, no dudaría en darle un beso apasionado. Aunque me llevara la hostia más fuerte que emitiera una onda expansiva de kilómetros de distancia. Lo sé. La locura es esta enfermedad que me invade y que me lleva hasta el borde de un escarpado edificio, llamado por una sirena, esa criatura marina hermoso perteneciente a la mitología clásica.

    —¿Qué haces?

    Ladeo la cabeza para mirar a mi padre.

    —¿Qué hago, de qué?

    Está con el ceño fruncido. Mira mis dedos y dejo de repiquetear sobre mi pierna.

    —No tienes por qué estar nervioso. Lo has hecho muy bien delante del señor Bianchi.

    ¡Corre! Piensa algo rápido.

    —Lo sé. Pero cada persona es un mundo. Ya sabes. Y es imposible no estar nervioso cuando quieres alcanzar el éxito en todas nuestras citas de trabajo.

    Asiente con solemnidad.

    —Tú sí que sabes cómo llevar esto sin distraerte. No como tu hermano que prefirió desaparecer.

   Siempre le echa la culpa. Pero nunca habla con él. Es incapaz de mantener una conversación con puntos claros sobre lo que él debería de estar obligado a hacer. Desde luego que yo no se lo diré. La última vez casi dejamos de hablarnos. Bueno, sí dejamos de hablarnos por echárselo en cara y esta es la bendita hora que ya no me ha dirigido la palabra. Por eso, cuando mi padre me pregunta por él interesándose por si le he llamado, por si sé algo de él, suelo cambiar, como puedo, de tema.

    —Supongo —digo sin más, llevándole la corriente.

    —Me siento orgullosos de ti, hijo —dice, esta vez sin mirarme.

    Y me siento culpable por tener una doble vida al margen suyo. No sé qué pasará la semana que viene cuando vaya a tocar con mis amigos y me excuse con no poder ayudarle. Si llegase a oídos suyos a qué me dedico a sus espaldas, aquello que me parece igualmente, importante.  

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