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Persigue tus sueños

     MARCOS

Estoy en mitad de un campo de golf. ¡Bonito lugar para pasar mi día de descanso! Mi padre se ha empeñado en que quedemos con unos de los clientes más importantes de nuestra empresa. Uno que, incluso, nos sirve de proveedor de nuevos clientes en España y parte del extranjero. He llegado a ser un entendido del juego sin llegar a gustarme. No soporto tener tanta paciencia en algo así de aburrido, a mi parecer, y pausado.

    —Podrías ocupar el lugar de tu padre en nuestro próximo juego —me propone el señor González.

    Niego.

    —Prefiero ejercer de público, o simplemente, de ayudante —aclaro, con una sonrisa cordial.

    Asiente con benevolencia.

    Seguimos con el hilo de la conversación que tuvo que pausarse cuando mi padre tuvo que concentrarse en uno de los tiros largos. El señor González está maravillado con mis jóvenes ideas que se ajustan perfectamente a este negocio para su expansión. Supongo que debo de sentirme orgulloso de que se me valore como el hijo del CEO que se ha empeñado en que herede su empresa cuando él se jubile, ya que, su hijo mayor, tomó un rumbo y destino distintos y se encuentra viviendo con su pareja en Londres.

    Y en realidad, yo desearía dedicarme al mundo de la música. Todavía no he sido capaz de discutirlo con él. Sé que llegará el momento y tendremos que poner las cartas sobre la mesa. No me veo sosteniendo la empresa. No porque no tenga dotes. Sino porque mis sueños se encuentran en otro lado. El problema es que él no me deja elegir. Pero también es capaz de dejar que el mayor de la familia, quien debería de cargar con el mayor peso de todo, se escabulla junto a su preciosa mujercita a Londres donde realizar su sueño. Digamos que soy el paso del testigo de lo que se quedará en el aire y debe ser atendido. ¿Por qué yo? Mi familia y yo vamos a tener más de una trifulca por ello.

    —Pásame el palo número dos.

    Lo hago. Va a ser un golpe largo. Cruzo los dedos para que le salga certero. Lo logra, impresionando a su rival de juego. Impresionándome, incluso a mí.

    —¡Vaya! Ese golpe ha sido limpio y preciso. Eres eficiente, amigo —comenta el señor González.

    —Como nuestros productos: adecuados para aquellos que los adquieren sin margen de decepción —responde mi padre alzando el mentón con orgullo.

    Con ese mismo orgullo que nos describe a los que formamos esta poderosa familia.

    —Cierto —le da la razón el señor González.

    Mientras estoy a la espera de qué palo va a pedirme, a continuación les mando un mensaje a César y a Julián. Quiero saber a qué hora quedamos para ensayar. Aunque más tarde tenga que ajustar esa hora a mi apretada agenda. Tras el juego, tengo que asistir a una comida de negocios. Va a ser una mañana provechosa, aunque agotadora. Al caso, igualmente de agotadora para ser un maldito día dominical. Y yo sin haber dormido apenas la pasada noche.

    Luego, hay otro asunto que no puedo sacarme de la cabeza. ¿Cómo se encontrará Paula? La mujer triste y escurridiza. Su mirada y su gesto de derrumbe me impactó de semejante manera que me parece hasta haberla soñado esta noche. Digna de formar parte de ser la protagonista de una de las canciones compuestas por mí. ¿Y por qué no? Bien. Tampoco es que vaya a saber de ella después de aquello. Las personas vienen y van. Solo están de paso. Raramente, coincidimos con aquellas con las que más queremos coincidir, si no dejamos un hilillo suelto que tire de ellas.

    Después de un rato de golpes certeros de mi padre. De varios metros de tierra y césped, él me vuelve a pedir un cambio de palo. Esta vez, para finalizar la partida. Sé cuál tengo que darle. Y se lo entrego.

    —Voy a meterla a la primera —deja caer con decisión ajustando la mirada en el hoyo como si con ello pudiera ser certero.

    Arqueo una ceja.

    —¿Lo dudas? —me interroga, defraudado, dándose cuenta de mi mueca vacilante.

    —No. Sé que sueles conseguir lo que quieres.

    —Eso es cierto —me da la razón—. Tú deberías de ser igual, hijo. Constancia, empuje y una buena pizca de ganas es suficiente para atrapar lo que quieres.

    ¡Si supiera qué quiero realmente atrapar no me daría esa clase de consejos! Indudablemente, sé que va por otro lado.

    El señor González suelta una carcajada y bromea.

    —¿De qué parte estás, chico? ¿De la del cliente al que tienes que tener contento? ¿O de la parte de tu padre?

    ¡Qué embarazoso!

    —Solo digo que gane el mejor —aclaro, intentando salir del apuro. Por mi bien será mejor que termine aquí la partida, salvo que quiera empezar otra. ¡Cómo no!

    ¡Cómo me encantaría desmaterializarme en este instante de aquí, y aparecer en el garaje de César, en Hortaleza! Despejar mi cabeza. La que se está saturando en gran manera. Tengo que fingir que me estoy divirtiendo si quiero salir bien de esta situación.

    Y, si en el campo de golf sentí hastío, cansancio, e impaciencia por abandonar el lugar, peor es estar aquí, en este restaurante de lujo, rodeado de gente de etiqueta, procurando tener los modales adecuados para ser el hijo de quien soy. Pero es mi trabajo también. Protestar solo me vuelve infantil y débil. Ya soy un tipo adulto.

    Noto unas manos apoyándose en mis hombros. Eso me produce dar un pequeño brinco provocado por la sorpresa. Cuando me doy la vuelta me encuentro con el rostro de Claudia. Ella es hermosa. Pero también es ambiciosa, mezquina, y difícil de contentar. Acaba de interrumpir una conversación donde por fin había sabido encajar. Mi padre se pone en pie para saludarla adecuadamente. Me invita a hacer lo mismo. Le da un cordial abrazo. Precisamente, ella es la nuera que a él le encantaría tener. Quien podría ajustarse como pareja de su hijo. Por su escala social, las empresas de su padre y el montón de ceros que brillan en su cuenta bancaria, más su prestigio.

    —¡Hola, Claudia! ¿Cómo tú por aquí? —le pregunta con ese tono cercano que yo no consigo tener con ella.

    —He venido a comer con unas amigas.

    —Con unas amigas. A comer... —repite. Ella asiente—. Entonces, buen provecho, muchacha.

    —¡Gracias! —Claudia se gira hacia mí. Se engancha a mi cuello—. ¿A qué esperas a saludarme? —me regaña. Mi padre sonríe. Algunos de los que están sentados en la mesa nos observan molestos cuando no es momento de distracciones. ¡Qué embarazoso momento!—. ¿Puedo invitarte a algo?

    —Marcos tiene que atender ahora, preciosa. Te lo prestaré en otro momento —ruega mi padre.

    Hace un mohín que se dibuja como una clara pataleta.

    —¡De acuerdo! —acaba conformándose ella, arrugando la nariz con desgana—. Muy bien. Queda pendiente esa copa —agrega señalándome. Y luego vuelve a cobijarme en un apretado abrazo—. No puedo evitarlo —murmura cerca de mi oído.

    —¿Qué tal tus padres? Disculpa. Ya se me olvidaba preguntarte! —inquiere mi padre.

    —Sí. Gracias. Ellos gozan de buena salud —aclara, mostrando una sonrisa amplia.

    —Salúdalos de nuestra parte.

    —¡Desde luego!

    Me escudriña con sus negros ojos. Esos ojos color azabache que consiguen que me estremezca.

    —Tengo que regresar al trabajo.

    —Lo sé. Lo sé. —Acaricia mi mejilla—. ¿Por qué no cenamos esta noche?

    —Esta noche estoy ocupado.

    —No es verdad. Te estás escabullendo.

    —Tal vez otro día. ¿Sí? —ruego, tratando de zafarme de ella.

    Pone los ojos en blanco.

    —Que sepas que soy demasiado buena contigo —me advierte, echándome la bulla. Acaricia de nuevo mi mejilla. Enrojezco. Se me corta el aliento. Ella es cálida. Pero es el mismo diablo reencarnado en mujer—. Me alegro de verte. Tienes mi número. Llámame de inmediato que estés libre, por favor.

    —Dalo por hecho.

    ¡Que te crees tú eso!

    Mi padre levanta la mano para despedirse. Yo elevo mi barbilla deseando verla desaparecer. Siento que, por su culpa, sigo manteniendo el aliento. En el fondo es un poco aterradora. Su nivel de maldad está entre el muñeco diabólico y la niña del pozo de la película The Ring.

    Mi progenitor me observa de repente con una risotada que me causa un escalofrío. Juro que él también me está grima.

    —Deberías de complacer a la muchacha, hijo. Ella es bonita y parece que le gustas —me informa, como si yo no fuera consciente de ello.

    Tras la exigencia, regresa a su asiento. Suelto el aire contenido. ¡De repente me han entrado ganas de asesinar a alguien!

    Regreso a la mesa. A la conversación de negocios que está ya iniciada desde hace un buen rato con todos aquellos clientes importantes. Clientes que, incluso, han viajado desde varios puntos del mapa para contactarnos aquí, en el mismo Madrid. La comida es excelente. Bebo vino moderadamente con la intención de mantenerme sobrio e intentar no perder el hilo de la conversación. Todavía tengo el pulso acelerado por la reciente presencia de Claudia. Lleva tiempo intentando colarse en mi vida. En mis pantalones.

    ¡Por favor, Marcos, regresa los pies a la tierra! Estás en un momento crucial.

    ¡Ya voy! Ya voy!


    Finalizo con mi horario laboral forzado. ¡Tenía tantas ganas de quitarme ya el traje chaqueta! Los pantalones me estaban rozando por todas partes. Paso por mi piso en Moncloa y me coloco mis vaqueros rotos y una camiseta más cómoda adquiriendo un aspecto más informal. Por fin mis comisuras se elevan. Voy a hacer lo que de verdad me gusta. Voy de camino hacia donde realmente se siente como en casa. Hacia donde Julián y César me espera. ¡Eso sí que lleva pinceladas de domingo! Es reconfortante y subirá mi estado de ánimo.

    Llego hasta allí. César me abre la puerta. Solo ha salido él a recibirme. Llegamos hasta donde está Julián.

    —¿Qué tal te ha ido el día, amorcito? —bromea Julián.

    Alzo la mano.

    —No me toques las narices que estoy muy cansado.

    Se ríe. Me da unas palmaditas en el hombro.

    —Qué suerte que no tenga que lidiar con semejante peso —larga, adoptando un gesto de lástima.

    César se le acerca. Le da un codazo.

    —Suficiente lleva el pobre para que le vayas tocando más los huevos. Habrá tenido que aguantar lo inaguantable.

    —Tengo que aclarar que hay momentos que no está la situación ni tan mal. Además de la comilona que me he metido entre pecho y espalda. El tema de los negocios no es que me desagraden tanto. Pero ¿Y mi espacio? Ese que no puedo solicitar cuando a mí me venga en gana. ¿Qué hay de que, el futuro de la empresa recaiga sobre mí? No creo estar hecho de tan buena materia para saber hacerlo.

    —Tienes madera de tirano —se burla Julián.

    —¡A que te arreo una hostia! —siseo, levantando el puño en alto.

    El muy gilipollas no puede dejar de reír. Se está desternillando.

    —Pero sí. Tengo que reconocer que hay que tener una santísima paciencia con todo el mundo. Mantener la compostura para no hacer el ridículo —reconozco.

    —Yo no podría. En cuanto me cansara, les daría puerta. Y mi aguante es corto —repone César, repasándose el pelo con los dedos.

    —No llegas a saberlo hasta que te ves involucrado. Somos muy diferentes cuando buscamos agradar; conseguir el éxito. Pero bueno. Dejemos de hablar de mi trabajo. Si no recuerdo mal hemos venido hasta aquí para tocar. No para andar de cotorreo. Necesito desconectar mentalmente —agrego, abriendo la funda de mi instrumento. Aquel con el que cargaba al llegar.

    —Eso es verdad —reconoce Julián.

    —Pues pongámonos a ello —sentencia César, buscando su guitarra.

    —Por cierto, he compuesto otra canción —confieso, orgulloso de ello.

    Ya llevamos entre todos algunas compuestas que necesitan ser editadas. Colocarle los arreglos musicales necesarios para que sean comerciales y pegajosas.

    Entonces, trabajemos en ella. Cántala primero. Nos la aprenderemos.

    De seguir así, pronto podremos sacar una lista de canciones que colgar en Spotify. Y espero que de ahí, nos catapultemos al estrellato, si es que les gustamos al público. Y a algún productor de música importante. Discográfica, etc.

    La interpreto para ellos acompañado de mi guitarra. Les gusta.

    —¿Recordáis en la fiesta de Borja? Estuvo genial. Los aplausos me supieron a gloria —argumenta Julián, sintiéndose un tipo importante.

    —Ojalá nos llamen de los bares de copas más chic de la castiza ciudad para tocar. ¡Sería una pasada!

    —Sería un sueño —afirma César.

    —Sí que lo sería —secundo.

    —¿Creéis que llegaremos a ser famoso algún día? —nos interroga César, flotando ye por entre las nubes.

     —Ojalá —respondo, cruzando los dedos, esperando que eso realmente se cumpla.

    —Aunque a tu padre no le va a gustar tu plan, ni que tocases en este tipo de lugares. Que te dedicaras a la música, me refiero, vamos... Ya conoces sus deseos.

    —Buscaré compaginarlo con el trabajo.

    —¿De gira? ¿Y un trabajo de casi veinticuatro horas, inclusive fines de semana? —Niega—. ¡Eso es imposible! —asevera Julián—. Entonces, deberás de escoger entre lo que de verdad te importa hacer. A qué quieres dedicarte realmente.

    Elegir... ¿Por qué todo tiene que ser elegir? ¿Por qué no decir: quiero hacer esto, y que nadie se oponga a ello? Por qué no podría ser así de sencillo... Si al menos Pablo hubiera elegido llevar la empresa familiar, me habría librado de un buen marrón. Sin embargo, el muy cabrón eligió vivir su vida en libertad, primero. Y se lo concedieron. ¡Qué suerte tuvo en su momento el idiota!

    —Lo guay de ser famoso es el número de chicas que te van detrás —se emociona Julián, relamiéndose con emoción.

    —Chicas guapas... —César me mira y añade—. Por cierto, ¿qué hay de la chica de la fiesta?

    Me encojo de hombros.

    —¿No la has llamado después de que Borja te diera su número de teléfono? —me interroga César.

    Sacudo la cabeza mirando hacia el suelo.

    —¿Ya os habéis aprendido la canción? Creo recordar que la cantarías conmigo a la segunda para retocar los acordes y demás.

    —¡No trates de cambiar de tema! —me regaña Julián.

    —No tengo nada que contar. Créeme —intento concluir, volviendo a acariciar las cuerdas con mis dedos, ignorándolos.

    Puedo decir que me pareció hermosa. Una mujer hermosa que entró en escena con un papel secundario y que, con el tiempo, incluso desaparecerá de mis recuerdos. Como ha sucedido con otras tantas. A pesar de que ella parecía una mujer distinta a las demás. De esas que suelen dejar huella y te vuelven loco de atar, por las buenas.


    PAULA

    Siento la almohada mojada. Lloré tanto anoche y descansé tan poco que todavía me duele la cabeza. Mi teléfono está repleto de mensajes y de llamadas. Acabo de despertar sin aliento después de soñar con él, nuevamente. El sueño finalizaba con la amarga despedida de Guillén. Una despedida que sigue doliendo una y otra vez.

    Me siento sobre la cama. Vuelvo a llorar, abandonando el teléfono a un lado. En este estado no soy capaz de responder ni a un mísero mensaje. Deben de estar preocupada. Anoche no fui capaz de entrar al chat porque no me sentía bien. Espero que lo entiendan. Si me quieren, me entenderán.


    Me obligo a levantarme. Arrastro mis pies hasta la cocina. Pongo la cafetera al fuego. Mientras, saco el brik de leche del frigo. No tendría de haber asistido a aquella fiesta. Me deprimió aún más. Aquella canción removió mis cimientos. Luego está el chico que me abordó, convencido de saber curar mis heridas. ¿Qué sabrá nadie necesito? Mientras Guillén continúe en mi corazón, no seré capaz de dejar entrar a nadie más en mi vida. A pesar de que se haya marchado para siempre.

    Recuerdo la canción. Y luego está esa otra canción llamada Un planeta llamado nosotros: «Hace falta más personas como tú y menos miedo...». ¡Ojalá ahora no tuviera tanto miedo! Tanto miedo a la soledad. Ojalá pudiera dejarlo ir. Poder descansar. Si es verdad que existen los espíritus que se quedan vagando en este mundo porque tienen asuntos pendientes, debo de estar martirizando con mis ruegos y mis gilipolleces al pobre Guillén.

    «Has venido a mi universo a hacerlo nuestro». Ese planeta llamado nosotros...

    ¡Para, Paula! ¡Te estás atormentando aún más! Y estás atormentando a su espíritu.

    Dirijo la mirada hacia su foto.

    —¡Eres un tramposo! No deberías de haberte ido tan pronto —susurro, llena de lágrimas.

    El sonido de mi teléfono me despierta de mis lamentables cavilaciones. Las notas de la canción de «My Universe» de Coldplay y BTS llena la estancia a un volumen elevado. No me apetece contestar. De no hacerlo, mis amigas se plantarán aquí echando la puerta abajo. Sé que son ellas, pues he echado un vistazo rápido a la pantalla de mi teléfono. Martina es quien me llama.

    —¿Sí?

    —¡Por fin contestas! ¿Estás bien? ¡Ayer te fuiste sin avisar! Nos dejaste preocupadas —me regaña.

    —Estabais ocupadas. No quería molestar. Y yo no me sentía bien.

    —A la próxima, recuerda que, incluso estando ocupadas, estamos para rescatarnos en los peores momentos. ¿Me oyes? ¡Lo primero somos nosotras!

    —Martina...

    —¿Has escuchado lo que te he dicho?

    ¿Por qué las querré tanto? Sinceramente, por eso. No dudan jamás en ir en mi rescate.

     —Está bien —respondo, sintiéndome culpable de no haberlo hecho.

    —Bien. Arréglate. Esta mañana desayunamos las tres juntas.

    —Pero...

    —Sin peros. Alba ya está de camino a mi casa. Así que espabila. Pasamos a por ti en diez minutos.

    —¿¡Diez minutos!? Pero...

    —Ni uno más, y ni uno menos —sentencia Martina, finalizando la llamada.

    Me deja con la palabra en la boca. ¡Diez minutos! ¡No sé si podré darme una ducha, vestirme y maquillarme en tan solo diez minutos! ¡Demasiado poco para conseguirlo!


    Tal y como Martina prometió, en diez minutos se presentan en mi casa. Martina encaja con sus manos mi cara mirándome con preocupación.

    —¿Estás mejor?

    Asiento.

    —¡Como vuelvas a largarte sin decirnos que estás mal, te la cargas! —me regaña Alba—. ¿Te imaginas que te hubiera pasado algo muy feo y no nos hubiéramos enterado? ¡No te habríamos podido ayudar! No habríamos llegado a tiempo —protesta muy cabreada.

    —Alba. Ya ha pasado. No la agobies más. No está para eso —me disculpa Martina, intercediendo por mí—. Termina de arreglarte. Que nos largamos de este silencio que tanto te pesa aquí —agrega, observando a su alrededor, con un toque teatral. ¡Hubiera sido la perfecta Olivia De Havilland en Lo que el viento se llevó, porque mira que tiene miga para los dramas!


    Desayunamos en la cafetería Atenea. En el centro de Madrid. Ana, su dueña, es un amor de persona. El local está casi al completo. Sabe cómo atraer a los clientes con personalidad y profesionalidad, como en preparación de la carta del menú preparada para los más exigentes. Tenemos suerte de conseguir una de las pocas mesas que quedan vacías.

    —Estuvo genial la fiesta de Borja. Ya os dije que sería una de esas «bien pija y sonada».

    —Nunca había estado en una fiesta de niños ricos —responde Alba a Martina.

    Alba me mira.

    —¿Qué hay del chico de anoche?

    —¿De qué chico hablas?

    —¿Ese con el que estuviste conversando? Parece que le gustaste porque le preguntó el número de teléfono a Borja.

    —Borja no tiene mi número.

    —Él nos lo preguntó a nosotras...

    Casi me atraganto.

    —No se lo habréis dado, ¿verdad? —formulo, sintiendo unas violentas mariposas revoloteando en mi estómago.

    La cara de culpabilidad las delata. Me doy un manotazo en la cara.

    —¡No me lo puedo creer! ¡Menudas traidoras sois!

    —¡Es que se le veía tan desesperado! ¡Y era tan mono! —larga Alba como si le fuera imposible sentirse culpable de semejante error.

    —¿Desesperado? ¡Intentó flirtear conmigo! Y que sepáis que paso de conocer a tíos. Aún sigo perdidamente enamorada de Guillén.

    Alba niega chasqueando la lengua.

    —Es necesario que conozcas a otras personas del género masculino. Si no, ¿cómo encontrarás a tu próximo príncipe azul?

    —¡Que no quiero príncipes! Me sobra y me basta conmigo misma.

    —Tú no eres de envejecer sola —dice Martina como si me conociera más que yo. Y me conoce. Ahora precisamente se equivoca. Han cambiado mis ideas. Sin Guillén se me hace extraño abrazar a otros y sentirme completa.

    —Pues el chico canta como los ángeles, te recuerdo. ¿Te lo imaginas cantándote cumpleaños feliz?

    Tuerzo el gesto contradiciéndola.

    —No necesito que él me cante cumpleaños feliz. Con que vosotras me cantéis llegado el momento, me sobra y me basta —gruño, mojando el cruasán en mi tazón de leche con Cola Cao.

    —Lo que te pierdes —musita Martina—. Además de un buen polvo que te sentaría genial.

    —¿Qué? —vuelvo a gruñir como un animal furioso—. ¡Como empecéis de nuevo me largo a casa!

    Ambas alzan las manos a la defensiva. ¡No necesito a ningún personaje masculino que solucione mi vida! ¡¿Por qué les cuesta tanto entenderlo?!

    —Por cierto —interrumpe Martina—, tengo entradas para el sábado que viene.

    —¿Entradas? —Alba arquea ambas cejas extrañada, pero extasiada a la vez. ¡Un concierto! ¿Y a quién no le apetece un concierto? Pero ¿De quién?

    —¿Y a quién vamos a ver, si puede saberse?

    —¿Pagaréis igualmente por vuestras entradas antes de confirmar? ¿Indistintamente de quién sea el grupo o cantante? —Me mira a mí—. Porque auguro que vas a decir que no, ya de entrada, solo con escuchar que vas a salir.

    —Si estuvierais en mi lugar, lo entenderíais. Tan solo hace dos años que Guillén se marchó y aún puedo sentirlo dándome un beso de Buenas Noches cuando estoy casi dormida.

    Me observan espantadas.

    —Creo que su recuerdo no se quiere ir. Y no lo culpo. Tampoco quiero que se vaya. A pesar de que su aroma se está evaporando de la ropa suya que aún conservo.

    Ambas niegan con decepción y tristeza.

    —No puedes atormentarte así. No debes —me regaña Martina.

    —Mi madre no deja de llamar constantemente en un intento por hacer que olvide mi tristeza. Pero solo la intensifica cuando acabamos rescatando recuerdos de cuando les visitábamos en su casa para las celebraciones. Recuerdos que siguen doliendo como un arma punzante —explico, intentando demostrar el intenso dolor que experimento. Pedir por favor que no intenten hacer ningún cambio en mi vida hasta que no me sienta realmente preparada. No sé si algún día lo estaré.

    —A todo eso. Aún no has dicho a quién vamos a ver —le insiste Alba a Martina.

    —A alguien que nos encanta —tararea la frase como si se tratara de una canción.

    —¡Ay, no!

    —¡Ay, sí!

    Traslado la mirada, de una, a la otra, intentando esclarecer que hay dentro de sus cabecitas porque yo todavía no lo he pillado.

    —¿A quién? —consulto molesta.

    Martina me mira. En sus ojos brilla la emoción. En su cara, ese halo de excitación que aflora cuando algo de verdad le encanta.

    —Pues a Sebastián Yatra, mujer.

    ¿Más canciones románticas! ¡Ni de coña!

    —Me temo que no podré asistir.

    —¿Por? —quiere saber Martina.

    —Porque resulta que tengo planes.

    —Planes —asiento—. ¿Con quién?

    ¡Piensa rápido, capulla! ¡Dios, no logro encontrar la excusa de con quién?

    —¿Contigo misma? ¡Vamos, Paula! Deja de excusarte. —Toca mi cara con ternura—. No pienso dejar que llores más acurrucada en tu hoyo. En tu refugio antiaéreo, o como cariñosamente quieras llamarle.

    —No estoy para canciones románticas —explico con sinceridad.

    —Cualquier canción que suena en la radio puede serlo. Por lo que sobran las excusa —interfiere Alba.

    —No escucho la radio.

    —¡Mentirosa!

    Martina vuelve a insistir, interrumpiendo a Alba.

    —Es otra excusa para salir. ¡Y no puedes negarte! —aclara, elevando un dedo, como mandato.

    —¿Y si no puedo pagar la entrada porque estamos casi a final de mes y he tenido muchos gastos, aparte de que me llega para pagar el alquiler y falta que pueda tener el suficiente dinero para cubrirlo? —suelto del tirón.

    Ellas se miran. Luego clavan su mirada en mí, resolutivas.

    —Te pagaremos la entrada entre las dos —establece Martina.

    —¡De eso nada!

    —Pues tendrás que aguantarte, bonita.

    —¡Lo dije por decir! ¿No os dais cuenta de cuando suelto una excusa necesaria para zafarme de vuestras locuras? —Asiento con decisión—. Puedo pagarla. Solo que no me apetece hacerlo. Ni ir.

    Ambas niegan frunciendo el ceño de manera agresiva. Están a punto de morderme. ¿En serio? Pongo los ojos en blanco. No logro salir victoriosa. ¡Maldición!

    Alba le coge las manos a Martina, eufórica.

    —¡Sebastián Yatra! —Se le echa en los brazos, adaptando una postura incómoda para no caerse de la silla, sin moverse casi del lugar—. ¡Eres la mejor!

    —Lo sé —afirma esta, sacando pecho.

    Las observo frunciendo el ceño. Y ¿Qué hay de mí? Se supone que los planes se consultan con tiempo. Y lo de la fiesta pija ya me salió rana. ¡Otra vez no, por favor! ¡No volvamos a cometer la misma metedura de pata!


    Y de repente se me ponen a cantar en pleno local aquella de Tacones rojos. Me muero de la vergüenza. Escondo mi cara entre mis manos intentando desvanecerme, no sé dónde, porque no puedo conseguir ese don que tanto me urge en este mismo instante. Alba me da unos toques en la mano. Me aparto, negando.

    —¡Que sí! ¡Únete al coro! Tenemos que ensayar —me exige muerta de risa mientras que varios clientes nos observan, unos más permisivos y sonrientes. Otros, con una mala leche que me hace decir para mis adentros: tierra trágame. ¿Cuándo me uní yo a estas dos chifladas? No estaría bien de la cabeza, entonces.

    —¡Canta! —me insta Martina.

    —¿Pero no veis el ridículo que estáis haciendo?

    —¡Espabila, Paula! La vida son dos días y las risas no pueden faltar —me sermonea, convencida de ello.

    Sí. La vida son dos días. Pero quiero volver a este local sin que me miren como si fuera un peligro público.

    Ambas ríen. Me acaban contagiando de ello. Una risa que hacía tiempo que no me salía tan natural y despreocupada. Puede que me esté aferrando a un clavo ardiendo. Y que, de vez en cuando, necesite soltarlo por unos instantes para no perecer carbonizada en el empeño.

    Por primera vez esta quedada me sabe bien. Como si comenzara a despertar tras un largo letargo de hibernación de dos largos años. Me observo en el reflejo de la mampara transparente del establecimiento. Mi reflejo casi no se percibe, como el humano que se está transformando en un vampiro. No sé si estoy viva porque últimamente no lucho para estarlo. Porque no me estoy dando la oportunidad de volver a experimentar la deseada paz. Lo único que sé es que, por alguna razón, hoy se me ha concedido el día de que mi corazón lata animado al calor de un par de manos amigas. Puedo imaginar a Guillén observándome desde algún lugar de un mundo paralelo al mío. Entonces sonrío, siguiendo a ese instinto imaginario amoroso.

    —¡Jolines! ¡Por fin! —celebra Martina palmeando mi espalda con dulzura.

    —Por fin sonríes. Y eso nos vale una merecida victoria —añade Alba alzando el mentón con orgullo sin perder su sonrisa.

    —Malditas conspiradoras —gruño entre dientes sin poder contener una risilla boba que se acopla a mis labios sin la misma dificultad y con la misma cantidad adulterada con que lo hacía últimamente.

https://youtu.be/Qz9gmiLBVFA

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