En bucle
MARCOS
El avión toma tierra. El alivio se vuelve inmenso. No ha sido un vuelo fácil. En un momento dado entré en pánico. Lo oculté para que no me creyeran cobarde. Por fin, toco los pies en suelo firme. Y respiro tranquilo.
Inmediatamente, nos llegan instrucciones. Levanto un dedo pidiéndole un momento a mi padre. Me lo niega. Quiero llamar a Paula para decirle que he llegado bien y no me va a ser posible. ¡Condenado ajetreo que ni siquiera me da la vida para usar el puto teléfono, aunque sea por cinco minutos!
Demuestro cuanto valgo. Mi padre me ha dejado ser quien publicite nuestros productos; hablar de ellos en una jerga que resulten tan atractivos como los describimos en nuestra Web de la empresa. Habíamos logrado que picaran el cebo. Con mis palabras, les ha parecido una oferta mucho más atractiva. Además, evidentemente, lo mejor de empresa son nuestros adorados clientes: esos que gastan su dinero en nosotros y nos hacen crecer con sus buenas críticas. Suerte que las malas son mucho más escasas. Nos esforzamos por mejorar, ¡por supuesto!
Un par de reuniones más y seré un poquito libre hasta la comida obligada. Tengo que exprimir cada minuto que me acaban de dar suelta. La llamo. Estoy de camino al restaurante. Le he pedido a mi padre que me deje ir por mi cuenta para tener este momento de intimidad. No me ha mirado con muy buena cara. Pero es lo que hay. ¡Con el navegador de Google y su aplicación de mapas y callejeros, es casi imposible que me pierda! Por lejos que esté de casa.
—¡Hola, Marcos! ¡Me tenías muy preocupada!
Las horas que son, me ha dicho que acaba de salir de la tienda e iba de camino al coche para largarse a casa a comer. No la entretendré demasiado. Si bien sí que me urge demasiado escuchar su voz. ¡Ya quisiera tener más tiempo libre para hacerle ahora mismo una videollamada!
—Siento no haberte llamado nada más he aterrizado. «El jefe» me ha traído de cabeza.
—Te perdono.
¡Qué bonita es! Ya creía que iba a gritarme como una posesa. Pero se conforma. Eso me tranquiliza. Aunque imagino lo que habrá pasado hasta saber de mí. Habrá llevado de cabeza a su tía Rosa. Y, tal vez, hasta le habrá gritado un poquito más de la cuenta a Olimpia, que es esa que tan poco le simpatiza. Espero que se esté portando bien después de su promesa.
Hago como que me toco por todo el cuerpo. No puede verme. Solo escucha unos confusos sonidos por el auricular.
—Vale. Te aseguro que sigo entero. Respira aliviada —bromeo, divertido.
—¡Más te vale!
Me hace reír. Si cuando digo que es la calma en mi tormenta... es porque lo es y se lo tengo muy agradecido.
—¿Y por ahí? ¿Cómo va todo por ahí? ¿Cómo te ha ido la mañana? ¿Qué tal todo con Olimpia?
Resopla al otro lado.
—Ella te echa de menos. Debe de ser que habéis hecho las paces —masculla con retintín.
—¡Pero qué embustera eres!
—Bueno... igual va y ocurre así.
Vuelvo a reír. Le contagio de mi risa. Estas bromas van muy bien para rebajar la tensión que llevo arrastrando desde que salí la pasada madrugada de Madrid.
De fondo, se escucha el motor del taxi en el que estoy subido. De vez en cuando, la cobertura se entorpece. Regresa de nuevo para mantenerme ocupado a mi amor.
—¿Te estás moviendo por la ciudad en coche? —pregunta intrigada.
—En taxi. Para ser exactos. Tenemos una comida de negocios que debo atender para la empresa.
—¿Es bonita la ciudad?
—La zona centro lo es. Bueno, solo lo poco que estoy viendo mientras me traslado de un lugar a otro. Pero no te preocupes. Si me dan tiempo, sacaré unas fotos para ti. Te compraré algún que otro recuerdo de aquí.
—No es necesario que me compres nada —protesta. Y sé que lo está deseando.
Se escucha la voz masculina del taxista anunciando que hemos llegado a mi destino.
—Tengo que finalizar la llamada. He llegado al restaurante. Te llamo en cuanto haga otra breve pausa. Si no, lo haré esta noche. Ahora ya sabes que sigo entero, que no fragmentado —bromeo de nuevo.
—¡Ayns! Eres incorregible —me regaña. Sé que no lo hace en serio.
—Y a ti te gusta que lo sea.
—Ya te digo.
—Tengo que colgar y pagarle al taxista. Te echo de menos, Paula.
—Y yo.
—Conduce con cuidado de regreso a casa, ¿vale?
—Claro. Lo haré.
¡Si es que, con ella, me sale la parte protectora sola!
Pensaba que escucharía un «te quiero» de su parte. Aún es pronto para exigencias. Nos gustamos. Nos gustamos demasiado. Los «te quiero» llegarán cuando sea el momento indicado.
Abono la carrera y salgo del vehículo. En la puerta del restaurante ya me espera mi padre y parte del equipo de la empresa que ha viajado con nosotros. No es que su gesto denote alegría. Puede que desconfiase de mi efectividad para moverme por dentro de esta gran ciudad. Pero, mira... ¡Tengo un don para no perderme! Eso, Internet, y el señor taxista: el que me acaba de dejar tirado de nuevo en la complicada realidad.
Entonces, echo en falta al Marcos despreocupado que aporrea con ilusión su guitarra. Que se desgañita con su melodiosa voz. Ese Marcos que no tendría mayor problema que tocar y cantar maravillosamente en un concierto para sus fans, junto a sus mejores amigos. ¡Esa vida sí que sería lo más! Y, para colofón, me llega a la cabeza otro fragmento para una buena canción. Sin embargo, no voy a poder tomar apuntes. ¡Joder! Cómo no. A mis musas les está dando por traicionarme junto al resto. ¡Genial! Sería feliz si me dejaran echar mano de mi pequeña libretilla por unos mínimos minutillos. Aunque, lo primero, siempre será la obligación... ¡Qué remedio!
He logrado sobrevivir en mitad de aquella prueba tan arriesgada como lo era el gesto omnipotente de mi padre, el cual no levantaba sus comisuras, satisfecho con la facilidad que me ganaba a todo el mundo. Supongo que debe de estar tan acostumbrado que ya nada le asombra. ¡Me encantaría verle en uno de mis conciertos! Auguro que le daría uno de esos tremendos «jamacucos».
Me escabullo en una de las pausas para un descanso hasta el próximo cliente; la próxima empresa que vamos a visitar, con el fin de sacar las fotos que prometí, y los souvenirs que quería comprar. He adquirido unos bulbos de tulipán que a Paula le van a encantar. Guardaré algunos para mí. A mi madre no le va eso de las plantas. Le he comprado otro obsequio mucho más llamativo y valioso. Además, para Paula le he comprado unos zuecos de aquellos pintados a mano que con de lo más curiosos y bonitos. Espero que le gusten. Eso, y las típicas galletas de caramelo Danesas.
Consigo regresar hasta la otra reunión a tiempo. La cara de pocos amigos de mi padre vuelve a chocar contra mi lado rebelde, etiqueta distintiva de mi juventud.
—¿Para esto te pago? ¿Para esto eres el hijo del CEO de la empresa? ¡Céntrate en lo importante, hijo! —espeta, apartándome un momento del resto de la comitiva para reprenderme.
Y por estas otras cosas me repatea... ¡Sí! ¡Correcto! Ser el hijo del CEO.
Hablo con Paula durante la noche, con una videollamada que ha durado un sinfín de horas. ¡De verdad que la echo muchísimo de menos! Finalizar la llamada ha sido la cosa más difícil después de lo de la decisión de aceptar entrar en el plan de los chicos y el grupo —la discográfica y tal—, que he tomado durante mi vida. No quiero colgar. No quiero dejar de ver su bonito rostro.
Tengo mensajes de los chicos. Querían hacer una llamada grupal. Con la conversación de Paula se me ha hecho demasiado tarde. César me ha adelantado que este fin de tenemos unos cuantos conciertos en locales importantes de la ciudad. Más conciertos... ¡Eso es estupendo! Solo que espero que se acoplen perfectamente a mi agenda. Que no haya nada pendiente que organizar para el fin de semana con ningún cliente.
Escucho unos toquecillos en la habitación del hotel. Debe de ser mi padre. ¿Qué quiere ahora? Al abrir me invade una gran sorpresa.
—¿Qué? ¿Pero qué demonios haces aquí?
—He venido para ayudar. Porque es mi deber meterme en este mismo ajo.
—¿Lo sabe papá?
—Viajaré con vosotros a Toronto. Le guste o no. Tengo que hacer algo por él, si él me va a ayudar. Es algo comprensible y humano.
Humano... ¿Desde cuándo se ha vuelto Pablo un humano servicial?
—Avísale antes de mañana, igualmente. No quieras que monte una en mitad del aeropuerto.
—¡Qué más dará! Va a montar la misma pataleta en mitad de este hotel. Así que nos vamos a quedar igual. ¿No crees?
Pongo los ojos en blanco.
—Tú sabrás. —Sigo sin saber qué quiere realmente de nosotros. ¿Por qué ha regresado aquí, y se ha rebajado hasta estos límites cuando ha sido siempre un tipo soberbio y egoísta?—. Quiero acostarme ya. Mañana hay un viaje que hacer y necesito estar descansado.
Asiente, obediente. ¡Este no puede ser Pablo! Seguramente, los extraterrestres deben de haberlo abducido o yo qué sé. Aquí hay gato encerrado.
—Hasta mañana, pues —se despide, levantando la mano en un ademán de despedida.
—Hasta mañana —repito, cerrando la puerta con rapidez. No sé, pero todo esto me está poniendo un poco de los nervios.
Al principio, hubo un poco de bronca por parte de mi padre, molesto con su hijo mayor por presentarse sin avisar. Después de que Pablo le hiciera la pelota lo suficiente —yo pienso que fue más por no oírle, y cómo no, por ponerle a prueba tal y como lo haría cualquiera en su caso—, lo ha dejado venirse.
Se sienta a mi lado en el avión. Esta vez hemos tomado un vuelo directo, público, en primera clase. Este sí va a ser un viaje de largo recorrido. Lo peor, Pablo se ha empecinado en sentarse a mi lado.
Aviso por mensaje a Paula que voy a tomar este próximo vuelo. Estará durmiendo a estas horas de la madrugada. Cuando llegue a Toronto tendré que tener en cuenta la diferencia horaria para no despertarla en horas intempestivas. ¿Voy a tener tiempo? ¿Mi padre me va a dejar tiempo para esto? Con Pablo a mi lado dando por saco... ¿Sabe Dios qué podré hacer, y que no, con tanto moscardón zumbando a mi alrededor?
—¿Has descansado bien?
Tras el desayuno rápido que nos hemos tomado, va y me lo pregunta ahora. En fin. Supongo que es porque tenemos a mi padre unos cuantos asientos más atrás, dándonos un poco de espacio sin atosigarnos.
—Muy bien, supongo.
—Me alegro.
Se alegra. ¡Continúa con el peloteo! ¡Pablo, qué miedito me das!
Se me ha ocurrido otro fragmento para una buena canción. Este viaje está siendo mucho más productivo de lo esperado.
—¿Las musas te sonríen? —pregunta ladeando su sonrisa.
Lo miro de soslayo. No respondo.
—¿Qué tal tu chica?
Sigo sin responder. Saca el teléfono. Me enseña una foto.
—Mira Callum qué mayor está.
Eso no puedo ignorarlo. Lo miro. ¿Cómo ha podido crecer tanto entre noticias suyas, y meses sin saber de él?
—¿Qué edad tiene ya? Nos tienes bastante desinformados.
—En febrero hizo los cuatro. El diez, para ser exactos. No os dije nada porque Ingrid y yo estábamos sentimentalmente mal. Pasaba de videollamadas familiares. Y lo siento por mi hijo. Además, esa mañana dio un portazo, llevándoselo consigo.
—¿No lo has visto desde entonces?
—He escuchado su vocecita por teléfono. Y poco más.
—Puedes denunciarla por no dejarte ver a tu hijo.
—¿Y perjudicar a Callum? Quiero hacerlo a buenas. Aunque mediante buenos abogados. Ahí es donde papá entra en mis planes.
—Ingrid te está haciendo daño y te estás portando como un caballero. No entiendo. ¿La temes?
—Temo cualquier artimaña suya en la que no vea nunca jamás a Callum. Ni escuche su voz.
—Eso es lo que digo. No lo ves. Solo escuchas su voz.
—Algo es algo.
La azafata da el aviso de ajustarnos los cinturones, pues vamos a despegar.
—¿Ya has tomado una decisión sobre tu futuro musical?
—Musical...
—Junto a tu grupo.
—Conoces mi decisión. No puedo abandonar a papá.
—Si yo te ayudo, no lo tendrás de abandonar.
Entorno la mirada con agresividad.
—¿Estás buscando llevarte una buena tajada de la herencia de papá? ¿Más parte de la que te toca?
—Sabes que una parte de la empresa es mía. Aunque la rechazara antaño. Pero sigue siendo mía.
—¿Qué quieres hacer con tus acciones de la empresa? ¿Venderlas en un futuro?
Se encoge de hombros.
—Quién sabe.
—La darías un buen disgusto a papá. Y a mamá.
—Tanto tú, como yo, somos de tirar por otros caminos. Reconócelo: estás aguantando por papá. Esto no es lo tuyo. ¿Por qué sigues engañándote?
El avión se inclina. Eso me impresiona un poco. Y eso que he tomado muchos aviones a lo largo de mi vida. Pero este momento es como si la respiración se me entrecortase un poco.
—Quiero descansar... mentalmente. Si me dejas —exijo, colocando mis auriculares en los oídos con la intención de meterme en mi burbuja privada. De escribir para no olvidar lo que acaba de ocurrírseme, y que es bastante bueno. Pablo parece entenderlo. Busca en sus cosas y saca un libro. Lo abre y empieza a leer. Me esperan ocho horas muuuy largas.
PAULA
Encuentro el mensaje de Marcos en mi teléfono. ¡Qué lástima que no estuviera despierta para despedirme de él! Este vuelo será mucho más largo. Ocho horas no son moco de pavo. Si con el viaje a Ámsterdam no se me quitó de la cabeza, este viaje a Toronto va a ser mucho peor.
Salgo de la cama. Realizo toda la ceremonia precisa para llegar hasta la puerta desayunada y perfectamente arreglada. Creo que no he olvidado nada. Ya le he mandado un par de mensajes antes de que se me olvide responderle. Ocho horas... ¡No sé si voy a soportar tanto tiempo sin saber de él! Sin saber si ha llegado bien a su destino. ¡Sigo diciendo que, como no llegue entero, quien lo mate sea yo! Suspiro, angustiada. No quiero que se muera. No quiero que se muera jamás.
Alzo la mirada hacia el techo del recibidor.
—Guillén, cuida de este chico tan atolondrado. Me gusta mucho. Se preocupa por mí. Deja que llegue bien a su lugar de destino —mascullo.
¿Pero qué puñetas estoy haciendo? En serio, me estoy volviendo muy loca. No sé si a Guillén le gustaría que estuviera con otro —seguro que no—, y que encima le ruegue de su protección.
—Iré al infierno por esto —bisbiseo para mí en un tono irónico.
Salgo a la calle. Encuentro a Olimpia en el portal. Mira el reloj.
—Estabas tardando. —Sonríe—. Te llevo al trabajo. Total, vamos al mismo sitio.
¿Esto a qué viene? ¿Qué hace ella aquí?
—¿Qué haces aquí?
—Seguro que, pensando en los viajes de Marcos, no habrás dormido bien esta noche. Entonces, será mejor que no conduzcas y te lleve yo misma al curro.
—¿Por qué?
—¿Porque te quiero demasiado y paso de que se deforme ese bonito rostro si te estampas contra cualquier sitio, de camino al trabajo? Temo que des alguna cabezadita.
—¡Eso no va a pasar! He estado peor. Y he conducido perfectamente.
—Voy a cuidar de ti, Paula. Te mole o no, eres una gran amiga que debo de cuidar.
—¿Por qué?
—Porque me sale del coño, Y ya está. Venga —señala hacia su vehículo—. Sube al coche.
—¿Qué pasa con Pandora? ¿Qué dirá si nos ve juntas?
—Ya lo sabe. No te preocupes.
—¡Qué mentirosa!
Saca su teléfono. Hace el ademán de dejármelo.
—¡Llámala! Y lo sabrás. ¡Desconfiada!
—¡Es que no entiendo este gesto compasivo!
—Para purgar mis pecados contra ti. Le he deseado la muerte a Marcos. Qué menos que hacer bien las cosas. Cuidar de ti, en su ausencia.
Niego.
—¡Estás loca!
—Por ti. Pero no se lo digas a Pandora. ¡Uy! ¡Calla! ¡Si ya lo sabe! —bromea, rodeando el coche para llegar hasta la puerta del conductor—. ¡Sube! —grita desde donde está, accediendo adentro.
—¿Haces esto para cabrear a Marcos? —alzo la voz, dudando.
—¡Me encanta cabrear a tu novio! Avísale de esto, si te apetece.
Dudo. No quiero que me lleve al trabajo. Rechazo su oferta. Voy en busca de mi coche. La escucho gritar mi nombre a mis espaldas.
—¡Vale! Como quieras —dice a continuación, saliendo antes que yo calle abajo.
Dentro del coche le doy un golpe al volante con las dos manos, gruñendo. ¿Qué narices le pasa a Olimpia? ¡Sigue poniendo a prueba mi fidelidad con todo el mundo! Supongo que está esperando a que tenga un fallo para darse la razón de que le pertenezco a ella.
«No caerá esa breva, bonita!»
Nos encontramos en el trabajo. Me sonríe como si nada. Saludo a mi tía.
—¿Sabes algo de tu hombre?
—Ya ha tomado un vuelo hacia Toronto.
—Vale. Le deseo un buen viaje.
—Y yo.
—¿Cuándo tenéis pensado casaros?
«¿Qué? ¿En serio? ¡Cómo corres!»
—¡Hace nada que estamos saliendo! ¡Aún no nos hemos presentado a nuestras familias!
Recuerdo la suya y se me encoge el estómago. ¿Qué dirán sobre mí? ¿Les gustaré? ¿O me rechazarán de buenas a primeras? No pertenezco a su estatus social. Lo tengo un poco crudo.
—¡Solo bromeaba! ¡Es que se os ve tan enamorados! A tus padres les va a encantar. Es muy guapo.
A mis padres, sí. Con todo lo que posee y quien es, seguro que les mola mucho. En mi caso, el tema está al revés. En mi caso, tal y como decía antes, no tengo mucho que aportar. Solo un gran amor por su hijo.
—¡No les digas nada! Yo se lo diré.
Alza las manos a la defensiva.
—¡Tranqui! Ese es asunto tuyo. No mío, preciosa —me da la razón, sonriendo. Moviéndose hacia la siguiente tarea. Dejándome tranquila.
Tía Rosa no es de esas personas que les gusta apretar tanto como para poner a prueba a alguien hasta los límites, salvo que sea necesario y darse cuenta de que tiene que actuar sí, o sí, por su bien y causa.
—Por cierto. Lleva este ramo de flores a esta dirección —dice, entregándome un papel, antes de desaparecer en sus quehaceres.
—Claro —asiento, aceptando.
—Te llevo. Tengo que llevar este un barrio más abajo. Y solo tenemos una furgoneta para los repartos —me propone Olimpia.
¡Qué casualidad! ¡No! En esta ocasión, no me puedo negar. Es trabajo.
—De acuerdo.
—De camino, te compraré un café.
—Que sean tres —dice mi tía desde donde está—. Saca dinero. Se lo da—. Hoy invito yo. De nada —sonríe, feliz. La señala—. ¡Pórtate bien con mi sobrina! Por tu bien.
Se hace una cruz sobre el corazón.
—Eso está hecho.
Aprovechamos para llevar unos cuantos pedidos más que estaban pendientes y apuntados en la agenda de repartos. Nos paramos para comprar el café para las tres. Recuerda cuál me gusta. No necesita consultármelo. ¿Cómo puede conocerme más que yo misma? Me los da para que los sujete al tiempo que ella conduce.
—Cuidado, no se derramen —pide, haciéndome un guiño. Frunzo el ceño con molestia—. ¡Vale! No te sulfures.
Los cafés llegan enteros a la tienda. En cuanto detiene la furgoneta, me bajo con prisas esquivándola.
—¡Eh! ¡No corras! Vas a desparramar mi preciado café —protesta, muerta de risa. Sabe exactamente por qué huyo. Solo que no es fácil huir de ella cuando trabaja en el mismo sitio que yo.
Consigo hablar con Marcos. Me cuenta lo de su hermano. El cabrito ha decidido hacerse de notar. Se ha apuntado a viajar con ellos. Espero que no les juegue ninguna mala pasada. Me da pena por su niño, y por su actual estado sentimental. ¿Será verdad? Al igual que Marcos, desconfío de ese tipo. No parece nada legal.
Hablamos lo justo. Tiene que continuar con el trabajo. Escucho a su hermano mencionarme desde lo lejos. ¡Cotorra este! Ni siquiera le deja privacidad a Marcos. «¡Que no soy tu cuñada, capullo!». Bueno, en parte lo soy. Pero paso de serlo. Y no digamos qué pasará cuando Marcos me presente formalmente a sus padres. En la actualidad, tampoco es que sea tan importante eso, ¿no? ¡Hay que joderse!
Estuve tentada a contarle que Olimpia vuelve a las andadas. Pero suficiente tiene con lo que está cargando a sus espaldas ahora mismo. Además, soy suficiente para lidiar con ello. No es mi guardaespaldas, ni mucho menos. Si tengo que seguir atando en corto a Olimpia no dudaré en hacerlo.
Durante el resto de la tarde la esquivo con eficacia. Al terminar de trabajar salgo disparada para casa. Llego mucho antes de lo esperado y eso significa que puedo darme una ducha caliente con tiempo, relajando toda la tensión acumulada en mi miserable vida. Era miserable. Sigue siéndolo. Necesito cambiar esta perspectiva. Mandar a la mierda a quien me tiene hasta los ovarios de todo.
Abro el agua caliente para llenar la bañera. Echo un puñado de sales de baño. ¡Dios, por fin un poco de tiempo para mí! Aunque tenga que poner una jodida lavadora. El telefonillo del portero automático suena. Me muevo deprisa hacia él para contestar. Sea quien sea, lo siento, pero no tengo tiempo para nada.
—¿Sí?
—Comida a domicilio.
—No he pedido nada. —En serio que no he pedido nada. Y antes me quería dar un baño relajante. ¿Pero por qué el mundo me odia conspirando así? Tiene que ser un error.
—De verdad que no he pedido nada.
—Necesito corroborarlo. ¿Me abres, por favor?
Lo hago. Voy corriendo a cerrar el grifo. Regreso rápido hacia la puerta. Escucho llamar. Miro por la mirilla. No veo a nadie. ¡Qué extraño! Abro despacio por si acaso con la cadena de seguridad puesta. Sí. La tengo desde que me mudé aquí, por si acaso. Una tiene que protegerse sola.
—¿Quién es? —pregunto aterrada.
La culpable se asoma.
—Te traigo la cena. Es de tu restaurante japonés favorito.
«¡No! No. No»
—Llévatela. No tengo hambre.
Se toca el estómago en cuanto este le cruje. ¡Maldita sea! ¿Por qué tendré que soportar semejante maldición?
—Joder, pues yo sí. Y no puedo comérmela toda.
—Compártela con quien debes. No conmigo. Estás haciéndole la ofrenda a la persona equivocada.
—Eres una gran amiga. No eres ni tan equivocada.
Martina me manda un mensaje. No les he dicho nada desde la última vez que hablamos.
MARTINA
•«¿Sigues viva?»
YO
•«Sí. Si vienes ahora mismo a rescatarme»
MARTINA
•«¿Y eso?»
YO
•«Tú hazlo!»
Nada más decirlo, escucho el clic del fin de la llamada. Creo que la he asustado. No tardará en plantarse aquí.
Señalo hacia la puerta del aseo.
—Iba a darme un baño caliente —explico, cuando no debería de hacerlo.
—Puedo esperar. Aunque no tanto. La comida se enfría.
—Mejor, si te la llevas.
Señala hacia la cadena.
—No soy ningún delincuente. ¿Puedes dejarme entrar?
—No. Además, he quedado luego con Martina. Estará de camino para recogerme. Ceno con ella.
Ladea la cabeza suspirando.
—¡Menuda trola!
—Va en serio.
—Vamos Pau. Déjame entrar.
—Solo así me llaman las buenas amigas. Y tú no lo eres.
—Lo era. Hasta que me echaste de tu vida.
—¿Por qué será? —pregunto con retintín e ira.
Vuelve a suspirar de un modo tan exagerado que se vuelve profundo.
—Seamos amigas. —estira su mano—. Chócala. Hagamos las paces.
—No me apetece hacerlas.
Se lo piensa un poco. Por fin se da por vencida. Separa parte de lo que trajo: mi parte de ración de todo un poco—, y me la entrega.
—Como quieras. Pero cena. No quiero que prepares la cena con el cansancio que se refleja en tu cara. Mejor, date esa ducha caliente, relajante. Te sentará genial —dicta. ¡No tiene por qué darme órdenes! Lo hago porque quiero y ya está. ¡Qué mujer!
—Bien. Gracias —respondo nada más, evitando ser desconsiderada o maleducada, aunque lo merezca.
—Tengo que decir que Marcos es un hombre muy afortunado. Se lleva una gran mujer para él solito.
—Lo sé —reconozco, alzando el mentón.
—¡Vaya! Pero qué engreída —bromea. Espero que bromee—. Regresa a la más absoluta seriedad—. Lo digo de verdad.
—Tú deberías de cuidar muy bien de Pandora si es la mujer que realmente amas.
—Es la segunda mujer que realmente amo. Pero sí. —Asiente—. Gracias. Lástima que sigamos peleando.
—Será porque sigues sin aceptar mis normas y deseos.
—Será... —Olimpia alza la mano en un ademán de despedida—. Buenas noches, Paula. Que descanses bien.
—Buenas noches, Olimpia —respondo con desgana.
Veo bajar las escaleras arrastrando sus pies con desgana. Cierro la puerta. Quito por fin la cadena de seguridad. ¡Pues claro que no la iba a dejar entrar! Escucho de nuevo el telefonillo de abajo. ¿Y ahora qué?
—¿Sí?
—Soy Martina. ¿Me abres?
Lo hago. Llega tarde. Olimpia ya se marcha. Seguramente coincidan en el portal.
Martina tarda un poco. Eso confirma su encuentro. Debe de estar diciéndole lo que piensa sobre ella. Termina subiendo. Llamando al timbre de la puerta.
—¡Hola, Martina! Pasa.
—¿Estás bien? ¿Ha pasado algo?
—No. Nada. Finalmente. —Le muestro la bolsa de comida japonesa alzándola en alto—. Hay para una sola ración. Pero puedo compartirla. Puedo preparar algo más.
—Tampoco quiero molestar. Seguro que Olimpia te ha interrumpido con alguna tarea importante.
—Iba a darme un baño de agua caliente. El agua de la bañera seguramente se habrá enfriado. Me daré una ducha rápida.
—Vale. Entonces dime que preparo y cenamos en tu casa. Un poco de este japonés que te habrá traído...
—Olimpia.
—Lo suponía. Y lo que yo prepare. Venga. Tira a la ducha.
Abrazo a Martina.
—Gracias, guapísima.
Me separa un poco para mirarme a los ojos.
—Gracias por nada. Para eso estamos las amigas, ¿no? —Asiento—. Y ahora, a la ducha.
—Recibo un mensaje de Marcos. Son unas cuantas fotos de lugares bellos de la ciudad.
—¿Quién es? —consulta Martina con preocupación.
—Marcos. Mira qué fotos más bonitas me manda.
Se asoma hacia el teléfono. Se las muestro.
—¡Vaya! ¡Qué bonitas! Respóndele, antes que deje de estar en línea.
—Lo hago. Es una conversación breve. Está liado. Breve, pero suficiente para mí.
Ojalá hubiera sido él quien estaba al otro lado de la puerta con esta rica cena. ¿Los detalles de Olimpia deberían de ser valorados? Lo haría si no tuviera una doble intención detrás. No deja de tirar la caña constantemente. De aprovechar cada mínima ocasión. Podrá quererme. Pero deberá de entender que voy a seguir en mis trece con mi idea de continuar con Marcos. Y nada más. Debería de ocuparse más de su preciosa Pandora. Debe de estar tan cabreada como yo por cómo se está comportando su chica.
El timbre de la puerta suena. Imagino que Martina habrá olvidado algo. No se trata de ella. Olimpia ha vuelto.
—¿Cómo...?
—He accedido al portal antes de que, al salir Martina, se cerrara del todo la puerta.
—Ya he hablado sobre lo que pienso.
Me muestra una botella de un buen vino.
—No voy con segundas intenciones. Lo juro. Simplemente, trato de firmar esta, nuestra tregua, para que sigamos siendo grandes compañeras y, si me dejas, ser una buena amiga. Cuidar de ti los instantes que Marcos no pueda hacerlo.
—Soy suficiente para cuidar de mí —aseguro.
Niega.
—A veces, necesitas de alguien que te haga compañía y te escuche. Sé que tienes a Martina y a Alba. Una tercera amiga no te vendría tan mal como piensas. Además, he estado velando por ti desde que te conocí en el trabajo. Te considero como una media hermana.
—¿Media hermana? —Ladeo la cabeza reflexiva—. Tratas de conquistarme. No de tenerme como una media hermana.
—Lo sé. Y lo siento. Ahora tengo a Pandora. Y aunque la tenga en mi vida, quiero que me dejes estar cerca de ti, insisto, como una buena amiga. —Sacude un poco la botella delante de mí, insistiendo—. ¿Qué dices? ¿Hacemos, por fin, las paces? Seré buena.
A Marcos no le va a gustar la idea. Menos me gusta a mí. ¿Qué hago? ¡Qué incógnita, Dios!
—El tiempo corre. —Me muestra su reloj—. Mañana hay que trabajar —me recuerda.
¡No puedo dejarla entrar! Estaría bien loca.
—Vengaaa. Que no muerdo. Poorfaaaa —ruega, poniendo un mohín.
—Como si te creyera.
Se hace una cruz sobre el pecho.
—Lo juro por mi vida.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro