
Chantajes de Opio
Chantajes de Opio
El sonido reverberante que hacían las botas de los soldados al marchar por la avenida era un martilleo sincronizado que ordenaba al tiempo a detener su paso con forzada diplomacia. Las personas en la acera observábamos con resignación haciendo una silente reverencia a estos hombres, quienes rifle al hombro patrullaban las recién pavimentadas calles.
Era una nación en guerra y las cosas jamás volverían a ser igual, pues la guerra trae consigo más que armamento y hombres uniformados. La guerra arrastra consigo desolación, hambre, miseria, sangre y vicios... Vicios que corren por las venas como el agua sucia por los canales de la cuidad.
Aguantando la respiración, las personas apresuraban el paso por la acera. El hedor a orín, tabaco y vómito que emanaba de los callejones les revolcaba el estómago. Las mujeres asqueaban toda vez que corrían ataviadas con sus abrigos de piel y su fina joyería. Ostentosamente, lucían la última tendencia de la moda buscando ocultar una nociva realidad que ese día despedía un pasado austero y daba la bienvenida rimbombante a un presente aún menos prometedor... bueno, al menos para mí.
Yo, que ilusamente me comparaba con ellas mientras sostenía una vieja escoba y contemplaba mis botas gastadas y mis refajos deshilachados. Pero al menos tenía algo que ponerme, pensaba para consolarme toda vez que me encogía de hombros ante la paradoja que marcaba la abismal diferencia entre los trajes elaborados de los corruptos y los uniformes sobrios de aquellos se formaban en la calle para morir por ellos... O peor aún, de los olvidados sin hogar que morían en estos callejones ahogados en su propio excremento.
Tras de mí, la visceral sinfonía de estas marginadas víctimas de un conflicto absurdo emergía ensordecedora, mas la multitud prefería ignorarles. Allí en la oscuridad, en las esquinas donde la pobreza y la demencia convergen, los demonios son columnas aromáticas de humo, traídos de Oriente por los mercaderes del vicio que viven a cuesta de los más débiles.
Para los más afortunados, los que presumían sus vidas perfectas, el estómago revuelto valdría la pena aquella noche. The Nightingale, leía el afiche sobre la pared anunciando la puesta en escena de la magistral opera. Al leerlo recordé que debía regresar a mi trabajo. Así pues, cabizbaja caminé por el callejón, tropezando de vez en cuando con algún miserable endrogado que yacía en el suelo, hacia la casa de la ópera donde trabajaba y vivía.
Tras bastidores hacía mi recorrido y el piso de madera bajo mis pies vibraba al son de los acordes in crescendo de la orquesta, la grave voz del barítono y el vibrato celestial de la soprano y justo al final de la nota en dúo, la cacofonía resonante de los aplausos del público anunciaba la conclusión de la opereta.
Suspiré larga y amargamente pues en el fondo yo deseaba ser la recipiente de tal admiración. Con resignación aceptaba que eso quedaba solo en mis sueños... Unos sueños lejanos en los cuales yo me veía en el escenario cantando ante un público maravillado por mi actuación.
Y fue entonces cuando las imágenes difusas de un pasado ya olvidado en un tiempo en el que yo solía presentarme en el club de caballeros conocido como Le Nuit Bijour en la concurrida Rue Oubli del centro de París, se presentaron frente a mí como en una filmina. Allí en busca de fama mi corazón rebosaba de júbilo ante el aplauso de un escaso público. No tenía preparación formal en música, nunca pude costearla, pero cantaba con mi alma y con pasión y eso me llenaba. Fue ese deseo vano e irracional la causa de mi desdicha. Seducida por su acento extranjero y sus falsas promesas de estrellato caí en sus brazos... Y en su lecho.
—Vous êtes une prostituée!— Me dijo—. ¡Cómo es posible que hayas pensado que me casaría contigo! ¡No puedo creer que seas tan imbecil mujer!— Se reía el maldito.
—¡Pero es un hijo tuyo el que espero, Ambroise!— Me ahogaba en llanto.
—¿Y qué de especial tiene eso? Tengo tres en mi esposa. Te vendiste muy barato Josephine. Una mujer como tú no vale nada y mucho menos el bastardo que traes en tus entrañas.
Sus últimas palabras hacían eco en mi mente trayendo lágrimas a mis ojos mientras trapeaba el escenario. Cientos de asientos vacíos atestiguaban mi tragedia. El llanto se anudaba en mi garganta y mis sueños goteaban en el piso, sueños de cantar y ser alguien... de ser amada.
Ya era medianoche cuando recién terminaba mis quehaceres. Luego de bañarme, tirando sobre mi cansado cuerpo una cubeta de agua fría, me vestí con mi desgastado camisón y me dirigí a la covacha al que llamaba cuarto. Apagué la luz en la lámpara sobre la mesa junto al enjuto catre donde dormía y me recosté. La habitación de tres metros cuadrados se había convertido más que en mi hogar, era una fortaleza donde resguardaba mi doliente corazón. Luchaba con el sueño y las pulgas en mi colchoneta para poder dormir. Imágenes incoherentes comenzaban a girar en mi cabeza, porque en la mente de un adicto no hay lugar para la cordura.
En esos momentos alguien tocaba a la puerta. Una sonrisa se dibujó en mi rostro al esta abrirse. Me senté en el catre y encendí nuevamente la lámpara. Su presencia traía a mi vida un hilo de fútil esperanza. El sentido de dependencia era ya intolerable y mi cuerpo tiritaba con una mezcla de excitación y locura. Haría lo que fuera para obtenerlo... lo que fuera.
Yo conocía bien el ritual. El colocaba el saquito en mis manos como parte del trato pero aún no debía abrirlo. Ya no necesitaba instrucciones, ni charlas. El desabrochaba su pantalón mientras yo me recostaba en la cama desnuda. Era cuestión solo de minutos y él habría terminado. Sin remordimientos ni deseo yo le dejaba hacer con mi cuerpo lo que a él le placiese. Ese era el precio que yo tendría que pagar para calmar el dolor en mis huesos y el ardor en mi garganta.
Sin un beso de despedida ni promesas de amor, él se retiraba. Yo rápidamente agarraba el saquito en mis manos temblorosas y sudadas para sacar el frasco de cristal y la pipa de madera. Mis sueños se elevaban en espirales de humo tomando formas exóticas y coloridas y los demonios del opio danzaban al ritmo de una olvidada canción.
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