Prólogo
Sangre.
Huele a sangre.
No hay un olor más significativo que ese.
Sangre.
Mi lengua está seca, una lengua que no ha probado agua en varios días.
Sangre.
Mis ojos están cerrados, es inútil querer abrirlos.
La poca luz que entra entre mis pestañas me ciega. Está por todos lados, en el piso, en las paredes y en el techo.
Sangre.
Mis brazos, están llenos de ella.
Mis ojos tratan de abrirse. Veo mis manos pero no puedo moverlas.
Las ataduras se adhieren en mi piel, rozando dolorosamente el hueso, quebrando mis muñecas con su presión.
Sangre.
No puedo moverme y sé que aunque no tuviera las ataduras aun así no podría hacerlo.
Porque mi cuerpo está muerto.
Por qué un cuerpo sin poder ser controlado por la propia mente no es más que un pedazo de carne y eso es: un pedazo de carne inmóvil en una habitación cerrada, completamente iluminada y con un terrible olor a sangre.
Respiro pero no siento dolor, un dolor que debería de sentir al ver mi pierna desgarrada, mi pie esguinzado y mis brazos con miles de hoyos gracias a las agujas.
Sangre.
No está tan lejos, mi nariz está cubierta de ella.
El perfecto corte en mi córnea ha hecho más desastre del previsto.
Él no estaba feliz.
A él no le gustan los gritos.
Él dice que no soporta hacerme daño.
Pero se enoja mucho.
Sangre.
En mis piernas, mis brazos, mi estómago y en mi cara.
Todo menos mi cráneo.
Él no puede entrar ahí. Lo ha tratado, día y noche ha tratado de hacer tan solo un pequeño corte. Pero está sellado.
Mi mente es lo único que me ha salvado y eso es lo único que no puedo controlar.
Y eso, ha sido la razón de mi constante tortura.
Luz.
La luz me despierta.
Esa luz artificial que parpadea cada cierto tiempo.
Siento más energía.
Mis piernas ya no están estiradas, están dobladas hacia a mí.
Me concentro para tratar de mover mis dedos, para tratar de sentir mis piernas pero no lo logro.
No hay esperanza.
Él me ha drogado de nuevo.
Pero estoy consciente, de la cabeza al menos.
Mis piernas y mis brazos siguen adheridos, siguiendo las órdenes de una mente ajena.
El olor a sangre ha desaparecido. Las heridas han desaparecido
Está limpio y sin un solo rastro de sangre. Ninguna marca o cicatriz, ningún hoyo o morete.
Ha funcionado, él lo ha logrado.
Ha de estar feliz, mucho de hecho.
Logrará experimentar tanto como quiera sin tener que esperar meses a que las heridas sanen, a que los huesos vuelvan a pegarse.
Lo ha logrado.
BOOM
Oscuridad.
Luz roja.
—Alerta, alerta, seguridad violada, seguridad violada, intruso, intruso.
Ruido. Un pitido constante, una voz constante.
Mis ojos no logran abrirse del todo. El respirador ha dejado de dar aire. El amarre se ha desbloqueado. Un líquido blanco baja desde la cabina y se inyecta en mi brazo.
Arde, arde mucho.
No es una droga que haya probado. Esta duele más de lo que las otras jamás han dolido.
Luz roja.
Ciega mis ojos ante la presencia de esa luz roja, entre la oscuridad de la habitación.
Nunca había estado despierta mientras la habitación está a oscuras.
Un grito, mi grito.
Mi garganta arde al usar las cuerdas vocales, al usarlas luego de tanto tiempo.
Me asfixio, no hay aire.
Mi cerebro arde y a pesar de la confusión comprendo qué es lo que está pasando, mi mente se está levantando. Mi cuerpo se está levantando. Y por mucho que las heridas de los experimentos se hayan curado, la memoria del cuerpo dormido empieza a recordar ya despierto.
Cada tortura empieza a doler, a quemar, a intentar matarme.
Movimiento.
La mesa de metal abajo de mi cuerpo empieza a moverse frenéticamente.
Mis manos se hacen puño y mi cuerpo entero se estremece debido al dolor.
Mi garganta se desgarra por los gritos mientras siento que el mundo a mi alrededor se mueve.
Me sofoco por el dolor, grito por todo, por que, por mucho que intentaba hacerlo despertar, ahora me retracto. Ya no quiero. Quiero que pare.
Grito, suplicando que vuelva a dormirme. Para que todo este dolor termine. Para que finalmente me mate.
La puerta se abre y mi cuerpo se tensa.
Una sombra, una persona.
Pero no es él.
—Athea.—grito de alivio, lloro de alivio.—Tranquila.—susurra cerca de mí oído.—He venido a sacarte de aquí.
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