4: Prudente y estoica, Enme Hetter
BLISS
—¡Espera! —alcancé a gritar antes de que Enme cerrara la puerta de entrada, yo iba corriendo detrás, casi pisándole los talones mientras luchaba a muerte con la parte suelta de mi bufanda blanca. —Espera — repetí al llegar a la escalera, tomando un segundo para inhalar y exhalar luego de ver qué la chica había vuelto a entrar, aunque su mano sobre la perilla me ponía ansiosa.
Mi silencio la impacientó y cuando volví a mirarla su expresión de fastidio me fulminaba sin piedad.
—¿Ya?
—Ya. —respondí y me puse en marcha. —Voy contigo.
Su mueca dio un paso en falso entre el fastidio y la exasperación.
—Ya te he dicho que no soy una niña. Sé cuidarme sola, anciana.
Me tocó verla mal y cerrar la puerta de un jalón, lo que le causó un escalofrío.
—No soy una anciana. —Repuse. —Y no voy para cuidarte. Abeth quiere que vaya. Algún asunto familiar supongo.
—¿Eres algo así como la problemática de la familia? —dijo mientras bajábamos por la escalera de servicio hasta el estacionamiento, donde el señor Dante nos saludó al pasar junto a nosotras luego de descargar las compras del súper.
Abrí la puerta para Enme y la mía propia, me coloqué el cinturón y, estuve a punto de arrancar cuando vi que ella no había hecho lo mismo.
—El cinturón, por favor.
—Olvida mi pregunta. —dijo mientras lo abrochaba. —Alguien que te pide seguir las normas de tránsito no puede ser el alma de la fiesta en la familia. ¿Qué será entonces? ¿Contratos de matrimonio? ¿Pretendientes guapos? ¿O un apartado de quejas que siempre tienen las hermanas mayores?
—¿Tienes hermanas mayores? —pregunté sin apartar los ojos de la avenida para entrar en la vía central.
—Yo soy la mayor de hecho. Aunque jamás conviví mucho con el engendro dos. —Se recargó en la ventanilla y se prestó para admirar devotamente el paisaje citadino de Across Center. —Según sé es un niño, Karlo, y debería tener cuatro años. Quizá más.
No dijo nada más y cuando sacó los auriculares de la bolsa de su sudadera, di por hecho que la conversación había acabado.
Sin poder apartar la mirada de la carretera y de la figura de Enme, que contrastaba con el velo suave de las primeras luces matutinas, me di cuenta de algo. Poniendo atención en los ojos apagados que se reflejaban en el cristal empañado, alcancé a observar una carrera de gotas sobre las mejillas pálidas de la joven, quien a pesar de todo, sonreía.
No me dio tiempo de decir nada una vez llegamos a la entrada adyacente del palacio. Enme bajó del auto sin que este acabara de frenar por completo y corrió entre los guardias hasta perderse en la parte del jardín.
Cuando yo bajé, Abeth me esperaba sonriendo, con una bolsa de magdalenas que alzó a modo de saludo.
Siempre tan puntual y afectiva, estiró su mano y soltó el agarre antes de que nuestros dedos se rozaran; al retraerla se limpió las manos con un pañuelo desechable de alcohol y las escondió dentro de las bolsas sin fondo de su gabardina morada.
—¿Lista para verla trabajar? —Su voz sonaba amortiguada por la mascarilla, así que puse mi mayor esfuerzo para escucharla. O lo intenté, porque tal parecía que el preciado aroma a magdalenas empezaba a desviar el curso de atención en mi cerebro y estómago.
Al primer gruñido supe que iba a tener que comer, aunque fuese una, o no podría estar concentrada en sus cosas artísticas.
—¿En realidad? —dije sacando la primer magdalena. —No creo que ella esté lista.
Abeth se frenó.
—¿Qué? ¿Pasó algo?
Meneé la cabeza; en parte por el sabor del pan y en parte para responderle.
—No lo sé. —respondí al pasar ese primer bocado. —Por cierto, si tú estás aquí, ¿quién está transportando las piezas?
—Dalila se quedó en el taller mientras Elmert se encarga de la recepción. ¿Por qué?
—Porque Dalila está justo allá. —Señalé una de las casetas de vigilancia y a la joven de melena rizada que sobresalía en la barra, recargada, charlando con el capitán de la guardia, quien daba la impresión de ser una estatua de cera. —Y si ella está ahí....
Mi magdalena cayó al suelo y pude sentirlo en la expresión de Abeth que su pulso también bajó un poco al momento de entender.
—No, por favor, no. —Se quitó la gabardina y comenzó a correr. A duras penas pude seguirla sin lamentar la magdalena que me decía adiós con su aroma. —La última vez... —siguió diciendo mientras corríamos detrás de la galería para cruzar por la zona de personal hasta el taller. —Si te conté de la última vez, ¿no?
—¿Cuándo saboteó la base de la pieza de Elmert?
—No, esa no. El año pasado, cortó los alambres de la estructura de uno de mis chicos, Zika. Su trabajo se derrumbó durante la selección y la reina descartó la pieza, eso le dejó un espacio. Justo lo que necesitaba.
—Creo que mencionaste algo, pero nada te garantiza que haga algo así otra vez.
Y cómo si fuera la peor broma que escuchó en su vida, Abeth bufó y de un tirón abrió las puertas del servicio para entrar al taller.
—¡¿Pero qué carajos?! —Tiró la gabardina en un rincón y se interpuso entre el filo de una herramienta y la mejilla abierta de Madrid. —Enme, baja ese disco.
Enme se mantuvo firme. Moqueaba sangre y estaba empapada de agua, barro y sudor. Di un primer paso y sus ojos de cazadora me siguieron. Alcé las manos antes de avanzar de nuevo, sufriendo a gritos porque el barro regado acababa de ensuciar la gamuza de las botas que llevaba puestas .
—Ya sé que no te gusta que te digan qué hacer, pero, por una vez, obedece y suelta eso.
—Si lo hago va a golpearme.
—Madrid no va a golpear a nadie. —Abeth bajó su mascarilla para que su voz se escuchara por todo el lugar. —Y tú tampoco, niña. Ahora baja eso antes de que lastimes de verdad a alguien.
—No soy una niña.
—Sí lo eres.
—¡Enme!
—¡Ya basta! —Abeth se aclaró la garganta y siguió una vez cortó la ronda de gritos por parte de los tres. —Si la reina se entera de esto estaremos de verdad en problemas. Ahora —se dirigió a Enme —, vas a dejar ese disco en el mismo lugar en el que lo tomaste, luego, agarrarás tu material y te irás a la segunda sala. Tienes dos horas antes de que inicie el evento para intentar rehacer la pieza que tenías. ¡Ah! Y Blissy va a acompañarte todo este tiempo, aunque no seas una niña, sigues siendo una persona que necesita supervisión.
Enme retrocedió hasta la mesa y dejó caer el disco sobre la pila de los demás, luego se encaminó a un estanque y de una a una, agarró las esferas de barro que acomodó en una caja con rueditas y materiales. Cuando hubo terminado, Abeth asintió.
—Mientras tú trabajas, Madrid se va a quedar a limpiar este chiquero con ayuda de Dalila que, casualmente, se acaba de asomar por esa puerta para luego encogerse cuando la vi. Y así, todos felices y contentos. Ahora váyanse. —Me hizo una señal y una sonrisa falsa para Enme, seguida de unas palabras todavía más duras para Madrid, cuyos mechones rubios escondían la emoción en sus ojos.
Seguí a Enme hasta la salida, donde me detuve para desearle suerte a Dalila, al tiempo que le daba mi sincero pésame. Abeth nos interrumpió con un segundo batallón de órdenes y un jalón que obligó a Dalila a correr en busca de una escoba o refugio.
Me alejé también, pero al volver la mirada al pasillo descubrí que estaba vacío.
Como un camino pintado de amarillo sobre las baldosas del suelo, el sonido de una melodía de rock me llevó hasta ella.
Me daba la espalda cuando entré al pequeño espacio, lleno de piezas y materiales que solo reconocía porque Abeth tenía su propio taller lleno de todo eso.
No la interrumpí.
Iba y venía, sentada sobre una silla con ruedas, lo que le daba movilidad alrededor de una mesa redonda, sobre la cual se encontraba la imagen viva de un dragón, tallado escama a escama y pulido con tanto detalle y cuidado, que, si no fuera por el color, juraría, estaba vivo, y me miraba, y me transmitía su ira a través de sus pupilas, y la rabia por medio del fuego.
Para Enme no existía nada aparte de ese momento. Un bucle atrapado por la melodía en la bocina y sus auriculares.
Eran ella y el barro
Ella y ese dragón.
O quizá ella misma fuera el dragón.
Tomé asiento en el taburete, a un lado del pequeño horno de gas, sin hacer ruido, silenciosa como las polillas, me quedé apreciando el arte que era ella y el que formaba y representaba a la vez.
No hice nada hasta que, de nuevo, la primera gota se estrelló contra el recipiente lleno de agua que tenía a un lado. Entonces ya no pude quedarme en silencio y volé, y antes de saber qué estaba haciendo realmente, mis alas estaban sobre ella y la música había parado, dejando como un segundo capullo el silencio.
—Nadie más está viendo. —dije, sintiendo como su pequeño cuerpo se fragmentaba dentro de mi arrullo. —Puedes llorar.
Y, aunque no lo hizo, pude percibir la tranquilidad fluyendo de nuevo en sus músculos que retornaron como calma en su voz.
—Oye anciana, ¿todavía tengo un lugar para dormir hoy? ¿O te dan miedo las homicidas?
Recargué mi cabeza contra la suya y sonreí un poco.
—No tienes mucha pinta de homicida. Si quieres librarte de mí porque tengo un trastorno de orden, deberás intentar de otro modo.
—Que mal, pensé que funcionaría...
—¿Quieres hablar de lo que pasó?
—Preferiría no hacerlo.
—¿Pero?
—Pero no me arrepiento. Y aparte se lo merecía.
—¿Se metió con una de tus piezas?
—Mía no. Al inicio no. —Bajó la herramienta que todavía sostenía y se giró, evitando a toda costa romper el abrazo o el intento de este. —De Luna; es una chica novata pero que no debe perder por algo así. Todos merecemos llegar al final, o salir por nuestra cuenta. Y me enojó mucho que quisiera hacerle eso solo porque ella todavía no ha pulido ciertas técnicas. Me recordó mucho a alguien.
—¿Quién? ¿Madrid?
—No, Luna. —Sonrió un poco. —Quizá por eso fui un poco más imprudente de lo normal. —Alcé una ceja y ella rodó los ojos. —Okey, totalmente imprudente. Aunque al inicio solo le dije insultos. Él se metió con mi trabajo y yo reaccioné, esperaba quitarle el punzón, no pensé que el movimiento de un anciano como él pudiera ser tan ágil y su piel tan suave. En teoría, fue culpa de los dos.
—Y me alegra que aceptes esa parte. —Abeth se despegó de la pared y empujó hacia nosotras el pequeño carrito para transportar al dragón. —¿Qué? ¿Ya estás lista?
Y si las palabras de Enme no bastaron para confirmarlo, su sonrisa socarrona fue todo lo que se necesitó para asegurarlo.
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