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4: Despreocupada y decidida, Adriana Ranheart


Si me hubieran dicho que encontraría a Taylor al bajar del avión, lo habría creído, así, sin más, con los ojos cerrados como la canción. No por nada en las revistas se hablaba de Derem como una ciudad de sueños, llena de riqueza cultural y poder económico, bastaba con pasar a través de los pasillos que conducían a la salida del aeropuerto  para darse cuenta del lujo que tenía la corona a su alcance, así como de su buen gusto en espejos instagrameables, porcelana de exhibición y paredes llenas de cuadros e itinerarios a lugares que no iba siquiera a intentar pronunciar. 

Al igual que a mí, a Betty pareció gustarle el lugar, ya que se quedó en varias salas, tomando fotos de las decoraciones más sobresalientes.

Y eso solo correspondía al inicio.

Salimos a una rotonda por donde transitaban los autos, en el centro crecían flores en jardineras sin barandal y en medio de aquello una pieza enorme de cerámica posaba, resguardando aves que se acercaban para beber de la fuente a sus pies. Reconocí la pieza enseguida, era la estatua realista de su majestad. La pieza que le ganó a Enme su lugar sobresaliente dentro del séquito principal.

Tomé fotos, muchas, así fuera a la distancia estaba segurísima que debía inmortalizar aquel momento, aquella estatua y el significado que representaba para mí, sobre todo después de lo que había leído en el avión.

El recuerdo apareció, se esfumó casi enseguida pero la amargura ya volvía a empaparme. Me sentía igual que las flores en sus jardineras perfectas, intocables, constantemente expuestas ante el brillo efusivo del sol, mientras este las devoraba a mordidas con el calor horrible de sus rayos.

—Pero que clima de mierda. —exclamó Betty al salir del espacio con aire acondicionado y perfumes deliciosos que llenaban el ambiente, una comparación terrible con el exterior ardiente y sin una fragancia memorable. 

La mirada del asesor real la traspasó con indignación por sus palabras, pero Betty, o no lo notó o no le dio importancia, ya que siguió maldiciendo hasta que el auto negro con el logo de la corona en los vidrios polarizados pasó a recogernos. 

El viaje a partir de ahí estuvo lleno de subidas y bajadas, la ciudad era una completa locura, tenía calles estrechas por las que creía que no lograríamos pasar y extensiones el triple de amplias, dejando espacio más que suficiente para cinco carriles. Debido a la oscuridad que traía consigo la llegada de la noche, la mayor parte de la luz a nuestro alrededor se debía a los carteles de neón o los letreros en pantallas gigantes que pasaban propaganda real y anuncios de productos rarísimos.

Había demasiado que ver. Por un momento quise duplicar mis ojos y usar un poder mega extraño que me permitiera estar en todos lados, desde la zona de casinos hasta el barrio clásico.

Avanzando por partes, al salir del aeropuerto primero atravesamos un arco de piedra con tallados a lo largo de las columnas y una frase en la lengua originaria de Derem que no entendí en lo más mínimo, ya que la pronunciación, según el asesor, provenía de una entonación similar al latín, mientras que la escritura me recordaba a los jeroglíficos y las letras griegas que tanto dolor me costaron en la escuela durante los años más básicos de geometría y cálculo.

¡Tremendo dolor de trasero que era eso!

Desde ahí tanto Betty como yo, aunque sobre todo yo, ignoramos al hombrecillo fanático que no paró de hablar sobre detalles históricos que ensombrecían el recorrido pintoresco con las menciones de: ¡Oh, miren, ahí asesinaron a la reina Fanlacy! Aunque en la actualidad es una tienda de moda.

Si me paraba a escucharlo cada vez que nos presentaba un lugar histórico en compañía de una frase lúgubre, mi viaje pasaría de ser el colorido subidón de emociones a un llano hundido en miseria y contemplación. Algunos datos, sin embargo, eran interesantes, como el que mencionaba acerca de las rotondas principales, todas ellas nombradas como flores, con estatuas de barro en los centros a modo exclusivo de decoración. El detalle me recordó a casa, al ángel dorado que volaba más bajo que los pisos superiores de los altos edificios pero que no por eso dejaba de resaltar y ser visitado, haciendo honor a la frase de "chaparrito pero icónico".

Otra cosa muy parecida a mi bella ciudad de México era el tráfico, ah, como olvidarlo. Horas y horas atrapado en una avenida sin final, escuchando pitidos y groserías de conductores molestos, aunque en Derem al menos tenían la decencia de no pitar ni decirse verdades pintadas con barbaridades a mitad del camino. 

Y siguiendo el camino, al inicio solitario tras salir del aeropuerto, llegamos a un segundo arco con puestos de vigilancias, regidos por soldados armados que nos dejaron pasar después de revisar los permisos y el broche con forma de rosa que el asesor presentó por nosotras. A pocos metros de ahí la verdadera civilización empezó, primero como tiendas de lujo para los turistas, seguido de hoteles que se distinguían por sus letreros de luces y sus estacionamientos que se alargaban hasta dos cuadras. 

Ningún lugar se limitaba en seguridad, ya que cercaban los perímetros con rejas electrificadas y guardias en uniformes azules, a quienes vi por todo el recorrido hasta el corazón de la ciudad.

Si Derem eran un sueño en el exterior, en el núcleo viviente  del centro lo era todavía más. La gente le agregaba dinamismo al panorama y de verdad que cada vez esperaba con más ansias ver a Taylor paseando por ahí como una mujer casual con bolsas de súper o una correa que le ayudaba a pasear a su gatito; no estaría exagerando al decir que hasta un presidente podía caminar ahí y sentirse común haciéndolo, porque toda la gente, o tenían vibras de ser celebridades o lo eran. 

Cada vez entendía más y más el porqué las construcciones tan bonitas, con fachadas inglesas o patios amplios que dejaban ver, a los chismosos como yo, el interior con árboles y unas cuantas fuentes. Escuché decir al asesor que aquella era la parte más "estelar" de la ciudad, al igual que en México, un sector aparte escondía las sombras de aquel sitio soñado y otro más resguardaba el placer de sus ciudadanos. Aquella última zona la atravesamos antes de cortar por una calle que nos separó del camino real, fue la única parte del viaje en la que no escuché al asesor decir pero ni una palabra, quizá porque los casinos no eran su punto de reunión favorito, o por el humo que salía de la gente amontonada en cada esquina, aunque quizá se debía a las casas de placer que se anunciaban sin pena por medio de pantallas a los dos lados de la avenida, instigando a los conductores a desviarse y pasar un rato, o más, en las salas, movidos por la música y sabrá Taylor qué más.

Me di cuenta que la zona terminó con el cambio radical de escena. Dejamos atrás los edificios de ladrillos sin pintar, para abrirle las puertas a las tiendas de lujo, con paredes altas, blancas y anuncios llenos de precios y productos. Betty prestó más atención en esa parte, ya podía imaginarla yendo allí el primer sábado de descanso, regresaría cargando bolsas de ropa, accesorios y esas cremas con olores a frutas, incluso, tal vez, libros. Porque en el viaje descubrí que Betty no era solo una mujer bonita, sino que era una mujer bonita que le gustaban los libros y que tenía dinero para comprarlos.

Suspiré contra la ventana. Yo también quería esos ingresos.

—Esta es la zona clásica. —La voz del asesor me recordó que no estaba sola ahí adentro y que, otra vez, habíamos cambiado de escenografía, reconstruyendo el panorama con casas delicadas al estilo europeo medieval, sin tantas excentricidades como las había en el centro, pero cuidando los detalles en cada piedra e inscripción sobre las puertas de entrada. —Aquella casa al otro lado es la propiedad de la señorita Leisandra. De aquí parte el camino de los ceramistas.

La casa mencionada tenía plantas adhiriéndose en las paredes y un portón cerrado que te amenazaba por medio del dragón que custodiaba desde arriba, deslizando su diseño escamoso hasta la mitad de la madera sólida. A diferencia de la casa siguiente, que pertenecía a Madrid, el patio fue rodeado por un muro alto que terminaba en protecciones de metal, cosa que Madrid no copió, dejando los prados libres para exponer sus figuras más sobresalientes, algunas de ellas las tenía pegadas en casa en forma de estampillas y pósters. 

No alcancé a ver la propiedad de Dalila, ni la de Elmerth, ya que el asesor nos presentó la vivienda oficial de Enme y fue suficiente para que yo no pudiera apartarme de la ventanilla hasta que su hogar desapareciera al doblar la esquina. 

—No es gran cosa, esperaba más. —dijo Betty a mi lado, susurrando para que el asesor no llegara a reprenderla. —Sobre todo de Enme, tiene tanto dinero y parece que vive en un motel.

—¿Quizá es tacaña? —sugerí, escondiendo la astilla de incomodidad que me dictaba defender a capa y espada a Enme. 

—O tiene mal gusto. —continuó Betty, pasando los twitts a lo largo de su celular.

—Dijiste que no ibas a juzgarla hasta conocerla.

Betty se encogió, indiferente a mis reclamos.

—No la estoy juzgando, critico su mal, mal, mal y asqueroso gusto por construcciones.

—Vosotras dos dejen de conversar pero ya. —El asesor nos miró con severidad y luego nos sonrió, más tranquilo. —Mis niñas, es momento de bajar, he cumplido con mi tarea, sean bienvenidas al palacio re...

La puerta fue abierta de repente por uno de los pajes que esperaban afuera, cortando al instante el discurso del asesor que rodó hacia abajo junto a nosotras cuando intentamos sostenerlo para que no cayera al recargarse con tanta seguridad de la puerta.

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